Narración escrita sin utilizar la letra e (la más usual en castellano)[1]
Un otoño —muchos años atrás— cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.
—¡Hay un matrimonio próximo, pollos! —advirtió como saludo su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.
—¿Un matrimonio?
—Un matrimonio, sí —corroboró Ramón.
—¿Tuyo?
—Mío.
—¿Con una muchacha?
—¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?
—¿Y cuándo ocurrirá la cosa?
—Lo ignoro.
—¿Cómo?
—No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla… Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.
*
A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La Moda y la Casa (publicación para muchachas sin novio).
Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!… Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal…
Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía, y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!
Y los amigos cogimos otro sandwich —dozavo— y otra copita.
Y allí acabó la cosa.
Más, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí…
Al contrario: allí daba principio.
Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por constituir un hogar dichoso.
—¡Soy un idiota! —murmuró Ramón—. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado…
Y corroboró rabioso: ¡Soy un idiota!
Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.
—¡Dios mío! —gruñía Ramón mirándola—. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!… No hay ya salvación para mí… ¡no la hay!
Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.
—¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! —gritó. (Silvia miró al parabrisas con infantil docilidad).
Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:
—Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cuál más disparatada…
Y tal solución tranquilizó mucho su alma.
*
Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial.
Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.
—Grupo nupcial, ¿no? —indagó.
—Sí —dijo Ramón.
Y añadió:
—Con una variación.
—¿Cuál?
—La sustitución más original vista hasta ahora… Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto. ¡Viva la originalidad!
Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:
—¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión… La cara más alta… ¡Cuidado! ¡Así!… ¡Ya!
Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.
—¡Al auto! —mandó.
(Silvia ahora iba ya llorando).
—¡La cosa marcha! —susurró Ramón.
*
Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda).
Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.
—Yo viajo con los maquinistas —anunció—. Voy a la locomotora… ¡Hasta la vista!
*
Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún, había adquirido un magnífico color antracita.
Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.
Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido.
Nutrido público, los miraba pasar, asombrado.
Silvia sufría cada día más.
—¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! —murmuraba todavía Ramón—. Pronto rogará Silvia un divorcio total… Sigamos las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.
Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un «dancing» u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía, solícito, a todas las llamadas.
Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.
*
Por fin lo trasladaron al manicomio.
Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia…
[1] Este curioso trabajo forma parte de una serie de cinco (sin la E, sin la A, sin la O, sin la I y sin la U) que el autor publicó en la sección de cuentos del diario «La Voz» en 1926 y 1927.
© Enrique Jardiel Poncela: Un marido sin vocación. Publicado en La Voz, 1926.