«Bajo el ocaso» (Under the Sunset) es un cuento alegórico de Bram Stoker incluido en la colección de cuentos para niños del mismo nombre publicada en 1881. La historia describe un país mágico más allá del horizonte, visible solo en sueños. Este reino idílico, similar al nuestro, pero más perfecto, vive en armonía hasta que el pecado lo altera. Cuando los hijos de la Muerte, liderados por el temible Skooro, amenazan con invadir este paraíso, se revela un plan divino ideado para volver a traer la bondad al mundo.
Bajo el ocaso
Bram Stoker
(Cuento completo)
Lejos, muy lejos, hay un hermoso País que ningún ser humano ha visto jamás en horas de vigilia. Se halla bajo el ocaso, donde el lejano horizonte limita el día, y las espléndidas nubes de luz y color son una promesa de gloria y belleza.
A veces se nos concede verlo en sueños.
De vez en cuando, los ángeles vienen con sus grandes alas blancas a abanicar las frentes afligidas y ponen sus manos frescas sobre los ojos dormidos. Entonces, el espíritu del durmiente vuela. Se eleva desde la oscuridad y las tinieblas de la noche. Se aleja a través de las nubes púrpuras. Atraviesa la vasta extensión de luz y aire. Vuela a través del profundo azul de la bóveda celeste y cruza el lejano horizonte para descansar en la hermosa tierra bajo el ocaso.
Este país se parece al nuestro en muchos aspectos. Tiene hombres y mujeres, reyes y reinas, ricos y pobres; tiene casas, árboles, campos, pájaros y flores. Allí hay día y también noche; y calor y frío, y enfermedad y salud. Los corazones de hombres y mujeres, niños y niñas, laten como aquí. Existen las mismas penas y alegrías, las mismas esperanzas y los mismos temores.
Si ponemos a un niño de aquel país al lado de uno de aquí, no se notaría la diferencia, salvo en la vestimenta. Hablan el mismo idioma que nosotros. No saben que son diferentes de nosotros, y nosotros no sabemos que somos diferentes a ellos. Cuando vienen a nosotros en sueños, no sabemos que son extraños; y cuando vamos a su país en sueños, parece que estamos en casa. Quizá sea porque los hogares de la buena gente están en sus corazones y, dondequiera que estén, disfrutan de paz.
El país bajo el ocaso fue durante mucho tiempo una tierra maravillosa y placentera. No había nada que no fuera hermoso, dulce y agradable. Solo cuando llegó el pecado las cosas comenzaron a perder su perfecta belleza. Incluso ahora es una tierra maravillosa y placentera.
Como allí el sol es fuerte, a los lados de cada camino se plantan grandes árboles que extienden sus gruesas ramas para dar cobijo a los viajeros. Los hitos son fuentes de agua dulce y fresca, tan clara y cristalina que, cuando el caminante llega a uno de ellos, se sienta en el asiento de piedra que hay junto a él y da un suspiro de alivio, pues sabe que allí encontrará descanso.
Cuando aquí se pone el sol, allí es mediodía. Las nubes se agrupan y protegen la tierra del intenso calor. Luego, durante un rato, todo se duerme.
Esta hora dulce y pacífica se llama la hora del descanso.
Cuando llega, los pájaros dejan de cantar y se acuestan bajo los anchos aleros de las casas o en las ramas de los árboles, donde se unen a los tallos. Los peces dejan de revolotear en el agua y se tumban debajo de las piedras, con las aletas y las colas tan quietas como si estuvieran muertos. Las ovejas y el ganado se tumban bajo los árboles. Los hombres y las mujeres se acuestan en hamacas colgadas entre los árboles o bajo las verandas de sus casas. Luego, cuando el sol ha dejado de brillar con tanta fiereza y las nubes se han disipado, todos los seres vivos se despiertan.
Los únicos que no duermen durante el descanso son los perros. Permanecen tranquilos, medio dormidos, con un ojo abierto y una oreja aguzada, vigilando todo el tiempo. Entonces, si algún extraño llega durante la hora de descanso, los perros se levantan y lo miran, en silencio, sin ladrar, para no molestar a nadie. Saben si el recién llegado es inofensivo; y si lo es, se acuestan de nuevo, y el extraño se acuesta también hasta que termina la hora de descanso.
Pero si los perros creen que el forastero viene a hacer daño, ladran y gruñen. Las vacas empiezan a mugir y las ovejas a balar, y los pájaros a piar y a cantar sus notas más altas, aunque sin música; e incluso los peces empiezan a saltar y a salpicar el agua. Los hombres se despiertan, saltan de sus hamacas y empuñan sus armas. Entonces es un mal momento para el intruso. Inmediatamente es llevado a la Corte y juzgado, y si se le encuentra culpable es sentenciado y encarcelado o desterrado.
Entonces los hombres vuelven a sus hamacas, y todos los seres vivos se retiran de nuevo hasta que termina el tiempo de descanso.
Por la noche ocurre lo mismo que durante el descanso, si viene un intruso a hacer daño. Por la noche solo los perros están despiertos, y los enfermos y sus enfermeras.
Nadie puede salir del país bajo el ocaso excepto en una dirección. Aquellos que van allí en sueños, o quienes vienen en sueños a nuestro mundo, van y vienen sin saber cómo; pero si un habitante intenta marcharse, solo puede hacerlo por un camino. Si intenta cualquier otra vía, da vueltas sin saberlo hasta que llega al único lugar desde donde solo él puede partir.
Este lugar se llama el Portal, y allí los ángeles montan guardia.
Exactamente en el centro del país bajo el ocaso se encuentra el palacio del Rey, y los caminos se extienden desde él en todas direcciones. Cuando el Rey está en lo alto de la torre, que se eleva a gran altura desde el centro de su palacio, puede mirar a lo largo de los caminos, que son todos bastante rectos.
A medida que se alejan, parecen estrecharse cada vez más hasta que, al final, se pierden por completo en la lejanía.
Alrededor del palacio del Rey se reúnen las casas de los grandes nobles, cada una de ellas situada más cerca en proporción al rango de su propietario. A continuación, están las casas de los nobles menores y, luego, las de todos los demás, que se van haciendo cada vez más pequeñas a medida que se alejan.
Todas las casas, grandes y pequeñas, se encuentran en medio de un jardín con una fuente, un arroyo, grandes árboles y hermosos parterres de flores.
Más allá, hacia el Portal, el paisaje se vuelve cada vez más salvaje. Hay densos bosques y grandes montañas llenas de profundas cavernas, tan oscuras como la noche. Ahí tienen su hogar los animales salvajes y todas las criaturas crueles.
Luego vienen las ciénagas, los pantanos, las profundas marismas y las frondosas selvas. Todo se vuelve tan agreste que el camino se pierde por completo.
En los lugares salvajes que hay más allá nadie sabe lo que habita. Algunos dicen que allí viven los gigantes que aún existen, y que crecen todas las plantas venenosas. Dicen que hay un viento maligno que arranca las semillas de todo lo malo, las enfermedades y las plagas que allí habitan, y las esparce por la tierra. Otros dicen que el Hambre vive allí en los pantanos y que sale cuando los hombres son malvados, tan malvados que los Espíritus que guardan la tierra lloran amargamente y no le ven pasar.
Se susurra que la Muerte tiene su reino en las soledades, más allá de los pantanos, y que vive en un castillo tan horrible que nadie que lo haya visto ha vivido para contar cómo es. También se dice que todas las cosas malignas que viven en los pantanos son los desobedientes hijos de la Muerte que han abandonado su hogar y no pueden encontrar el camino de vuelta.
Pero nadie sabe dónde está el castillo del Rey Muerte. Todos los hombres y mujeres, niños y niñas, e incluso los más pequeños, deben vivir de tal manera que cuando tengan que entrar en el castillo y ver al Rey Muerte, no teman contemplar su rostro.
Durante mucho tiempo, la Muerte y sus hijos permanecieron fuera del Portal y reinaba la alegría.
Pero llegó un momento en que todo cambió. Los corazones de los hombres se habían enfriado y endurecido, impulsados por el orgullo de la prosperidad, y no atendieron a las lecciones que se les habían enseñado. Entonces, cuando dentro reinaba la frialdad, la indiferencia y el desdén, los ángeles de la guardia vieron en los terrores que se alzaban fuera los instrumentos de castigo y enseñanza que podían servir para hacer el bien.
El provechoso aprendizaje fue el resultado del dolor y de la adversidad, como a menudo sucede con las cosas valiosas y útiles. La crónica de su gestación encierra una inestimable lección para los sabios.
En el Portal, dos ángeles velaban y guardaban continuamente. Ambos ángeles eran grandes y poderosos, y siempre estaban firmes en su guardia, por lo que solo había un nombre para ellos. Si se le hablaba a uno, o a los dos, se les llamaba por el nombre completo. El uno sabía tanto como el otro acerca de cualquier cosa que se pudiera saber. No era extraño, pues ambos lo sabían todo. Se llamaban Fid-Def.
Fid-Def montaba guardia en el Portal. A su lado estaba un Niño-Ángel, más hermoso que la luz del sol. El contorno de su hermosa figura era tan suave que parecía fundirse con el aire; parecía una santa luz viviente.
No se mantenía en pie como los otros Ángeles, sino que flotaba arriba y abajo y por todas partes. A veces no era más que un pequeño punto, y de repente, sin causa aparente, se hacía más grande que los inmensos Espíritus Guardianes, que eran siempre iguales.
Fid-Def amaba al Niño-Ángel, y cuando este se elevaba, desplegaba sus grandes alas blancas, sobre las cuales a veces este se posaba. Las hermosas y suaves alas del Niño abanicaban suavemente los rostros de los ángeles cuando hablaban.
El Niño-Ángel nunca cruzó el umbral. Miró hacia el desierto que había más allá, pero ni siquiera asomó la punta del ala por encima del Portal.
Hacía preguntas a Fid-Def y parecía querer saber qué había fuera y en qué se diferenciaba todo aquello de lo que había dentro.
Las preguntas y las respuestas de los ángeles no eran como las nuestras, pues no les era necesario hablar. En el momento en que concebían la idea de querer saber algo, pregunta y respuesta surgían de forma instantánea. Cuando el Niño-Ángel formulaba una pregunta, Fid-Def respondía; y si conociéramos el no-lenguaje que los Ángeles utilizaban, lo habríamos oído así:
—¿No es hermoso Chiaro? — comentaba Fid-Def a Fid-Def.
—Es muy hermoso. Será un nuevo poder en la Tierra.
Chiaro, que estaba de pie sobre el penacho del ala de Fid-Def, dijo:
—Dime, Fid-Def, ¿qué son esos seres de aspecto espantoso más allá del Portal?
—Son hijos del Rey Muerte. El más espantoso de todos, envuelto en tinieblas, es Skooro, un Espíritu Maligno — respondió Fid-Def.
—¡Qué horrible aspecto tienen!
—Muy horrible, querido Chiaro; y estos hijos de la Muerte quieren atravesar el Portal y entrar en la Tierra.
Chiaro, ante la terrible noticia, remontó el vuelo y se hizo tan grande que todo el país bajo el ocaso se iluminó. Sin embargo, enseguida se hizo cada vez más pequeño, hasta que no fue más que una mota, como el rayo luminoso que se ve en una habitación oscura cuando el sol penetra por una rendija. Preguntó a los ángeles del Portal:
—Dime, Fid-Def, ¿por qué quieren entrar los hijos de la Muerte?
—Porque, querido Niño, son malvados, y desean corromper los corazones de los habitantes de la Tierra.
—Pero dime, Fid-Def, ¿pueden entrar? Seguramente, si el Padre Todopoderoso dice: ¡No! deberán quedarse siempre fuera de la Tierra.
Tras una pausa, los ángeles del Portal dijeron:
—El Padre es más sabio de lo que los ángeles pueden concebir. Él derriba a los malvados con sus propias artimañas, y atrapa al cazador en su propia trampa. Los Hijos de la Muerte cuando entren —como están a punto de hacer— harán mucho bien en la Tierra, a la que desean dañar. Porque los corazones de las personas están corrompidos. Han olvidado las lecciones que se les han enseñado. No saben lo agradecidos que deberían estar por su fortuna, pues desconocen el dolor. Algo de dolor o pena o tristeza les tiene que sobrevenir, para que así vean lo equivocado de sus acciones.
Mientras hablaban, los ángeles lloraban de dolor por las fechorías de la gente y por el dolor que deberían soportar.
El Niño-Ángel respondió con asombro:
—Entonces también este horrible ser entrará en la Tierra. ¡Ay! ¡Ay!
—Querido Niño —dijeron los Espíritus Guardianes, mientras el Niño-Ángel se arrastraba sobre sus pechos—, sobre ti recae un gran deber. Los hijos de la Muerte están a punto de entrar. Se te ha confiado la vigilancia de este temible ser, Skooro. Dondequiera que él vaya, allí debéis estar; y así nada malo podrá ocurrir, excepto lo que está previsto y permitido.
El Niño-Ángel, sobrecogido por la importancia del encargo, decidió que su trabajo estaría bien hecho. Fid-Def continuó:
—Debes saber, querido Niño, que sin oscuridad no hay temor de lo invisible, y ni siquiera la oscuridad de la noche puede asustar si hay luz en el alma. Para el bueno y el puro no hay temor ni de las cosas malas de la tierra ni de los poderes que no se ven. A ti se te confía la custodia de los puros y verdaderos. Skooro los rodeará con su oscuridad, pero a ti te es dado entrar en sus corazones y, con tu propia luz gloriosa, hacer que la oscuridad del Hijo de la Muerte sea invisible y desconocida.
»Pero de los malvados, de los ingratos, de los que no perdonan, de los impuros y de los falsos te mantendrás lejos; y así, cuando te busquen para que los consueles —como hacen siempre—, no te verán. Solo encontrarán la oscuridad que tu luz lejana hará parecer aún más oscura, porque la sombra estará en sus propias almas.
»Pero, oh, Niño, nuestro Padre es bondadoso en grado sumo. Él ordena que, si alguno de los malvados se arrepiente, vueles al instante hacia él, lo consueles, lo ayudes, lo animes y alejes la sombra. Si solo fingen arrepentirse, con la intención de volver a ser malvados cuando el peligro haya pasado; o si solo actúan por miedo, entonces ocultarás tu brillo para que la oscuridad se oscurezca aún más sobre ellos. Ahora, querido Chiaro, no te dejes ver. Se acerca el momento en que se permitirá al niño de la Muerte entrar en la Tierra. Intentará colarse, y se lo permitiremos, pues debemos trabajar sin que se nos vea y sin que se nos conozca, para poder cumplir con nuestro deber.
Entonces el Niño-Ángel se desvaneció lentamente, de modo que ningún ojo, ni siquiera el de Fid-Def, pudo verlo; y los Espíritus Guardianes permanecieron como siempre junto al portal.
Llegó la hora del descanso y todo estaba tranquilo en la Tierra.
Cuando los hijos de la Muerte, a lo lejos en los pantanos, vieron que nada se movía, excepto los ángeles que permanecían como siempre en guardia, decidieron hacer un nuevo esfuerzo para entrar en la Tierra.
Se dividieron en muchas partes. Cada una de ellas adoptó una forma diferente, pero todas juntas avanzaron hacia el Portal. Así, los hijos de la Muerte se aproximaron al umbral de la Tierra.
Lo hicieron en las alas de un pájaro que pasaba; en una nube que se movía lentamente por el cielo, en las serpientes que reptaban por la tierra, en los gusanos, ratones y topos que se arrastraban bajo ella, en los peces que nadaban y los insectos que volaban. Por tierra, agua y aire llegaron.
Así, sin permiso ni impedimento y de muchas maneras, los hijos de la Muerte entraron en el país bajo el ocaso; y desde aquella hora todo cambió en aquella hermosa tierra.
Los hijos de la Muerte no se dieron a conocer todos a la vez. Uno a uno, los espíritus más audaces de entre ellos avanzaron con paso firme, llenando de terror los corazones de todos a su paso.
Sin embargo, cada uno de ellos dejó una lección valiosa en los corazones de los habitantes de la Tierra.