Sinopsis: «Wood’stown» es un cuento fantástico, de marcado trasfondo ecologista, escrito por Alphonse Daudet y publicado el 27 de mayo de 1873 en Le Bien Public. Relata la fundación de una ciudad en la desembocadura del Río Rojo, en Estados Unidos, erigida tras un feroz combate contra la selva milenaria que dominaba el lugar. Con calles rectas, muelles, mercados e iglesias, Wood’stown surge como símbolo de la ambición humana y del triunfo sobre la naturaleza. Sin embargo, alrededor de sus muros persiste la selva, inquietante, oscura y expectante, que observa en silencio el desafío de la ciudad que la desplazó.

Wood’stown
Alphonse Daudet
(Cuento complete)
RELATO FANTÁSTICO
El emplazamiento era magnífico para fundar una ciudad. Bastaba con despejar las orillas del río, derribando una parte de la selva, aquella selva virgen e inmensa que allí estaba enraizada desde el nacimiento del mundo. Protegida en todo su contorno por colinas cubiertas de bosques, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto espléndido, abierto en la desembocadura del Río Rojo, a unos seis kilómetros del mar.
Tan pronto como el gobierno de Washington concedió la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron manos a la obra. Pero jamás se había visto una selva semejante. Aferrada al suelo con todas sus lianas y raíces, cuando se la abatía por un extremo renacía por otro, rejuvenecida de sus heridas; cada golpe de hacha hacía brotar nuevos retoños verdes. Apenas se trazaban las calles y las plazas de la futura ciudad, la vegetación volvía a invadirlas. Los muros crecían más despacio que los árboles y, apenas alzados, se derrumbaban bajo el empuje de unas raíces siempre vivas.
Para vencer esta resistencia que embotaba el hierro de hachas y azuelas, no hubo más remedio que recurrir al fuego. Día y noche, un humo sofocante llenó la espesura, mientras los grandes árboles ardían como cirios encendidos. La selva trató aún de resistir, retardando el incendio con torrentes de savia y con la frescura sin aire de su apretado follaje. Al fin llegó el invierno. La nieve cayó como una segunda muerte sobre aquellos extensos parajes cubiertos de troncos ennegrecidos y raíces calcinadas. Desde entonces, ya se podía edificar.
Muy pronto, una ciudad inmensa, toda de madera, como Chicago, se extendió a orillas del Río Rojo, con sus amplias calles alineadas y numeradas que irradiaban desde las plazas, con su Bolsa, sus mercados, sus iglesias, sus escuelas y todo un aparato marítimo de tinglados, aduanas, muelles, almacenes y astilleros para la construcción naval. La ciudad de madera, llamada Wood’stown, fue pronto poblada por los habituales pioneros de las urbes nuevas. Una febril actividad circuló por todos sus barrios; pero en las colinas circundantes, dominando las calles atestadas y el puerto abarrotado de navíos, se desplegaba en semicírculo una masa sombría y amenazadora: era la selva que observaba.
Contemplaba aquella ciudad insolente que le había arrebatado su lugar junto al río, arrancándole casi cinco kilómetros de árboles gigantescos. Todo Wood’stown estaba hecho de su propia vida. Los altos mástiles que se mecían en el puerto, los incontables techos inclinados unos hacia otros, hasta la última cabaña del arrabal más lejano… Todo lo había dado ella, incluso los instrumentos de trabajo y los muebles, dosificando sus dones según la medida de sus ramas. ¡Con cuánto terrible rencor conservaba memoria de aquella ciudad de saqueadores!
Mientras duró el invierno, nada se advirtió. Los habitantes de Wood’stown oían a veces un crujido sordo en las techumbres o en sus muebles. De cuando en cuando, una pared se agrietaba o un mostrador se rompía ruidosamente en dos. Pero la madera nueva es propensa a tales accidentes, y nadie le daba mayor importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera —una primavera súbita, violenta, tan rebosante de savia que se percibía bajo tierra como un murmullo de fuentes—, el suelo comenzó a agitarse, como si fuerzas invisibles y activas lo levantaran. En cada casa, los muebles y los tabiques se hinchaban, y se veían en los pisos largas abolladuras, como si hubiesen pasado topos. Ni puertas ni ventanas funcionaban ya.
«Es la humedad», decían los habitantes. «Con el calor, pasará».
De pronto, tras una gran tormenta llegada del mar, que traía el verano en sus relámpagos ardientes y su lluvia tibia, la ciudad, al despertar, lanzó un grito de estupor. Los techos rojos de los edificios públicos, los campanarios de las iglesias, los suelos de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba espolvoreado con un tinte verde, fino como moho, leve como un encaje. Visto de cerca, era un enjambre de diminutos brotes, donde ya se distinguía el enroscamiento de las hojas. La extrañeza de las lluvias divirtió sin alarmar; pero, antes de la noche, ramilletes de verdor florecían por doquier, sobre muebles y paredes. Las ramas crecían a ojos vistas; apenas contenidas en la mano, se las sentía agitarse, vivas, como alas.
Al día siguiente, todos los apartamentos parecían invernaderos. Lianas trepaban por las barandillas de las escaleras. En las calles estrechas, las ramas se unían de un tejado a otro, tendiendo sobre la bulliciosa ciudad la sombra de avenidas selváticas. Aquello empezaba a ser inquietante. Mientras los sabios reunidos deliberaban sobre aquel caso de vegetación extraordinaria, la multitud se agolpaba fuera para contemplar las diversas fases del prodigio. Los gritos de sorpresa y el murmullo asombrado de todo un pueblo inactivo conferían solemnidad al extraño acontecimiento. De repente, alguien gritó:
—¡Mirad la selva!
Se advirtió con espanto que, desde hacía dos días, el semicírculo verde se había acercado mucho. La selva parecía descender hacia la ciudad. Una avanzada de zarzas y lianas se extendía ya hasta las primeras casas de los arrabales.
Entonces Wood’stown empezó a comprender y a temer. Era evidente que la selva venía a reconquistar su lugar junto al río; y sus árboles, derribados, esparcidos, transformados, se desataban para ir a su encuentro. ¿Cómo resistir la invasión? Si utilizaban el fuego, se arriesgaban a incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas contra aquella savia siempre renaciente, contra aquellas raíces monstruosas que atacaban el suelo por debajo, contra los millares de semillas volantes que germinaban al caer y hacían brotar un árbol dondequiera que tocaran tierra?
No obstante, todos se pusieron valerosamente a la obra con guadañas, rastrillos y hachas, y se hizo un inmenso corte de follajes. Pero fue en vano. De hora en hora, la maraña de la selva virgen, donde el entrelazamiento de lianas unía entre sí colosales brotes, invadía las calles de Wood’stown. Ya irrumpían insectos y reptiles; había nidos en todos los rincones, grandes aletazos, bandadas de picos chillones. En una sola noche, los graneros de la ciudad fueron vaciados por las crías recién salidas del cascarón. Luego, como una ironía en medio del desastre, mariposas de todas las formas y colores revoloteaban sobre los racimos en flor, y las abejas, precavidas, buscando refugios seguros, instalaban sus panales en los huecos de aquellos árboles recién crecidos, como prueba de permanencia.
En la estridente maraña de hojas se oían confusamente los golpes sordos de hachas y azuelas, pero al cuarto día todo trabajo resultó imposible. La hierba se alzaba demasiado alta, demasiado espesa. Lianas trepadoras se aferraban a los brazos de los leñadores e inmovilizaban sus gestos. Además, las casas se habían vuelto inhabitables: los muebles, cubiertos de hojas, habían perdido su forma; los techos se hundían, perforados por las lanzas de las yucas, por los largos espinos de las caobas; y en lugar de los tejados se extendía la inmensa cúpula de las catalpas. Todo había concluido. Era preciso huir.
A través de la red de plantas y ramas cada vez más densa, los habitantes de Wood’stown, aterrados, se precipitaron hacia el río, llevándose cuanto podían de riquezas y objetos preciosos. ¡Pero cuánto costaba alcanzar la orilla! Ya no había muelles, solo cañaverales gigantescos. Los astilleros, donde se guardaban las maderas de construcción, habían dado paso a bosques de abetos; y en el puerto, todo florecido, los navíos recién botados parecían islas de vegetación. Por fortuna, algunas fragatas acorazadas se encontraban allí y la multitud pudo refugiarse en ellas. Desde allí, contemplaron cómo la vieja selva se unía victoriosa a la nueva.
Poco a poco, los árboles confundieron sus copas; y bajo el cielo azul, colmado de sol, la enorme masa de follaje se extendió desde las orillas del río hasta el horizonte lejano. No quedaba ya ninguna huella de la ciudad: ni techos, ni muros. De cuando en cuando, un ruido sordo de derrumbe, último eco de la ruina, o el golpe de hacha de algún leñador enloquecido, resonaba bajo la espesura. Luego, nada más que el silencio, vibrante, murmurante, zumbante, con nubes de mariposas blancas girando sobre el río desierto, y allá lejos, hacia mar abierto, un navío que huía, con tres grandes árboles verdes erguidos en medio de las velas, llevando consigo a los últimos emigrados de lo que fue Wood’stown…
FIN
