Arthur C. Clarke: Los nueve mil millones de nombres de Dios

Arthur C. Clarke - Los nueve mil millones de nombres de Dios2

En «Los nueve mil millones de nombres de Dios», cuento de Arthur C. Clarke, un monasterio tibetano adquiere una avanzada computadora para completar su proyecto centenario: listar todos los nombres posibles de Dios, en un alfabeto especial. Los monjes creen que al finalizar esta lista, cumplirán el propósito divino de la humanidad. Dos ingenieros occidentales son contratados para instalar y operar la máquina, y mientras se acercan al final del proyecto, se debaten entre la lógica y la fe, enfrentándose al impacto potencial de completar esta tarea trascendental.

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Los nueve mil millones de nombres de Dios

Arthur C. Clarke
(Cuento completo)

—Es una petición poco habitual —dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba fuese admirable moderación—. Por lo que sé, es la primera vez que alguien nos ha pedido que suministremos un Ordenador de Secuenciación Automática a un monasterio tibetano. No deseo parecer inquisitivo, pero me resulta difícil imaginar que su… eh… institución pueda necesitar de una máquina así. ¿Podrían explicarme lo que pretenden hacer con ella?

—Con mucho gusto —respondió el lama, ajustándose la túnica de seda y apartando cuidadosamente la regla de cálculo que había estado empleando para la conversión de monedas—. Su ordenador Mark V puede realizar cualquier operación matemática rutinaria hasta los diez dígitos. Sin embargo, en nuestro trabajo nos interesan las letras, no los números. Deseamos que modifiquen los circuitos de salida, ya que la máquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.

—No acabo de entender…

—Es un proyecto en el que hemos estado trabajando los últimos tres siglos… de hecho, desde la fundación de la lamasería. Es un proyecto algo extraño para su forma de pensar, así que espero que me escuche con la mente abierta mientras lo explico.

—Naturalmente.

—En realidad, es muy simple. Hemos estado recopilando una lista con todos los posibles nombres de Dios.

—¿Disculpe?

—Tenemos razones para creer —siguió diciendo el lama sin inmutarse— que todos esos nombres pueden escribirse con no más de nueve letras de un alfabeto que hemos creado.

—¿Y llevan tres siglos haciéndolo?

—Sí: estimamos que nos llevaría quince mil años completar la tarea.

—Oh. —El doctor Wagner parecía un poco aturdido—. Ahora comprendo por qué desean emplear una de nuestras máquinas. Pero ¿cuál es exactamente el propósito del proyecto?

El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si le había ofendido. Si así era, en la respuesta no se manifestó ni el más mínimo rastro de molestia.

—Puede considerarlo un ritual, si lo desea, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los múltiples nombres del Ser Supremo, Dios, Jehová, Alá y demás, no son más que etiquetas humanas. En la situación se da un problema filosófico de cierta dificultad, que no vamos a discutir, pero entre todas las posibles combinaciones de letras se encuentran los que podríamos llamar verdaderos nombres de Dios. Hemos intentando encontrarlos por permutación sistemática de letras.

—Comprendo. Han empezado con AAAAAAAAA… y avanzan hacia ZZZZZZZZZ…

—Exacto… aunque empleamos un alfabeto propio y especial. Modificar las máquinas de escribir electromecánicas para adecuarse al proyecto es, por supuesto, trivial. Un problema bastante más interesante es desarrollar circuitos adecuados para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, una letra no debe aparecer más de tres veces seguidas.

—¿Tres? Seguro que no serán dos.

—Tres es lo correcto: me temo que llevaría mucho tiempo explicar la razón, incluso si comprendiese nuestro lenguaje.

—Estoy seguro de que así sería —dijo Wagner apresuradamente—. Siga.

—Por suerte, no será más que el simple proceso de adaptar su Ordenador de Secuenciación Automática para esta tarea, ya que una programación adecuada permutará en su momento cada letra e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiese llevado quince mil años se hará en cien días.

El doctor Wagner apenas era consciente de los ruidos lejanos de las calles de Manhattan, allá abajo. Se encontraba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no de montañas creadas por el hombre. En la cumbre de esas alturas remotas, esos monjes habían estado trabajando pacientemente, generación tras generación, en sus listas de palabras sin sentido. ¿Las tonterías de la humanidad tenían límite? Aun así, no debía dar a entender lo que estaba pensando. El cliente siempre tenía la razón…

—No hay duda —respondió el doctor— de que podremos modificar el Mark V para imprimir listas de esa naturaleza. Me preocupan mucho más los problemas de la instalación y el mantenimiento. Hoy en día, llegar hasta el Tíbet no va a ser fácil.

—Podemos disponerlo todo. Los componentes son tan pequeños que pueden ir en avión… una de las razones por la que escogimos su máquina. Si la llevan hasta la India, nosotros dispondremos el transporte desde allí.

—¿Y quieren contratar a dos ingenieros?

—Sí, para los tres meses que durará el proyecto.

—Sin duda Personal podrá arreglarlo. —El doctor Wagner escribió una nota en el cuaderno—. Solo quedan otras dos cosas…

Antes de que pudiese terminar la frase, el lama le entregó un pequeño trozo de papel.

—Este es un certificado de mi cuenta en el Banco Asiático.

—Gracias. Parece ser… eh… adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que dudo si mencionarla… pero es sorprendente lo fácil que resulta olvidar lo evidente. ¿De qué fuente de energía eléctrica disponen?

—Un generador diesel produce 50 kilowatios a 110 voltios. Se instaló hace unos cinco años y es de fiar. Ha hecho que la vida en la lamasería sea mucho más cómoda, pero, por supuesto, en realidad lo instalamos para alimentar los motores que mueven las ruedas de oración.

—Por supuesto —repitió el doctor Wagner—. Debería habérseme ocurrido.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. A los tres meses, George Hanley no se sentía impresionado por la caída de seiscientos metros al abismo o el remoto damero de campos en el valle del fondo. Se apoyaba en las piedras alisadas por el viento y miraba taciturno las lejanas montañas, cuyos nombres jamás se había molestado en preguntar.

«Esta —pensó George— es la mayor locura que me ha acaecido nunca». Proyecto Shangri-La lo había bautizado algún listillo del laboratorio. Durante semanas, el Mark V había estado produciendo hectáreas de papel llenas de galimatías. Pacientemente, inexorablemente, había estado reordenando letras en todas las combinaciones posibles, agotando cada posición antes de pasar a la siguiente. A medida que las páginas surgían de las máquinas de escribir eléctricas, los monjes las recortaban con cuidado y las pegaban en libros enormes. Una semana más, gracias al cielo, y habrían terminado. George no sabía qué retorcido cálculo había convencido a los monjes de que no debían molestarse en buscar palabras de diez, veinte o cien letras. Una de sus pesadillas recurrentes era que hubiese un cambio de planes y que el gran Lama (a quien ellos naturalmente habían llamado Sam Jaffe, aunque no se le parecía nada) anunciase de pronto que el proyecto continuaría hasta el año 2060. Eran más que capaces de algo así.

George oyó la pesada puerta de madera cerrarse contra el viento cuando Chuck salió al parapeto contiguo al suyo. Como era habitual, Chuck fumaba uno de los puros que le hacían tan popular entre los monjes, quienes, aparentemente, estaban más que dispuestos a abrazar todos los pequeños placeres de la vida y la mayoría de los grandes. Era un punto a su favor: podían estar locos, pero no eran unos santurrones. Esos viajes frecuentes que hacían a la aldea, por ejemplo…

—Escucha, George —dijo Chuck impaciente—. He descubierto algo que va a ser un problema.

—¿Qué pasa? ¿La máquina no va bien? —Era el peor problema que George se podía imaginar. Podía retrasar su regreso, nada era más horrible que eso. Tal como se sentía en aquel momento, incluso ver un anuncio de la tele habría sido maná del cielo. Al menos habría sido un contacto con el hogar.

—No… no es nada de eso. —Chuck se acomodó en el parapeto, lo que era raro porque normalmente le asustaba la caída—. Acabo de descubrir de qué va todo esto.

—A qué te refieres… Creía que ya lo sabíamos.

—Claro… sabemos lo que los monjes intentan. Pero no sabíamos por qué. Es una locura…

—Dime algo que no sepa —gruñó George.

—… pero el viejo Sam me lo acaba de contar. Ya sabes que se deja caer todas las tardes para ver salir las hojas. Bien, en esta ocasión parecía bastante emocionado o, al menos, todo lo emocionado que se permite estar. Cuando le he dicho que estábamos en el último ciclo me ha preguntado, con ese adorable acento suyo, si alguna vez nos habíamos preguntado qué intentan lograr. Dije «claro»… y me lo contó.

—Adelante: voy a picar.

—Bien, creen que cuando tengan una lista de todos Sus nombres… estiman que hay unos nueve mil millones… Dios habrá logrado su propósito. La especie humana habrá terminado la tarea para la que fue creada y no tendrá más sentido continuar. La verdad, la simple idea es casi blasfema.

—¿Qué esperan que hagamos? ¿Que nos suicidemos?

—No hace falta. Cuando la lista esté completa, Dios intervendrá y simplemente se acabará la cuerda… ¡bingo!

—Oh, comprendo. Cuando terminemos el trabajo, será el fin del mundo.

Chuck rio nervioso.

—Eso es justo lo que le he dicho a Sam. y ¿sabes qué? Me ha mirado de una forma muy extraña, como si fuese el alumno más tonto de la clase, y ha dicho: «No es algo tan trivial como el fin del mundo». George pensó durante un momento.

—Eso es lo que yo llamo tener una perspectiva muy amplia —dijo al fin—. Pero ¿qué crees que deberíamos hacer? No veo que nos afecte en absoluto. Después de todo, ya sabíamos que estaban locos.

—Sí… ¿pero no te das cuenta de lo que podría pasar? Cuando la lista esté completa y no resuene la Última Trompeta… o lo que crean que va a pasar… puede que nos echen la culpa a nosotros. Han estado usando nuestra máquina. No me gusta nada esta situación.

—Comprendo —dijo George lentamente—. La verdad es que es un buen argumento. Pero ¿sabes?, cosas así han pasado antes. Cuando era niño, en Luisiana, tuvimos a un predicador trastornado que dijo que el mundo se iba a acabar al domingo siguiente. Cientos de personas le creyeron… incluso vendieron sus hogares. Pero no pasó nada, no se enfadaron ni nada. Simplemente decidieron que había cometido un error de cálculo y siguieron creyendo. Supongo que algunos siguen creyendo.

—Bien, no estamos en Luisiana, por si no te has dado cuenta. Solo estamos nosotros dos y cientos de esos monjes. Me caen bien y me dará pena el viejo Sam cuando la labor de su vida fracase. Pero al mismo tiempo, me gustaría estar en alguna otra parte.

—Yo hace semanas que lo deseo. Pero no podemos hacer nada hasta que no termine el contrato y llegue el transporte para sacarnos de aquí.

—Aunque por supuesto —dijo Chuck pensativo— siempre queda el sabotaje.

—¡Ni locos! Eso empeoraría las cosas.

—No me refiero a eso. Considéralo de esta forma. La máquina terminará dentro de cuatro días, al ritmo habitual de veinticuatro horas al día. El transporte llegará dentro de una semana. Vale… pues solo tenemos que encontrar algo que haya que reemplazar durante uno de los períodos de puesta a punto… algo que retrase el trabajo un par de días. Lo arreglaremos, claro está, pero no demasiado rápidamente. Si lo sincronizamos bien, podríamos estar en la pista de aviación cuando el último nombre salga del registro. Ya no nos podrán pillar.

—No me gusta —dijo George—. Sería la primera vez que abandone un trabajo. Además, podrían sospechar. No. Seguiré igual y aceptaré lo que venga.

—Sigue sin gustarme —dijo, siete días más tarde, mientras los resistentes ponis los bajaban por la sinuosa carretera—. Y no creas que salgo corriendo por miedo. Simplemente siento pena por esos pobres de ahí arriba y no quiero estar presente cuando se den cuenta de que se han portado como idiotas. ¿Cómo se lo tomará Sam?

—Es curioso —respondió Chuck—, pero cuando he dicho adiós me ha dado la impresión de que sabía que nos íbamos… y de que no le importaba porque sabía que la máquina funcionaba perfectamente y que pronto el trabajo habría acabado. Después de eso… bien, claro está, para él no hay un Después de eso

George se giró sobre la montura y miró camino arriba. Era el último punto desde el que se podía ver claramente la lamasería. Los edificios bajos y angulosos destacaban recortados contra el arrebol de la puesta de sol: aquí y allá relucían luces como los ojos de buey de un transatlántico. Luces eléctricas, claro está, que compartían el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo más lo compartirían?, se preguntó George. ¿Los monjes, llevados por la furia y la decepción, destrozarían el ordenador o se limitarían a sentarse tranquilamente a reiniciar los cálculos desde el principio?

Sabía exactamente lo que pasaba en aquel preciso momento montaña arriba. El gran lama y sus ayudantes estaban sentados, ataviados en sus túnicas de seda, examinando las hojas que los novicios les traían desde las máquinas de escribir, y las pegaban en los grandes volúmenes. Nadie decía nada. El único sonido era el repiqueteo incesante, la lluvia interminable de las teclas golpeando el papel, porque el Mark V en sí guardaba completo silencio mientras realizaba sus miles de cálculos por segundo. Tres meses así, según George, eran más que suficiente para que cualquiera empezase a subirse por las paredes.

—¡Ahí está! —gritó Chuck, señalando valle abajo—. ¡No es hermoso!

«Sí que lo es», pensó George. El viejo y abollado DC 3 adornaba el final de la pista como una cruz plateada. Dos horas más tarde volaría para llevarlos de vuelta a la cordura y la libertad. Era una idea que valía la pena saborear como un buen licor. George dejó que diese vueltas por su mente mientras el poni descendía pacientemente.

La veloz noche del alto Himalaya ya casi había caído. Por fortuna la carretera era buena, para lo que eran las carreteras de la zona, y los dos llevaban antorchas. El cielo estaba perfectamente despejado y repleto de las familiares y acogedoras estrellas. «Al menos —pensó George—, no corremos el riesgo de que el piloto no despegue debido al mal tiempo». Esa había sido la única preocupación que le quedaba.

Empezó a cantar, pero calló pasado un rato. La vasta zona de montañas que relucían a cada lado como fantasmas encapuchados de blanco no animaba a esas alegrías. George miró el reloj.

—Deberíamos llegar dentro de una hora —le gritó a Chuck por encima del hombro. Luego añadió, como ocurrencia posterior—: Me pregunto si el ordenador habrá terminado. Debería hacerlo más o menos a esta hora.

Chuck no respondió, así que George se giró. Apenas podía ver la cara de Chuck, un óvalo blanco dirigido al cielo.

—Mira —susurró Chuck, y George alzó los ojos al cielo (siempre hay una última vez para todo).

En lo alto, sin mayor alboroto, las estrellas se iban apagando.

Arthur C. Clarke - Los nueve mil millones de nombres de Dios2
  • Autor: Arthur C. Clarke
  • Título: Los nueve mil millones de nombres de Dios
  • Título Original: The Nine Billion Names of God
  • Publicado en: Star Science Fiction Stories No.1, febrero de 1953
  • Traducción: Pedro Jorge Romero

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