Mario Vargas Llosa: El gran Gatsby (Un castillo en el aire)

Mario Vargas Llosa

El gran Gatsby comienza como una ligera crónica de los extravagantes años veinte —sus millonarios, sus frívolos, sus gángsters, sus sirenas y la desbordante prosperidad que respiraban— y, luego, se convierte insensiblemente en una tierna historia de amor. Pero, poco después, experimenta una nueva muda y torna a ser un melodrama sangriento, de absurdas coincidencias y malentendidos grotescos, al extremo de que, al cerrar la última página, el lector de nuestros días se pregunta si el libro que ha leído no es, más bien, una novela existencialista sobre el sinsentido de la vida o un alarde poético, un juego de la imaginación sin mayores ataduras con la experiencia vivida.

Aunque no sea lo bastante compacto y misterioso para ser genial, es un bello libro, que ha conservado intacta su frescura, y al que el tiempo corrido desde su aparición, en 1925, ha conferido el valor de símbolo de lo que fue la irregularidad e impremeditación de la vida en una época de alegre irresponsabilidad y decadente encanto. En su impericia misma —esas elegiacas frases sensibleras que, de pronto, interrumpen la acción para extasiarse ante un detalle del paisaje o filosofar sobre el alma de los ricos—, El gran Gatsby resulta la personificación del tiempo que describe, mundo fastuoso en el que coexistían el arte y el mal gusto, el honesto empresario y el rufián, la pacatería y el desenfreno y la arrolladora abundancia de una sociedad que, sin embargo, se hallaba al borde del abismo.

Al final de su vida, en un texto autobiográfico, Scott Fitzgerald escribió de su personaje Jay Gatsby: «Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en un club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví.»

Toda novela es un complejo laberinto de muchas puertas y cualquiera de ellas sirve para entrar en su intimidad. La que nos abre esta confesión del autor de El gran Gatsby da a una historia romántica, de esas que hacían llorar. Un muchacho modesto se enamora de una bella heredera con la que no puede casarse por las insalvables distancias económicas que los separan: fiel a ese amor de juventud, luego de conseguir por medios ilícitos lo que parece una fortuna, multiplica las extravagancias y el despilfarro a fin de recuperar a la muchacha de su corazón; cuando parece que va a lograrlo, el destino (con mayúsculas, el de los grandes folletines y las estremecedoras historias decimonónicas) se interpone para impedirlo, precipitando un oportuno holocausto. Al cabo, el paisaje es el mismo del principio: una sociedad injusta e implacable donde las razones del bolsillo prevalecerán siempre sobre las del corazón.

La novela de Scott Fitzgerald es, también, eso, pero si sólo fuera eso no habría durado más que otras del género «amor imposible con derramamiento de sangre al final». Es, asimismo, una manera de contar, serpentina y traviesa, en la que, a través de un testigo implicado —el narrador Nick Carraway—, vamos descubriendo, antes de llegar a su entraña melodramática y fatalista, que la realidad está hecha de imágenes superpuestas, que se contradicen o matizan unas a otras, de modo que nada en ella parece totalmente cierto ni definitivamente falso, sino dotado de una irremediable ambigüedad. Nadie es lo que parece, por lo menos por mucho tiempo, todo lo es de manera muy provisional y según la perspectiva desde la cual se le mire. Esa provisionalidad de la existencia y el relativismo que caracteriza a la moral y a las conductas de sus personajes resulta, acaso, lo más original que tiene esta novela y lo que testimonia mejor sobre la realidad del mundo que la inspiró. Ya que los locos años veinte norteamericanos, la era del jazz y de la ley seca, de la cornucopia de oro y la gran depresión del 29, fueron, sobre todo, los de un mundo frágil, engañoso, de bellas apariencias, como una alegre fiesta de disfraces en la que las refinadas máscaras y los rutilantes dóminos ocultaran muchos monstruos y espantos.

Las veladuras sutiles que el narrador va apartando en su relato, a medida que él, muchacho provinciano y sencillo del Medio Oeste, descubre los ritos, enredos, excesos y locuras del mundo de los ricos neoyorquinos, liman las aristas que afean las entrañas de esta sociedad y, en cierto modo, la redimen estéticamente. Aunque, juzgados en todo, la mayoría de los personajes merecerían una severa condena moral, es imposible sentenciarlos porque no hay manera de juzgarlos en frío: ellos llegan hasta nosotros enriados y absueltos por la delicada y generosa sensibilidad con que los baña, al verlos, el simpático Nick Carraway, quien, con toda justicia, se considera a sí mismo «una de las pocas personas honradas que he conocido». Es, sin la menor duda. Y, también, un ser de una benevolencia y comprensión tan persuasivos que todo aquello que pasa por su sensibilidad, mejora, pues de alguna manera se contagia de su limpieza y su bondad.

El narrador —visible o invisible— es siempre el personaje al que el autor debe crear con más cuidado, pues de él —de su habilidad, de su coherencia, de su astucia— dependerá la suerte de todos los otros. Si Scott Fitzgerald no hubiera inventado un tamiz tan fino y eficiente como el del sencillo agente de bolsa que nos cuenta la historia, El gran Gatsby no hubiera podido trascender los límites de su truculenta, irreal anécdota. Gracias al discreto Nick, esta anécdota importa menos que la atmósfera en que sucede y que la deliciosa imprecisión que desencarna a sus seres vivientes y les impone un semblante de sueño, de habitantes de un mundo de fantasía.

La salud de Nick Carraway empuja a la irrealidad al enfermizo vecindario del elegante balneario de West Egg, en Long Island. Pero estos personajes, de su lado, suelen ser también propensos a despegar del mundo concreto para refugiarse en los castillos de la ilusión. Es el caso de James Gatz, por ejemplo, el muchacho pueblerino que para vivir mejor su fantasía empieza por inventarse otra identidad: la de Jay Gatsby. ¿Cuál es su verdadera historia? Nunca llegaremos a una certidumbre al respecto; fuera de algunas pistas que nos revela Nick —que su carrera de contrabandista de alcohol y negociante luctuoso prosperó a la sombra de Meyer Wolfsheim, por ejemplo—, nos quedamos en ayunas sobre parte de su biografía. Lo seguro, en todo caso, es que, para conocer a Gatsby, más importantes que las peripecias concretas de su vida son sus espejismos y delirios, ya que, como dice el narrador, él «nació de su platónica concepción de sí mismo».

Hijastro de una larga genealogía literaria, Gatsby es un hombre al que un agente fatídico, inflamando su deseo y su imaginación, pone en entredicho con el mundo real y dispara hacia el sueño. Como al Quijote las novelas de caballerías y a Madame Bovary las historias de amor, a Gatsby son Daisy y su entrevisto mundo de gentes ricas los que le hacen concebir un mundo sustitutorio del real, una realidad de pura fantasía que, luego —como la secta del relato borgiano Tlön, Uqbar, Orbis Tertius—, intentará filtrar en la realidad objetiva, encarnar en la vida. Igual que sus ilustres predecesores, el ingenuo idealista —en la más prístina acepción de la palabra— verá cómo la realidad despedaza su ilusión antes de arrebatarle la vida. La grandeza de Gatsby no es aquella que le atribuye el generoso Nick Carraway —ser mejor que todos los ricos de viejos apellidos que lo desprecian— sino estar dotado de algo de lo que éstos carecen: la aptitud para confundir sus deseos con la realidad, la vida soñada con la vida vivida, algo que lo incorpora a un ilustre linaje literario y lo convierte en suma y cifra de lo que es la ficción. Por su manera de encarar la realidad, huyendo de ella hacia una realidad aparte, hecha de fantasía, y tratando luego de sustituir la auténtica vida por este hechizo privado, Jay Gatsby no es un hombre de carne y hueso, sino literatura pura.

También Daisy es un personaje deliciosamente inmaterial, una linda mariposa que revolotea, indiferente, por una vida que es para ella sólo forma, superficie, juego, diversión. Su egoísmo es tan genuino y natural como su canto de muñeca y nada tiene de extraño que sea incapaz de seguir a Gatsby en su quimérico empeño de abolir el pasado, renegando del amor que en algún momento debió sentir por su marido, Tom Buchanan. La estructura mental de Daisy está hecha para el coqueteo o el discreto adulterio, es decir, para las fantasías más o menos convencionales y rampantes, pero lo que Gatsby quiere de ella —el amor-pasión, la locura amorosa— está totalmente fuera de sus posibilidades. Por eso, al fin se resigna a quedarse con su marido, el inepto —pero también inofensivo— Tom Buchanan.

Tom debería ser algo así como el malvado de la historia, por su moral hipócrita, sus prejuicios racistas y su cinismo. Pero, gracias al generoso intermediario que nos refiere y muestra al personaje —Nick Carraway—, las negras prendas de Tom se decoloran y disuelven en simple estupidez y mediocridad. A fin de cuentas, más que odioso, el marido de Daisy nos resulta risible.

Según Hemingway, Scott Fitzgerald vivió fascinado por los ricos, a quienes creía «distintos» de los demás seres humanos. Y es sabido que, en el corto período en que fue rico él mismo, gracias al éxito extraordinario de su primera novela, A este lado del paraíso (1920), él y Zelda vivieron una vida de extravagancia y derroche equiparable a la que lleva a cabo Jay Gatsby para atraer la atención de la muchacha que tuvo y que perdió. Pero lo cierto es que, en El gran Gatsby, el mundo de las mujeres y hombres con fortuna no parece distinguirse de manera esencial del de los otros mortales, salvo por detalles cuantitativos: casas más grandes, caballos, autos más modernos, etc. El único que aprovecha las posibilidades que brinda el dinero para despegar de la vida municipal de los hombres comunes hacia ciertas formas espectaculares y paradigmáticas de existencia, no es un rico auténtico, sino un postizo, un «parvenú»: Gatsby. Los ricos verdaderos de la historia, como Tom, Daisy o la golfista Jordan Baker, parecen gentes tan previsibles e insustanciales como la mesocrática Myrtle o su esposo, el confundido asesino Mr. Wilson. De tal manera que si aquello que Hemingway le atribuyó —y tan cruelmente, en la parodia que hizo de él en su relato Las nieves del Kilimanjaro—, vivir obsesionado por la superioridad que confería la riqueza, era cierto, en esta novela al menos, Scott Fitzgerald no lo demostró.

La mitología humana que de algún modo destaca en el libro no es la que rodea al rico, sino al marginal, al hombre de vida turbia y solapada, que opera y prospera en contra de la ley. Es el caso de Gatsby, por supuesto. Y también el del caricatural Meyer Wolfsheim, cuyo paso por la historia, aunque fugaz, es memorable, pues deja tras de sí un relente de catacumba, delito, violencia y tipos humanos fuera de lo común, que intrigan al lector. Pero esta curiosidad tan bien creada, el libro no llega a satisfacerla, pues sólo deja entrever de paso y a hurtadillas la existencia de ese submundo delictuoso, algo así como el sótano lóbrego y lleno de alimañas de la sociedad donde los ricos perpetran sus vidas de agitada inconciencia. Son alimañas, desde luego, porque transgreden la norma social, pero son también gentes interesantes, intensas, que saben del riesgo y del cambio, en los que vivir significa todo menos rutina y aburrimiento. Por eso, aunque merezcan ir a la cárcel, el lector no vacila en preferir a Gatsby y a su pintoresco mentor que a sus insustanciales congéneres. Ellos no sólo proceden de la realidad histórica del tiempo que describe la ficción —ya que los locos años veinte fueron, también, años de rufianes— sino, sobre todo, de Conrad y del folletín romántico, es decir, de la tradición literaria.

Acaso ésa podría ser una buena definición de El gran Gatsby: una novela muy literaria. Es decir, muy escrita y muy soñada, en la que la irrealidad, congénita al arte narrativo, es algo así como una enfermedad o vicio compartido por muchos de sus protagonistas y la impalpable sustancia con que ha sido amasado de pies a cabeza y lanzado a vivir, el héroe, James Gatz, alias Gatsby.

Como todos los relatos y novelas que Scott Fitzgerald escribió, esta ficción también nos da la impresión de haber quedado inconclusa, de que alguien o algo faltó para darle esa esfericidad suficiente y compacta de las obras maestras. Pero la inconclusión, en El gran Gatsby, tiene una razón de ser, pues es también atributo del mundo que describe, de los seres que inventa. En éstos y en aquél hay un vacío, algo que no llegó a cuajar del todo, que se quedó a las puertas del horno, una indefinible sensación de que la vida entera se quedó a medio hacer, que se escurrió de las manos de la gente cuando iba a ser una vida plena y fértil. ¿Es el secreto del éxito de El gran Gatsby haber mostrado en una ficción el inacabamiento de una época, su romántica condición de promesa incumplida? ¿O lo que Scott Fitzgerald encarnó en la inconclusión de su historia fue su propio destino, de joven príncipe de la literatura que no llegó a rey? La respuesta justa es tal vez afirmativa para ambas preguntas. Porque, en su caso particular, el genio precoz que escribió A este lado del paraíso, premonición de una futura obra maestra que nunca hizo, prefiguró trágicamente el tiempo en que su anunciado talento se desperdició y frustró, un tiempo que, a fin de cuentas, no fue otra cosa que el palacete de Gatsby: un castillo en el aire.

Barranco, 11 de marzo de 1988

© Mario Vargas Llosa: El gran Gatsby. Un castillo en el aire. Publicado en La verdad de las mentiras, 1990.

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