Bernhard Schlink: Temporada baja

Tuvieron que separarse frente al control de equipajes, pero como en aquel pequeño aeropuerto todos los mostradores y los puestos de control se hallaban en el mismo recinto, pudo seguirla con la vista mientras ella colocaba la maleta en la cinta transportadora, atravesaba el arco detector, enseñaba su tarjeta de embarque y era conducida al avión. Él estaba justo detrás de la puerta de cristal que daba a la pista.

Tras cada uno de esos movimientos, ella se daba la vuelta y le saludaba con la mano. En la escalerilla del avión se volvió por última vez, sonrió y lloró, y se llevó la mano al corazón. Cuando desapareció en el interior del aparato, él siguió agitando la mano en dirección a las ventanillas, sin saber si ella lo seguiría viendo. Después, los motores se pusieron en marcha, los propulsores giraron, el avión rodó por la pista, fue acelerando y se elevó.

Su vuelo no salía hasta una hora más tarde. Fue a buscar un café y el periódico y se sentó en un banco. Desde que se conocieron no había vuelto a leer el periódico ni a tomar café él solo. Como al cabo de un cuarto de hora seguía sin haber leído ni una línea, pensó: me he olvidado de estar solo. La idea le gustó.

2

Hacía trece días que había llegado allí. La temporada alta había terminado y con ella, el buen tiempo. Llovía y se pasó la tarde con un libro en la terraza de su bed & breakfast. Al día siguiente, cuando, resignado al mal tiempo, paseaba bajo la lluvia por la playa en dirección al faro, se cruzó con aquella mujer, primero en el camino de ida y, después, en el de vuelta. Se sonrieron con curiosidad la primera vez y con algo más de confianza la segunda. Eran los únicos paseantes que se veían por allí, unos compañeros de alegrías y pesares que, aunque hubieran preferido gozar de un cielo claro y azul, disfrutaban de la suave lluvia.

Por la noche volvió a verla en la gran terraza del popular restaurante especializado en pescado, ya preparada para el otoño con cubierta y ventanas de plástico. Estaba sentada, con un vaso aún intacto y leyendo un libro. ¿Querría eso decir que aún no había cenado y que tampoco esperaba a su novio o marido? Se quedó indeciso en la puerta hasta que ella levantó la vista y le sonrió amablemente. Entonces se decidió, fue hasta su mesa y le preguntó si podía sentarse.

—Por supuesto —dijo ella, dejando a un lado el libro.

Se sentó y, como ella ya había estudiado la carta, le aconsejó qué pedir. Se decidió por el bacalao, que también ella había elegido. Luego, ninguno de los dos supo cómo iniciar la conversación. El libro no servía de ayuda: estaba colocado de tal modo que no veía el título. Por fin, él dijo:

—Unas vacaciones tardías en el Cape no están tan mal.

—¿Por el buen tiempo que hace? —dijo ella sonriendo.

¿Se estaría riendo de él? La contempló: no era guapa de cara, tenía los ojos demasiado pequeños y el mentón demasiado fuerte, pero su expresión no era burlona sino alegre y, quizá, un poquito insegura.

—Porque tienes toda la playa para ti, porque encuentras mesa en restaurantes en los que, en plena temporada, no la encontrarías y porque con pocas personas se está menos solo que con muchas.

—¿Viene usted siempre al final de la temporada?

—Es la primera vez que vengo. En realidad tendría que estar trabajando, pero este dedo no acaba de curarse y los ejercicios puedo hacerlos aquí igual que en Nueva York —dijo moviendo el dedo meñique de la mano izquierda, encogiéndolo y estirándolo.

Ella miró el meñique sorprendida.

—¿Para qué lo ejercita?

—Para tocar la flauta. Toco en una orquesta. ¿Y usted?

—Aprendí piano, pero lo toco muy de tarde en tarde —dijo ella ruborizándose—. Ay, pero no se refería usted a eso. De niña venía a menudo con mis padres y, a veces, tengo nostalgia. Cuando se termina la temporada es cuando el Cape tiene ese encanto que usted ha descrito. Todo está más vacío, más tranquilo… Y eso me gusta.

Él no le dijo que no podía permitirse disfrutar de sus vacaciones en plena temporada y supuso que a ella le ocurría lo mismo. Llevaba deportivas, vaqueros y una sudadera, y sobre el respaldo de la silla tenía una chaqueta impermeable desteñida. Cuando estudiaron juntos la carta de vinos, ella sugirió una botella de un Sauvignon blanco barato. Le habló de Los Ángeles, de su trabajo en una fundación que organizaba actividades teatrales con niños del gueto, de la vida sin inviernos, de la fuerza del océano Pacífico y de la intensidad del tráfico. Él le habló de la caída ocasionada por un cable mal colocado, a consecuencia de la cual se había roto el dedo, de la fractura de un brazo al saltar desde una ventana cuando tenía nueve años y de la fractura de una pierna cuando esquiaba, a los trece. Al principio estaban solos en la terraza; luego llegaron varios clientes más y, después, volvieron a quedarse solos frente a la segunda botella de vino. Cuando miraron por la ventana, el mar y la playa se hallaban en total oscuridad. La lluvia tamborileaba sobre el tejado.

—¿Qué planes tiene para mañana?

—Ya sé que en el bed & breakfast está incluido el desayuno, pero ¿qué le parecería venir a desayunar a mi casa?

La acompañó a su casa. Bajo el paraguas ella se agarró de su brazo. No se dijeron nada. La casita estaba en la misma calle que su alojamiento, a unos dos kilómetros. Al llegar ante la puerta, la luz se encendió automáticamente y de pronto se vieron iluminados por una luz demasiado potente. Ella lo abrazó levemente y le dio un beso en el aire. Antes de que cerrara la puerta, él dijo:

—Me llamo Richard. ¿Cómo…?

—Yo, Susan.

3

Richard se despertó temprano, cruzó los brazos por detrás de la cabeza y escuchó el sonido de la lluvia sobre las hojas de los árboles y sobre la gravilla del camino. Le gustaba oír aquel susurro cadencioso y apaciguador, aunque no augurase nada bueno para el día. ¿Irían Susan y él, después del desayuno, a pasear por la playa o por el bosque que rodeaba el lago? ¿Irían en bicicleta? Él no había alquilado ningún coche y suponía que ella tampoco, lo cual reducía el radio de posibles actividades.

Encogió y estiró el meñique para tener que ejercitarlo menos más tarde. Tenía un poco de miedo. Si, después de desayunar, Susan y él iban a pasar realmente el día juntos, iban a comer, o incluso a cocinar en casa de ella…, ¿qué pasaría después? ¿Tendría que acostarse con ella? ¿Tendría que demostrarle que ella era una mujer deseable y que él era un hombre ardiente? ¿Porque, de otro modo, a ella la ofendería y él se sentiría culpable? Hacía años que no se acostaba con una mujer. No se sentía especialmente ardiente y la noche anterior tampoco le había parecido que ella fuese especialmente deseable, aunque tenía muchas cosas que contar y que preguntar, escuchaba con atención, era animada e ingeniosa. El hecho de que antes de decir algo titubeara siempre un instante y de que, cuando se concentraba, cerrara los ojos, tenía su encanto. Despertaba su interés. ¿Y su deseo?

En la sala ya estaba preparado su desayuno, y como no quería defraudar al viejo matrimonio que le había preparado el zumo de naranja, los huevos revueltos y las tortitas, se sentó y empezó a comer. La mujer salía de la cocina a cada poco y le preguntaba si quería más café o más mantequilla, otra mermelada o fruta o yogur. Hasta que comprendió que lo que quería era charlar con él. Le preguntó desde cuándo vivía allí y ella posó la cafetera y se quedó de pie junto a la mesa. Hacía cuarenta años que su marido había recibido una pequeña herencia y se habían comprado la casa del Cape, en la que él pretendía escribir y ella pintar. Pero lo de escribir y pintar quedó en nada, y cuando los hijos se hicieron mayores y la herencia se agotó, convirtieron la casa en un bed & breakfast.

—Todo lo que quiera saber sobre el Cape, qué punto es el más bonito o dónde se come mejor, pregúntemelo a mí. Y, si piensa salir hoy…, tenga en cuenta que una playa sigue siendo una playa aunque llueva, y el bosque simplemente está mojado.

La niebla flotaba entre los árboles del bosque, ocultando también las casas apartadas de la carretera. La casita en la que vivía Susan era una casa de guardeses, junto a la que una entrada de coches conducía hasta una casa grande, semioculta por la niebla y misteriosa. No había timbre, así que llamó con los nudillos. «Ya voy», oyó que decía ella a lo lejos. La oyó subir una escalera, cerrar una puerta y correr por un pasillo. Apareció frente a él sin aliento y con una botella de champán en la mano.

—Estaba en el sótano.

El champán volvió a producirle temor. Se vio con Susan sentado en el sofá, ante el fuego de la chimenea, con las copas en la mano. Ella iniciaba el acercamiento. Así estaba ya la cosa.

—¿Por qué te quedas ahí parado mirando? ¡Entra!

En la habitación grande que había junto a la cocina vio, en efecto, una chimenea con leña a un lado y un sofá delante. Susan había dispuesto el desayuno en la cocina y él volvió a beber zumo de naranja y a comer huevos revueltos y, después, ensalada de fruta con nueces.

—Estaba todo riquísimo, pero ahora tengo que salir a correr o a andar en bici o a nadar.

Al ver que ella dirigía la mirada con escepticismo a la lluvia que estaba cayendo, le explicó que ése era su segundo desayuno.

—Así que no querías defraudar a John y a Linda. ¡Qué encantador eres! —le dijo, con mirada complacida y llena de admiración—. Muy bien, ¿por qué no ir a nadar? ¿No tienes traje de baño? ¿Quieres…? —dijo con aire dubitativo, pero dando a entender que no le importaba. Metió unas toallas en una bolsa grande y añadió un paraguas, el champán y dos copas—. Podemos atravesar la finca, es más bonito y se llega antes.

4

Pasaron junto a la casa grande, un edificio con columnas altas y contraventanas cerradas que, también de cerca, resultaba misterioso. Subieron los amplios escalones hasta la terraza que había entre las columnas, rodearon la casa y se encontraron con la escalera que llevaba a la galería cubierta de la planta siguiente. La mirada, empañada por la niebla, llegaba desde allí hasta el mar grisáceo que se hallaba tras las dunas y la playa.

—Está muy tranquilo —susurró ella.

¿Lo veía a aquella distancia? ¿Lo oía? Había dejado de llover y, en medio de aquella profunda calma, a él también le apetecía sólo susurrar.

—¿Dónde están las gaviotas?

—Mar adentro. Cuando deja de llover, los gusanos salen de la tierra y los peces se acercan a la superficie.

—No me lo creo.

Ella se rió.

—¿No íbamos a nadar? —preguntó, y echó a correr tan deprisa y tan segura de cuál era el camino que él, cargado con la bolsa, no pudo seguir su ritmo. En la zona de las dunas la perdió de vista, y cuando llegó a la playa, ella ya estaba quitándose el segundo calcetín y echaba a correr hacia el agua. Cuando él se metió por fin, ella se había adentrado bastante.

El mar estaba, en efecto, muy tranquilo y le pareció frío sólo hasta que se puso a nadar. Luego le acarició el cuerpo desnudo. Nadó mar adentro hasta bastante lejos y se dejó mecer de espaldas. Susan nadaba crol más lejos aún. Cuando empezó a llover otra vez, disfrutó de las gotas que le caían en la cara.

La lluvia se hizo más densa y dejó de ver a Susan. La llamó. Nadó en dirección adonde creía haberla visto por última vez y volvió a llamarla. Cuando se percató de que apenas veía la orilla, se dio la vuelta. No era un nadador rápido; se esforzaba, pero avanzaba despacio y aquella lentitud acrecentó su miedo transformándolo en pánico. ¿Cuánto tiempo aguantaría Susan? ¿Tenía el móvil en el bolsillo del pantalón? ¿Habría cobertura en la playa? ¿Dónde estaría la casa más cercana? No resistía el esfuerzo, avanzaba cada vez con mayor lentitud y un pánico creciente.

Luego, vio una figura pálida que salía del agua y se quedaba de pie en la playa. La rabia le dio fuerzas. ¡Cómo podía haber sido presa de tal miedo! Cuando ella le hizo señas con la mano, no contestó.

Al llegar, furioso, a su lado, ella le sonrió.

—¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? He pasado un miedo atroz cuando te he perdido de vista. ¿Por qué no has pasado cerca de mí al volver?

—No te he visto.

—¿Que no me has visto?

Ella se sonrojó.

—Soy bastante corta de vista.

De pronto, su enfado le pareció ridículo. Estaban uno frente a otro, desnudos, mojados, con el agua corriéndoles por las mejillas; ambos con la piel de gallina, temblando y calentándose el pecho con los brazos. Ella le miraba con aquella mirada vulnerable, escrutadora, que —ahora lo sabía no revelaba inseguridad, sino únicamente miopía. Vio las venas azuladas que se transparentaban a través de su piel blanca y fina; el vello del pubis, rubio rojizo, aunque el pelo de la cabeza era rubio claro; su vientre plano y sus caderas estrechas, sus brazos y piernas fuertes. Se avergonzó de su propio cuerpo y metió la tripa.

—Siento haber sido grosero.

—No te preocupes, ha sido el miedo —dijo ella, volviendo a sonreírle.

Se sentía abochornado. Se volvió, señaló con la cabeza la zona de las dunas en la que estaban sus cosas, gritó «¡Vamos!» y echó a correr. Ella era más rápida y podría haberle adelantado sin esfuerzo, pero fue corriendo a su lado, lo que le recordó su niñez y el placer de correr junto con sus hermanas o sus amigos hacia un objetivo común. Vio sus pechos pequeños, que había estado protegiendo con los brazos mientras estaban en la playa, y su culito.

5

Su ropa estaba mojada, pero las toallas seguían secas dentro de la bolsa. Se envolvieron en ellas, se sentaron bajo el paraguas y bebieron champán.

Ella se recostó contra él.

—Háblame de ti. Desde el principio. Háblame de tu madre, de tu padre y de tus hermanos. ¿Has nacido en los Estados Unidos?

—No, en Berlín. Mis padres daban clases de música: él de piano, y ella de violín y viola. Éramos cuatro hermanos y a mí me llevaron al Conservatorio Superior de Música, aunque mis tres hermanas eran mucho mejores que yo, pero mi padre lo quiso así. No soportaba la idea de que yo fracasara como lo había hecho él. Así que fui al Conservatorio por él, me convertí en segundo flautista en la Filarmónica de Nueva York por él, y por él llegaré, algún día, a primer flautista de alguna otra buena orquesta.

—¿Viven aún tus padres?

—Mi padre murió hace siete años, y mi madre, el año pasado.

Ella se quedó pensativa y luego preguntó:

—Si no hubieras sido flautista por complacer a tu padre y hubieras hecho lo que te apetecía, ¿qué serías?

—No te rías de mí. Al morir mi padre y después mi madre, pensé que por fin era libre y podía hacer lo que quisiera. Pero ellos siguen ahí, dentro de mi cabeza, insistiendo. Tendría que marcharme fuera durante un año, lejos de la orquesta, lejos de la flauta; tendría que correr, nadar y meditar y, quizá, poner por escrito cómo me sentía en casa con mis padres y con mis hermanas para llegar a saber lo que quiero al acabar ese año. A pesar de todo, quizá fuese tocar la flauta.

—Yo, a veces, hubiera querido que alguien me insistiera. Mis padres tuvieron un accidente de coche y murieron cuando yo tenía doce años. A la tía con la que fui a vivir no le gustaban los niños. Tampoco sé si yo le gustaba a mi padre. Alguna vez dijo que tenía ganas de que me hiciera mayor para poder hacer cosas conmigo. Oír eso no es muy agradable.

—Lo siento. ¿Y cómo era tu madre?

—Muy guapa. Quería que yo fuera tan guapa como ella. Mi ropa era tan exquisita como la suya, y cuando me ayudaba a vestirme, era fantástica, cariñosa, tierna. Ella me habría enseñado cómo manejar a las amigas sarcásticas y a los amigos descarados. Pero tuve que aprenderlo todo yo sola.

Estaban los dos sentados bajo el paraguas, entregados a sus recuerdos. Como dos niños que se han perdido y anhelan volver a casa, pensó él. Le vinieron a la mente algunos de sus libros favoritos de la infancia, en los que niños y niñas se perdían y sobrevivían en cuevas o chozas, o eran raptados en un viaje y sometidos a esclavitud, o los secuestraban en Londres y les obligaban a mendigar y robar, o eran vendidos en Tesino para trabajar como deshollinadores en Milán. Él se había afligido con aquellos niños por la pérdida de sus padres y había confiado en su retorno al hogar. Pero el atractivo de aquellas historias estaba en que los niños lograban arreglárselas sin sus padres y, cuando por fin volvían a casa, se habían emancipado de ellos. ¿Por qué es tan difícil ser autónomo si para ello no se necesita a nadie más que a uno mismo? Suspiró.

—¿Qué pasa?

—Nada —contestó él, rodeándola con su brazo.

—Has suspirado.

—Me gustaría haber avanzado más de lo que lo he hecho.

Ella se acurrucó a su lado.

—Conozco ese sentimiento. Pero ¿no avanzamos a trompicones? Durante mucho tiempo no ocurre nada y, de repente, experimentamos una sorpresa, tenemos un encuentro, tomamos una decisión y ya no somos los mismos de antes.

—¿Que no somos los mismos de antes? Hace seis meses tuvimos una reunión de antiguos alumnos y los que en el colegio eran chicos buenos y simpáticos lo seguían siendo, y los hijos de puta continuaban siendo hijos de puta. A los demás les debió de pasar lo mismo conmigo. Aquello me impresionó. Uno trabaja en su persona, piensa que cambia y evoluciona, y los demás le reconocen de inmediato como el que siempre fue.

—Vosotros los europeos sois pesimistas. Venís del Viejo Mundo y no sois capaces de imaginaros que el mundo y las personas se renuevan.

—Vayamos a pasear por la playa. Ya casi no llueve.

Se anudaron las toallas alrededor del cuerpo y corrieron por la playa, al borde del mar. Iban descalzos y la arena, húmeda y fría, les producía un cosquilleo.

—No soy pesimista. Siempre confío en que mi vida va a mejorar.

—Yo también.

Cuando la lluvia volvió a arreciar, regresaron a casa de Susan. Estaban helados. Mientras Richard se duchaba, Susan bajó al sótano y puso en marcha la calefacción; mientras se duchaba Susan, Richard encendió el fuego en la chimenea. Llevaba puesta la bata que Susan conservaba de su padre: una bata roja, abrigada, de lana pesada y con forro de seda. Colgaron sus ropas para que se secaran y averiguaron cómo funcionaba el samovar que estaba sobre la repisa de la chimenea. Luego se sentaron en el sofá: ella, con las piernas cruzadas en un extremo, y él, arrodillado, en el extremo opuesto. Tomaron el té y se miraron.

—Seguramente podré ponerme la ropa dentro de poco.

—Quédate aquí. ¿Qué vas a hacer con esta lluvia? ¿Estar solo en tu habitación?

—Yo… —quiso objetar que no quería imponer su presencia, que no quería molestar y desbaratar los planes que ella tuviera para aquel día. Pero no era más que pura retórica. Notaba que a ella le gustaba su compañía. Podía verlo en la expresión de su rostro y oírlo en el tono de su voz. Le sonrió, de un modo cortés al principio y con timidez luego. ¿Qué hacer si la situación despertaba en Susan expectativas que no podía colmar? Pero Susan sacó un libro del montón de libros y periódicos que había junto al sofá y se puso a leer. Estaba allí sentada leyendo tan contenta, tan cómoda y tan distendida que él también empezó a relajarse. Buscó y encontró un libro que le interesó, pero no se puso a leerlo, sino a observar cómo lo hacía ella. Hasta que la vio levantar la vista y sonreírle. Le devolvió la sonrisa, ya relajado del todo, y se sumergió en la lectura.

6

Cuando llegó al bed & breakfast a las diez, Linda y John estaban frente al televisor. Les dijo que no necesitaban prepararle el desayuno al día siguiente, que iría a desayunar a casa de la señora de la casita pequeña que estaba a dos kilómetros, a la que había conocido durante la cena en el restaurante.

—¿No vive en la casa grande?

—Hace tiempo que no, si viene sola.

—Pero en el último año…

—En el último año ha venido sola, pero ha tenido visitas constantemente.

Richard escuchó la conversación entre Linda y John con una irritación creciente.

—¿Están hablando de Susan…? —preguntó, y de pronto se dio cuenta de que sólo se habían dado los nombres de pila.

—Sí, de Susan Hartman.

—¿Es la dueña de esa casa grande con columnas?

—Su abuelo la compró en los años veinte. Tras la muerte de sus padres, el administrador dejó que la propiedad se viniera abajo, limitándose a cobrar los alquileres, sin invertir nada en mantenerla, hasta que Susan lo despidió hace un par de años y volvió a arreglar las casas y el jardín.

—¿Y eso no supone una fortuna?

—A Susan eso no le duele. A nosotros nos alegra… porque había gente interesada en comprar la finca para parcelar el terreno y dividir la casa o convertirla en hotel, con lo cual aquí todo habría cambiado.

Richard dio las buenas noches a Linda y John y se fue a su habitación. No habría hablado con Susan si hubiese sabido que era rica. No le gustaban los ricos. Despreciaba las fortunas heredadas y consideraba que las adquiridas se hacían a base de estafar. Sus padres nunca habían ganado lo suficiente para dar a sus cuatro hijos lo que les hubiera gustado, y él mismo ganaba en la Filarmónica de Nueva York lo justo para arreglárselas en una ciudad tan cara. No tenía ni había tenido nunca amigos ricos.

Estaba furioso con Susan. Como si se hubiera burlado de él. Como si le hubiera conducido con engaños a una situación en la que ahora se encontrase atado de pies y manos. Pero ¿lo estaba? No tenía por qué ir a desayunar con ella al día siguiente. O podía ir y decirle que no podían seguir viéndose, que eran demasiado diferentes, que sus vidas eran demasiado diferentes, que sus mundos eran demasiado diferentes. Sin embargo, acababan de pasar la tarde juntos ante la chimenea, se habían leído el uno al otro un par de frases en algún momento, habían cocinado, comido y fregado los platos juntos, habían visto una película y se habían sentido a gusto. ¿Tan diferentes eran?

Se lavó los dientes con tanta furia que se hizo una herida en la mejilla izquierda. Se sentó en la cama, apoyó la mejilla en la mano y le dolió. Realmente estaba atado de pies y manos: se había enamorado de Susan. Sólo un poquito, se dijo, porque ¿qué sabía de ella en realidad? ¿Qué quería realmente de ella? ¿Cómo irían las cosas entre ellos, dada la diferencia de sus vidas y sus mundos? Tal vez a ella le pareciese encantador ir tres veces a comer al pequeño restaurante italiano que él podía permitirse, pero después ¿qué? ¿Debía dejarse invitar por ella? ¿Endeudarse tirando de tarjeta de crédito?

Durmió mal. Se despertó una y otra vez y, a las seis, convencido de que ya no lograría conciliar el sueño, desistió de su empeño, se vistió y salió de la casa. El cielo estaba cubierto de nubarrones negros, pero por el este comenzaba a brillar un resplandor rojizo. Si no quería perderse la salida del sol sobre el mar, tenía que apresurarse y echar a correr con los zapatos que se había puesto en lugar de las deportivas. Las suelas hacían un ruido fuerte sobre el pavimento e hicieron retroceder en una ocasión a una bandada de cornejas y en otra a algunos conejos. El resplandor rojizo fue haciéndose más amplio e intenso. Richard ya había visto algún atardecer semejante, pero nunca un amanecer así. Al pasar junto a la casa de Susan se esforzó por ser lo más silencioso posible.

Por fin llegó a la playa. El sol ascendió dorado sobre un mar encendido hacia un cielo resplandeciente, pero sólo un instante. Hasta que las nubes lo taparon todo y a Richard le pareció que, de pronto, no sólo había oscurecido sino que también hacía más frío.

No tendría que haberse esforzado en pasar silencioso junto a la casa de Susan. Ella también se había levantado. Estaba al pie de una duna. Cuando le vio, se levantó y caminó hacia él. Andaba despacio: en las dunas se hundía uno en la arena y resultaba difícil avanzar. Richard caminó hacia ella, pero únicamente por cortesía. Prefería mirarla, observar cómo andaba, con paso tranquilo, postura firme, bajando la cabeza a veces y alzándola otras, con la mirada puesta en él. Le pareció como si, al encontrarse, fueran a negociar algo, aunque no sabía qué. No entendía qué le preguntaba su rostro ni qué respuesta hallaba ella en el suyo. Sonrió, pero ella no respondió a su sonrisa sino que le miró con seriedad.

Cuando estuvieron frente a frente, ella le cogió de la mano y le dijo: «¡Ven!» Le condujo a su casa y, subiendo la escalera, al dormitorio. Se desnudó, se tumbó en la cama y se quedó mirando cómo se desnudaba él y se echaba a su lado.

—Te he esperado tanto tiempo…

7

Así lo amó. Como si lo hubiera estado buscando mucho tiempo y, por fin, lo hubiera encontrado. Como si no pudieran hacer nada equivocado.

Ella le llevó consigo y él se dejó llevar. No se preguntó a sí mismo «¿Qué tal estoy?» ni le preguntó a ella «¿Qué tal he estado?». Más tarde, tumbados uno junto al otro, supo que amaba a aquella personita de ojos demasiado pequeños, mentón demasiado fuerte, piel demasiado fina y un aspecto más pubescente que el de las mujeres a las que había amado hasta entonces; a aquella personita que demostraba una seguridad que no cabía esperar en alguien que había pasado de las manos de unos padres moderadamente cariñosos a las de una tía nada afectuosa; que parecía tener más dinero del que era conveniente y que veía en él algo que ni él mismo veía, dándole así una imagen nueva.

Por primera vez había amado a una mujer como si no existieran imágenes previas de cómo debe ser el amor. Como si fueran una pareja del siglo XIX a quienes el cine y la televisión aún no hubieran podido prescribirles con imágenes la manera adecuada de besar, de gemir, de expresar con el rostro la pasión y de efectuar con el cuerpo los espasmos del placer; como una pareja que hubiera descubierto para sí el amor, los besos y los gemidos. Parecía como si Susan nunca cerrara los ojos. Siempre que la miraba, ella también lo estaba mirando. Le encantaba su mirada entregada y absorta.

Susan se incorporó, apoyándose en los codos, y le sonrió.

—¡Qué bien que te sonreí cuando no sabías qué hacer en el restaurante! Al principio pensé que no era necesario. Creí que ibas a venir hacia mí por el camino más rápido y más directo.

Él le devolvió la sonrisa, feliz. No se les pasó por la cabeza tomarse como un aviso lo que les había chirriado en el restaurante. Se lo tomaron como un descuido que podía salvarse con unas risas.

Se quedaron en la cama hasta la tarde. Luego sacaron del garaje el coche de Susan, un viejo BMW bien cuidado, y bajo la lluvia y la oscuridad se dirigieron a un supermercado. La luz era deslumbrante, olía a desinfectante, sonaba música enlatada y los pocos clientes que se veían allí dentro empujaban cansados sus carritos de la compra por los pasillos vacíos.

—Tendríamos que habernos quedado en la cama —susurró Susan, y a él le alegró comprobar que la luz, el olor y la música le molestaban tanto como a él.

Ella suspiró, se rió, se dispuso a hacer la compra y pronto llenó el carrito. También él metió algunas cosas: manzanas, tortitas, vino. Al llegar a la caja, él pagó con su tarjeta de crédito, sabiendo que al mes siguiente, por primera vez, no podría hacerse cargo del pago. Aquello le intranquilizaba, pero aún más le irritaba que en un día como aquél pudiera intranquilizarle la estupidez de haber sobrepasado el límite de su tarjeta. Así que compró también tres botellas de champán en la tienda de vinos y licores que había al lado.

En el camino de regreso, Susan le preguntó:

—¿Vamos a recoger tus cosas?

—Quizá Linda y John se hayan ido ya a dormir. No quiero despertarles.

Susan asintió. Conducía deprisa y con mucha seguridad y, por su modo de tomar las curvas, él comprendió que conocía bien el coche y la carretera.

—¿Has venido con el coche desde Los Ángeles?

—No. Este coche siempre está aquí. Clark se ocupa de la casa, del jardín y también del coche.

—¿Vives en la casa grande sólo cuando tienes visitas?

—¿Quieres que nos traslademos mañana?

—No sé. Es…

—Para mí sola es demasiado grande, pero, estando contigo, me hace ilusión. Leeremos en la biblioteca, jugaremos en la sala del billar, tú puedes ensayar con la flauta en la sala de música, en la salita pequeña tomaremos el desayuno y cenaremos en la sala grande —dijo cada vez más animada y decidida—. Dormiremos en el dormitorio principal, en el que durmieron mis abuelos y mis padres. O podemos dormir en mi cuarto, en la cama en la que, de niña, soñaba con mi príncipe azul.

A la débil luz del salpicadero vio el rostro sonriente de Susan. Estaba perdida en sus recuerdos. Por primera vez desde que se habían conocido estaba muy lejos. Richard quiso preguntarle con qué actor o cantante soñaba entonces, quiso saberlo todo sobre los hombres de su vida, quiso oír que todos habían sido sólo profetas y que él era el Mesías. Pero, de pronto, le pareció que su preocupación por los demás hombres era una mezquindad semejante a la de haber sobrepasado el límite de su tarjeta de crédito. Estaba cansado y apoyó la cabeza en el hombro de Susan. Ella se la acarició con la mano izquierda, la estrechó contra su hombro y él se quedó dormido.

8

Sobre los hombres que había habido en la vida de Susan lo supo todo en los días siguientes. También supo de sus ansias por tener hijos, dos al menos, pero mejor cuatro. Con su marido no se había quedado embarazada; más adelante, ella había dejado de quererle y se habían separado. Supo que había estudiado historia del arte en la universidad, que después había ido a la escuela de administración de empresas y que había saneado una empresa de trenes de juguete heredada de su padre, que después había vendido junto con otras empresas que también había heredado. Supo que tenía un piso en Manhattan que estaba reformando porque iba a dejar Los Ángeles para trasladarse a vivir a Nueva York. También se enteró de que tenía cuarenta y un años, dos más que él.

Todo lo que le contaba Susan de su vida hasta entonces acababa siempre en planes para un futuro común. Le describió el piso de Nueva York: la ancha escalera que conducía de la planta inferior de la vivienda, situada en el sexto piso del edificio, a la superior, en el séptimo; los amplios pasillos, las habitaciones grandes y de techos altos, la cocina con el montaplatos, la vista al parque. Había crecido en aquel piso hasta que, tras la muerte de sus padres, su tía se la llevó a Santa Bárbara.

—Yo bajaba deslizándome por los pasamanos, iba en patines por los pasillos, me metí en el montaplatos hasta los seis años y desde la cama podía ver por la ventana cómo se mecían las copas de los árboles. ¡Tienes que ver ese piso!

En aquellos momentos no podía enseñárselo, porque tenía que volar desde el Cape a Los Ángeles para organizar la mudanza de la Fundación y la suya propia.

—¿Quieres que quedemos con el arquitecto? Todavía estamos a tiempo de cambiarlo todo.

Su abuelo no sólo había comprado a buen precio, durante la crisis económica, aquella vivienda de dos plantas, sino el edificio completo situado en la Quinta Avenida. Igual que la finca del Cape y otra en la zona de los Adirondacks.

—Ésa también tengo que arreglarla. ¿Te gustan la arquitectura, la construcción, las reformas y la decoración? Me han mandado unos planos que me he traído. ¿Quieres que los veamos?

Le habló de una pareja de amigos que querían tener hijos desde hacía años y no lo habían logrado. Acababan de pasar las vacaciones en una fertility farm. Le habló de la dieta y del plan que establecía los horarios para dormir, hacer gimnasia, comer e incluso para hacer el amor. A ella le parecía divertido pero al tiempo le daba un poco de miedo.

—He leído que a vosotros los europeos os resulta extraño. Os tomáis la vida como si dependiese del destino y como si no pudiera hacerse nada en contra.

—Sí —dijo él—, y si está determinado que matemos a nuestro padre o que nos acostemos con nuestra madre, no podemos hacer nada en contra.

Ella se echó a reír.

—Entonces no podéis tener nada contra la fertility farm. Si no puede influir en vuestro destino, tampoco podrá haceros daño.

Se encogió de hombros como disculpándose.

—Sólo lo digo porque con Robert no funcionaron las cosas. Pero puede que el problema no fuera mío, puede que fuera de él. No nos hicimos pruebas. Aunque, desde entonces, tengo miedo.

Richard asintió. A él también le entró miedo. De los dos niños al menos, y del máximo de cuatro; de tener que hacer el amor con Susan en la fertility farm a determinadas horas y con una dieta alimenticia determinada; del fuerte tictac del reloj biológico hasta que llegara el cuarto hijo o hasta que ya no pudieran llegar más; de que la entrega y la pasión con la que Susan lo amaba no le estuvieran destinados.

—No debes tener miedo. Expreso, simplemente, lo que me preocupa. Eso no quiere decir que sea mi última palabra. Tú censuras lo que dices.

—Eso también es algo europeo.

Richard no quería hablar sobre su miedo. Ella tenía razón: él se autocensuraba al hablar y ella decía lo que pensaba y sentía. No, ella no quería organizar su estancia con él en la fertility farm, pero sí quería organizar el futuro con él y, aunque él también lo quería, y cada día más, tenía mucho menos que aportar: ni vivienda ni fincas ni dinero. Si se hubiera enamorado de la mujer del primer atril que tocaba el segundo violín, habrían buscado un piso entre los dos y habrían decidido juntos qué muebles de cada uno llevar a su nueva vivienda y qué comprar en Ikea o en un mercadillo. Seguro que Susan estaba dispuesta a amueblar una o dos habitaciones con las cosas de él, pero él sabía que eso no resultaría.

Podía llevarse su flauta y sus partituras y ensayar en un atril con el que seguro que Susan contaría entre sus muebles. Podía colocar sus libros en los estantes de la casa de ella, sus papeles en los archivadores de su padre y escribir sus cartas en el escritorio de éste. Su ropa la dejaría colgada directamente en el armario de la casa de campo, porque en la ciudad, a su lado, no le quedaría bien. Ella le compraría ropa nueva con mucho gusto y un gran sentido de lo que estaba de moda.

Ya se veía ensayando muchísimo; la mayor parte de las veces, «en dique seco», como él denominaba a la acción de encoger y estirar el dedo meñique, pero cada vez más con la flauta, convertida en parte de él como nunca hasta entonces. Le pertenecía, era muy valiosa, con ella creaba música y ganaba dinero, podía llevarla a cualquier parte. Con ella se sentía en su hogar en cualquier sitio. Y con su forma de interpretar ofrecía a Susan lo que nadie había podido ofrecerle. Al improvisar, daba con melodías acordes a sus estados de ánimo.

9

La habitación de la esquina de la casa grande era su cuarto preferido. Los múltiples ventanales llegaban hasta el suelo. Cuando hacía buen tiempo, se corrían a un lado, y cuando hacía malo, se protegían con las contraventanas. Cuando la lluvia no les permitía pasear por la playa, allí podían sentirse cerca del mar, de las olas, de las gaviotas y de los barcos que pasaban de vez en cuando. A veces, cuando paseaban por la playa, la lluvia, fría y cortante, les azotaba el rostro hasta hacerles daño.

La habitación estaba amueblada con tumbonas, mesas y sillones de mimbre con blandos almohadones sobre el duro entramado. Cuando Susan le estaba enseñando la casa, Richard vio que la anchura de las tumbonas sólo permitía que las ocupara una persona y comentó que era una lástima. Dos días después, mientras estaban desayunando en la salita, junto a la casa se detuvo un camión y dos operarios con monos azules introdujeron en la habitación una tumbona doble. Hacía juego con el resto de los muebles y tenía los almohadones tapizados con la misma tela de flores que los demás.

El estado del tiempo se ocupaba de que todos los días fueran iguales. Llovía día tras día. A veces la lluvia arreciaba hasta convertirse en tormenta, a veces paraba unas horas o sólo unos minutos, y algunas veces el cielo se abría un rato, dejando que los tejados brillaran relucientes. Cuando las condiciones lo permitían, Susan y Richard paseaban por la playa; cuando las provisiones se agotaban, iban en el coche al supermercado; de lo contrario, permanecían en la casa grande. A raíz del traslado de la casita pequeña a la casa grande, Susan había llamado a Mita, la mujer de Clark, para que fuera todos los días algunas horas a ocuparse de la limpieza, el lavado de la ropa y la cocina. Era una mujer que lo hacía todo con tanta discreción que Richard tardó varios días en cruzarse con ella.

Una noche invitaron a cenar a Linda y John. Cocinaron ellos, pero como ninguno de los dos tenía ni idea, se les hizo difícil hasta seguir la receta del libro de cocina. Aun así, consiguieron poner sobre la mesa unos filetes con patatas y ensalada, con la agradable sensación de que, juntos, podían solventar las crisis. Aparte de esa ocasión, no invitaron ni visitaron a nadie más. «Para los amigos ya habrá tiempo.»

Cuando caía la noche hacían el amor. Hasta que oscurecía por completo, les bastaba la luz del crepúsculo; luego, encendían una vela. Se amaban de un modo tan sosegado que a veces Richard se preguntaba si a Susan no le haría más feliz que le arrancara la ropa, se abalanzara sobre ella y se entregara a ella. Pero no le salía comportarse así, y ella no parecía echarlo de menos. No somos gatos salvajes, se decía Richard, somos gatos domésticos.

Hasta que se produjo la gran pelea, la primera y única que tuvieron. Iban a salir para el supermercado y Susan le hizo esperar, cuando ya estaba sentado en el coche, porque de repente recibió una llamada telefónica que parecía no acabar nunca. El hecho de que lo dejara allí esperando sin ninguna explicación, de que se hubiera olvidado de él o no lo tuviera en consideración, lo puso tan furioso que se bajó del coche, entró en la casa y empezó a despotricar justo cuando ella estaba colgando el auricular.

—¿Es esto lo que me espera? ¿Qué consideres que lo que tú haces es importante y lo que hago yo no? ¿Tu tiempo tiene valor y el mío no?

Al principio ella no entendió a qué venía todo aquello.

—Me han llamado de Los Ángeles. La junta directiva…

—¿Y por qué no me has dicho nada? ¿Por qué me has tenido ahí esperando una eternidad?

—Siento haberte hecho esperar unos minutos. Creía que los hombres europeos consideraban que las mujeres…

—¡Deja ya eso de los europeos! He estado media hora ahí fuera…

Entonces también ella se puso furiosa.

—¿Cómo que media hora? Sólo han sido unos minutos. Si se te ha hecho muy largo, podías haber entrado en casa y haber leído el periódico. ¡Menuda prima donna…!

—¿Prima donna yo? ¿Quién de nosotros…?

Ella le echó en cara su actitud incomprensible. Él no entendía qué había de incomprensible o de exagerado en que él, que no tenía nada, quisiera contar tanto como ella, que lo tenía todo. Ella no entendía que él hubiera podido llegar a la absurda conclusión de que no contaba para nada. Acabaron gritándose, furiosos y desesperados.

—¡Te odio! —dijo ella, acercándose. Él retrocedió, ella siguió avanzando y, cuando ya lo tuvo arrinconado contra la pared, sin poder retroceder más, empezó a golpearle el pecho con los puños cerrados, hasta que él la abrazó y la atrajo hacía sí. Al principio ella jugueteó con los botones de su camisa, luego empezó a desabrocharlos. Él intentó quitarle los vaqueros y ella intentó quitárselos a él, pero era demasiado complicado y les llevaba demasiado tiempo, así que, a toda prisa, cada uno se quitó los suyos, la ropa interior y los calcetines, e hicieron el amor en el suelo del pasillo, con urgencia, ímpetu y pasión.

Luego se quedaron allí tumbados, él boca arriba y ella en parte sobre su brazo y en parte sobre su pecho.

—Bueno, ¡por fin! —dijo él, riendo satisfecho.

Ella hizo un pequeño movimiento, una sacudida de cabeza, un encogimiento de hombros, y se acurrucó más contra él, que notó que ella, a diferencia de él, no había transformado el ardor de la pelea en el ardor del amor. No le había arrancado la camisa para sentir su pecho sino para encontrar su corazón. El ardor le había devuelto la paz perdida con la pelea.

Fueron en el coche al supermercado y Susan llenó el carrito de la compra como si fueran a quedarse allí varias semanas. Cuando estaban regresando, el sol se abrió paso entre las nubes. Giraron por la primera calle que llevaba al mar, pero no al mar abierto, sino a la bahía. El agua estaba lisa como un espejo y el aire estaba muy claro. Se veía la punta del Cape y el lado opuesto de la bahía.

—Me gusta que se pueda ver tan a lo lejos y que los contornos de las cosas sean tan nítidos antes de la tormenta.

—¿Antes de la tormenta?

—Sí. No sé si será la humedad o la electricidad lo que hace que el aire esté tan claro, pero es el ambiente que antecede a la tormenta. Es un aire engañoso: parece prometer buen tiempo y lo que trae es tormenta.

—Perdóname que antes te haya hablado en ese tono. Bueno, no sólo te he hablado mal, te he gritado. De verdad que me duele muchísimo haberlo hecho.

Esperó que ella le contestara algo. Después se dio cuenta de que estaba llorando y se quedó helado. Ella levantó la cara, húmeda por las lágrimas, y le echó los brazos al cuello.

—Nadie me había dicho jamás algo tan bonito: que lamenta lo que me ha dicho. Yo también lo lamento. Yo también te he gritado, te he insultado y te he pegado. No volveremos a hacerlo nunca más, ¿me oyes?, nunca más.

10

Y, de pronto, llegó el último día. El vuelo de Susan salía a las cuatro y media y el de Richard a las cinco y media. Desayunaron con calma, en la terraza por primera vez. El sol calentaba tanto como si la lluvia y el frío hubieran sido sólo una infección pasajera de la que el verano ya se había restablecido. Después se fueron a caminar por la playa.

—Son sólo unas semanas.

—Ya lo sé.

—¿Organizas mañana una reunión con el arquitecto?

—Sí.

—¿Y recordarás lo del colchón?

—No me olvidaré de nada: compraré el colchón, unos muebles para salir del paso y platos y cubiertos de plástico. En cuanto tenga tiempo iré al guardamuebles a ver qué cosas de tus padres me gustan y luego lo dispondremos todo juntos, pieza por pieza. Te quiero.

—Aquí nos encontramos por primera vez.

—Sí, en el camino de ida; y allí, en el de vuelta.

Recordaron cómo se habían cruzado y las escasas probabilidades de volver a cruzarse, ya que él iba en una dirección y ella en otra; cómo podrían no haberse hablado por la noche en el restaurante, si ella no le hubiera sonreído, o si él no la hubiera estado mirando; cómo le había encontrado ella a él o él a ella.

—¿Quieres que preparemos el equipaje y después nos sentemos en el cuarto de la esquina, con las ventanas corridas? Aún disponemos de un par de horas.

—No tienes que meter en la maleta todas tus cosas. Deja todo lo de verano y lo de playa aquí hasta el año que viene.

Richard asintió. A pesar de que Linda y John le habían devuelto parte del dinero que había pagado por adelantado, había sobrepasado con mucho el límite de su tarjeta de crédito. Pero la idea de tener que comprar cosas nuevas en Nueva York, endeudándose aún más, ya no le aterrorizaba. Así son las cosas cuando uno ama a alguien por encima de sus posibilidades. Ya encontraría alguna solución.

Con las maletas preparadas junto a la puerta, la casa ofrecía un aspecto raro. Subieron la escalera, como tantas otras veces, pero lo hicieron despacio y hablando en voz baja.

Corrieron los ventanales y escucharon el susurro del mar y los gritos de las gaviotas. El sol seguía brillando, pero Richard fue al dormitorio a buscar la manta y la extendió sobre la tumbona doble.

—¡Ven!

Se quitaron la ropa y se deslizaron bajo la manta.

—¿Cómo voy a dormir sin ti?

—¿Y yo sin ti?

—¿De verdad no puedes venir conmigo a Los Ángeles?

—Tengo una prueba. ¿No puedes venir tú conmigo a Nueva York?

Ella se echó a reír.

—¿Quieres que compre la orquesta y así no tienes que hacer la prueba?

—Una orquesta no se compra con tanta rapidez.

—¿Llamo por teléfono?

—¡Quédate aquí!

Temían la despedida y, al mismo tiempo, su proximidad los sumía en una singular levedad. Ya no tenían una vida en común, pero todavía no estaban instalados cada uno en la suya. Estaban en tierra de nadie. Y así hicieron el amor: con timidez al principio, porque volvían a resultarse extraños, y con más alegría después. Como siempre, ella lo estuvo mirando entregada y absorta.

Fueron al aeropuerto en el coche de Susan. Clark iría más tarde a recogerlo y llevarlo a casa. Volvieron a repetirse dónde y cuándo estarían para poder hablarse por teléfono, como si los dos carecieran de móvil con el que poder comunicarse a cualquier hora y en cualquier sitio. Se contaron uno a otro lo que harían durante todos los días y semanas que iban a dejar de verse y, de vez en cuando, jugaron con la idea de cómo harían esto y lo otro cuando, en el futuro, estuvieran juntos. Cuanto más se acercaban al aeropuerto, más sentía Richard la necesidad de decirle a Susan algo que la acompañara tras la despedida. Pero no se le ocurría nada. «Te quiero», decía una y otra vez. «Te quiero.»

11

Desde el avión le hubiera gustado ver una vez más la casa y la playa. Pero estaban al norte y el avión tomó rumbo al sureste. Miró el mar y algunas islas, luego vio Long Island y, por fin, Manhattan. El aparato efectuó un amplio viraje hasta el Hudson y él reconoció la iglesia que estaba a pocos pasos de su casa.

A su barrio se había adaptado no sin cierta dificultad. Era muy ruidoso y al principio no se sentía seguro cuando volvía a casa por la noche y tenía que pasar por delante de aquellos chicos «duros», sentados en las escaleras de entrada a las casas o apoyados en las barandillas, bebiendo, fumando y con la música a todo volumen. A veces se dirigían a él y él no entendía lo que pretendían ni por qué le miraban desafiantes y se reían luego con tono de burla. En una ocasión le cerraron el paso y quisieron…, bueno, él creyó que le querían robar el estuche con la flauta, pero sólo querían verla y escucharle tocar. Apagaron su música y, ante el repentino silencio, se quedaron todos cortados. También él estaba cortado, además de que aún le inspiraban miedo. Al principio emitió un sonido tenue, pero poco a poco fue cobrando aplomo y soltura, y los chicos se pusieron a tararear la melodía y a marcar el ritmo con las palmas. Después se bebió una cerveza con ellos y, desde entonces, le saludaban con un «Hey, pipe» o un «Hola, flauta» y él les devolvía el saludo y poco a poco fue aprendiéndose sus nombres.

También su apartamento era ruidoso. Podía oír cómo se peleaban, pegaban y amaban sus vecinos y sabía cuáles eran sus programas de radio y de televisión favoritos. Una noche oyó un disparo dentro del edificio y se pasó unos cuantos días mirando con desconfianza a todas las personas con las que se cruzaba por las escaleras. Cuando algún vecino le invitaba a una fiesta en su piso, intentaba casar personas con ruidos: la mujer de los labios finos con la voz refunfuñona, el hombre del tatuaje con las palizas, la hija regordeta y su novio con los sonidos del amor. Una vez al año se vengaba de aquellas invitaciones dando él una fiesta en la que los vecinos, que se odiaban entre sí, se soportaban en honor a él. Nunca tuvo problemas por tocar la flauta: podía ensayar por la mañana temprano y tarde por la noche, y aunque lo hubiera hecho a medianoche, tampoco habría molestado a nadie. Él dormía siempre con tapones en los oídos.

Con el paso del tiempo el barrio fue cambiando. Parejitas jóvenes arreglaron casas venidas a menos o transformaron comercios cerrados en restaurantes. Richard empezó a tener vecinos que eran médicos, abogados o empleados de banca y pudo invitar a cenar como es debido a quienes le visitaban. Su edificio era de los que habían permanecido como estaban. La comunidad de herederos a la que pertenecía la finca estaba demasiado enfrentada para venderlo o reformarlo. Pero a él le gustaba así. Le gustaban los ruidos. Le producían la sensación de que vivía en todo el mundo y no sólo en un enclave del reino.

Se dio cuenta de que, cuando le describió a Susan cómo serían los días y las semanas siguientes, no le había hablado del segundo oboe. Solía quedar con él una vez por semana para cenar en el restaurante italiano de la esquina, donde hablaban de la vida de los europeos en los Estados Unidos, de las esperanzas y desengaños profesionales, de los chismorreos de la orquesta, y de mujeres. Al oboe, que procedía de Viena, le parecía que las mujeres americanas eran tan difíciles como se lo habían parecido a Richard hasta aquel momento. Tampoco le había hablado a Susan del viejo que vivía en la buhardilla de su edificio y que, algunas veces, acudía a su casa al anochecer para jugar una partida de ajedrez, cosa que hacía con tanto acierto y sagacidad que a Richard no le importaba perder. Tampoco le había hablado de María, una de las chicas de la calle que, no sabía bien cómo, se había hecho con una flauta y a la que había ayudado para que aprendiera a colocar adecuadamente los labios, asir el instrumento y leer las partituras, y que, al despedirse, le había abrazado, le había dado un beso apretado en los labios y había pegado su cuerpo al de él. Y tampoco le había hablado de sus clases de español con un profesor salvadoreño exiliado, que vivía una calle más allá, ni del destartalado gimnasio en el que se sentía a sus anchas. Sólo le había hablado de las pruebas y los conciertos de la orquesta, del flautista que ensayaba con él de vez en cuando, de los hijos de aquella tía suya que, tras la guerra, se había ido con un soldado de infantería estadounidense a Nueva Jersey, de que estaba estudiando español, pero no con quién, y de que iba al gimnasio, pero no a cuál. No es que hubiera pretendido ocultárselo. Simplemente, las cosas habían ido así.

12

El taxi le dejó delante de su casa. Hacía calor. Había madres sentadas en los escalones de acceso a las casas con sus bebés, niños jugando al escondite entre los coches aparcados, hombres mayores con sus sillas plegables abiertas y sus latas de cerveza, un par de chicos esforzándose por andar como si ya fueran hombres y unas chicas que le miraron entre risas.

—Hola, flauta —le saludó el vecino—, ¿de vuelta de las vacaciones?

Richard miró calle arriba y calle abajo, se sentó en las escaleras, colocó la maleta a su lado y dejó reposar los brazos sobre las rodillas. Ése era su mundo: aquella calle con unas casas remozadas y otras deslucidas, con el restaurante italiano en el que se reunía con el oboe en una esquina y la tienda de comestibles, el quiosco de prensa y el gimnasio en la otra, y dominándolo todo, la torre de la iglesia junto a la que vivía su profesor de español. No sólo se había acostumbrado a aquel mundo. Le gustaba. Desde que se fue a vivir a Nueva York, no había tenido ninguna relación duradera con ninguna mujer. Su apoyo era el trabajo, los amigos, las personas que vivían en su calle y en su edificio, la rutina de hacer las compras, ensayar y comer siempre en el mismo restaurante. El día en que por la mañana iba a comprar el periódico e intercambiaba tres frases sobre el tiempo con Amir, el dueño del quiosco de prensa, y luego leía el periódico en el café en el que ya sabían que para desayunar tomaba dos huevos pasados por agua con cebollino y pan integral tostado, y luego ensayaba un par de horas, y después limpiaba la casa o lavaba la ropa, y después iba a entrenarse al gimnasio, y luego enseñaba alguna cosa a María y ella lo abrazaba, y luego comía espaguetis a la boloñesa en el restaurante italiano, y luego jugaba una partida de ajedrez, y luego se acostaba a dormir, no le hacía falta nada más.

Miró hacia arriba, a las ventanas de su apartamento. Las clemátides florecían. Quizá María se las había regado. Él había empezado con unas jardineras y, poco a poco, fue habiendo más en otras ventanas. ¿Habría mirado María también el cubo al que iban a parar las gotas que perdía la cañería que se había roto? Tenía que ocuparse de su reparación. Antes de irse de vacaciones no había conseguido hacerlo.

Se puso de pie pensando en subir a su casa, pero volvió a sentarse. Sacar las cartas del buzón, subir la escalera, abrir la puerta, ventilar la casa, deshacer la maleta, ojear la correspondencia, contestar algunos correos electrónicos, darse una ducha caliente, echar la ropa que llevaba puesta al cubo de la ropa sucia y sacar ropa limpia del armario, encontrarse con alguna pregunta del oboe en el contestador automático, como que si iban a quedar por la noche, y llamarle y decirle que sí… Si volvía a entrar en su vida anterior, ya no podría salir de ella.

¿Qué se había imaginado, que podía incorporar aquella vida suya a su nueva vida con Susan? ¿Que iba a cruzar la ciudad con el coche un par de veces por semana para ir al gimnasio y a su clase de español? ¿Que después se encontraría por casualidad con María y con los chicos del barrio? ¿Qué el viejo de la buhardilla de su edificio tomaría de vez en cuando un taxi e iría a jugar una partida de ajedrez con él en el salón del dúplex de la Quinta Avenida junto a un Gerhard Richter auténtico? ¿Qué el oboe se sentiría a gusto en un restaurante del East Side? Había ocultado a Susan, con razón, muchas cosas de su vida hasta entonces que no podía aportar a la vida en común. No había querido enfrentarse al hecho de que debía renunciar a su antigua vida para iniciar la nueva.

Bueno, ¿y qué? Amaba a Susan. En los días pasados en el Cape la había tenido a ella y no había echado nada más en falta. Aquí la tendría también y tampoco echaría nada en falta. En el Cape no se habían sentido tan a gusto sólo porque su vida habitual quedara tan lejana. Su vida de siempre no podía interferir entre ellos sólo por el hecho de encontrarse a tres kilómetros de distancia del lugar en el que iba a iniciar una nueva vida.

Aunque sí, podía. Así es que no debería subir a su apartamento, sino salir pitando, dejando atrás su antigua vida, para empezar la nueva de inmediato. Buscar un hotel. Acampar en el piso de Susan, entre escaleras de pintor y cubos de pintura de colores. Encargar a alguien que recogiera sus cosas del apartamento y se las llevara. Pero sólo de pensar en un hotel o en el piso de Susan le entraba miedo, y sentía nostalgia, a pesar de no haberse marchado todavía.

¡Ojalá estuviera aún en el Cape con Susan! ¡Ojalá ya estuviera reformado el piso y ella estuviese allí! ¡Ojalá cayera un rayo sobre su apartamento y todo fuera pasto de las llamas!

Decidió que si en los diez minutos siguientes alguien entraba en el edificio, entraría él también, y si no, se iría con su maleta a un hotel del East Side. Pasados quince minutos, nadie había entrado en la casa y él seguía sentado en la escalera. Lo intentó de nuevo: si en los quince minutos siguientes pasaba un taxi libre por la calle, lo tomaría y le pediría al taxista que lo llevara a un hotel del East Side, y si no, subiría a su casa. No había pasado ni un minuto cuando apareció un taxi libre. No lo paró, pero tampoco subió a su casa.

Tuvo que reconocer que él solo no lograría nada. Estaba dispuesto a reconocerlo también ante Susan. Necesitaba su ayuda. Tenía que ir a Nueva York y quedarse con él. Tenía que ayudarlo a vaciar su viejo apartamento y tenía que instalarse con él en el piso nuevo. Después, podía volver a Los Ángeles. La llamó. Estaba en Boston, en la sala de embarque, a punto de subir al avión.

—Voy a embarcar ahora mismo para Los Ángeles.

—Te necesito.

—Yo también te necesito, amor mío. Te echo mucho de menos.

—No, yo te necesito realmente. No consigo arreglármelas con mi antigua vida y nuestra nueva vida en común. Tienes que venir. Ya irás luego a Los Ángeles. ¡Ven, por favor! —Entonces se oyó un ruido a través del auricular—. ¿Susan? ¿Me oyes?

—Estoy yendo a la puerta de embarque. ¿Vas a venir a Los Ángeles?

—No, Susan, ven tú a Nueva York, por favor.

—Me encantaría poder ir, me encantaría estar contigo.

Richard oyó a través del teléfono que a Susan le preguntaban por su tarjeta de embarque. Luego, ella continuó:

—Tal vez podamos vernos el próximo fin de semana, ya hablaremos sobre eso. Ahora tengo que embarcar, soy la última. Te quiero.

—¡Susan!

Pero ya había colgado, y cuando él volvió a llamar, se oyó el contestador automático.

13

Había anochecido. El vecino se sentó a su lado.

—¿Problemas?

Richard asintió con la cabeza.

—¿Cuestión de mujeres?

Richard se rió y volvió a asentir con la cabeza.

—Ya entiendo.

El vecino se levantó y se fue. Poco después volvió, puso una cerveza al lado de Richard y, apoyando una mano en su hombro, le dijo:

—¡Bebe!

Richard bebió y se puso a mirar el movimiento de la calle: los chicos que, un par de casas más abajo, fumaban y bebían, mientras escuchaban una música atronadora; el «camello» que, a la sombra de la escalera, entregaba sobrecitos doblados y recaudaba billetes, sin decir una palabra; la pareja de enamorados en el portal; el viejo, el último que aún quedaba allí sin haber plegado su silla y haberse ido a casa y que, de vez en cuando, entraba a sacar una lata de cerveza del frigorífico. Aún hacía calor. El aire no tenía ese punto fresco que anuncia la llegada del otoño en una noche de finales de verano, sino la promesa de un largo y suave fin de estío.

Richard estaba cansado. Seguía con la sensación de que debía decidir entre su antigua vida y la nueva, y de que, sólo con dar con la elección adecuada o tener el valor necesario, se levantaría con un impulso interior y subiría a su casa o se marcharía de allí. Pero la sensación estaba tan cansada como él.

¿Por qué tenía que irse aquel mismo día, en taxi, a un hotel del East Side? ¿Por qué no al día siguiente? ¿Por qué no podía continuar con su vida de siempre hasta el momento de entrar en su nueva vida? Sería ridículo que en el transcurso de un par de semanas no consiguiera pasar de su antigua vida a la nueva. Lo conseguiría, si así tenía que ser. Pero no tenía por qué ser así. Además, aunque ahora se fuera de allí, nada le impedía volver al día siguiente. Si se iba más adelante, ya no volvería. La nueva vida con Susan lo frenaría.

Lo importante era decidirse. Y se había decidido. Abandonaría su vieja vida y empezaría una nueva con Susan. En cuanto fuera realmente posible. Pero aún no era posible. Lo haría cuando llegara el momento. Lo haría porque lo había decidido. Lo haría. Pero aún no.

Cuando se levantó, le dolían todas las articulaciones. Se estiró y miró alrededor. Los chicos ya estaban en sus casas, viendo la tele, jugando con el ordenador o durmiendo. La calle estaba vacía.

Levantó su maleta, abrió la puerta del portal, vació el buzón, subió por la escalera y abrió la puerta de su apartamento. Recorrió las habitaciones abriendo las ventanas. El cubo en el que caían las gotas de la tubería rota estaba casi vacío y sobre la mesa había un ramillete de asteres. María. En el contestador había un mensaje del oboe preguntando si se iban a ver aquel día por la noche. El profesor de español le había enviado una postal desde un centro de yoga donde que pasaba las vacaciones en México. Encendió el ordenador y lo apagó; los correos electrónicos podían esperar. Sacó todas las cosas de la maleta, se desvistió y metió lo que llevaba puesto en el cubo de la ropa sucia.

Se quedó desnudo en la habitación, atento a los ruidos de la casa. El apartamento contiguo estaba en silencio. En el de arriba se oía bajito el televisor. Desde el apartamento de abajo llegaba el rumor de una disputa, hasta que se oyó un portazo. En algunas ventanas zumbaba el aire acondicionado. La casa dormía.

Apagó la luz y se metió en la cama. Antes de quedarse dormido, se acordó de Susan en la escalerilla del avión sonriendo y llorando.

© Bernhard Schlink: Nachsaison (Temporada baja). Publicado en Sommerlügen, 2010. Traducción de Txaro Santoro.

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