«Maese Gato o el Gato con Botas», cuento de Charles Perrault, narra la historia del hijo menor de un molinero que como única herencia recibe un gato. Aunque el joven se lamenta por la pobreza de su fortuna, el gato pronto se revela como un ser extraordinario, dotado de astucia e ingenio. Con la promesa de mejorar la suerte de su nuevo amo, el gato solicita un par de botas y un saco para emprender una serie de aventuras. A través de su inteligencia y varios artilugios, el gato se embarca en un plan para asegurar la fortuna y el futuro de su dueño, demostrando que a veces, los regalos menos impresionantes pueden resultar ser los más valiosos.
Maese gato o el gato con botas
Charles Perrault
(Cuento completo)
Un molinero dejó por toda herencia a sus tres hijos un molino, un asno y un gato[1]. El reparto se hizo en seguida sin llamar al notario ni al procurador: se hubieran comido en seguida todo el pobre patrimonio. Al mayor le tocó el molino, al segundo el asno, y al más pequeño no le tocó más que el gato. Este último no podía consolarse de tener tan pobre lote.
—Mis hermanos —se decía— podrán ganarse bastante bien la vida juntándose los dos; pero yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho un manguito[2] con su piel, tendré que morirme de hambre.
El gato, que estaba oyendo aquellas palabras, pero que se hacía el desentendido, le dijo con aire sosegado y serio:
—No os aflijáis, mi amo: no tenéis más que darme un saco y hacerme un par de botas para ir a los zarzales, y veréis cómo vuestra parte no es tan mala como creéis.
Aunque el amo del gato no se hacía muchas ilusiones, lo había visto valerse de tantas estratagemas para cazar ratas y ratones, como cuando se colgaba por las patas o se escondía en la harina para hacerse el muerto[3], que no perdió la esperanza de que lo socorriese en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se puso las botas bien puestas y, echándose el saco al hombro, cogió los cordones con sus dos patas delanteras, y se fue a un coto donde había muchos conejos. Echó salvado y cerrajas[4] en el saco y, tumbándose como si estuviera muerto, esperó que algún conejillo todavía poco experto en las trampas de este mundo viniera a meterse en el saco para comer todo lo que había echado.
Apenas se había tumbado, cuando ya pudo sentirse satisfecho; un conejillo distraído entró dentro del saco, y maese gato, tirando en seguida de los cordones, lo cogió y lo mató sin compasión.
Muy orgulloso de su presa, se fue al palacio del Rey y solicitó hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad, donde nada más entrar hizo una profunda reverencia al Rey y le dijo:
—Majestad, este es un conejo de campo, que el señor marqués de Carabás —era el nombre que le había parecido bien dar a su amo— me ha encargado ofreceros de su parte.
—Di a tu amo —respondió el Rey— que se lo agradezco y que me agrada mucho.
Otro día fue a esconderse en un trigal, siempre con el saco abierto; y, cuando hubieron entrado en él dos perdices, tiró de los cordones y las cogió a las dos. Después fue a ofrecérselas al Rey como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió otra vez con agrado las dos perdices y mandó que le dieran una propina.
El gato siguió así dos o tres meses, llevando de cuando en cuando al Rey piezas de caza de parte de su amo.
Un día en que se enteró de que el Rey iba a salir de paseo a orillas del río con su hija, la princesa más hermosa del mundo, dijo a su amo:
—Si queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna es cosa hecha: no tenéis más que bañaros en el río en el sitio que yo os indicaré y luego dejarme hacer.
El marqués de Carabás hizo lo que le aconsejaba su gato, sin saber adónde iría a parar la cosa. Mientras se estaba bañando, pasó el Rey, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Socorro, socorro, que se ahoga el señor marqués de Carabás!
Ante aquellos gritos, el Rey sacó la cabeza por la portezuela y, conociendo al gato que le había llevado caza tantas veces, ordenó a sus guardias que fueran en seguida a socorrer al señor marqués de Carabás.
Mientras estaban sacando al pobre marqués del río, el gato se acercó a la carroza y dijo al Rey que, mientras se bañaba su amo, habían venido unos ladrones que se habían llevado su ropa, aunque él había gritado: «¡al ladrón!» con todas sus fuerzas; el muy pícaro las había escondido bajo una gran piedra. El Rey ordenó en seguida a los encargados de su guardarropa que fueran a buscar uno de sus más hermosos trajes para el señor marqués de Carabás.
El Rey le hizo mil demostraciones de amistad y, como los hermosos trajes que acababan de darle realzaban su buen aspecto (pues era guapo y de buena presencia), la hija del Rey lo encontró muy de su gusto, y en cuanto el marqués de Carabás le echó dos o tres miradas muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró locamente de él. El Rey quiso que subiera en su carroza y que siguieran juntos el paseo. El gato, encantado de ver que sus planes empezaban a tener éxito, tomó la delantera y, encontrándose con unos campesinos que estaban guadañando un prado, les dijo:
—Buenas gentes que guadañáis, si no decís al Rey que el prado que estáis guadañando pertenece al señor marqués de Carabás, os harán picadillo como carne de pastel.
El Rey no dejó de preguntar a los guadañeros de quién era el prado que estaban guadañando.
—Es del señor marqués de Carabás —dijeron todos a la vez, pues la amenaza del gato los había asustado.
—Tenéis aquí una buena heredad —dijo el Rey al marqués de Carabás.
—Ya veis, Majestad —respondió el marqués—, es un prado que no deja de producir en abundancia todos los años.
Maese gato, que siempre iba delante, se encontró con unos segadores y les dijo:
—Buenas gentes que segáis, si no decís que todos estos trigales pertenecen al señor marqués de Carabás, os harán picadillo como carne de pastel.
El Rey, que pasó poco después, quiso saber a quién pertenecían todos aquellos trigales que veía.
—Son del señor marqués de Carabás —respondieron los segadores, y el Rey se alegró una vez más con el marqués.
El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a todos aquellos con quienes se encontraba; y el Rey estaba asombrado de las grandes posesiones del señor marqués de Carabás.
Finalmente, maese Gato llegó a un hermoso castillo, cuyo dueño era un ogro, el más rico que se pudo ver jamás, pues todas las tierras por donde el Rey había pasado dependían de aquel castillo. El gato, que había tenido cuidado de informarse de quién era aquel ogro y de lo que sabía hacer, solicitó hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de presentarle sus respetos.
El ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.
—Me han asegurado —dijo el gato— que tenéis el don de convertiros en toda clase de animales, que podéis transformaros por ejemplo en león o en elefante.
—Es verdad —respondió bruscamente el ogro— y, para demostrároslo, vais a ver cómo me convierto en león.
El gato se asustó tanto de ver un león ante él, que alcanzó en seguida el alero del tejado, no sin esfuerzo y sin peligro, pues sus botas no valían nada para andar por las tejas.
Un momento después el gato, viendo que el ogro había dejado su primera forma, bajó y confesó que había pasado mucho miedo.
—Me han asegurado además —dijo el gato—, pero no puedo creerlo, que tenéis también el poder de tomar la forma de los animales más pequeños, por ejemplo, de convertiros en una rata o en un ratón; os confieso que lo tengo por imposible.
—¿Imposible? —replicó el ogro—. Vais a verlo.
Y al mismo tiempo se transformó en un ratón que se puso a correr por el suelo. En cuanto lo vio, el gato se arrojó sobre él y se lo comió.
Entre tanto el Rey, que vio al pasar el hermoso castillo del ogro, quiso entrar en él. El gato, que oyó el ruido de la carroza que pasaba por el puente levadizo, corrió a su encuentro y dijo al Rey:
—Sea Vuestra Majestad bienvenido al castillo del señor marqués de Carabás.
—¡Cómo, señor marqués! —gritó el Rey—. ¿También es vuestro este castillo? No hay nada más hermoso que este patio y todos estos edificios que lo rodean. Veamos el interior si os place.
El marqués dio la mano a la Princesita y, siguiendo al Rey, que iba el primero, entraron en una gran sala, donde encontraron una magnífica comida, que el ogro había mandado preparar para unos amigos suyos que iban a ir a verlo aquel mismo día, pero que no se atrevieron a entrar al saber que el Rey estaba allí.
El Rey, encantado de las cualidades del señor marqués de Carabás, así como su hija, que estaba loca por él, y, viendo los considerables bienes que poseía, le dijo después de haber bebido cinco o seis tragos:
—Señor marqués, solo de vos depende que seáis mi yerno.
El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacía el Rey; y el mismo día se casó con la Princesa. El gato se convirtió en un gran señor y ya no corrió tras los ratones más que para divertirse.
MORALEJA
Por más grande ventaja que presente
el gozar de una herencia bien holgada
de padre a hijo dejada,
a los jóvenes, ordinariamente,
la industria[5] y el ingenio bien usados
les valen más que bienes heredados.
OTRA MORALEJA
Si con tanta presteza,
el hijo de un humilde molinero
se ganó el corazón de una princesa,
y consiguió que lo mirase empero
con ojos de carnero degollado,
se debe a que, para inspirar ternura,
la juventud, el traje y la apostura
no son medios que traigan sin cuidado.
[1] Es este el único de los cuentos en prosa de Charles Perrault que no empieza con el consabido «érase una vez…».
[2] El manguito («manchon» en francés) era una especie de «funda donde se meten las manos para protegerlas del frío» (Paul Robert). Al principio solo los utilizaban las mujeres, pero en la época de Perrault ya los usaban también los hombres.
[3] Hacerse el muerto: Las mismas estratagemas son empleadas por el gato de la fábula de La Fontaine (III,8). Samaniego, que también ha recogido dicha fábula (V,I), solo recuerda, en cambio, la primera de las «tretas»:
«… Marramaquiz, el muy taimado,
metido por el hambre, en calzas prietas,
discurrió entre mil tretas
la de colgarse por los pies de un palo
haciendo el muerto. No era el ardid malo…».
[4] Cerraja: Planta herbácea del género Sonchus, que constituye un excelente pasto para el ganado. Las hojas de una de sus especies, la S. oleraceus, se comen en ensalada.
[5] ndustria: Ingenio, habilidad. En el siglo XVII esta palabra se correspondía exactamente con la francesa industrie, que es la que aquí emplea Perrault. Cervantes la utilizó con frecuencia. Recuérdese, por ejemplo, la explicación de Basilio en las bodas de Camacho: «¡No milagro milagro, sino industria industria!» (Quijote II,21).