Luis Enrique Délano: Las manos

BIEN puedo decir que cada vez aquella niña se me entraba más adentro en el corazón. Insensiblemente iba yo dejando mis ratos de alegría para cuando estuviera a su lado, es decir esperaba impaciente su presencia, porque cuando estaba junto a ella mi indiferencia cuotidiana se iba diluyendo para dejar paso a una alegría suave, delicada. Y hasta un poco de mi rudeza habitual fué desapareciendo, deshecha entre las manos de la chiquilla. Finalmente, un día en un diálogo conmigo mismo tuve que confesar que estaba enamorado de ella…

Se llamaba Clarita Albert, un nombre que según mi gusto es bastante bonito y suena bien a los oídos. Su estatura no sobresalía ni un centímetro de mis hombros, de manera que cuando paseábamos juntos tenía yo que inclinarme para recojer el claro metal de sus palabras. Pero su cuerpo pequeño, de bibelot más bien, estaba en relación con toda ella, con su voz delgada, con sus movimientos de niño regalón y con sus miradas, tan acariciadoras que parecían deslizarse por encima de uno, levemente, rozándolo apenas.

Varios meses me aprisionó en las redes de su charla de chiquilla moderna y hasta un poco original. Día a día en su casa, sentados frente a frente, yo me dejaba mecer en el columpio de sus palabras ágiles. Hasta el invierno con su cargamento de horas mojadas, tristes y nebulosas, se me hizo más corto que otros años, en la compañía amable de Clarita. Y fué durante una de esas frívolas tardes cuando descubrí su secreto, su terrible secreto, que ella tenía muy oculto; lo único que en la niña no mantenía una situación de armonía con su total encanto. ¿Por qué será? Yo no sé, pero hay cosas que produciéndose en un momento dado nos pierden. A mi el secreto de Clara me perdió, y hasta puedo decir, la perdió a ella, la derribó violentamente del pedestal en que mi cariño la había colocado.

Sucedió así. Yo estaba semi tendido en el sofá de suave respaldo, oyéndole esas peregrinas ideas que se le ocurrían después de leer cualquier novela. Ese momento, el cigarrillo egipcio y las palabras de Clarita habían organizado un complot para adormecerme. A pesar de ello no perdía palabra de cuánto la niña hablaba. De pronto Clarita Albert bajó los párpados. Parece que para ver todas aquellas cosas que estaba evocando necesitaba cerrar los ojos. El respaldo del diván donde descansaba su brazo delicado, hizo un hueco para recibir el dulce calor de la niña en su epidermis de cuero. Delante, y entre el humo de los cigarrillos que ya iba llenando la salita, pasaba un desfile de fantasmas y presencias locas que Clarita traía a la conversación. Estaba fantaseando sobre las aventuras.

—¿No ha pensado usted, amigo mío, en lo hermoso que seria poder equipar un barco propio y hacerse a la mar? Yo si, y créame que me encantaría. Ser yo la capitana, estar en el puente, cara a cara al sol, desafiándolo, y dirigiendo al mismo tiempo la maniobra de la tripulación. Mis marineros serían todos rubios hombres del Norte, alegres y fuertes. Al atardecer les escucharía sus cantos en idiomas extraños, sentada en un montón de cordeles. Después, lejos de las costas, podríamos izar una bandera con calaveras negras y hasta, ¿por qué no?, mandar detenerse cualquier barco, sólo por ver el terror que les causaría a los hombres nuestra actitud de bandidos.

—Sí, Clara, todo eso es muy bonito.

—O irse a cazar tigres al África. ¿Sabe que también sería interesante? Verse una expuesta a miles de peligros en las selvas, resistir los ataques de los salvajes y vencer a las fieras. En las noches, hacer unos la guardia, vigilando el sueño de los demás, en el campamento…

Yo que soy casi un burgués aprobaba, aprobaba todo, pensando en el contraste de las cosas imaginadas por Clarita, con la negra cárcel de mi oficina.

Clarita se dispuso a continuar.

—Ir en aeroplano al Polo, haciendo la travesía…

Pero en ese momento mis ojos se fijaron en las manos de la chiquilla, que mantenía apoyadas contra los brazos de su sillón. ¡Cosa extraña! Hacia algunos meses ya que frecuentaba su trato y nunca había puesto la atención en sus manos. ¡Qué manos! Acostumbrado a encontrar sólo atractivos en Clarita Albert y acostumbrado sobro todo a atribuirle todos los atractivos que iba conociendo, aquello me produjo una impresión de horror. ¡Si esas manos no podían pertenecer a olla! ¡Si no era posible que Clarita, la muchacha linda como un bibelot, fuera la dueña de aquellas manos, cruzadas de innumerables arrugas, como los países de ríos! Esas eran las manos de una vieja, o por lo menos estaban ahí ocupando un sitio ajeno. ¡Tantas arrugas! ¡Ni las benditas manos de mi madre tendrían tantas!

Ha de haber notado una expresión extranjera en mi rostro, en mis ojos abiertos en grandes círculos de asombro, porque avergonzada, las retiró con rapidez, escondiéndolas detrás de su cuerpo, allegadas seguramente al respaldo del sillón. Entonces nuestros ojos se encontraron y la tristeza afirmó en ellos su color obscuro. Pudo balbucear:

—¿Me miraba las manos?

—No, Clarita.

No habría querido dejar traslucir el horror que sus manos me trajeron, pero mi molestia era demasiado grande.

Después de esto, la pequeña charladora se había vuelto irremediablemente triste, y yo, que entonces no había perdido del todo la rudeza que me acompañó otros tiempos, le di un nuevo motivo para estarlo. Cuando nos despedíamos y su mano se apoyó tímidamente sobre la mía, no pude, no pude dejar de tomársela y llevármela a los ojos, ansioso, impulsado por una intención desconocida, y más que eso, injustificable. Claro que en el acto me arrepentí, pero ya no había remedio. Ella, consciente de la fealdad de sus manos, estaba llorando. ¡Otro disgusto, caramba! ¡Pobrecita! Era su risa, su alegría frívola lo que me atraía en ella, y ahora quería sujetarme con el imán de unas ridículas lágrimas.

Me marché bruscamente, dispuesto a no volver. Mientras caminaba, llevaba siempre ante los ojos, viéndolas, las arrugas de aquellas horribles manos.

© Luis Enrique Délano. La niña de la prisión y otros relatos, 1928.

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