Arthur C. Clarke: El enemigo olvidado

El profesor Millward se irguió bruscamente en su cama y las gruesas pieles cayeron al suelo con un ruido sordo. Esta vez, estaba seguro, no había sido un sueño; el aire helado que raspaba sus pulmones aún parecía vibrar con el sonido que había llegado rechinando desde la noche.

Reunió las pieles alrededor de sus hombros y escuchó atentamente. Todo estaba nuevamente quieto: largas flechas de luz lunar jugaban a través de las estrechas ventanas de las paredes occidentales sobre interminables hileras de libros, como lo hacían sobre la muerta ciudad que tenía debajo. El mundo estaba completamente quieto; aún en los viejos días, en una noche como ésta la ciudad hubiera estado callada, y ahora estaba doblemente callada.

Con aburrida resolución, el profesor Millward se arrastró fuera de la cama, y distribuyó unos pocos terrones de carbón sobre el brillante brasero. Luego se dirigió lentamente hacia la ventana más cercana, deteniéndose una y otra vez para apoyar afectuosamente su mano sobre los volúmenes que había guardado durante todos esos años.

Protegió sus ojos de la brillante luz lunar y miró en la noche. El cielo estaba despejado: fuera lo que fuese, el sonido que había escuchado no había sido un trueno. Había venido del Norte y mientras esperaba volvió de nuevo.

La distancia lo había suavizado, la distancia y la masa de las colinas que había más allá de Londres. No corrió atravesando el cielo con la inmoderada libertad del trueno, sino que parecía provenir de un único punto, allá lejos en el Norte. No se parecía a ningún sonido natural que hubiera escuchado jamás, y por un momento se atrevió a tener esperanzas una vez más.

Estaba seguro que sólo el Hombre podría haber producido tal sonido. Quizá el sueño que le había mantenido, por más de veinte años, allí entre esos tesoros de la civilización, en poco tiempo dejaría de ser un sueño. El Hombre estaba volviendo a Inglaterra, abriéndose camino a través del hielo y de la nieve con las armas que la ciencia le había dado antes de la llegada de la Confusión. Era extraño que llegaran por vía terrestre, y desde el Norte, pero apartó de sí cualquier pensamiento que pudiera apagar la recién encendida llama de la esperanza.

Trescientos pies más abajo, el quebrado mar de techos nevados yacía bañado por la amarga luz lunar. A millas de allí, las altas chimeneas de la fábrica de Battersea brillaban sobre el cielo nocturno como delgados fantasmas blancos. Ahora que la cúpula de Saint Paul se había derrumbado bajo el peso de la nieve, sólo ellas desafiaban su supremacía.

El profesor Millward recorrió nuevamente y con lentitud los anaqueles de los libros, pensando en el plan que se había trazado. Hacía veinte años que había visto los últimos helicópteros ascendiendo pesadamente desde Regent’s Park, con sus hélices batiendo la nieve que no cesaba de caer. Aún entonces, cuando el silencio se cerró a su alrededor, no pudo convencerse de que el Norte había sido abandonado para siempre. Y todavía esperó durante toda una generación, entre los libros a los que había dedicado su vida.

En aquellos primeros días había oído alguna vez, en la radio, que era su único contacto con el Sur, del esfuerzo por colonizar las ahora templadas tierras del Ecuador. Nunca supo el resultado de aquella lejana batalla, librada con desesperada habilidad en las moribundas selvas y a través de desiertos que ya habían sentido el primer toque de la nieve. Quizá se había perdido; la radio estaba en silencio desde hacía quince años o más. Pero si en verdad los hombres y sus máquinas estuvieran volviendo desde el Norte (de todas direcciones), otra vez podría escuchar sus voces cuando se hablaran uno al otro, y cuando lo hicieran a las tierras de donde hubieran llegado.

El profesor Millward abandonaba el edificio de la Universidad sólo unas doce veces por año, y sólo por real necesidad. En las dos últimas décadas había conseguido todo lo que necesitaba de los negocios del área de Bloomsbury, ya que en el éxodo definitivo grandes cantidades de mercaderías fueron abandonadas por falta de transporte. En más de un aspecto, su vida podía ser calificada como lujosa: ningún profesor de literatura inglesa se vistió jamás con galas similares a las que había tomado de una peletería de Oxford Street.

El Sol brillaba en un cielo sin nubes cuando se echó el fardo al hombro y quitó el cerrojo a las macizas puertas. Diez años atrás todavía había cuadrillas de perros hambrientos que cazaban por este barrio, y pese a que no había visto ninguno durante varios años, aún era muy cauteloso y cuando salía siempre llevaba un revólver.

La luz solar era tan brillante que sus reflejos herían sus ojos; pero no calentaba casi nada. Pese a que el cinturón de polvo cósmico a través del cual estaba pasando el Sistema Solar había producido poca diferencia visible en el brillo solar, le había robado toda su fuerza. Nadie sabía si el mundo nadaría de nuevo en la calidez dentro de diez años o de mil, y la civilización había volado hacia el Sur en búsqueda de tierras en donde la palabra «verano» no fuera una vacía ficción.

La nieve caída estaba fuertemente apisonada y el profesor Millward tuvo poca dificultad en llegar a Tottenham Court Road. Algunas veces le llevaba horas abrirse camino entre la nieve, y una vez estuvo sitiado en su gran montón de cemento durante nueve meses.

Se mantuvo alejado de las casas con sus peligrosas cargas de nieve y sus damócleos carámbanos, y se dirigió al Norte hasta que llegó al comercio que estaba buscando. Encima de las ventanas destrozadas aún brillaban las palabras «Jenkins e Hijos. Radio y Electricidad. Especialistas en Televisión».

Se había filtrado algo de nieve a través de una rota sección del techo, pero el pequeño cuarto de arriba no había cambiado desde su última visita, una docena de años atrás. La radio de banda completa aún estaba sobre la mesa y las latas vacías desparramadas en el suelo hablaban quedamente de las solitarias horas que había pasado allí antes de que muriere toda esperanza. Se preguntó si debería pasar otra vez por la misma penosa experiencia.

El profesor Millward sacudió la nieve del «The Amateur Radio Handbook for 1965», que le había enseñado lo poco que sabía de radiocomunicación. Los «testers» y las baterías aún yacían en sus semirecordados lugares y para su alivio algunas de las baterías todavía conservaban su carga. Buscó afanosamente entre las mercaderías hasta que pudo conseguir las fuentes necesarias de energía y probó la radio lo mejor que pudo. Entonces estuvo listo.

Era una pena que nunca pudiera enviar a los fabricantes el testimonio que merecían. El leve «soplido» del micrófono despertaba recuerdos de la BBC, de las noticias de las nueve en punto y los conciertos sinfónicos, de todas las cosas que había dado por sentadas en un mundo que se había ido como un sueño. Con una impaciencia escasamente controlada movió las bandas de frecuencia, pero no había nada en ningún lado excepto aquel omnipresente soplido. Era desalentador, pero nada más: recordó que la verdadera prueba vendría de noche. Mientras tanto recorrería los negocios circundantes para encontrar algo que pudiera serle útil.

Al atardecer volvió al cuartito. A cien millas sobre su cabeza, tenue e invisible, la capa de Heaviside se estaría expandiendo hacia las estrellas mientras caía el Sol. Así lo había hecho todas las tardes durante millones de años, y sólo durante medio siglo el Hombre la había utilizado con sus propios fines, para reflejar alrededor del mundo sus mensajes de odio o de paz, para hacerle eco de trivialidades o para hacerla sonar con música alguna vez llamada inmortal.

Lentamente, con infinita paciencia, el profesor Millward comenzó a recorrer las bandas de onda corta que una generación atrás habían sido una Babel de expresiones vociferantes y de punzantes frases en Morse. Mientras escuchaba, en su interior comenzó a desaparecer la débil esperanza que había osado fomentar. La misma ciudad no era tan silenciosa como los en una época atestados océanos de éter. La intolerable quietud sólo era rota por el débil crujido de las tormentas eléctricas del hemisferio opuesto. El Hombre había abandonado su última conquista.

Las baterías se agotaron apenas pasada la medianoche. El profesor Millward no tuvo ánimo para buscar más y en vez de eso se acurrucó dentro de sus pieles y cayó en un sueño inquieto. Obtuvo todo el consuelo posible de la idea de que si bien no había demostrado su teoría, tampoco la había refutado.

La fría luz solar inundaba la calle blanca y solitaria cuando comenzó su viaje de vuelta al hogar. Estaba muy cansado, porque había dormido poco y su sueño había sido turbado por la recurrente fantasía del rescate.

El silencio fue súbitamente roto por el lejano trueno que llegó rodando sobre los blancos tejados. Venía (y ahora no podía haber dudas) de más allá de las colinas del Norte que en un tiempo habían sido los campos de recreo de Londres. De ambos lados, pequeñas avalanchas de nieve caían silbando desde los edificios sobre la ancha calle; luego volvió el silencio.

El profesor Millward parose inmóvil, sopesando, considerando, analizando. El sonido había sido demasiado prolongado como para ser una explosión ordinaria (otra vez estaba soñando), no era más que el lejano trueno de una bomba atómica quemando y haciendo estallar la nieve a un millón de toneladas por vez. Revivieron sus esperanzas y los contratiempos de la noche comenzaron a desvanecerse.

Esa pausa momentánea casi le cuesta la vida. Proveniente de una calle lateral, algo enorme y blanco entró de repente en su campo visual. Por un instante su mente rehusó aceptar la realidad de lo que veía; luego la parálisis le abandonó y buscó desesperadamente su inútil revólver. Hundiéndose en la nieve, bamboleando su cabeza de un lado al otro con un movimiento hipnótico, serpentino, se le acercó un inmenso oso polar.

Abandonó sus pertenencias y corrió, dando tumbos sobre la nieve, en dirección a los edificios más cercanos. Providencialmente, la entrada al subterráneo estaba a sólo cincuenta pies de distancia. La reja de acero estaba cerrada, pero recordó haber roto el candado hacía ya muchos años. Mirar hacia atrás era una tentación casi intolerable, porque no podía oír nada que le indicara cuán cerca estaba su perseguidor. Durante un instante de terror la red de acero resistió sus dormidos dedos. Luego se rindió de mala gana y él se esforzó por atravesar la estrecha abertura.

De su niñez llegó un repentino e incongruente recuerdo de un hurón albino que una vez había visto enredando sin cesar su cuerpo a través del enrejado de alambre de su jaula. La misma gracia reptil estaba presente en esta figura monstruosa, de casi el doble de altura de un hombre, que se erguía contra la reja con una inútil furia. El metal se curvó, pero no cedió a la presión; luego el oso descendió, gruñó suavemente y se fue. Hizo uno o dos tajos en la caída mochila, desparramando sobre la nieve unas pocas latas de comida, y se desvaneció tan silenciosamente como había llegado.

Un muy agitado profesor Millward llegó a la universidad tres horas más tarde, después de moverse en cortos saltos desde un refugio hasta el próximo. Después de todos estos años ya no estaba solo en la ciudad. Se preguntó si habría otros visitantes, y esa misma noche supo la respuesta. Justo antes del amanecer, con bastante claridad, escuchó el grito de un lobo desde algún lugar en dirección a Hyde Park.

Al final de la semana supo que los animales del Norte estaban en movimiento. Una vez vio un reno correr hacia el Sur, perseguido por un grupo de lobos silenciosos, y a veces, de noche, había sonidos de lucha mortal. Se sorprendió de que todavía existiera tanta vida en el blanco desierto que había entre Londres y el Polo. Ahora algo la estaba dirigiendo en dirección Sur y la certeza le causó una creciente excitación. No creía que estos fieros supervivientes escaparan de nadie, excepto del Hombre.

El esfuerzo de la espera estaba comenzando a afectar la mente del profesor Millward y se sentaba durante horas en la fría luz solar, envuelto en sus pieles, soñando con el rescate y pensando en qué forma volverían los hombres a Inglaterra. Quizá había venido una expedición desde Norteamérica a través del hielo del Atlántico. Debía estar en camino desde hacía años. Pero ¿por qué habían llegado tan al Norte? Su teoría favorita era que los grupos de hielo del Atlántico, más al Sur, no eran lo suficientemente seguros para el tráfico pesado.

Sin embargo, había una cosa que no podía explicar a su entera satisfacción. No había habido reconocimientos aéreos; era difícil de creer que el arte de volar se hubiera perdido tan pronto.

Algunas veces caminaba a lo largo de las hileras de libros, susurrándole de vez en cuando a algún muy amado volumen. Allí había libros que no se había atrevido a abrir durante años, tan punzantemente le recordaban el pasado. Pero ahora, cuando los días se hacían más largos y brillantes, a veces sacaba un libro de poesía y releía a sus viejos favoritos. Luego se dirigía hacia las altas ventanas y gritaba las mágicas palabras sobre los tejados, como si fueran a quebrar el hechizo que había atrapado al mundo.

El clima era ahora más cálido, como si los fantasmas de perdidos veranos hubieran vuelto a embrujar la región. Durante días enteros la temperatura se elevó sobre el punto de congelación del agua, mientras en muchos lugares había flores que se erguían a través de la nieve. Lo que fuese que se aproximaba desde el Norte estaba más cerca; varias veces por día, aquel enigmático rugido atravesaba tronando la ciudad, haciendo que la nieve cayera deslizándose desde miles de techos. Eran extraños tonos bajos, pulverizadores, que el profesor Millward encontraba frustrantes y hasta siniestros. A veces era como si estuviera escuchando el choque de poderosos ejércitos, y a veces una loca pero horrible idea penetraba en su mente y no le abandonaba. A menudo se levantaba de noche e imaginaba oír el sonido de montañas moviéndose hacia el mar.

Así se consumió el verano y mientras el sonido de aquella batalla lejana se hacía cada vez más cercano, el profesor Millward era alternadamente presa de cada vez más violentas esperanzas y temores. Pese a que ya no veía lobos u osos (parecían haberse escapado hacia el Sur), no se arriesgaba a abandonar la seguridad de su fortaleza. Todas las mañanas trepaba a las más altas ventanas de la torre y oteaba el horizonte norte con prismáticos. Pero lo más que llegó a ver fue la obstinada retirada de las nieves sobre Hampstead, mientras en la retaguardia sostenían su amarga pelea contra el Sol.

Su vigilia concluyó con los últimos días del breve verano. En la noche, el opresivo trueno había estado más cerca que nunca, pero todavía no había nada que permitiera estimar su real distancia de la ciudad. El profesor Millward no sintió ninguna premonición mientras trepaba hasta la estrecha ventana y elevaba sus binoculares hasta el cielo norteño.

Como un observador viera desde los muros de su amenazada fortaleza el primer reflejo de la luz solar sobre las lanzas del ejército invasor, así en ese momento conoció el profesor Millward la verdad. El aire era claro como el cristal y las colinas estaban aguzadas y brillaban sobre el frío azul del firmamento. Habían perdido casi toda su nieve. En otro momento se hubiera regocijado, pero ahora eso ya no significaba nada.

Durante la noche, el enemigo que él había olvidado había conquistado las últimas defensas y se estaba preparando para el asalto final. Cuando el profesor Millward vio aquel mortal resplandor a lo largo de la cresta de las sentenciadas colinas, entendió por fin el sonido que había oído avanzar durante tantos meses. Era admirable que hubiera soñado con montañas en marcha.

Desde el Norte, su viejo hogar, retornando triunfalmente a las tierras que una vez poseyeran, los glaciares habían llegado otra vez.

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Ficha bibliográfica

Autor: Arthur C. Clarke
Título: El enemigo olvidado
Título original: The Forgotten Enemy
Publicado en: New Worlds, agosto de 1949
Traducción: María J. Sabejano

[Relato completo]

Arthur C. Clarke