De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Bruna me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella; ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que probásemos de nuevo; estaba tumbado a su lado y la abrazaba. Ella me dijo:
—¿Para qué?
Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Bruna se durmió, y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Bruna tenía el cabello sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que fuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Bruna en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.
Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en mente una pregunta. Esperé, intentando adormilarme.
Cuando estuvo despierta, Bruna me sonrió. Seguimos hablando.
Ella dijo:
—Es bonito ser sinceros, como nosotros.
—¡Oh, Bruna! —susurré—, ¿qué haré si me marcho de aquí? ¿Adónde iré?
Ésa era mi pregunta. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
—Bobo —dijo—, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Bruna esperaba paciente.
—Eres como una prostituta —le dije— y siempre lo has sido.
Bruna no abrió los ojos.
—¿Estás mejor ahora que lo has dicho? —me preguntó.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Ha pasado mucho tiempo, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Bruna; sé que lloraba no por ella, sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.
Luego Bruna me dijo:
—Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, junto a la ventana, y miraba las plantas, que se transparentaban. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Bruna se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.
Bruna, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. Antes se las arreglaba siempre en la mesa. Parecía abstraída y el cabello le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Bruna se puso en pie de un salto y corrió a apagar el café que se derramaba.
Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba en recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Bruna —sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas—. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.
Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Bruna dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Fuera la niebla y el sol cegaban.
© Cesare Pavese: Anni (Años). Publicado en Il Giornale del mattino, 13 de enero de 1946. Traducción de Esther Benítez