Cristina Peri Rossi: La rebelión de los niños

Nos conocimos por casualidad en una exposición de arte, en la planta baja del edificio. La exposición la organizaba el Centro de Expresión Infantil y allí estaban reunidos una serie de objetos experimentales, que habíamos realizado en nuestro tiempo libre o en las horas dedicadas a las tareas manuales, ya que, según las modernas teorías de Psicología y de Recuperación por el Trabajo, nada era mejor para nosotros, ovejas descarriadas, que entregarnos de lleno a la tarea de expresarnos a través de la artesanía, la manufactura o el deporte. Para conferirle a todo el asunto un aire de espontaneidad más genuino, no se había hecho una selección previa del material, sino que cada uno de nosotros pudo presentar lo que quiso, sin someterse a ningún requisito previo, salvo a aquellos que rigen para todas las actividades de la república, claro está, y que tienden a defendernos del caos, del desorden, de la subversión disimulados tras apariencias inofensivas como sucede con el arte, por ejemplo, en que muchas veces, bajo el aspecto de experimentación o la libertad creadoras, se introduce solapadamente el germen de la destrucción familiar, del aniquilamiento institucional y la corrupción de la sociedad. Todo esto en un cuadro, solamente. Yo había encontrado en el garaje de la casa que ocupa mi familia (no sé si llamarla de esta manera, pero dado que el lenguaje es una convención, o sea, una parcial renuncia a mi soledad, a mi individualidad, no veo inconveniente alguno en llamarla así, porque si la llamara de otra manera, no convencional —si la llamara, por ejemplo, goro, apu, bartejo, alquibia o zajo— nadie me entendería y el invento del lenguaje perdería sentido, porque ya las madres no tendrían qué enseñarles a sus hijos pequeños, y el día que los padres no sirvan como intermediarios para que un convencionalismo se transmita generacionalmente, ¿me pueden decir qué sucederá con las nociones de autoridad, respeto, propiedad, herencia, cultura y sociedad?) una silla vieja, a la que quité toda la urdimbre de paja, conservando solamente el esqueleto de madera. Permití, con todo, que algunos pedazos de la tela del forro le colgaran, como pelo viejo, como estigmas de una vida pasada en el arroyo. Esta frase tan bonita se la debo a mi familia. El sentido con que la usan es vulgar, aunque la imagen tenga su belleza. El tipo que la inventó, hace quién sabe cuántos años, debió ser un gran poeta o algo así, esos tipos que tienen intuiciones geniales, pero después la sociedad se apropia de las cosas para su uso convencional y las imágenes se decoloran, pierden intensidad, efecto, gracia, y aunque siguen sirviendo para que una cantidad de monos se comuniquen, ya no es lo mismo. Repetí la frase varias veces, cerrando los ojos, hasta olvidar por completo el viejo sentido con que había llegado hasta mí, y me puse a imaginar a partir de ella. “Pasarse la vida en el arroyo” me sugería fantasías tan ricas, tan llenas de colores, formas y climas que decidí adoptarla con diversísimos usos. Por ejemplo, en cuanto te vi, pensé que algo de se color verde de tu piel, musgosa, llena de líquenes y de algas, se debía, indudablemente, a que desde nacida habías vivido en el arroyo (un arroyo muy verde, lleno de sauces y de árboles que dejaban colgar sus ramas en el agua), en contacto permanente con plantas, peces, piedras, tierra húmeda, ah, y la sinuosidad de las barcas. Esa también la tenías. Pero en las líneas del cuerpo. En cuanto a los ojos, supe en seguida distinguir su color: se trataba de un tono ultramar, que podía acentuarse o no, según el estado del tiempo: si había nubes negras, si cobrizas, si de plomo, si irisadas, si marea alta o baja. Por momentos se oscurecía, a impulsos de alguna corriente interior morosa, opresiva, o por el contrario, aclaraba perlándose, cuando la luz te daba en la cabeza, en la frente, sobre los cabellos. Navegar en esas aguas podía ser estremecedor. Soy un buen nadador. Podría practicar, fortalecerme, entrenarme en el agua que tienes en los ojos. La del resto del cuerpo aún no la conozco, pero estoy seguro que la tienes, por esa forma de pez que luces. Peza. Pez mujer. No una sirena: eso sería vulgar. Hundir los remos en el agua, aparentemente quieta, morosa, mansa, estacionada que tienes en los ojos. Estoy seguro que tendré que hacer mucha fuerza para hundir los remos. Tanta serenidad solamente puede ser la apariencia de una terrible fortaleza interior, que me tentará, con su gravedad, hacia el fondo del mar, para anclarme allí, varado. Mi bote sería azul, un poco más azul que tus ojos. Y remaré con constancia, con tenacidad, verás, el agua pasará por mis costados de la barca, a veces parecerá que no progreso, que no me muevo, pero seré feliz, al fin alcanzaré la meta. Todavía no estoy seguro de adónde iré. Al embarcadero, al muelle, a otro país. A los países que tienes escondidos en alguna parte, estoy seguro de averiguarlo. En cuanto te vi lo supe. Tenías esa forma de pez que me seduce tanto. Te habías vestido de una manera particular. Tu manera particular me encantó, desde el principio, y me sentí solidario de ella. El vestido también es un lenguaje, sólo que diferente. En realidad, caso todos las cosas que conozco pueden ser lenguaje, algunos más sutiles, otros más complejos, diferentemente elaborados, lenguajes cuyo ámbito de difusión es pequeño, casi privado, y produce un placer muy especial a quienes comprenden el sentido de sus símbolos, su significado, en fin, múltiples lenguajes que hacen de cada uno de nosotros un descifrador y un elaborador de imágenes.

En la galería, la gente se paseaba entre los objetos. Hacía preguntas. Consultaba el catálogo. Nosotros —los expositores— deambulábamos por los corredores y las salas, vagabundos y aburridos. Había señores venidos de otros lugares, a observar la experiencia. Si consideraban positivo el resultado, seguramente llevarían la idea a sus propios sitios, para que otros estados, otros niños, otras sociedades, otros opresores, otros oprimidos, copiaran la fórmula. En casi todas las actividades —o sea, en casi todos los lenguajes— las cosas se resuelven por imitación o por invención. El niño pequeño —recuerdo a mi hermano— comienza inventando símbolos, hasta que los opresores lo obligan a aceptar un lenguaje ya confeccionado, que viene en todas las guías y diccionarios, como la ropa de los almacenes. A mí me gustaba recortar las figuras del catálogo del “London-París”. El “London-París” tenía varias secciones y mi madre me llevaba, arrastrándome entre los ascensores y la gente. Yo le tenía miedo a los ascensores porque una vez me quedé encerrado en uno de ellos con un negro, era muy pequeño y se trataba del primer negro que veía en mi corta vida. No estaba preparado para esa sorpresa. El “London-París” editaba anualmente un catálogo dividido en secciones, y todavía recuerdo el olor del papel-ilustración donde imprimían los modelos, los precios, los dibujos. Ropa cara e importada, como correspondía a una colonia. Súbditos ingleses, más aluvión del continente europeo, señores, una mezcla de razas y de nacionalidades; imposible descubrir, rastrear al indio detrás de tantas navegaciones emprendidas en busca del oro de América. Mi hermano pequeño comenzó diciendo “baal-doa, doa”, lo cual fue una espléndida creación de su parte. No necesitaba demasiados fonemas para expresarse, como nos enseñaran posteriormente; le alcanzaba con las cinco vocales y algunas fricativas. Pero como todo reprimido, debió aceptar el lenguaje de los vencedores, y al poco tiempo tuvo que sustituir su “baal-doa, doa” por “papá-mamá”, que, para ser francos, como invitación —haya sido quien haya sido el inventor— demuestra poca imaginación. Antes de los tres años, mi hermano ya no ejercitaba más su capacidad creadora, había adquirido una buena cantidad de símbolos verbales al uso de la comunidad, que le permitían entender casi todas las cosas que le decían y aun comunicar las suyas sin mayor dificultad. Lo habían integrado.

Tú tenías unas botas negras, de cuero, que te llegaba a la rodilla. Quise entender el lenguaje de tu ropa y tuve alucinaciones varias, un secreto sentimiento de complicidad, un estremecimiento. Desde allí salía la flor de un pantalón lila, oscuro, de una pana muy suave, que más que una pana, parecía una puma. La felina sensualidad de los pumas echados en el parque, sometidos, y aun, lúbricos. La espuma de sus bocas. Un andar sigiloso y lascivo, insinuante, entre el poder y la seducción. La chaqueta era larga, de forma sinuosa, llegaba casi hasta el suelo, y tuve temor de pisarla, de envararme y de envararte allí, para siempre prisionero de una exposición. Si casi todo es lenguaje, debe ser porque somos unos exhibicionistas de todos los diablos. Vivimos mostrándonos, saliendo de nosotros, tratando de comunicar, de exponer, de transmitir. Pit-piiit-piiii. Ula-ula-uuuula. Aho-aho-ahooooah. Tarzán de los monos, el barco extraviado en la niebla, el tren el subterráneo, todo comunica, ella comunica su inquietud, camina por la playa, la malla es pequeña, ¿esconde?, ¿demuestra? no ha podido decidirse entre la insinuante provocación o la aterradora sencillez del desnudo. Todos somos unos condenados provocadores. No pude ver bien el color de tu chaqueta a causa de las luces que iluminaban el objeto que exponías. El que había salido de tus manos como de una entraña pequeña. Con fragmentos de vidrio (un vidrio irisado, metálico, que se parecía tanto al color y a la textura de tu piel) habías construido unos juegos de agua. Con ellos salpicaste a medio mundo y ésa fue la mejor de la exposición. Cuando algún señor de edad se acercaba, curioso, interesado, a revisar el mecanismo, la composición de tu juego de agua, y sorpresivamente, sin saber cómo, un chorro de agua bastante turbia le mojaba la cara, el cuello de la camisa, la camisa, la corbata. Nadie se atrevió a enojarse y nosotros (los expositores) nos divertimos mucho. A nadie se le había ocurrido algo tan bueno. Mi silla (el esqueleto de una silla), por ejemplo, era bastante inocente. Es cierto que simulé un tapiz con papel de diarios viejos, pero no producía deseos de sentarse. En realidad, más bien daba ganas de mirarla. Elegí cuidadosamente las partes de los periódicos destinadas a destacarse sobre el esqueleto de madera. Para eso, revisé prolijamente los ejemplares de los diarios de los dos últimos años, en la colección de la Biblioteca Nacional, dado que nuestros tutores nos prohíben archivar información. Confían en el rápido deterioro de la memoria, para lo cual la ayudan impidiéndonos cifrar, certificar nuestros recuerdos documentalmente. Del presente recordaremos sólo aquello que la memoria quiera conservar, pero ella no es libre, se trata también de una memoria oprimida, de una memoria condicionada, tentada a olvidar, una memoria postrada y adormecida, claudicante. Aunque he tratado de mejorar su funcionamiento mediante varios ejercicios, no logré gran resultado. Estoy seguro que si a nadie se le hubiera ocurrido inventar la escritura, gozaríamos de una memoria en mejor estado. Pero con la excusa de la palabra escrita, se ha vuelto tan perezosa que se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo o distraída. Y seguramente no recordaré mañana que hoy me he prometido a las dos de la tarde recordar que mañana a las dos de la tarde tengo que recordar que mañana a las dos de la tarde tengo que recordar lo que hoy he prometido, aunque hoy estoy seguro de que así lo haré, he dejado pautas por todos lados para ello, he guiado y ayudado a la memoria de mañana con pistas y señales, porque la memoria es como una niña pequeña, hay que sostenerla y ayudarla a andar, hay que ejercitarla y protegerla. Leyendo los diarios viejos me di cuenta de la cantidad impresionante de cosas de las que me había olvidado, durante los días de estos dos años. Cosas tan importantes que pensé no olvidar jamás. Y se trataba solamente de los dos últimos años. ¿Cómo imaginar la cantidad exorbitante de cosas que había podido olvidar desde nacido? Atentados. Catástrofes. Ascensiones presidenciales. Huelgas de mineros. Accidentes aéreos. Guerras. Manifestaciones disueltas por la policía, en uno y otro lado. Bonzos inmolados. De cada mil niños que nacen en el continente, seiscientos cuarenta mueren de enfermedades curables. Bebés nacidos sin cabeza. Astronautas. Concentraciones populares reclamando la paz. Bombas que estallan en el Pacífico, nada más que experimentales. “Accidentes” en las cárceles, a consecuencia de los cuales morían obreros, morían estudiantes, morían luchadores, y todo permanecía igual. Guerras declaradas y guerras solapadas. Napalm cayendo del cielo a la tierra a través de los aviones. Concursos internacionales de belleza. Intrigas. Emboscadas, crímenes colectivos, hecatombes, suplicios, martirios, tormentos, prisiones, revoluciones contra la revolución, discursos, declaraciones, escándalos, sacrificios, abnegaciones. Y muchas, muchísimas competencias deportivas.

Después de seleccionar cuidadosamente el material que me interesaba, recorté varias hojas, llenas de fotografías, y ése fue el papel que usé para tapizar una parte de la silla. Un pedazo de papel, por ejemplo, traía la fotografía de un bebé quemado por el napalm en Vietnam. Se ve que la foto la habían tomado desde muy cerca, con un buen lente de aproximación, y luego la habían ampliado hasta darle un tamaño apropiado para el formato del periódico. A los soldados les gustaba mucho lucir sus triunfos, mostrar sus habilidades. También elegí una vista de una manifestación en Córdoba, en el momento de ser disuelta por la policía. El aire era un hongo de gases y nubes de humo que extendía su algodón impregnado sobre los manifestantes que corrían por encima de las víctimas. En otro lugar se veía, enorme, la fotografía de Charles Bronson, con el bigote caído, la pose un tanto felina, el aire de virilidad reconcentrada y muscular que encanta a las mujeres, a las mujeres viejas, se entiende, a las mayores de treinta años. En seguida coloqué, subrayándola con un trazo rojo, la cifra en dólares que gana Alain Delon por cada película en la que interviene. También recorté y pegué en la silla varios discursos de generales y otros tipos que gobiernan los países, señalando con una gruesa línea azul las palabras y las frases que se repetían, como si todos hubieran sido escritos por la misma persona, o copiados de un solo manual. Frases enteras que se repetían. Era muy divertido. Después agregué la imagen de dos mujeres desnudas que se besaban en la boca y se tocaban los senos. En realidad, eso no era una fotografía de diario. Era una postal pornográfica; se trataba de dos mujeres muy suaves, muy bonitas, tenían unos cuerpos claros y dulces, de líneas tiernas, nada chocante se desprendía de ellas. Seguramente el editor se equivocó; quiso hacer algo que incitara los sentidos y esa imagen, en realidad, incitaba los sentimientos. Con todo, los más interesante era el asunto de los discursos. Muchos tipos se detuvieron delante de la silla a leerlos. Los términos que se podían hallar en casi todos los discursos aludían en general a conceptos muy vagos y difíciles de precisar, sin entrar en discusiones, tales como “bienestar de la nación”, “defensa de las libertades”, “salvaguardar los intereses comunes”, “protección de las instituciones públicas”, “legalidad y orden”, “progreso y desarrollo”, “en aras de la felicidad de la república”, “sacrificio y empeño de las Fuerzas Armadas”, “dura lucha contra los enemigos foráneos”, “inspiración extranjera”, “sano nacionalismo”, “honradez y honor militares”, “fuerzas oscuras que socavan la nacionalidad” y todo ese tipo de cosas, pero con una prosa de la peor especie, porque es una prosa oficial. El juego de aguas era muy bonito. Me hubiera gustado tener uno así en la terraza de mi casa. Los colores de los vidrios, especialmente. Tú tenías las manos un poco melladas del trabajo en metal. En seguida me di cuenta que eso era muy importante para ti. Recoger materiales diversos, pedazos de madera, de hierro, varillas de vidrio, trozos de cerámica y llevártelo todo a tu casa, para participar después en la tarea de dar forma a las cosas que llevabas en la imaginación. Tenías las manos melladas del trabajo, los dedos. Me explicaste que en tu sección del taller había una turbina, un tubo de oxígeno, un soldador eléctrico, y yo pude pensar bien en ti, sin dificultades, finita, delgada, moviéndote entre las carrocerías y las chapas de metal. Hurgando entre los trastos, entre los desperdicios, hasta encontrar el objeto, la forma, el material que te faltaba para acabar la composición. En cambio y había entrado al curso por pura indefinición. En realidad me interesaba tanto la plástica como la música, como la sociología, como la medicina, como la física, como la química, la botánica y la matemática superior. Así que, en el trance de decidir, tomé una moneda, y la lancé al aire, cara o cruz definirían mi vocación: saltó la cruz y yo inicié mi ascensión humanística. Sabía que podía aprender sin dificultades, aun con cierta rapidez, las más diversas técnicas, aquellas que nos habilitan para mover los pinceles como si fueran dedos, aquellas que nos permiten mover los dedos en el teclado como si fueran pinceles, aquellas que nos permiten redactar con corrección, aun con cierto brillo, las deliciosas travesuras de la lógica del sueño o las extravagancias de la ensoñación, pero carecía de talento creador. Aun así, ¿quién se animaba a desafiar la predestinación de la cruz?

—¿Qué haces? —me preguntó ella, en cuanto la aglomeración de público nos permitió refugiarnos en un costado del jardín. Yo pensaba en sus juegos de agua.

—Nada —le dije, y era una de las respuestas más serias que había dado en mi vida de catorce años. Nos habíamos sentado al borde de una fuente, lejos de la sala de exposición, entre los álamos tan oscuros que no se veían, como guardianes emboscados. Ella parecía bastante ajena al paisaje. Ésa era una característica que conservaría a lo largo de la noche. Asumía el paisaje con naturalidad, aun no sabía bien si porque lo encontraba adecuado, armonioso, o si, por el contrario, le resultaba tan despreciable que ni le merecía críticas, por irremediable.

—¿Y cómo lo consigues? —me preguntó en seguida— Hace doce años que procuro no hacer nada, y no he podido lograrlo todavía. Siempre se me están ocurriendo cosas, y antes que me dé cuenta, ya estoy metiendo las manos en algo. ¿Te parecería bien que me las atara?

—Tú no tienes sólo doce años —protesté. No quería que nuestra conversación se estableciera sobre bases falsas.

—Por supuesto que no. Tengo catorce, como tú. Los otros dos años tuve forzosamente que hacer algunas cosas, aprender a caminar, hablar, a leer los periódicos y todo eso. Por lo tanto, no los tomo en cuenta. Son años perdidos: uno debería nacer con todo eso ya aprendido, para poder aprovechar el resto del tiempo en no hacer nada.

Ella me gustaba mucho. Vi, a lo lejos, las luces de la exposición, la gente, oscura, moviéndose entre los aparatos, y un cuidador solitario, que recogía los cables de la iluminación que caían sobre la parte exterior de la galería, entre los álamos también negros del jardín. Solamente parecía preocupado por seguir la huella del cable, como una serpiente, entre las hojas húmedas, el viento, las semillas caídas, los postres y los carteles alusivos.

—¿Cómo sabes que tengo catorce años? —ella ya me había tomado algunas ventajas en la conversación, y yo me tenía que mostrar cauteloso.

—La protesta de los artistas carece de significación en el ámbito de la cultura de masas. También la protesta puede ser masificada, y por lo tanto, neutralizada, de la misma manera que se masifica la pasta de chicle o las reproducciones del Guernica. En el universo de las masas dirigidas, controladas por la ideología de los amos de las computadoras, una silla de artista es menos que la pata de una mosca rebelándose contra la deshumanización del sistema —peroró.

Yo no había querido llegar a temas profundos. En realidad, la profundidad me da vértigo. Por eso he decidido no pensar más: para no caerme. La menor cosa: la meditación acerca de una pequeña pieza del motor de un automóvil, me conduce, por asociaciones a analogías, a otras meditaciones, y así sucesivamente, de manera que la pequeña pieza del motor del automóvil se convierte en el centro de un universo de inquisiciones, de las cuales el vértigo se desprende, como fruto maduro, y con él yo me caigo al pozo, un pozo que me da miedo. Los demás no tienen pozo o lo han tapado. Si consiguiera bastante arena yo también lo taparía, pero no creo que alcanzara la que he visto en las playas, y además, es una arena sucia: tiene desechos de embarcaciones, de bañistas y de amantes. El amor también deja sus huellas, sus desperdicios, sus residuos, y a veces el viento, el mar, la brisa que sopla no se los quieren llevar. Y el día que consiga no pensar más, nadie lo notará, ya que la mayor parte de la gente que conozco ha resuelto hacer lo mismo; es más cómodo y garantiza la libertad; bueno, las formas de libertad que podemos tener, para que la integridad del estado no peligre. Y si lo consigo y las autoridades se enteran, tal vez me den una medalla por buen comportamiento o servicios a la nación, lo cual me permitiría vivir de rentas. ¿Y quién puede imaginar una situación mejor, disfrutando de rentas y sin pensar? Alguien me dijo que ése era el sueño americano, uno que una vez estuvo en el exterior (el exterior es toda la malignidad que nos acecha más allá de las fronteras) y vio la obra de un tipo que se llamaba Albee o algo así.

No he querido rebelarme contra la deshumanización del sistema —insistí. La silla es la silla, nada más, solamente que en lugar de reposar el culo sobre la felpa muelle, de un bonito color verde, todos aquellos que se le acerquen tendrán que meter sus asentaderas sobre el barro del Vietnam, el colonialismo explotador, la desigualdad de clases, la represión organizada, y el Coloso de Marusi: Las Fuerzas-Armadas-Que-Protegen-A-La-Nación. Para quienes creen todavía en la permanencia del instinto sexual, adherí una fotografía de Charles Bronson o la pareja de mujeres homosexuales, a gusto del consumidor.

—Ambas cosas me parecen un poco ingenuas para tus catorce años —dijo ella, mirándome a la cara. Yo difícilmente podía soportar la crudeza de sus ojos verdes, con destellos de inteligencia, sin sensualidad—. Pero teniendo en cuenta que la edad promedio del público oscilará en los cuarenta, creo que has elegido bien los motivos. Ahora, sentémonos —me invitó, al borde de una fuente. Habíamos paseado un poco a través de un camino de cipreses, que ella ni notó. La fuente tenía dos ángeles, a horcajadas de un pez grande como ellos. Los ángeles estaban musgosos y les chorreaba agua por todos lados. Simbolizaban no sé qué, algo que le vendría bien el estado.

—Trata de no mojarte la ropa —le dije. El arte de nuestros abuelos gotea por todos lados.

—Es un arte frito —dijo ella, desenvolviendo un caramelo, llevándoselo a la boca con placer, e invitándome con otro. Ésa era una buena afinidad: los dos adorábamos los caramelos. Durante un buen rato nos dedicamos a llenarnos la boca con una variedad bastante completa de sabores: caramelos de chocolate, de cereza, de leche, plátano, miel, ciruela, naranja, ananá y limón. Masticábamos bien la pasta, sorbíamos el líquido desprendiendo y mirábamos la noche, oscura y apacible. Me dijo que la llamara como más gusto y gana me diera, de manera que yo decidí llamarla Laura, por un poema de Petrarca que se me vino a la mente en ese instante: “Donna, non vid’io” (Ballata I, Accortasi Laura dell’ amore di lui, gli si mostra severa). A Petrarca lo leemos porque es antiguo: nada peligroso puede haber en él: Ella ya había acumulado varios nombres a lo largo de su vida, aparte de los banales y sin ningún sentido que le habían adjudicado sus padres, y que solamente servían para rellenar las actas: hubo quien quiso llamarla Brunilda; un adolescente de doce años que se enamoró de ella y la nombraba Yolanda; su primo, con quien se inició en las ceremonias sexuales, y la bautizó Anastasia, y una amiga íntima junto a la cual aprendió del amor y de la poesía, que la llamaba Gongyla. Ella podía recordar que tenía una abuela de nombre Gertrudis, y un abuelo Nicanor.

—Tu serás para mí, Rolando —me dijo, besándome en la frente, grave, austeramente—. Siempre quise tener un hermano. Creo que ése ha sido un trauma de infancia, cuyas consecuencias todavía padezco. ¿Has deseado tener una hermana?

—No —mentí, bajando los ojos y pateando una piedra roja, redondita, que sobresalía entre las hojas del suelo. ¿Cómo decirle que en ese mismo momento tenía unos deseos malditos de que ella fuera mi propia hermana? Si hubiera tenido una hermana me habría enamorado de ella perdidamente y habría vivido un drama occidental y cristiano, porque los incestos me despiertan admiración, ternura, respeto, sensualidad y el placer. La culpa de que yo pensara en ella como hermana incestuosa la tenía el pantalón lila, o las botas negras, o el pelo cobrizo que le caía sobre los hombros. Era un pelo finito, escaso, y se las arreglaba mal para llegar hasta un poco más abajo de la nuca, pero al final, entre vacilaciones y desmayos, llegaba. Para ahuyentar esos pensamientos, me puse a mirar hacia el suelo y le pregunté:

—¿Dónde están tus padres? —sabía que todos los alumnos de nuestra promoción compartíamos un destino semejante de padres censurados: muchos habían muerto durante el levantamiento armado de 1965, otros fueron dados por desaparecidos en los meses de guerra civil, o pagaban su ilusión revolucionaria en los cuarteles, cárceles, prisiones del estado. Nosotros, sus descendientes, habíamos sido colocados bajo la custodia de las mejores y más patrióticas familias del país, aquellas que, para arrancar el peligroso germen de la subversión que posiblemente habíamos heredado, como una enfermedad en el oscuro aposento de los genes, se ofrecieron gentilmente a vigilarnos, recordarnos, instruirnos de acuerdo al sistema, descastarnos, mantenernos, integrarnos, en una palabra a su sociedad. Algunos, con más o menos suerte (dependía del caso) habían quedado en manos del estado, que los colocó en sus institutos, orfelinatos y albergues, quizás de por vida, esperando su rehabilitación. Porque como todos sabemos, el estado tiene la obligación constitucional de dar techo, abrigo y comida a todos sus hijos, sin distinción de nacimiento, raza, color de la piel. Lo que puede distinguir sí es el color de las ideas, porque el estado no va a estar dando techo, abrigo y comida a quienes siniestramente socavan sus instituciones, maquinan su destrucción y lo desprestigian. Ésa había sido precisamente la suerte de mi hermano Pico: para evitar que ambos pudiéramos complotarnos contra la seguridad del Estado y organizar la subversión, nos habían separado; a mí, me había tocado pasar a vivir con una de las más rancias familias del país, de probada fidelidad a las instituciones, como que ellos mismos eran las instituciones, desde hacía más de cincuenta años, tan rígida como dispuesta a borrar de mí toda simiente del pasado; en tanto Pico, menos rebelde, más pequeño, fue a parar a un reformatorio. Aún continúa reformándose, que yo sepa, por lo que he podido conversar en el parque con un muchacho que también tiene a su hermano en el mismo reformatorio, y que ha inventado un sistema de comunicaciones bastante seguro y eficaz. El sistema es un poco complicado, al principio, pero una vez que se adquiere práctica, se vuelve ágil y sencillo. Se comunican a través de estampillas de correo, que intercambian entre ellos. Hasta ahora nadie ha advertido que ambos se comunican, y él mismo se ofreció a enviar mi correspondencia a Pico a través de su procedimiento. Yo acepté, pero en seguida me di cuenta que tengo pocas cosas para decirle a Pico. Pico solamente tiene siete años y, en realidad, cuando mis padres murieron en el levantamiento armado del año 1965 (en nuestra cómoda casa de dos plantas, pasados sumariamente por las armas, mientras escuchaban un concierto de piano de Franz Liszt) solamente tenía tres, por lo cual poco sabía yo de él hasta ese momento. De todas maneras, la separación fue muy dolorosa, porque ninguno de los dos teníamos ganas de ir allí a donde nos enviaban: a mí, con la nueva familia encargada de regenerarme, a él a un reformatorio que tendría la misma finalidad, y no sé cuál de los dos estará mejor o peor, porque ambos sistemas tienen sus ventajas y sus inconvenientes, según el caso. Además, para consolarnos, nos han dicho que nuestra suerte ha sido mucho mejor que la suerte que habríamos corrido de haber triunfado la revolución, porque entonces habrían mandado a todos los niños a Siberia, que es mucho más fría, como todo el mundo sabe, y está llena de osos. Pero a mí me parece que mi padre no tenía ningún interés de enviar a nadie a Siberia, ni abrían separado a ningún niño de su familia, porque le gustaban mucho los niños y las familias; ahora nos han hecho separar de nuestras familias para que no nos separaran de nuestras familias. Con el muchacho ese le envié un mensaje a Pico que decía: “Querido Pico, ¿cómo estás?”. Él me contestó a los dos días con otro cuyo texto descifrado era: “Yo más o menos o mal según se mire. ¿Y tú?”. Pasé varias semanas sin tener nada que decirle, hasta que le envié otro que decía: “Vivo con una familia muy rica y soy bastante ingenioso. Si necesitas algo avísame, que trataré de enviártelo”. El texto de su respuesta era una lista de pedidos que procuré complacer rápidamente: “Aprovechando la oportunidad, te diré que andamos escasos de cigarrillos, lápices, papel de escribir, cuchillos u otro objeto cortante, chocolates, libros, revistas, manuales de instrucción armada, ganzúa, algodón, éter, bisturí y soplete. Hay un tipo de aquí que dice si puedes mandarle disimuladamente un texto de química. Yo desearía tener un pez de color, pero tengo miedo de que me lo quiten durante la inspección. No podría soportar que se lo llevaran, después de haberlo tenido”.

Estuve ocupado un tiempo, tratando de complacer a Pico, lo que no fue fácil en todos los casos, debido al rígido control bajo el cual vivimos. No tuve problemas, por ejemplo, para abastecerlo de cigarrillos: alcanzó con apoderarme de algunos de los cartones que mi nuevo progenitor —hombre muy rico y por tanto de influencia en el manejo de la cosa pública— deja deliberadamente sobre el escritorio o la mesa de luz, para hacerme cómplice. Son cigarrillos de los buenos, americanos, con filtro y hermosas cajillas: pensé que los dibujos a Pico le iban a gustar, aunque no fume, porque me dijo el mismo muchacho que se encarga de nuestra correspondencia que Pico es un adulto muy sereno, austero y reservado, de vida casi monacal, entregado solamente a la poesía y a la política. Con los lápices, en cambio, empecé a tener dificultades. Todos aquellos instrumentos que sirven para expresarnos están rigurosamente controlados, para evitar que expresemos cosas que no conviene expresar, por lo tanto, debí canjear varias de mis mejores piezas filatélicas (afición inofensiva, y por lo tanto propiciada por el Estado, los centros de reeducación y las familias colaboradoras) por pequeños grafos consumidos, colas de lápices y algunas tizas. Es increíblemente alto el nivel de cotización que han alcanzado los bolígrafos, aquellos que podemos sustraer y ocultar, por supuesto. Objetos cortantes me fue enteramente imposible conseguir. Desde que murieron mis padres no he vuelto a ver ningún instrumento afilado a mi alrededor, y ya se me ha indicado que, para evitar que maneje hojas de afeitar, deberé cortarme estos pelos incipientes de la barba que han empezado a crecerme con la máquina eléctrica, porque el uso de la barba está prohibido, nos vuelve sospechosos, pero tampoco podemos manipular objetos cortantes. Por otra parte, es imposible desmontar alguna de estas máquinas que emplean para cortar fiambres, el pasto o las legumbres, sin que alguien en la casa advirtiera la operación, nos denuncie, y recibamos la sanción correspondiente, nada leve, porque se vería en ella la fuente de la subversión nacional. Chocolate pude enviarle en abundancia, hasta tabletas inglesas y suizas, que mi madre adoptiva recibe de las empresas extranjeras como obsequios, junto a perfumes, lociones, latas de conservas, licores, extractos, cremas para entrar al baño, cremas para estar en el baño, cremas para estar en la casa, cremas para la mañana, cremas para la tarde, cremas para la noche, cremas discretas para interiores oscuros, cremas para las funciones de gala y otras más que no recuerdo, pero seguramente existen (también hay una crema para quitarse la crema del rostro y otra crema para quitarse la crema que se ha colocado en el cuerpo). La selección de las revistas me fue muy difícil de hacer. No conozco los gustos particulares de Pico ni de sus compañeros, y él no pudo especificar qué material le interesaba leer. Las revistas que circulan fácilmente entre nosotros son las destinadas a excitar nuestros instintos sexuales, dado que es de suponer que si consiguiéramos interesarnos obsesivamente en eso, debilitaría cualquier otra idea peligrosa que pudiera ocurrírsenos. De modo que nuestros padres adoptivos, nuestros maestros y profesores, se ocupan tenazmente de fomentar en nosotros los intereses sexuales, por lo cual nunca nos falta material ameno e ilustrativo para entretener nuestros ocios. Sin embargo, no puedo saber qué clase de literatura sexual preferiría Pico. Tampoco sé si ya se habrá decidido por alguna manifestación especial de la sexualidad, o si querrá informarse bien, antes de decidir. Frente a mi ignorancia acerca de sus preferencias, opté por enviarle varios ejemplares de revistas pornográficas dedicadas a diferentes temas. Algunas estaban consagradas exclusivamente a la heterosexualidad, y su contenido obvio me parecía muy poco atractivo, ¿qué persona normal puede sentirse interesada todavía por un coito de macho y hembra, por fantástica que resulte la posición asumida para el hecho, aunque la cámara fotográfica especialmente acondicionada haya desmesurado el tamaño de los órganos o el lente, gracias a complicados mecanismos, pueda sugerir sensaciones que después en el lecho nunca aparecen? Solamente en el caso —remoto— de que Pico aún no hubiera practicado el coito heterosexual, podría sentirse atraído por esta clase de revistas, y siempre que su imaginación fuera muy pobre. Incluí, por lo tanto, algunos ejemplares dedicados a otras variedades de la actividad sexual, tales como la zoofilia, la homosexualidad, la necrofilia, el onanismo, etc. No pude obtener, por estar censuradas, revistas de mecánica, electricidad, política, historia, filosofía o sociología, y por respeto, no quise enviarle las de deportes. Sé que en su comunidad (así llaman ellos a su albergue) uno de los castigos más severos que se aplica a quien haya transgredido una regla de fraternidad o de compañerismo, es la lectura de material deportivo, ése con el cual tratan de aturdirnos, abrumarnos, convencidos de que si nos volvemos fanáticos del deporte, alejaremos otras ideas perniciosas de nuestras mentes. Le mandé también bastante papel de dibujo: en cambio, los últimos pedidos eran sencillamente imposibles de cumplir. Libros, estaban casi todos censurados por una u otra razón y todos los días partían buques repletos para arrojarlos en alta mar, donde seguramente sublevaría a los peces, si es que éstos no habían perdido ya el instinto de la rebelión. Aunque una vez conocí una edición en clave de un manual de lucha guerrillera, eso fue hace muchos años, cuando aún vivían mis padres. Ya en esa época estaban prohibidos, aunque mucha gente se las ingeniaba para difundirlos clandestinamente, pero luego que el levantamiento hubo fracasado, nunca más me enteré que fuera posible obtener alguno: los que sobrevivieron no los necesitaban, puesto que estaban las Fuerzas Armadas para protegernos, y los otros, o habían muerto o fueron recluidos de por vida (¿o debo decir de por muerte?) en los campos para prisioneros del Estado. El pececito de color sí se lo envié. Pensé comprar dos, uno para mí y otro para él, que fueran hermanos, los peces, pero después abandoné la idea: pasaría mucho tiempo, junto a la ventana, mirando al pez rojo dar vueltas dentro del agua clara, nadar, moverse de un lado a otro; pensaría que como yo, Pico también, donde estuviera, miraría aquel pez, aquella agua, pensaría como yo en el pez, en él, y tal vez yo nunca me enterara cuando alguien le arrebatara el pez, y sin saber que él ya no tenía nada girando en el agua, dando vueltas, yo siguiera, equivocadamente, contemplando mi propia pecera, mi pez, mi agua, de modo que decidí comprar uno solo y mandárselo. Era un hermoso pececito rojo, pequeño, con su contorno perfectamente dibujado, las aletas finas, el cuerpo redondo, un movimiento ágil y elegante de la cola y un par de ojos, que, a diferencia de tantos otros peces, eran unos ojos inquietos, entusiasmados de vivir.

Al poco tiempo recibí una única nota de Pico, que decía así: “Gracias por el pececito. Se llama Ugolino. Todos lo queremos mucho, pero especialmente yo. El celador lo retiró anoche, y lo dejó ir por la cañería del agua. Estaba vivo aún cuando pasó a la cloaca”.

No he tenido más noticias de Pico. Tal vez no tenga nada nuevo que decirme, o hayan interceptado algunas de sus notas. El muchacho a quien yo veía en el parque con el pretexto de intercambiar postales, me ha dicho que algo grave ha sucedido adentro del albergue. Él tampoco ha podido saber de qué se trata, ya que su propio hermano, para evitar complicaciones, ha suspendido la correspondencia por un tiempo. El muchacho del parque piensa que ellos han sido trasladados a otra parte, quizás porque descubrieron que alguno conseguía comunicarse con el exterior, o porque han cometido una importante desobediencia. Sea como sea, otra vez hemos quedado sin noticias.

—Mis padres están metidos en un cuartel —contestó tardíamente Laura, chupándose la punta del dedo con sabor a caramelo—. Cadena perpetua. Un juez militar les tipificó “Atentado a la Constitución”, “Asociación subversiva”, “Complicidad en evasión”, “Conspiración”, “Encubrimiento”, “Instigación a la violencia”, “Ofensa a la Fuerzas Armadas”, “Atentado”, “Tenencia de explosivos”, “Alta traición”. ¿No es sorprendente que una sola persona pueda cometer tantos delitos simultáneamente? En total, 955 años de prisión. No creo que puedan cumplirlos todos. Se morirán antes, con seguridad, y ésa será su venganza —reflexionó Laura en alta voz, mientras sacudía una mancha de liquen que le había quedado en el pantalón lila, a la altura de la rodilla, por culpa del ángel. Mientras me inclinaba para ayudarla, mojando con saliva el redondel verde, un poco de su pelo cobre me acarició la frente. La frente que ahora tengo desnuda. Mi propio pelo me fue cortado cuando pasé a integrar el nuevo núcleo familiar. A veces siento un poco de nostalgia por él, por mi pelo castaño que me cubría la frente y me llegaba a la nuca y era muy suave, pero las autoridades han prohibido a los varones usar el pelo largo. Parece que no les gusta—. No los he vuelto a ver —murmuró Laura con voz baja y equilibrada. No pude, por discreción, investigar si había pena en ese hecho. ¿Qué sentido tiene extrañar aquello que no nos dejan extrañar? El de una rebeldía inútil.

—La mancha se ha ido —le dije, acariciando suavemente la tela, la rodilla, el hueso, la piel. El dedo fue caminando despacio, como un niño tímido que recorre una ciudad desierta, pero llena de soldados.

—Creo que eres un poco sentimental —me dijo ella, con aire reprobador. Encendió un cigarrillo y me ofreció el paquete.

—No voy a fumar —le dije—. Estoy harto de hacer humo. El cuidador se movía a lo lejos, enrollando los cables que sujetaban la nave de la exposición. Alguien estaría en el salón pronunciando un discurso, colocando cintas, reverenciando al mundo, puntuando las obras, ensalzando el orden, nuestro orden, el orden impuesto. Pero nosotros nos habíamos quedado callados, juntos y un poco tristes, desganados entre las sombras del jardín, sin moverse, ella fumando y mirando hacia el suelo de hojas caídas, yo mirándola a ella, al pantalón lila. Lila. Laura. Lielia. Ligeria. Los álamos. Laura tan ligera tan liela tan lila como los álamos.

—¿Qué árboles son ésos? —me preguntó, y yo supe que se refería a los árboles que nos rodeaban, como parientes muertos, en la tristeza.

—Álamos. Son álamos —le respondí.

—Tú me pones un poco melancólica —me dijo, aplastando suavemente la colilla contra el suelo de hojas húmedas y marchitas.

—No es cierto —le dije—, son las estatuas y los álamos. Estatuas clásicas, álamos silvestres— nos quedamos en silencio, otra vez, pero sin separarnos. En el silencio había un vínculo que nos unía como a hermanos en el mismo antro, útero o calabozo. Si fue porque estaba demasiado cansada, ella dejó que una de sus piernas lilas se deslizara suavemente hacia mi costado, como por descuido. La dejó reposar, como un miembro separado de él. Le quité apenas de la frente unos cabellos desbocados que se habían agazapado allí, ebrios, argonautas, conspiradores.

—¿Crees que alguna vez los dejarán verse? —me preguntó de pronto, y su voz temblaba—. No sé —dijo—, a través de una cerca, de un alambrado, por encima del muro. Alguna vez durante los largos años.

—Tal vez —mentí. Y para hacerlo bien, tuve que encender un cigarrillo y distraerme contemplando aparentemente las volutas que ascendían hasta los álamos.

—No —dijo ella firmemente—. Estarán separados, muy lejos, cada uno en su cubil, en lugares remotos, distanciados por kilómetros de caminos de tierra, cercas, alambrados, postes, púas y sirenas, detrás de enormes muros cuyo final no se divisa. Quizás hayan perdido la memoria, todo lo que sabían, y él sólo sepa que es un hombre y ella sólo que es una mujer, y todo otro conocimiento haya volado de sus mentes, durante el tiempo del castigo, todo conocimiento se haya ido por las venas con la sangre derramada, durante el cautiverio, el tiempo de estar presos, separados, ajenos, distantes. Acaso ya ninguno de los dos recuerde quién es el otro. Mejor hubiera sido estar muertos —concluyó sombríamente.

Yo me quedé callado, inmóvil.

—Ellos no se matan a sí mismos por disciplina —afirmó rotundamente: un revolucionario no se mata, porque ama la vida.

—Yo me hubiera matado —respondí, firmemente.

—¿Cómo te habrías ingeniado para hacerlo? —me preguntó, interesada. Yo continuaba fumando, por hábito, no por principios.

—Yo qué sé —dije—. Me hubiera pegado un tiro o algo así —respondí.

—Supón que no hubieras tenido armas en ese momento; que las armas te las hubieran quitado todas. ¿Cómo te las habrías ingeniado entonces?

—Hubiera corrido, eh, corrido. Sí. Hubiera corrido delante de ellos hasta obligarlos a pegarme un tiro.

—Pero eso no es posible —murmuró, decepcionada por mi respuesta—. Te han sujetado bien entre cinco o seis y te han lanzado al fondo de un calabozo. Has pasado días y días incomunicado, sin comer, sin beber, en el más completo silencio y aterradora soledad. Semanas enteras, sin hablar, sin escuchar un sonido humano, una voz: semanas enteras en la oscuridad más absoluta, en la negrura, en la falta de aire y de luz, sin escuchar el canto de los pájaros ni las evocaciones de los otros ni tocar más que el frío de los crines ni oler más que las propias heces acumuladas en el suelo, como una bestia, a la cual se le arroja un pedazo de pan viejo y de carne agusanada a través de la ventana de hierro —siempre cerrada— una vez por día. Y después de semanas de oscuridad, de negrura, de frío y de locura, se suspira por un golpe, se suspira por la mano del esbirro que te mece la barba crecida.

Ella me estaba acorralando, me estaba cercando con sus preguntas y yo veía cada vez más difícil la posibilidad de la salvación. Las sirenas aullaban alrededor mío, el tiempo se acortaba, yo corría despavoridamente por las calles mojadas, los perros estaban a punto de alcanzarme, corría, corría, detrás los amos, los perseguidores, pero yo no quería vivir separado de ti, de ti, de ti.

—Hubiera sido previsor y hubiera llevado escondida en la cavidad de la oreja una de esas pastillitas fatales e imprescindibles que producen la muerte instantánea. La primera vez que hubiera tenido las manos libres, zas, a la boca con ella, y hombre muerto.

—Tonto. Eso no sirve. Al primer golpe que recibes, salta la cápsula que pierdes para siempre o se te hunde en la cavidad del oído. Hubieras obtenido una bonita y momentánea sordera, nada más.

Yo ya no tenías más posibilidades. Cercado, rodeado por los perros, acosado por las sirenas, acorralado contra una calle sin salida, no verte nunca más, no saber de ti, no poder mirarte a los ojos, no tocar tus rodillas, no verte vivir. Creo que ella tampoco las tenía, porque me dijo:

—La próxima vez habrá que meditar bien esta cuestión.

Concluido el tema, nos dirigimos, bastante deprimidos, hacia el sendero que nos conduciría otra vez a la sala de la exposición, desde la cual ya nos estaban llamando por los altavoces.

—¿Qué harás con el primer premio? —le dije, seguro de su triunfo.

—Ya verás —me anunció, con mirada maliciosa y cómplice.

Llegamos justo en el momento en que el Presidente de la Institución anunciaba que el jurado había finalizado la deliberación. Como soldados dóciles, Laura y yo nos dirigimos a nuestros respectivos lugares, ya asignados en el ensayo previo. Como a monos en la exposición, de los cuales se esperan habilidades, gracias y piruetas para el respetable público que ha comprado su entrada, nos habían dispuesto sobre una tarima, dándonos un número que correspondía a nuestra identificación. Con los presos hacen lo mismo, sólo que nadie conoce sus nombres, ni los mismos carceleros; para siempre son solamente el número que el juez les ha adjudicado. Pensé que sus padres, los padres de Laura, los míos si hubieran sobrevivido, también tendrían números, números para ocupar sus celdas, números para sentarse a comer el guiso recalentado, la carne agusanada, y una vez perdida la memoria, una vez el tiempo transcurrido, ya solamente serían aquello: un número de tres cifras —quizás de cuatro—, ya nadie recordaría sus nombres, ni ellos mismos, un número en los roles, en las listas de los guardianes, en las estadísticas, en los registros, en la historia que alguna vez alguien contaría de este tiempo, y quién sabe si el que la contara sabría algo más de ellos que su número de identificación, quién sabe si aquella historia que irían a contar sería la verdadera historia, ¿y si ellos, los encargados de contar la historia, contaban una historia que no correspondía a la verdadera historia? ¿Se borrarían para siempre de la memoria de los hombres? Pensé que la historia que llamaban historia y que nos enseñaban era, en realidad, la historia fraguada voluntariamente, o aun, una historia escrita con buenas intenciones pero manchada por la culpa de la falta de memoria, del olvido, del anonimato, del perdón. Porque la historia la escriben los vencedores. Esto lo pensé mientras dócilmente me acomodaba en el lugar establecido. No me importaba ser dócil en esas cosas, hasta me parecía una concesión graciosa. De lejos, Laura me enviaba miradas cómplices, a las que yo contestaba sobriamente, aparentando una seriedad adecuada para el caso, pero con secreto regocijo de la inteligencia. Fue entonces que la ceremonia comenzó.

El señor Presidente del Círculo de Artes se dirigió con pasos solemnes hacia el centro del escenario, de la arena, luciendo su cinta de Sumo Simio Pontífice de los Primates, maestro de ceremonias, Gran Organizador. El antropoide manipuló durante unos instantes el micrófono, hasta colocarlo delante de sus fauces. Todos estábamos inmóviles, callados: la inmovilidad y el silencio eran los fundamentos de nuestra educación moral, social y cívica, por oposición al movimiento y a la palabra, factores, como todo el mundo sabe, de dispersión, convulsión y subversión políticos.

Se comenzó el acto leyendo la lista de los objetos que habían sido eliminados por una u otra razón. El mío fue uno de los primeros, por considerárselo hostil y poco decorativo. Estaba visto que nadie bien nacido querría tener una silla de ésas en su casa, ni su contemplación le proporcionaría alguna clase de placer, y hay que tener en cuenta que todo en nuestra sociedad tendía a proporcionarnos una sensación de bienestar al sentarnos, que era la posición más adecuada para mantener la tranquilidad del Estado. Uno a uno los diferentes objetos fueron eliminados, o discretamente alabados, y la lista continuaba. Hasta el final, con indudable orgullo (como si se tratara del verdadero creador o como si ese objeto, por su forma, por sus proporciones, por su sentido, fuera el más fiel reflejo del deseo y el pensamiento de las autoridades) el Mico Máximo, el Antropoide Erecto proclamó que el juego de aguas presentado por Laura era el ganador del concurso. Gran regocijo. Salutación. Aplauso unánime de los presentes. Los primates baten palmas y devoran bananas. Han descendido del árbol y se han instalado en casas con puertas y ventanas. Manejan automóviles. Fabrican lavadoras y cárceles. Abandonan las lianas en el museo y salen a recorrer las calles pisando la calzada con botines nuevos. Al reconocerse se saludan los unos a los otros, como que pertenecen a la misma familia. Monos del mundo, uníos. Nosotros también aplaudimos, como correspondía a nuestra nueva educación. Hemos evolucionado mucho y ya sabemos casi siempre por nosotros mismos cuándo debemos aplaudir. Después de ensalzar las virtudes del objeto premiado, que en su practicidad, plasticidad, colorido y funcionalidad reunía todas aquellas características que el sistema propiciaba, el señor Presidente invitó a la ganadora a adelantarse a recibir su premio. Ella lo hizo con extrema elegancia. En ese momento tenía una cara y un andar angelicales. Su mirada se había suavizado en extremo y hasta un brillo apenas húmedo de sus ojos revelaba la emoción que debía experimentar. El señor Presidente del Círculo de Artes la hizo subir hasta su propio estrado, un poco más alto que nuestra tarima, como correspondía a un mono jerárquicamente mayor, la felicitó calurosamente (esto quiere decir que él estaba transpirando por el inmenso honor de presidir el acto) y le hizo solemne entrega de su premio. En medio del silencio tan grande como toda la sala más el jardín de álamos tristes y el recuerdo de nuestros antepasados, depositó en sus manos una preciosa medalla de oro provista de cintas con los colores patrios. Luego, ceremoniosamente, como si depositara en ella el peso de los antiguos iconos conservados en la ciudad gracias a la valentía y al arrojo de los soldados y que se habían protegido a sangre y fuego de los bárbaros invasores, de los enemigos de adentro y de afuera, de la artera y maligna conspiración asoladora, le entregó el máximo trofeo, el símbolo de la propagación y conservación de la especie, del triunfo del bien sobre el mal, del orden frente al caos, de las instituciones sobre la anarquía; ella, la reivindicadora, la depositaria del futuro, en cuyo regazo se alimentarían y buscarían calor y protección las generaciones venideras; ella, la iluminada, la vestal a quien se confiaba el porvenir de la ciudad, las llaves del reino: recibió un busto del máximo general de la nación, el héroe de 1965, que había aplastado la sublevación, salvando a la patria, a los niños, a los jóvenes, a los adultos y a los ancianos, a las abuelas y a los abuelos, también a los nietecitos, y que, para demostrar aún más su espíritu de sacrificio, su amor a la patria —renunciando a su vida privada, al bien ganado descanso— desde entonces nos gobernaba, para orgullo y honor de la nación, en el concierto mundial o con el consenso universal, no recuerdo bien.

Laura recibió emocionada el busto del general, de tono verdoso, como he visto que son todos los bustos de los generales, vivos o muertos, y lo acercó amorosamente a su pecho, como correspondía a una digna ciudadana, a una futura madre de la patria. De inmediato, y para finalizar la ceremonia, el Presidente invitó a la ganadora a poner en funcionamiento el aparato que ella misma había construido, a los efectos de que todo el público presente y los distinguidos invitados pudieran apreciar sus cualidades. Laura, apretando contra su pecho el busto del primer general de la nación, se acercó a su móvil y con gran serenidad apretó una de las mariposas ocultas bajo el vidrio irisado. De inmediato, un diluvio universal en forma de cascada estalló en la sala. Los surtidores, enloquecidos, comenzaron a girar, a mover sus aspas en todas direcciones, despavoridos, como padres a quienes el soldado les ha dado un golpe de sable en la cabeza y huyen espantados, desangrándose por el camino, la cabeza ya sin guía, ya sin sostén moviéndose para todos lados, la sangre manándole como ríos desbordados; los surtidores daban vueltas, desparramaban una potente lluvia que bañaba, que inundaba todo el local, escupiendo por sus trompas enfurecidas enormes chorros de agua que empujaban a la gente hacia las puertas, las arrojaba contra las paredes, como durante las manifestaciones del año 1965 los chorros de agua lanzados por los camiones militares derrumbaban a la gente por el suelo, los hacían girar sobre sí mismos, reptar por las veredas, enceguecidos por el líquido, empujados por el agua; los surtidores manaban violentamente, disparando ráfagas líquidas sobre la concurrencia, golpeando los muebles, las paredes, recorriendo la sala una y otra vez, rompiendo los objetos, barriendo el suelo, subiendo por el muro y rebotando contra el techo. El público, enloquecido, enceguecido por el golpe sobre el rostro, en el cuerpo, presa del pánico, giraba en medio del torbellino acuático intentando en vano encontrar las salidas, pero éstas quedaban bloqueadas por el furor de la lluvia; al llegar a las puertas y ventanas, indefectiblemente, una fuerte ráfaga, como un viento, los detenía, haciéndolos rebotar contra las paredes, chocar entre sí, girar, volver, caer. Entonces yo, que había saltado a través de la ventana en el preciso momento de comenzar la fiesta, desde afuera, desde el jardín de álamos tristes y ninfas en las fuentes y el recuerdo de nuestros antepasados saltando de árbol en árbol, de fuente a camino, de camino a rama, de rama a niño que ya casi no recuerda, desde el jardín oscuro y callado y triste, lancé una tea ardiente hacia el interior del local, tal como Laura me lo había indicado. Entre los álamos, ella, tranquila, serena, indiferente al paisaje, me aguardaba. Ajena también al espectáculo de la gasolina, con la que había regado el salón, emanada de los surtidores como si fuera agua, y que se había convertido en un feroz incendio.

Cuando comprobé que todo ardía, me dirigí hacia el sendero convenido. Las llamas iluminaban al fondo, la tristeza oscura de los álamos.

—Rolando —me dijo Laura mientras iniciábamos la marcha—. Quítame esta mancha de la rodilla: un ángel ha vuelto a salpicarme.

© Cristina Peri Rossi: La rebelión de los niños, 1980