Antonio Skármeta: El ciclista del San Cristóbal

“…y abatíme tanto, tanto
que fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance…”
San Juan de La Cruz

Además era el día de mi cumpleaños. Desde el balcón de la Alameda vi cruzar parsimoniosamente el cielo ese Sputnik ruso del que hablaron tanto los periódicos y no tomé ni así tanto porque al día siguiente era la primera prueba de ascensión de la temporada y mi madre estaba enferma en una pieza que no seria más grande que un closet. No me quedaba más que pedalear en el vacío con la nuca contra las baldosas para que la carne se me endureciera firmeza y pudiera patear mañana los pedales con ese estilo mío al que le dedicaron un artículo en “Estadio”. Mientras mamá levitaba por la fiebre, comencé a pasearme por los pasillos consumiendo de a migaja los queques que me había regalado la tía Margarita, apartando acuciosamente los trozos de fruta confitada con la punta de la lengua y escupiéndolos por un costado que era una inmundicia. Mi viejo salía cada cierto tiempo a probar el ponche, pero se demoraba cada vez cinco minutos en revolverlo, y suspiraba, y después le metía picotones con los dedos a las presas de duraznos que flotaban como náufragos en la mezcla de blanco barato, y pisco, y orange, y panimávida.

Los dos necesitábamos cosas que apuraran la noche y trajeran urgente la mañana. Yo me propuse suspender la gimnasia y lustrarme los zapatos; el viejo le daba vueltas al guía con la probable idea de llamar una ambulancia, y el cielo estaba despejado, y la noche muy cálida, y mamá decía entre sueños “estoy incendiándome”, no tan débil como para que no la oyéramos por entre la puerta abierta.

Pero esa era una noche tiesa de mechas. No aflojaba un ápice la crestona. Pasar la vista por cada estrella era lo mismo que contar cactus en un desierto, que morderse hasta sangrar las cutículas, que leer una novela de Dostoiewski. Entonces papá entraba a la pieza y le repetía a la oreja de mi madre los mismos argumentos inverosímiles, que la inyección le bajaría la fiebre, que ya amanecía, que el doctor iba a pasar bien temprano de mañana antes de irse de pesca a Cartagena.

Por último le argumentamos trampas a la oscuridad. Nos valimos de una cosa lechosa que tiene el cielo cuando está trasnochado y quisimos confundirla con la madrugada (si me apuraban un poco hubiera podido distinguir en pleno centro algún gallo cacareando).

Podría ser cualquier hora entre las tres y las cuatro cuando entré a la cocina a preparar el desayuno. Como si estuvieran concertados, el pitido de la tetera y los gritos de mi madre se fueron intensificando. Papá apareció en el marco de la puerta.

—No me atrevo a entrar —dijo.

Estaba gordo y pálido y la camisa le chorreaba simplemente. Alcanzamos a oír a mamá diciendo: que venga el médico.

—Dijo que pasaría a primera hora en la mañana —repitió por quinta vez mi viejo.

Yo me había quedado fascinado con los brincos que iba dando la tapa sobre las patadas del vapor.

—Va a morirse —dije.

Papá comenzó a palparse los bolsillos de todo el cuerpo. Señal que quería fumar. Ahora le costaría una barbaridad hallar los cigarrillos y luego pasaría lo mismo con los fósforos y entonces yo tendría que encendérselo en el gas.

—¿Tú crees?

Abrí las cejas así tanto, y suspiré.

—Pásame que te encienda el cigarrillo.

Al aproximarme a la llama, noté confundido que el fuego no me dañaba la nariz como todas las otras veces. Extendí el cigarro a mi padre, sin dar vuelta la cabeza, y conscientemente puse el meñique sobre el pequeño manojo de fuego. Era lo mismo que nada. Pensé: se me murió este dedo o algo, pero uno no podía pensar en la muerte de un dedo sin reírse un poco, de modo que extendí toda la palma y esta vez toqué con las yemas las cañerías del gas, cada uno de sus orificios, revolviendo las raíces mismas de las llamas. Papá se paseaba entre los extremos del pasillo cuidando de echarse toda la ceniza sobre la solapa, de llenarse los bigotes de mota de tabaco. Aproveché para llevar la cosa un poco más adelante, y puse a tostar mis muñecas, y luego los codos, y después otra vez todos los dedos. Apagué el gas, le eché un poco de escupito a las manos, que las sentía secas, y llevé hasta el comedor la cesta con pan viejo, la mermelada en tarro, un paquete flamante de mantequilla. Cuando papá se sentó a la mesa, yo debía haberme puesto a llorar. Con el cuello torcido hundió la vista en el café amargo como si allí estuviera concentrada la resignación del planeta, y entonces dijo algo, pero no alcancé a oírlo, porque más bien parecía sostener un incrédulo diálogo con algo íntimo, un riñón por ejemplo, o un fémur. Después se metió la mano por la camisa abierta y se mesó el ensamble de pelos que le enredaban el pecho. En la mesa había una cesta de ciruelas, damascos y duraznos un poco machucados. Durante un momento las frutas permanecieron vírgenes y acunadas, y yo me puse a mirar a la pared como si me estuvieran pasando una película o algo. Por último agarré un prisco y me lo froté sobre la solapa hasta sacarle un brillo harto pasable. El viejo nada más que por contagio levantó una ciruela.

—La vieja va a morirse —dijo.

Me sobé fuertemente el cuello. Ahora estaba dándole vueltas al hecho de que no me hubiera quemado. Con la lengua le lamí los conchos al cuesco y con las manos comencé a apretar las migas sobre la mesa, y las fui arrejuntando en montoncitos, y luego las disparaba con el índice entre la taza y la panera. En el mismo instante que tiraba el cuesco contra un pómulo, y me imaginaba que tenía manso cocho en la muela poniendo cara de circunstancia, creí descubrir el sentido de por qué me había puesto incombustible, si puede decirse. La cosa no era muy clara, pero tenía la misma evidencia que hace pronosticar una lluvia cuando el queltehue se viene soplando fuerte: si mamá iba a morirse, yo también tendría que emigrar del planeta. Lo del fuego era como una sinopsis de una película de miedo, o a lo mejor era puro bla-bla mío, y lo único que pasaba era que las idas al biógrafo me habían enviciado.

Miré a papá, y cuando iba a contárselo, apretó delante de los ojos sus mofletudas palmas hasta hacer el espacio entre ellas impenetrable.

—Vivirá —dije—. Uno se asusta con la fiebre.

—Es como la defensa del cuerpo.

Carraspeé.

—Si gano la carrera tendremos plata. La podríamos meter en una clínica pasable.

—Si acaso no se muere.

Escupí sobre el hombro el cuesco lijadito de tanto meneallo. El viejo se alentó a pegarle un mordiscón a un durazno harto potable. Oímos a mamá quejarse en la pieza, esta vez sin palabras. De tres tragadas acabé con el café, casi reconfortado que me hiriera el paladar. Me eché una marraqueta al bolsillo, y al levantarme, el pelotón de migas fue a refrescarse en una especie de pocilla de vino sólo en apariencia fresca, porque desde que mamá estaba en cama las manchas en el mantelito duraban de a mes, pidiendo por lo bajo.

Adopté un tono casual para despedirme, medio agringado dijéramos.

—Me voy.

Por toda respuesta, papá torció el cuello y aquilató la noche.

—¿A qué hora es la carrera? —preguntó, sorbiendo un poco del café.

Me sentí un cerdo, y no precisamente de esos giles simpáticos que salen en las historietas.

—A las nueve. Voy a hacer un poco de precalentamiento.

Saqué del bolsillo las horquetas para sujetarme las bastillas, y agarré de un tirón la bolsa con el equipo. Simultáneamente estaba tarareando un disco de los Beatles, uno de esos psicodélicos.

—Tal vez te convendría dormir un poco sugirió papá—. Hace ya dos noches que…

—Me siento bien —dije, avanzando hacia la puerta.

—Bueno, entonces.

—Que no se te enfríe el café.

Cerré la puerta tan dulcemente como si me fuera de besos con una chica, y luego le aflojé el candado a la bicicleta desprendiéndola de las barras de la baranda. Me la instalé bajo el sobaco, y sin esperar el ascensor corrí los cuatro pisos hasta la calle. Allí me quedé un minuto acariciando las llantas sin saber para dónde emprenderla, mientras que ahora si soplaba un aire madrugado, un poco frío, lento.

La monté, y de un solo envión de los pedales resbalé por la cuneta y me fui bordeando la Alameda hasta la Plaza Bulnes, y le ajusté la redondela a la fuente de la plaza, y enseguida torcí a la izquierda hasta la boite del Negro Tobar y me ahuaché bajo el toldo a oír la música que salía del subterráneo. Lo que fregaba la cachimba era no poder fumar, no romper la imagen del atleta perfecto que nuestro entrenador nos habla metido al fondo de la cabeza. A la hora que llegaba entabacado, me olía la lengua y pa’ fuera se ha dicho. Pero además de todo, yo era como un extranjero en la madrugada santiaguina. Tal vez fuera el único muchacho de Santiago que tenía a su madre muriéndose, el único y absoluto gil en la galaxia que no había sabido agenciarse una chica para amenizar las noches sabatinas sin fiestas, el único y definitivo animal que lloraba cuando le contaban historias tristes. Y de pronto ubiqué el tema del cuarteto, y precisamente la trompeta de Lucho Aránguiz fraseando eso de “No puedo darte más que amor, nena, eso es todo lo que te puedo dar”, y pasaron dos parejas silenciosas frente al toldo, como cenizas que el malón del colegio había derramado por las aceras, y había algo lúgubre e inolvidable en el susurro del grifo esquinero, y parecía surgido del mar plateado encima de la pileta el carricoche del lechero, lento a pesar del brío de sus caballos, y el viento se venía llevando envoltorios de cigarrillos, de chupetes helados, y el baterista arrastraba el tema como un largo cordel que no tiene amarrado nada en la punta —shá-shá-dá-dá— y salió del subterráneo un joven ebrio a secarse las narices traspirado, los ojos patinándole, rojos de humo, el nudo de la corbata dislocado, el pelo agolpado sobre las sienes, y la orquesta le metió al tango, sophisticated, siempre el mismo, siempre uno busca lleno de esperanzas, y los edificios de la Avenida Bulnes en cualquier momento podían caerse muertos, y después el viento soplaría descoyuntador, haría veletas de navío, barcazas y mástiles de los andamiajes, haría barriles de alcohol de los calefactores modernos, transformaría en gaviotas las puertas, en espuma los parquets, en peces las radios y las planchas, los lechos de los amantes se incendiarían, los trajes de gala los calzoncillos los brazaletes serían cangrejos, y serían moluscos, y serían arenilla, y a cada rostro el huracán le daría lo suyo, la mascara al anciano, la carcajada rota al liceano, a la joven virgen el polen más dulce, todos derribados por las nubes, todos estrellados contra los planetas, ahuecándose en la muerte, y yo entre ellos pedaleando el huracán con mi bicicleta diciendo no te mueras mamá, yo cantando Lucy en el cielo y con diamantes, y los policías inútiles con sus fustas azotando potros imaginarios, a horcajadas sobre el viento, azotados por parques altos como volantines, por estatuas, y yo recitando los últimos versos aprendidos en clase de castellano, casi a desgano, dibujándole algo pornográfico al cuaderno de Aguilera, hurtándole el cocaví a Kojman, clavándole un lápiz en el trasero al Flaco Leiva, yo recitando, y el joven se apretaba el cinturón con la misma parsimonia con que un sediento de ternura abandona un lecho amante, y de pronto cantaba frívolo, distraído de la letra, como si cada canción fuera apenas un chubasco antes del sereno, y después bajaba tambaleando la escalera, y Luchito Aránguiz agarraba un solo de uno en trompeta y comenzaba a apurarlo, y todo se hacia jazz, y cuando quise buscar un poco del aire de la madrugada que me enfriase el paladar, la garganta, la fiebre que se me rompía entre el vientre y el hígado, la cabeza se me fue contra la muralla, violenta, ruidosa, y me aturdí, y escarbé en los pantalones, y extraje la cajetilla, y fumé con ganas, con codicia, mientras me iba resbalando sobre la pared hasta poner mi cuerpo contra las baldosas, y entonces crucé las palmas y me puse a dormir dedicadamente.

Me despertaron los tambores, guaripolas y clarines de algún glorioso que daba vueltas a la noria de Santiago rumbo a ninguna guerra, aunque engalanados como para una fiesta. Me bastó montarme y acelerar la bici un par de cuadras, para asistir a la resurrección de los barquilleros, de las ancianas míseras, de los vendedores de maní, de los adolescentes lampiños con camisas y botas de moda. Si el reloj de San Francisco no mentía esta vez, me quedaban justo siete minutos para llegar al punto de largada en el borde del San Cristóbal. Aunque a mi cuerpo se lo comían los calambres, no había perdido la precisión de la puntada sobre la goma de los pedales. Por lo demás había un sol de este volado y las aceras se veían casi despobladas.

Cuando crucé el Pío Nono, la cosa comenzó a animarse. Noté que los competidores que bordeaban el cerro calentando el cuerpo, me piropeaban unas miradas de reojo. Distinguí a López del Audax limpiándose las narices, a Ferruto del Green trabajando con un bombín la llanta, y a los cabros de mi equipo oyendo las instrucciones de nuestro entrenador.

Cuando me uní al grupo, me miraron con reproche pero no soltaron la pepa. Yo aproveché la coyuntura para botarme a divo.

—¿Tengo tiempo para llamar por teléfono?

El entrenador señaló el camarín.

—Vaya a vestirse.

Le pasé la máquina al utilero.

—Es urgente expliqué—. Tengo que llamar a la casa.

—¿Para qué?

Pero antes de que pudiera explicárselo, me imaginé en la fuente de soda del frente entre niños candidatos al zoológico y borrachitos pálidos marcando el número de casa para preguntarle a mi padre… ¿qué? ¿Murió la vieja? ¿Pasó el doctor por la casa? ¿Cómo sigue mamá?

—No tiene importancia —respondí—. Voy a vestirme.

Me zambullí en la carpa, y fui empiluchándome con determinación. Cuando estuve desnudo procedí a arañarme los muslos y luego las pantorrillas y los talones hasta que sentí el cuerpo respondiéndome. Comprimí minuciosamente el vientre con la banda elástica, y luego cubrí con las medias de lanilla todas las huellas granates de mis uñas. Mientras me ajustaba los pantaloncillos y apretaba con su elástico la camiseta, supe que iba a ganar la carrera. Trasnochado, con la garganta partida y la lengua amarga, con las piernas tiesas como de mula, iba a ganar la carrera. Iba a ganarla contra el entrenador, contra López, contra Ferruto, contra mis propios compañeros de equipo, contra mi padre, contra mis compañeros de colegio y mis profesores, contra mis mismos huesos, mi cabeza, mi vientre, mi disolución, contra mi muerte y la de mi madre, contra el presidente de la república, contra Rusia y Estados Unidos, contra las abejas, los peces, los pájaros, el polen de las flores, iba a ganarla contra la galaxia.

Agarré una venda elástica y fui prensándome con doble vuelta el empeine, la planta y el tobillo de cada pie. Cuando los tuve amarrados como un solo puñetazo, sólo los diez dedos se me asomaban carnosos, agresivos, flexibles.

Salí de la carpa. “Soy un animal”, pensé cuando el juez levantó la pistola, “voy a ganar esta carrera porque tengo garras y pezuñas en cada pata”. Oí el pistoletazo y de dos arremetidas filudas, cortantes sobre los pedales, cogí la primera cuesta puntero. En cuanto aflojó el declive, dejé no más que el sol se me fuera licuando lentamente en la nuca. No tuve necesidad de mirar muy atrás para descubrir a Pizarnick del Ferroviario, pegado a mi trasera. Sentí piedad por el muchacho, por su equipo, por su entrenador que le habría dicho “si toma la delantera, pégate a él hasta donde aguantes, calmadito, con seso, ¿entiendes?”, porque si yo quería era capaz ahí mismo de imponer un tren que tendría al muchacho vomitando en menos de cinco minutos, con los pulmones revueltos, fracasado, incrédulo. En la primera curva desapareció el sol, y alcé la cabeza hasta la virgen del cerro, y se veía dulcemente ajena, incorruptible. Decidí ser inteligente, y disminuyendo bruscamente el ritmo del pedaleo, dejé que Pizarnick tomara la delantera. Pero el chico estaba corriendo con la biblia en el sillón: aflojó hasta ponérseme a la par, y pasó fuerte a la cabeza un muchacho rubio del Stade Français. Ladeé el cuello hacia la izquierda y le sonreí a Pizarnick. “¿Quién es?”, le dije. El muchacho no me devolvió la mirada. “¿Qué?”, jadeó. “¿Quién es?”, repetí. “El que pasó adelante”. Parecía no haberse percatado que íbamos quedando unos metros atrás. “No lo conozco”, dijo. ¿Viste qué máquina era?” “Una Legnano” repuse. “¿En qué piensas?” Pero esta vez no conseguí respuesta. Comprendí que había estado todo el tiempo pensando si ahora que yo había perdido la punta, debía pegarse al nuevo líder. Si siquiera me hubiese preguntado, yo le habría prevenido; lástima que su biblia transmitía con solo una antena. Una cuesta más pronunciada, y buenas noches los pastores. Pateó y pateó hasta arrimársele al rucio, y casi con desesperación miró para atrás tanteando la distancia. Yo busqué por los costados a algún otro competidor para meterle conversa, pero estaba solo a unos veinte metros de los cabecillas, y al resto de los rivales recién se les asomaba las narices en la curvatura. Me amarré con los dedos el repiqueteo del corazón, y con una sola mano ubicada en el centro fui maniobrando la manigueta. ¡Cómo podía estar tan solo, de pronto! ¿Dónde estaban el rucio y Pizarnick? ¿Y González, y los cabros del club, y los del Audax Italiano? ¿Por qué comenzaba ahora a faltarme el aire, por qué el espacio se arrumaba sobre los techos de Santiago, aplastante? ¿Por qué el sudor hería las pestañas y se encerraba en los ojos para nublar todo? Ese corazón mío no estaba latiendo así de fuerte para meterle sangre a mis piernas, ni para arderme las orejas, ni para hacerme más duro el trasero en el sillín, y más coces los enviones. Ese corazón mío me estaba traicionando, le hacia el asco a la empinada, me estaba botando sangre por las narices, instalándome vapores en los ojos, me iba revolviendo las arterias, me rotaba en el diafragma, me dejaba perfectamente entregado a un ancla, a mi cuerpo hecho una soga, a mi falta de gracia, a mi sucumbimiento.

—¡Pizarnick! —grité—. ¡Para, carajo, que me estoy muriendo!

Pero mis palabras ondulaban entre sien y sien, entre los dientes de arriba y los de abajo, entre la saliva y las carótidas. Mis palabras eran un perfecto círculo de carne: yo jamás había dicho nada. Nunca había conversado con nadie sobre la tierra. Había estado todo el tiempo repitiendo una imagen en las vitrinas, en los espejos, en las charcas invernales, en los ojos espesos de pintura negra de las muchachas. Y tal vez ahora —pedal con pedal, pisa y pisa, revienta y revienta— le viniera entrando el mismo silencio a mamá —y yo iba subiendo y subiendo y bajando y bajando— la misma muerte azul de la asfixia —pega y pega rota y rota— la muerte de narices sucias y sonidos líquidos en la garganta —y yo torbellino serpenteo turbina engranaje corcoveo— la muerte blanca y definitiva —¡a mi nadie me revolcaba, madre!— y el jadeo de cuántos tres cuatro cinco diez ciclistas que me irían pasando, o era yo que alcanzaba a los punteros, y por un instante tuve los ojos entreabiertos sobre el abismo y debí apretar así duramente fuertemente las pestañas para que todo Santiago no se lanzase a flotar y me ahogara llevándome alto y luego me precipitara, astillándome la cabeza contra una calle empedrada, sobre basureros llenos de gatos, sobre esquinas canallas. Envenenado, con la mano libre hundida en la boca, mordiéndome luego las muñecas, tuve el último momento de claridad: una certeza sin juicio, intraducible, cautivadora, lentamente dichosa, de que si, que muy bien, que perfectamente hermano, que este final era mío, que mi aniquilación era mía, que bastaba que yo pedaleara más fuerte y ganara esa carrera para que se la jugara a mi muerte, que hasta yo mismo podía administrar lo poco que me quedaba de cuerpo, esos dedos palpitantes de mis pies, afiebrados, finales, dedos ángeles pezuñas tentáculos, dedos garras bisturíes, dedos apocalípticos, dedos definitivos, deditos de mierda, y tirar el timón a cualquier lado, este u oeste, norte o sur, cara y sello, o nada, o tal vez permanecer siempre nortesudesteoestecarasello, moviéndome inmóvil, contundente. Entonces me llené la cara con esta mano y me abofeteé el sudor y me volé la cobardía; ríete imbécil me dije, ríete poco hombre, carcajéate porque estás solo en la punta, porque nadie mete finito como tú la pata para la curva del descenso.

Y de un último encumbramiento que me venía desde las plantas llenando de sangre linda, bulliciosa, caliente, los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la frente, de un coronamiento, de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso irresistible, sentí que la cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos y se los aguanté al sol, y entonces sí las llantas se despidieron humosas y chirriantes, las cadenas cantaron, el manubrio se fue volando como una cabeza de pájaro, agudo contra el cielo, y los rayos de la rueda hacían al sol mil pedazos y los tiraban por todas partes, y entonces oí, ¡oí Dios mío!, a la gente avivándome sobre camionetas, a los muchachitos que chillaban al borde de la curva del descenso, al altoparlante dando las ubicaciones de los cinco primeros puestos; y mientras venía la caída libre, salvaje sobre el nuevo asfalto, uno de los organizadores me baldeó de pé a pá riéndose, y veinte metros adelante, chorreando, riendo, fácil, alguien me miró, una chica colorina, y dijo “mojado como un joven pollo”, y ya era hora de dejarme de pamplinas, la pista se resbalaba, y era otra vez tiempo de ser inteligente, de usar el freno, de ir bailando la curva como un tango o un vals a toda orquesta.

Ahora el viento que yo iba inventando (el espacio estaba sereno y transparente) me removía la tierra de las pupilas, y casi me desnuco cuando torcí el cogote para ver quién era el segundo. El Rucio, por supuesto. Pero a menos que tuviera pacto con el diablo podría superarme en el descenso, y nada más que por un motivo bien simple que aparece técnicamente explicado en las revistas de deportes y que puede resumirse así: yo nunca utilizaba el freno de mano, me limitaba a plantificar el zapato en las llantas cuando se esquinaban las curvas. Vuelta a vuelta, era la única fiera compacta de la ciudad con mi bicicleta. Los fierros, las latas, el cuero, el sillín, los ojos, el foco, el manubrio, eran un mismo argumento con mi lomo, mi vientre, mi rígido montón de huesos.

Atravesé la meta y me descolgué de la bici sobre la marcha. Aguanté los palmoteos en el hombro, los abrazos del entrenador, las fotos de los cabros de “Estadio”, y liquidé la Coca-Cola de una zampada. Después tomé la máquina y me fui bordeando la cuneta rumbo al departamento.

Una vacilación tuve frente a la puerta, una última desconfianza, tal vez la sombra de una incertidumbre, el pensamiento de que todo hubiera sido una trampa, un truco, como si el destello de la Vía Láctea, la multiplicación del sol en las calles, el silencio, fueran la sinopsis de una película que no se daría jamás, ni en el centro, ni en los biógrafos de barrio, ni en la imaginación de ningún hombre.

Apreté el timbre, dos, tres veces, breve y dramático. Papá abrió la puerta, apenitas, como si hubiera olvidado que vivía en una ciudad donde la gente va de casa en casa golpeando portones, apretando timbres, visitándose.

—¿Mamá? —pregunté.

El viejo amplió la abertura, sonriendo.

—Está bien —me pasó la mano por la espalda e indicó el dormitorio—. Entra a verla.

Carraspeé que era un escándalo y me di vuelta en la mitad del pasillo.

—¿Qué hace?

—Está almorzando —repuso papá.

Avancé hasta el lecho, sigiloso, fascinado por el modo elegante con que iba echando las cucharadas de sopa entre los labios. Su piel estaba lívida y las arrugas de la frente se le habían metido un centímetro más adentro, pero cuchareaba con gracia, con ritmo, con… hambre.

Me senté en la punta del lecho, absorto.

—¿Cómo te fue? —preguntó, pellizcando una galleta de soda.

Esgrimí una sonrisa de película.

—Bien, mamá. Bien.

El chal rosado tenía un fideo cabello de ángel sobre la solapa. Me adelanté a retirarlo. Mamá me suspendió la mano en el movimiento, y me besó dulcemente la muñeca.

—¿Cómo te sientes, vieja?

Me pasó ahora la mano por la nuca, y luego me ordenó las mechas sobre la frente.

—Bien, hijito. Hazle un favor a tu madre, ¿quieres?

La consulté con las cejas.

—Ve a buscar un poco de sal. Esta sopa está desabrida.

Me levanté, y antes de dirigirme al comedor, pasé por la cocina a ver a mi padre.

—¿Hablaste con ella? ¿Está animada, cierto?

Lo quedé mirando mientras me rascaba con fruición el pómulo.

—¿Sabes lo que quiere, papá? ¿Sabes lo que mandó a buscar?

Mi viejo echó una bocanada de humo.

—Quiere sal, viejo. Quiere sal. Dice que está desabrida la sopa, y que quiere sal.

Giré de un envión sobre los talones y me dirigí al aparador en busca del salero. Cuando me disponía a retirarlo, vi la ponchera destapada en el centro de la mesa. Sin usar el cucharón, metí hasta el fondo un vaso, y chorreándome sin lástima, me instalé el líquido en el fondo de la barriga. Sólo cuando vino la resaca, me percaté que estaba un poco picadito. Culpa del viejo de mierda que no aprende nunca a ponerle la tapa de la cacerola al ponche. Me serví otro trago, qué iba a hacerle.

© Antonio Skármeta: El ciclista del San Cristóbal. En Desnudo en el tejado, 1969.

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