Virginia Woolf: ¿Cómo debería leerse un libro?

Virginia Woolf

En primer lugar, quiero enfatizar los signos de interrogación de mi título. Aunque pudiera contestar a esa pregunta por mi cuenta, la respuesta se aplicaría sólo a mí y no a usted. El único consejo, en verdad, que una persona puede dar a otra acerca de la lectura es que no se deje aconsejar, que siga su propio instinto, que utilice su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones. Si estamos de acuerdo en esto, entonces me siento con autoridad para proponer algunas ideas y sugerencias, porque usted no dejará que coarte esa independencia que es la cualidad más importante que puede tener un lector. Después de todo, ¿qué leyes se pueden imponer a los libros? La batalla de Waterloo tuvo lugar, por supuesto, un día determinado; pero ¿es Hamlet una obra mejor que Lear? Nadie lo sabe. Cada uno debe resolver esa cuestión por sí mismo. Permitir que unas autoridades, por muy cubiertas de pieles sedosas y muy togadas que estén, entren en nuestras bibliotecas y dejar que nos digan cómo leer, qué leer, qué valor dar a lo que leemos es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios. En cualquier otra parte nos pueden atar leyes y convenciones; ahí no tenemos ninguna.

Pero para disfrutar de la libertad, si el tópico es perdonable, por supuesto tenemos que contenernos. No debemos derrochar nuestras capacidades inútilmente o por ignorancia, rociando la mitad de la casa para regar un único rosal; debemos adiestrarlas con acierto e intensidad, en este preciso lugar. Esta, tal vez, sea una de las primeras dificultades a las que nos enfrentamos en una biblioteca. ¿Qué es «este preciso lugar»? Podría parecer que no es nada más que un conglomerado y un batiburrillo de confusión. Poemas y novelas, historias y memorias, diccionarios y libros verdes; libros escritos en todas las lenguas por hombres y mujeres de todos los temperamentos, razas y edades se apretujan en la balda. Y fuera el burro rebuzna, las mujeres cotillean en la fuente, los potros galopan por los campos. ¿Por dónde hemos de empezar? ¿Cómo vamos a poner orden en este concurrido caos y obtener así el más hondo y completo placer de lo que leemos?

Resulta bastante sencillo decir que, puesto que los libros se dividen en clases —ficción, biografía, poesía—, debiéramos separarlos y tomar de cada uno solamente lo debido. Sin embargo pocas personas piden a los libros lo que estos pueden darnos. La mayoría de las veces llegamos a los libros con la mente confusa y dividida, exigiendo a la ficción que sea verdad, a la poesía que sea falsa, a la biografía que sea aduladora, a la historia que refuerce nuestros propios prejuicios. Si pudiéramos desterrar todas esas ideas preconcebidas cuando leemos, sería un comienzo admirable. No le dictemos al autor; intentemos convertirnos en él. Seamos sus compañeros de trabajo y sus cómplices. Si nos retraemos y mostramos reparos y críticas al principio, nos estamos impidiendo sacar el mayor provecho posible de lo que leemos. Pero si abrimos la mente al máximo, entonces unos signos e indicios de hermosura casi imperceptible, al cabo de las primeras frases, nos llevarán ante la presencia de un ser humano como ningún otro. Debemos imbuirnos de esto, familiarizarnos con esto, y pronto encontraremos que el autor nos está dando, o intentando darnos, algo mucho más concreto. Los treinta capítulos de una novela —si consideramos primero cómo leer una novela— son un intento de construir algo tan estructurado y controlado como un edificio: pero las palabras son más impalpables que los ladrillos; leer es un proceso más largo y complicado que ver. Quizá la forma más rápida de comprender los principios de lo que un novelista está haciendo no es leer, sino escribir; hacer uno mismo el experimento con los peligros y dificultades de las palabras. Evoquemos, pues, algún suceso que nos haya dejado una nítida impresión: cómo a la vuelta de la esquina, quizá, pasamos junto a dos personas que conversaban; un árbol se agitaba; una luz eléctrica brincaba; el tono de la conversación era cómico, pero también trágico; una visión completa, toda una idea, parecía contenida en ese momento.

Pero cuando intentemos reconstruirlo con palabras, encontraremos que se quiebra en mil impresiones contradictorias. Algunas deben ser atenuadas; otras enfatizadas; en ese proceso perderemos, probablemente, todo entendimiento de la emoción en sí. Vayamos entonces de sus páginas borrosas y desparramadas a las primeras páginas de algún gran novelista —Defoe, Jane Austen, Hardy. Ahora seremos más capaces de apreciar su maestría. No es que estemos simplemente en presencia de una persona diferente —Defoe, Jane Austen o Thomas Hardy—, sino que estamos viviendo en un mundo diferente. Aquí, en Robinson Crusoe, andamos con dificultad por un simple camino; una cosa ocurre tras otra; el hecho y el orden del hecho es suficiente. Pero si el aire libre y la aventura lo son todo para Defoe, a su vez no significan nada para Jane Austen. Aquí está el salón, y gente conversando, y no muy lejos los muchos espejos de su conversación revelando sus caracteres. Y si cuando nos hemos acostumbrado al salón y sus reflejos volvemos a Hardy, otra vez nos hacen girar en redondo. Los páramos nos rodean y las estrellas están sobre nuestras cabezas. El otro lado de la mente queda ahora expuesto, el lado oscuro en su eminente soledad, no el lado luminoso que se muestra en compañía. Nuestras relaciones no son con la gente, sino con la naturaleza y el destino. Mas aunque esos mundos sean diferentes, cada uno es consistente consigo mismo. El creador de cada uno observa cuidadosamente las leyes de su propia perspectiva, y por más grande que sea la tensión a la que nos someten, nunca nos confundirán, como hacen tan frecuentemente los escritores menores, introduciendo dos clases diferentes de realidad en el mismo libro. Ir así de un gran novelista a otro —de Jane Austen a Hardy, de Peacock a Trollope, de Scott a Meredith— es ser arrancado de raíz; salir despedido para acá y luego para allá. Leer una novela es un arte difícil y complejo. Debemos estar dotados no sólo de una percepción aguda, sino de una imaginación audaz si vamos a hacer uso de todo lo que el novelista —el gran artista— nos dé.

Pero una mirada a la heterogénea cofradía de la balda nos mostrará que los escritores son muy raras veces «grandes artistas»; es mucho más frecuente que un libro no aspire a ser una obra de arte en absoluto. Estas biografías y autobiografías, por ejemplo, vidas de grandes hombres, de hombres muertos hace mucho tiempo y olvidados, que se codean con las novelas y poemas, ¿vamos a renunciar a leerlas porque no son «arte»? ¿O vamos a leerlas, pero leerlas de otra forma, con un objetivo distinto? ¿Las leeremos en primer lugar para satisfacer esa curiosidad que se apodera en ocasiones de nosotros cuando nos paramos al anochecer frente a una casa con las luces aún encendidas y las persianas sin echar, y cada piso de la casa nos muestra una sección diferente de la vida humana en esencia? Entonces nos consume la curiosidad por la vida de esas personas —los criados cotilleando, los caballeros cenando, la joven vistiéndose para ir a una fiesta, la anciana en la ventana haciendo punto. ¿Quiénes son, qué son, cuáles son sus nombres, sus ocupaciones, sus pensamientos y aventuras?

Las biografías y memorias responden a dichas preguntas, iluminan innumerables casas como esta; nos muestran personas ocupándose de sus tareas cotidianas, trabajando sin descanso, fracasando, triunfando, comiendo, odiando, amando, hasta que mueren. Y algunas veces, mientras miramos, la casa desaparece y la verja de hierro se desvanece y nos encontramos en mar abierto; estamos cazando, navegando, luchando; estamos entre salvajes y soldados; estamos participando en grandes campañas. O si queremos permanecer aquí en Inglaterra, en Londres, aun así la escena cambia; la calle se estrecha; la casa se vuelve pequeña, abarrotada, con vidrieras en forma de diamante y maloliente. Vemos a un poeta, Donne, que ha tenido que salir de esa casa porque las paredes eran tan finas que por ellas se abría camino el llanto de sus hijos. Lo podemos seguir, a través de los senderos que hay en las páginas de los libros, hasta Twickenham; hasta el parque de lady Bedford, un famoso lugar de encuentro para nobles y poetas; y después dirigir nuestros pasos a Wilton, la gran casa al pie de las colinas, y escuchar a Sidney leerle la Arcadia a su hermana; y caminar por las mismísimas marismas y ver las mismísimas garzas que figuran en ese famoso romance; y después viajar de nuevo al norte con esa otra lady Pembroke, Anne Clifford, a sus páramos agrestes, o zambullirnos en la ciudad y controlar nuestro alborozo a la vista de Gabriel Harvey con su traje de terciopelo negro discutiendo sobre poesía con Spenser. Nada es más fascinante que andar a tientas y adentrarnos a trompicones en la oscuridad y el esplendor alternos del Londres isabelino. Pero no nos podemos quedar allí. Los Temple y los Swift, los Harley y los Saint John nos hacen señas; podemos pasar horas y horas desenredando sus disputas y descifrando sus caracteres; y cuando nos cansemos de ellos podemos continuar el recorrido, pasando al lado de una dama de negro que luce diamantes, hasta alcanzar a Samuel Johnson y Goldsmith y Garrick; o cruzar el canal, si nos parece, y encontrarnos con Voltaire, Diderot y madame de Deffand; y así de vuelta a Inglaterra y Twickenham —¡cómo se repiten ciertos lugares y ciertos nombres!—, donde lady Bedford tuvo una vez su parque y Pope vivió posteriormente, a la casa de Walpole en Strawberry Hill. Pero Walpole nos presenta a tal enjambre de nuevos conocidos, hay tantas casas que visitar y timbres que pulsar que tal vez titubeemos un momento, en la puerta de la señorita Berry, por ejemplo, cuando he aquí que llega Thackeray; es el amigo de la mujer que Walpole amaba; de modo que yendo simplemente de amigo en amigo, de jardín en jardín, de casa en casa, hemos pasado de una punta de la literatura inglesa a la otra y despertamos para encontrarnos aquí otra vez en el presente, si es que podemos diferenciar este momento de todos los transcurridos anteriormente. Esta, pues, es una de las maneras como podemos leer esas vidas y cartas; podemos hacer que iluminen muchas ventanas del pasado; podemos observar a los muertos famosos en sus costumbres habituales e imaginarnos a veces que estamos muy cerca y podemos conocer sus secretos sin ser vistos, y a veces podemos tomar una pieza teatral o un poema que hayan escrito y ver si su lectura es diferente en presencia del autor. Pero esto plantea de nuevo otras preguntas. ¿En qué medida, hemos de preguntarnos, se ve influido un libro por la vida de su autor? ¿Hasta qué punto es prudente dejar que el hombre interprete al escritor? ¿En qué medida vamos a resistir o ceder ante las simpatías y antipatías que el hombre en sí despierta en nosotros, tan sensibles como son las palabras, tan receptivas del carácter del autor? Son preguntas que nos acucian cuando leemos vidas y cartas, y hemos de responderlas por nosotros mismos, pues no puede haber mayor fatalidad que dejarse guiar por las preferencias de otros en un asunto tan personal.

Pero también podemos leer dichos libros con otro objetivo, no para arrojar luz sobre la literatura, no para familiarizarnos con gente famosa, sino para refrescar y ejercitar nuestras propias capacidades creativas. ¿No hay una ventana abierta a la derecha de la estantería? ¡Qué delicioso parar de leer y mirar fuera! ¡Qué estimulante es la escena, ajena a sí misma, en su irrelevancia, su movimiento perpetuo, los potros galopando por el campo, la mujer llenando su cubo en el pozo, el burro cabeceando y emitiendo su larga y acre queja! La mayor parte de cualquier biblioteca no es más que el registro de semejantes momentos efímeros en las vidas de hombres, mujeres y burros. Toda literatura, cuando envejece, tiene su pila de desperdicios, su registro de momentos desvanecidos y vidas olvidadas contadas con acentos débiles y entrecortados que han perecido. Pero si nos abandonamos al placer de leer desperdicios quedaremos sorprendidos, es más, sobrecogidos por las reliquias de vida humana que se han desechado para que se pudran. Puede que sea una carta, pero ¡qué visión proporciona! Puede que sean unas pocas frases, pero ¡qué perspectivas evocan! En ocasiones una historia entera vendrá acompañada de un humor, un patetismo y una plenitud tan hermosos que parecerá la obra de un gran novelista, pero es sólo un viejo actor, Tate Wilkinson, rememorando la extraña historia del capitán Jones; es sólo un joven subalterno, a las órdenes de Arthur Wellesley, que se enamora de una guapa muchacha en Lisboa; es sólo Maria Allen, que deja caer su costura en el salón vacío y dice en un susurro cómo desearía haber seguido el buen consejo del doctor Burney y no haberse fugado con su Rishy. Nada de esto tiene valor alguno; es sumamente prescindible; aun así, cuán absorbente es revolver de vez en cuando las pilas de desperdicios y encontrar anillos y tijeras y narices rotas enterradas en el pasado inmenso y tratar de recomponerlas mientras el potro galopa por el campo, la mujer llena su cubo en el pozo y el burro rebuzna.

Pero, a la larga, nos cansamos de leer desperdicios. Nos cansamos de revolver en busca de lo necesario para completar la verdad a medias que es todo lo que los Wilkinson, los Bunbury y las Maria Allen son capaces de ofrecernos. No tenían la capacidad del artista de dominar y de eliminar; no podían decir toda la verdad, ni siquiera sobre sus propias vidas; han desfigurado la historia, tan escultural como podría haber quedado. Todo lo que nos pueden ofrecer son datos, y los datos son una forma de ficción muy inferior. Así crece en nosotros el deseo de haber acabado con las medias verdades y las aproximaciones; de cesar de escudriñar los pequeños matices del carácter humano, de disfrutar de la mayor abstracción, de la verdad más pura de la ficción. Así creamos la atmósfera, intensa y generalizada, ajena al detalle, pero acentuada por algún ritmo recurrente y regular, cuya expresión natural es la poesía; y ese es el momento de leer poesía, cuando somos casi capaces de escribirla.

Viento del oeste, ¿cuándo soplarás?
Caiga, si quiere, la llovizna.
¡Cristo, si mi amor estuviera en mis brazos
y yo en mi lecho otra vez![1]

El impacto de la poesía es tan duro y directo que por un momento no se siente más que el poema mismo. ¡Qué profundas honduras visitamos entonces, qué repentina y completa es nuestra inmersión! No hay nada a lo que agarrarse aquí; nada que nos sostenga en nuestro vuelo. La ilusión de la ficción es gradual; sus efectos están preparados; pero ¿quiénes, de cuantos leen estos cuatro versos, se paran a preguntarse quién los escribió, o evocan la casa de Donne o al secretario de Sidney?; ¿o quién los enreda en la maraña del pasado y en la sucesión de generaciones? El poeta es siempre nuestro coetáneo. Nuestro ser, de momento, está concentrado y constreñido, como en una violenta sacudida de emoción personal. Posteriormente, es verdad, esta sensación comienza a propagarse por nuestra mente en círculos que se ensanchan; llegamos a unas sensaciones más remotas; estas empiezan a sonar y a hacer observaciones y somos conscientes de ecos y reflejos. La intensidad de la poesía cubre un inmenso abanico de sentimientos. Sólo tenemos que comparar la fuerza e inmediatez de

Caeré como un árbol y hallaré mi tumba,
únicamente recordando mi pesar,[2]

con la modulación ondulante de

Cuenta los minutos el caer de las arenas,
como las de un reloj; la yunta del tiempo
nos consume hasta la tumba, y la observamos;
un tiempo de placer, pasado el jolgorio, vuelve a casa
por fin, y acaba con tristeza; pero la vida,
cansada de tanta animación, cuenta cada grano,
gimiendo y suspirando, hasta que cae el último,
para así concluir la calamidad con el reposo,[3]

o coloquemos la calma meditativa de

… en el joven o el anciano
Nuestro sino, el hogar y corazón de nuestro ser,
está en el infinito, y sólo en él;
en la esperanza está, la que no muere,
en el esfuerzo, expectación y anhelo,
y en algo siempre por acontecer.[4]

junto a la completa e inagotable belleza de

La mudante luna subía por el cielo,
y en ningún lugar permanecía:
suavemente subía,
con una estrella o dos a su lado[5]

o la espléndida fantasía de

Y el que el bosque frecuenta
no detendrá sus pasos despreocupados
cuando, bien lejos en un claro
del incendio del gran mundo,
una tierna llama que salta
se le antoje, a su criterio,
azafrán a la sombra[6]

para adquirir conciencia del variado arte del poeta; su capacidad para hacernos a la vez actores y espectadores; su capacidad de enfundarse en la mano a los personajes como si de un guante se tratase, y de ser Falstaff o Lear; su capacidad de condensar, de ensanchar, de enunciar de una vez y para siempre.

«Sólo tenemos que comparar», con esas palabras se descubre el pastel, y queda admitida la verdadera complejidad de la lectura. El primer proceso, el de recibir impresiones con el máximo entendimiento, es sólo la mitad del proceso de leer; otro debe completarlo si queremos obtener el mayor placer de un libro. Debemos juzgar estas impresiones múltiples; debemos hacer de estas formas efímeras una que sea recia y duradera. Pero no de inmediato. Esperemos a que el polvo de la lectura se asiente; a que el conflicto y los interrogantes amainen; paseemos, conversemos, arranquemos los pétalos marchitos de una rosa o quedémonos dormidos. Entonces, de repente, sin que lo queramos, porque es así como la naturaleza efectúa estas transiciones, el libro volverá, pero de modo diferente. Irá flotando por el aire hasta la mente como un todo. Y el libro como un todo es diferente del libro recibido comúnmente en frases separadas. Los detalles ahora encajan en su sitio. Vemos la forma de principio a fin; es un cobertizo, una pocilga o una catedral. Ahora, pues, podemos comparar un libro con otro, igual que comparamos un edificio con otro. Pero el hecho de compararlos significa que nuestra actitud ha cambiado; ya no somos los amigos del escritor, sino sus jueces; y lo mismo que no podemos ser demasiado compasivos como amigos, tampoco podemos como jueces ser demasiado severos. ¿No son acaso criminales unos libros que han dilapidado nuestro tiempo y nuestras simpatías?; ¿no son los más insidiosos enemigos de la sociedad, corruptores, ultrajadores, los escritores de libros falsos, libros impostores, libros que llenan el aire de decadencia y enfermedad? Seamos, pues, severos en nuestros juicios; comparemos cada libro con el más grande de su especie. Ahí están suspendidas en la mente las formas de los libros que hemos leído, solidificadas por los juicios que hemos vertido sobre ellos: Robinson Crusoe, Emma, El regreso del nativo. Comparemos esas novelas con estas —incluso la última y menor de las novelas tiene derecho a ser juzgada con las mejores. E igual con la poesía— cuando la intoxicación del ritmo haya pasado y el esplendor de las palabras se haya desvanecido, una forma visionaria volverá a nosotros, y hemos de compararla con Lear, con Fedra, con El preludio; o si no con estos, con cualquiera que sea el mejor o nos parezca lo mejor de su clase. Y podemos estar seguros de que lo novedoso de la nueva poesía y la ficción es su cualidad más superficial, y que sólo tenemos que alterar ligeramente, no remodelarlos, los patrones por los que hemos juzgado las antiguas.

Sería una insensatez, por tanto, pretender que la segunda parte de la lectura, juzgar, comparar, sea tan sencilla como la primera —abrir la mente de par en par al rápido cúmulo de innúmeras impresiones. Continuar leyendo sin el libro delante, enfrentar sus siluetas ensombrecidas una contra otra, haber leído mucho y con bastante criterio para hacer que esas comparaciones vivan y sean iluminadoras. Eso es difícil; aún más difícil es ir más lejos y decir: «No sólo es el libro de tal clase, sino que es de tal valor; aquí falla; aquí funciona; esto es malo; esto es bueno». Desempeñar esta parte del cometido de un lector necesita tanta imaginación, perspicacia y conocimiento que es difícil concebir que haya una sola mente lo bastante dotada para ellos; es imposible, aun para la persona más segura de sí misma, encontrar algo más que las semillas de esas capacidades en su interior. ¿No sería más sensato, entonces, renunciar a esta parte de la lectura y permitir a los críticos, las autoridades cubiertas de pieles y vestidas con togas de la biblioteca, que decidan por nosotros la cuestión del valor absoluto del libro? ¡Pero qué imposibilidad! Podemos acentuar el valor de la empatía; podemos tratar de hundir nuestra propia identidad cuando leemos. Pero sabemos que no podemos compenetrarnos por completo o sumergirnos por completo; hay siempre un diablo en nosotros que susurra, «Odio, amo», y no podemos hacerlo callar. En verdad, es precisamente porque odiamos y amamos por lo que nuestra relación con los poetas y novelistas es tan íntima que encontramos intolerable la presencia de otra persona. Y aunque los resultados sean odiosos y nuestros juicios erróneos, aun así nuestro gusto, el nervio de la sensibilidad que nos atraviesa con sus descargas, es nuestra fuente de luz principal; aprendemos mediante los sentimientos; no podemos suprimir nuestra propia idiosincrasia sin empobrecerlos. Pero a medida que el tiempo avance quizá podamos educar nuestro gusto; quizá podamos hacer que se someta a cierto control. Cuando nos hayamos alimentado ávida y profusamente de libros de todas clases —poesía, ficción, historia, biografía— y hayamos parado de leer y considerado durante una buena temporada la variedad, la incongruencia del mundo vivo, encontraremos que está cambiando un poco; ya no es tan ávido, es más reflexivo. Empezará a ofrecernos juicios no sólo sobre libros particulares, sino que nos dirá que hay una cualidad común a ciertos libros. Escucha, dirá, ¿cómo llamaremos a esto? Y nos leerá quizá Lear y después quizá Agamenón para extraer esa cualidad común. Así, con nuestro gusto para guiarnos, nos aventuraremos más allá del libro en particular en busca de cualidades que agrupen los libros; les pondremos nombre y conformaremos una regla que ordene nuestras percepciones. Esa discriminación nos dará un placer mayor y más singular. Pero como una regla sólo vive cuando la infringe perpetuamente el contacto con los libros mismos —nada es más fácil ni entorpecedor que hacer reglas que existan sin contacto con la realidad, en un vacío—, ahora por fin, para darnos firmeza en este difícil intento puede que convenga acudir a los rarísimos escritores que son capaces de iluminarnos sobre la literatura como arte. Coleridge y Dryden y Johnson, en su crítica ponderada, los poetas y novelistas en sus dichos irreflexivos, con frecuencia sorprende su relevancia; iluminan y solidifican las vagas ideas que caían en las brumosas profundidades de nuestras mentes. Pero sólo son capaces de ayudarnos si acudimos a ellos cargados de preguntas y sugerencias ganadas honradamente en el transcurso de nuestra propia lectura. No pueden hacer nada por nosotros si nos volvemos gregarios bajo su autoridad y nos postramos como ovejas a la sombra de un seto. Únicamente podemos comprender su resolución cuando entra en conflicto con la nuestra y la vence.

Si esto es así, si leer un libro como debería leerse requiere las cualidades más excepcionales de imaginación, perspicacia y juicio, quizá podamos llegar a la conclusión de que la literatura es un arte muy complejo y que es improbable que seamos capaces, ni siquiera tras toda una vida de lectura, de contribuir con algo valioso a su crítica. Debemos seguir siendo lectores; no nos investiremos con la gloria que pertenece a esos raros seres que son también críticos. Pero aun así tenemos nuestras responsabilidades como lectores e incluso nuestra importancia. Los parámetros que establecemos y los juicios que expresamos se escabullen sigilosamente por el aire y pasan a formar parte de la atmósfera que respiran los escritores cuando trabajan. Se crea un influjo que les afecta aunque no encuentre nunca el camino de la imprenta. Y ese influjo, si estuviera bien instruido, fuera enérgico e individual y sincero, podría ser de gran valor ahora que la crítica está necesariamente en desuso; cuando se pasa revista a los libros como si fueran una procesión de animales en una galería de tiro, y el crítico dispone solamente de un segundo para cargar, apuntar y tirar, con razón se le puede perdonar si confunde conejos con tigres, águilas con aves de corral, o si yerra por completo y desperdicia su tiro con alguna pacífica vaca que pace en un prado apartado. Si detrás del errático fuego de la prensa el autor sintiera que hay otra clase de crítica, la opinión de la gente que lee por amor a la lectura, lenta y no profesionalmente, y juzgando con una gran comprensión, y sin embargo con gran severidad, ¿no podría esto mejorar la calidad de su obra? Y si gracias a nosotros los libros pudieran llegar a ser más robustos, más ricos y más variados, ese sería un fin digno de alcanzar.

Aun así, ¿quién lee para conseguir un fin, por más deseable que sea? ¿No hay algunas actividades que practicamos porque son buenas en sí mismas, y algunos placeres que son inapelables? ¿Y no se encuentra este entre ellos? Algunas veces he soñado, al menos, que cuando llegue el día del Juicio Final y los grandes conquistadores y juristas y hombres de Estado vayan a recibir su recompensa —sus coronas, sus laureles, sus nombres esculpidos indeleblemente en mármol imperecedero—, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: «Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura».


[1] Romance inglés anónimo, siglo XVI.

[2] Beaumont y Fletcher, The Maids Tragedy (1610), IV. 1.

[3] John Ford, The Lover‘s Melancholy (1629), IV. III. 57-64.

[4] William Wordsworth, El preludio, libro VI, versos 603-608 (trad. de Bel Atreides, Barcelona, DVD ediciones, 2003).

[5] Samuel Taylor Coleridge, La balada del viejo marinero (Barcelona, Círculo de Lectores, 2002), versos 225-228.

[6] Ebenezer Jones (1820-1860), «When the World is Burning», versos 23-27.

© Virginia Woolf: How Should One Read a Book? (¿Cómo debería leerse un libro?). Publicado en Yale Review, octubre de 1926. Traducción de Daniel Nisa Cáceres.

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