Arthur C. Clarke: Los poseídos

Arthur C. Clarke - Los poseídos

Sinopsis: «Los poseídos» (The Possessed) es un cuento de Arthur C. Clarke, publicado en marzo de 1953 en la revista Dynamic Science Fiction. Narra la odisea del Swarm, una forma de vida alienígena que viaja a través de los huracanes de radiación estelar en busca de un planeta donde refugiarse. Al llegar a un planeta joven, explora su superficie y examina sus formas de vida, intentando encontrar un huésped adecuado para sobrevivir. Mientras estudia aquel mundo primitivo, el Swarm enfrenta una decisión crítica que marcará su futuro en un universo vasto y hostil.

Arthur C. Clarke - Los poseídos

Los poseídos

Arthur C. Clarke
(Cuento completo)

Y ahora aquel sol estaba tan cercano que el huracán de radiación obligaba al Swarm a retroceder hacia la oscura noche del espacio. Pronto no podría acercarse más; los ventarrones de luz por los que viajaba de estrella en estrella ya no podían afrontarse tan cerca de su origen. A menos que encontrara muy pronto un planeta y pudiera descender bajo la paz y la seguridad de su sombra, aquel sol tendría que ser abandonado, como tantos otros antes.

Seis fríos mundos exteriores habían sido buscados y descartados. O bien estaban congelados más allá de toda esperanza de vida orgánica, o albergaban entidades inútiles para el Swarm. Si quería sobrevivir, debía encontrar huéspedes no demasiado distintos de los que había dejado atrás en su lejano y condenado hogar. Millones de años atrás, el Swarm había iniciado su viaje, arrastrado hacia las estrellas por los fuegos del estallido de su propio sol. Y aun así, el recuerdo de su patria perdida seguía siendo agudo y nítido: un dolor que nunca se extinguiría.

Delante había un planeta que arrastraba su cono de sombra a través de la noche barrida por las llamas. Los sentidos que el Swarm había desarrollado a lo largo de su extenso viaje se proyectaron hacia el mundo que se acercaba, y lo encontraron adecuado.

Los duros embates de la radiación cesaron cuando el disco negro del planeta eclipsó el sol. Cayendo libremente bajo la gravedad, el Swarm descendió veloz hasta golpear el borde exterior de la atmósfera. La primera vez que había tomado tierra en un planeta casi encontró la muerte, pero ahora contrajo su tenue sustancia con la inconsciente destreza de la práctica, hasta formar una pequeña esfera compacta. Su velocidad fue disminuyendo poco a poco, hasta que por fin quedó flotando inmóvil entre la tierra y el cielo.

Durante muchos años cabalgó los vientos de la estratosfera de polo a polo, o dejaba que las mudas descargas del alba lo impulsaran hacia el oeste, alejándolo del sol naciente. En todas partes encontró vida, pero en ninguna inteligencia. Había criaturas que reptaban, volaban y saltaban, pero ninguna hablaba ni construía. Dentro de diez millones de años quizá habría aquí seres con mentes que el Swarm pudiera poseer y guiar para sus fines; pero ahora no había señal alguna. No podía adivinar cuál de las incontables formas de vida de aquel planeta heredaría el futuro, y sin un huésped así era indefenso: un mero patrón de cargas eléctricas, una matriz de orden y autoconciencia en un universo de caos. Por sí solo, no tenía dominio sobre la materia; pero una vez alojado en la mente de una raza sensorial, nada quedaba fuera de su alcance.

No era la primera vez —ni sería la última— que aquel planeta era inspeccionado por un visitante del espacio…, aunque nunca por uno con una necesidad tan peculiar y urgente. El Swarm se encontraba ante un dilema torturante: podía reanudar sus fatigados viajes con la esperanza de hallar al fin las condiciones que buscaba o podía esperar allí, aguardando el surgimiento de una raza que se ajustara a sus propósitos.

Se movió como la niebla entre las sombras, dejando que los vientos errantes lo llevaran adonde quisieran. Los reptiles torpes y malformados de aquel joven mundo jamás vieron su paso, pero él los observó, registrando, analizando, tratando de proyectar su evolución. Había tan poco que elegir entre todas aquellas criaturas; ninguna mostraba siquiera el más leve destello de una mente consciente. Y aun así, si abandonaba aquel mundo en busca de otro, podía vagar en vano por el universo hasta el fin de los tiempos.

Finalmente tomó una decisión. Por su propia naturaleza, podía elegir ambas alternativas. La mayor parte del Swarm continuaría su travesía entre las estrellas, pero una porción permanecería en aquel mundo, como una semilla plantada en espera de la cosecha futura.

Comenzó a girar sobre su eje y su tenue cuerpo se aplanó hasta convertirse en un disco. Vacilaba ahora en los límites de la visibilidad: un pálido fantasma, un débil fuego fatuo que de pronto se escindió en dos fragmentos desiguales. La rotación se extinguió lentamente; el Swarm se había dividido en dos, cada mitad una entidad con todos los recuerdos del original y todas sus necesidades y deseos.

Hubo un último intercambio de pensamientos entre padre e hijo que eran, al mismo tiempo, gemelos idénticos. Si todo les iba bien, se encontrarían de nuevo en un futuro remoto, en aquel valle entre las montañas. El que se quedaba regresaría allí a intervalos regulares a través de las eras; el que continuaba la búsqueda enviaría un emisario si alguna vez encontraba un mundo mejor. Y entonces volverían a unirse, ya no como exiliados sin hogar errando en vano entre las indiferentes estrellas.

La luz del alba se derramaba sobre las montañas recién nacidas cuando el Swarm padre se elevó para enfrentar el sol. En el borde de la atmósfera, los ventarrones de radiación lo atraparon y lo barrieron sin resistencia más allá de los planetas, para comenzar de nuevo la interminable búsqueda.

El que quedó inició su tarea, casi igual de desesperanzada. Necesitaba un animal que no fuera tan escaso que una enfermedad o un accidente pudiera extinguirlo, ni tan diminuto que jamás pudiera adquirir dominio sobre el mundo físico. Y debía reproducirse con rapidez, para que su evolución pudiera ser dirigida y controlada con la mayor celeridad posible.

La búsqueda fue larga y la elección difícil, pero al fin el Swarm seleccionó a su huésped. Igual que la lluvia que se hunde en un suelo sediento, penetró en los cuerpos de ciertos pequeños lagartos y comenzó a dirigir su destino.

Fue un trabajo inmenso, incluso para un ser que nunca conocería la muerte. Generación tras generación de lagartos se desvaneció en el pasado antes de que apareciera la más mínima mejora en la raza. Y siempre, en el momento acordado, el Swarm regresaba a su cita entre las montañas. Siempre volvía en vano: no había mensajero de las estrellas que trajera noticias de una mejor fortuna en algún otro lugar.

Los siglos se alargaron en milenios, y los milenios en eones. Según los estándares del tiempo geológico, los lagartos estaban cambiando rápidamente. Ya no eran lagartos, sino criaturas de sangre caliente, cubiertas de pelaje, que parían a sus crías vivas. Seguían siendo pequeñas y débiles, y sus mentes eran rudimentarias, pero albergaban las semillas de una grandeza futura.

Pero no solo las criaturas vivientes cambiaban con el paso de las eras. Los continentes se desgarraban, las montañas se desgastaban bajo el peso de las lluvias incansables. A través de todos aquellos cambios, el Swarm mantuvo su propósito y, siempre en los momentos señalados, acudía al lugar de encuentro elegido tiempo atrás, esperaba pacientemente un tiempo y se marchaba. Quizá el Swarm padre siguiera buscando, o quizá —una idea terrible y difícil de aceptar— algún destino desconocido lo hubiera alcanzado y hubiera seguido el camino de la raza que un día gobernó. No quedaba más que esperar y ver si la tenaz sustancia vital de aquel planeta podía ser obligada a seguir la senda hacia la inteligencia.

Y así pasaron los eones…

* * *

En algún punto del laberinto de la evolución, el Swarm cometió su error fatal y tomó el rumbo equivocado. Cien millones de años habían pasado desde su llegada a la Tierra, y estaba muy cansado. No podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su antiguo hogar y de su destino se desvanecían; su inteligencia menguaba incluso mientras sus huéspedes ascendían por la larga pendiente hacia la autoconciencia.

Por una ironía cósmica, al dar el impulso que algún día traería la inteligencia a aquel mundo, el Swarm se había consumido. Había alcanzado la última etapa del parasitismo: ya no podía existir separado de sus huéspedes. Nunca más cabalgaría libre por encima del mundo, impulsado por el viento y el sol. Para realizar el peregrinaje hasta el antiguo punto de encuentro debía viajar lenta y penosamente en un millar de pequeños cuerpos. Y aun así mantenía la costumbre inmemorial, impulsado por el deseo de reunión que ardía ahora con más fuerza que nunca, al conocer la amargura del fracaso. Solo si el Swarm padre regresaba y lo reabsorbía podría conocer una nueva vida y vigor.

Los glaciares fueron y vinieron; por milagro, las pequeñas criaturas que albergaban la menguante inteligencia alienígena escaparon de las garras del hielo. Los océanos invadieron las tierras, y aun así la raza sobrevivió. Incluso se multiplicó, pero no pudo hacer más. Aquel mundo nunca sería su herencia, pues lejos, en el corazón de otro continente, cierto mono había descendido de los árboles y contemplaba las estrellas con los primeros destellos de curiosidad.

La mente del Swarm se dispersaba, desparramándose entre un millón de pequeños cuerpos, incapaz ya de unirse y afirmar su voluntad. Había perdido toda cohesión; sus recuerdos se desvanecían. En un millón de años, como máximo, habrían desaparecido por completo.

Solo persistía una cosa: el impulso ciego que, a intervalos que por alguna extraña aberración se volvían cada vez más cortos, lo obligaba a buscar su consumación en un valle que hacía ya mucho había dejado de existir.

* * *

Deslizándose tranquilamente por la senda de luz lunar, el crucero de placer pasó junto a la isla con su faro intermitente y entró en el fiordo. Era una noche calma y hermosa, con Venus hundiéndose en el oeste, más allá de las islas Feroe, y las luces del puerto reflejadas sin apenas un temblor en las aguas quietas a lo lejos.

Nils y Christina estaban completamente felices. De pie, uno junto al otro, apoyados en la barandilla del barco, con los dedos entrelazados, observaban las laderas boscosas deslizarse en silencio. Los altos árboles permanecían inmóviles bajo la luz de la luna; ni el más leve soplo de viento inquietaba sus hojas, y sus delgados troncos se elevaban pálidos desde charcos de sombra. El mundo entero dormía; solo el barco en movimiento se atrevía a quebrar el hechizo que mantenía encantada la noche.

Entonces, de pronto, Christina lanzó un pequeño grito ahogado y Nils sintió que sus dedos se aferraban convulsivamente a los suyos. Él siguió su mirada: ella contemplaba fijamente el agua, hacia los silenciosos centinelas del bosque.

—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó él con ansiedad.

—¡Mira! —susurró ella, tan bajo que Nils apenas pudo oírla—. ¡Allí…, bajo los pinos!

Nils miró, y mientras lo hacía, la belleza de la noche se desvaneció lentamente y terrores ancestrales regresaron arrastrándose desde el exilio. Porque, bajo los árboles, la tierra estaba viva: una moteada marea parda descendía por las laderas de la colina y se fundía con las aguas oscuras. Allí había un claro sobre el que la luz de la luna caía sin ser interrumpida por sombra alguna. Y estaba cambiando incluso mientras él observaba: la superficie del suelo parecía ondular hacia abajo, como una lenta cascada que buscara unirse con el mar.

Y entonces Nils soltó una risa, y el mundo volvió a estar cuerdo. Christina lo miró, sorprendida pero tranquilizada.

—¿No te acuerdas? —rió él—. Lo leímos en el diario esta mañana. Lo hacen cada ciertos años, y siempre de noche. Lleva ocurriendo varios días.

Le estaba tomando el pelo, disipando la tensión de los últimos minutos. Christina volvió a mirarlo, y una lenta sonrisa iluminó su rostro.

—¡Claro! —dijo—. ¡Qué tonta soy!

Luego se volvió de nuevo hacia la tierra y su expresión se tornó triste, porque era de corazón muy tierno.

—¡Pobrecitas! —suspiró—. Me pregunto por qué lo harán.

Nils se encogió de hombros con indiferencia.

—Nadie lo sabe —respondió—. Es uno de esos misterios. No pienses en eso, si te preocupa. Mira…, pronto estaremos en el puerto.

Se volvieron hacia las luces que reclamaban su futuro, y Christina miró hacia atrás una sola vez, hacia la marea trágica y sin mente que aún fluía bajo la luna.

Obedeciendo a un impulso cuyo significado jamás habían conocido, las sentenciadas legiones de lemmings buscaban el olvido bajo las olas.

FIN

Arthur C. Clarke - Los poseídos
  • Autor: Arthur C. Clarke
  • Título: Los poseídos
  • Título Original: The Possessed
  • Publicado en: Dynamic Science Fiction, marzo de 1953
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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