Ernest Hemingway: La capital del mundo

Ernest Hemingway

Madrid está lleno de chavales que se llaman Paco, que es el diminutivo de Francisco, y por Madrid corre el chiste de un padre que va a Madrid e inserta un anuncio en la sección de «Clasificados» de El Liberal, que dice: PACO, REÚNETE CONMIGO EL MARTES A MEDIODÍA EN EL HOTEL MONTANA. TODO ESTÁ PERDONADO, PAPÁ, y que hay que llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a los ochocientos jóvenes que han contestado al anuncio. Pero nuestro Paco, que trabajaba de camarero en la pension Luarca, no tenía padre alguno que le perdonara, ni nada que el padre le tuviera que perdonar. Tenía dos hermanas mayores que eran camareras de planta de la Luarca, y que habían conseguido el puesto por ser del mismo pueblo que una antigua camarera de la Luarca que había resultado ser muy hacendosa y honesta, lo que dio un buen nombre al pueblo y a sus productos; y esas hermanas se habían pagado el viaje en autobús hasta Madrid y habían conseguido ese empleo como aprendizas de camarera. Paco era de un pueblo situado en una zona de Extremadura en la que las condiciones eran increíblemente primitivas, la comida escasa y las comodidades desconocidas, y él había trabajado duro desde que tenía memoria.

Era un muchacho de buena complexión, pelo muy negro y bastante crespo, buenos dientes y una piel que sus hermanas envidiaban, y siempre tenía una sonrisa franca en los labios. Era rápido con los pies, trabajaba bien y quería a sus hermanas, de aspecto hermoso y sofisticado; adoraba Madrid, que seguía siendo un lugar increíble, y amaba su trabajo, que, al ser en un lugar muy bien iluminado, con ropa blanca y limpia, al llevar traje de noche y haber abundante comida en la cocina, parecía románticamente hermoso.

Había entre ocho y doce personas más que vivían en la Luarca y comían en el comedor, pero para Paco, que era el más joven de los tres camareros que servían las mesas, los únicos que realmente existían eran los toreros.

Los matadores de segunda categoría vivían en esa pensión porque San Jerónimo era una buena calle, la comida era excelente y la pensión completa salía barata. Para un torero es necesario aparentar si no prosperidad, sí al menos respetabilidad, pues en España la dignidad y el decoro se valoran más que el coraje, y los toreros se alojaban en el Luarca hasta que se les acababan las últimas pesetas. No se recuerda que ningún torero dejara la Luarca por un hotel mejor o más caro; los toreros de segunda fila nunca acababan siendo de primera; pero la caída desde la Luarca era rápida, pues cualquiera que estuviera haciendo algo podía quedarse allí y a ningún huésped se le presentaba la factura sin que la pidiera hasta que la mujer que estaba al frente del establecimiento sabía que el caso no tenía remedio.

En aquella época había tres auténticos matadores que se alojaban en la Luarca, así como dos picadores muy buenos, y un excelente banderillero. La Luarca era un lujo para los picadores y los banderilleros, quienes, con la familia en Sevilla, necesitaban alojarse en Madrid durante la temporada de primavera; pero estaban muy bien pagados, y al ser empleados fijos de toreros que habían firmado numerosos contratos para la inminente temporada probablemente sacarían más por cabeza que cualquiera de los tres matadores. Uno de los tres matadores estaba enfermo e intentaba ocultarlo; otro había sido una revelación y había estado un momento de moda, y el tercero era un cobarde.

El cobarde había sido excepcionalmente valiente y extraordinariamente diestro hasta que recibió una cornada especialmente atroz en el bajo vientre al inicio de su primera temporada de matador, y todavía poseía muchas de las enérgicas maneras de sus días de éxito. Era jovial hasta el exceso y reía constantemente sin provocación. Cuando tenía éxito era muy aficionado a las bromas pesadas, pero ya lo había dejado. Requerían una seguridad en sí mismo que él ya no poseía. Este matador tenía una expresión inteligente y muy franca y se comportaba con mucha clase.

El matador que estaba enfermo procuraba que nunca se le notara y ponía meticulosidad en comer un poco de todos los platos que le servían. Tenía muchos pañuelos que él mismo lavaba en su habitación, y últimamente había empezado a vender sus trajes de luces. Había vendido uno a bajo precio antes de Navidad y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, los había conservado bien y le quedaba uno. Antes de caer enfermo había sido una gran promesa, un torero incluso sensacional, y, aunque no sabía leer, guardaba recortes que decían que en su debut en Madrid había sido mejor que Belmonte. Comía solo en una mesa pequeña y casi no levantaba la cabeza.

El matador que antaño fuera una revelación era muy bajito y moreno y muy digno. Comía solo en una mesa aparte, rara vez sonreía y nunca reía. Era de Valladolid, donde la gente es tremendamente seria, y era un matador competente; pero su estilo se había vuelto anticuado antes de que consiguiera ganarse el cariño del público con sus virtudes, que eran el valor y una serena habilidad, y su nombre en los carteles no atraía a nadie al ruedo. Su novedad había sido que era tan bajo que apenas podía ver por encima de la cruz del toro, pero había otros toreros bajitos, y no había conseguido imponerse en los gustos del público.

Uno de los picadores era un hombre flaco, con cara de halcón y pelo gris, complexión ligera pero brazos y piernas como el hierro, que siempre llevaba botas camperas por dentro de los pantalones, bebía demasiado cada noche y miraba amorosamente a cualquier mujer de la pensión. El otro era de cara grande y morena, guapo, con el pelo negro como el de un indio y manos enormes. Los dos eran grandes picadores, aunque del primero se decía que había perdido gran parte de su habilidad a causa de la bebida y la disipación, y del segundo se decía que era demasiado cabezota y pendenciero para permanecer con ningún matador más de una temporada.

El banderillero era de mediana edad, pelo gris, rápido como un gato a pesar de sus años, y sentado a la mesa parecía un hombre de negocios moderadamente próspero. Las piernas todavía eran buenas para esa temporada, y él era lo bastante inteligente y experimentado para mantenerse regularmente empleado durante bastante tiempo cuando ya no fuera así. La diferencia será que cuando se esfume la velocidad de sus pies siempre tendrá miedo, mientras que ahora se le veía tranquilo, y seguro en el ruedo como fuera de él.

Aquella noche todos habían salido ya del comedor, excepto el picador de cara de halcón que bebía demasiado, el subastador de relojes en ferias y fiestas que tenía en la cara una mancha de nacimiento y que también bebía demasiado, y dos sacerdotes gallegos que estaban sentados a una de las mesas del rincón y que bebían, si no demasiado, desde luego bastante. En aquella época el vino estaba incluido en la pensión completa, y los camareros acababan de llevar más botellas de Valdepeñas a la mesa del subastador, luego a la del picador y por fin a la de los dos sacerdotes.

Los tres camareros estaban en la otra punta de la habitación. La regla de la casa era que debían permanecer de servicio hasta que los comensales de cuyas mesas eran responsables se hubieran marchado, pero el que servía a los dos sacerdotes tenía que acudir a una reunión anarcosindicalista y Paco accedió a encargarse también de su mesa.

En el piso de arriba el matador que estaba enfermo se había echado en la cama, boca abajo, solo. El matador que ya había dejado de ser una revelación estaba sentado mirando por la ventana a punto de salir a tomar un café. El matador que era un cobarde tenía a la hermana mayor de Paco en su habitación e intentaba que esta le hiciera algo que ella se negaba a hacer entre carcajadas. Este matador decía:

—Venga, fierecilla.

—No —dijo la hermana—. ¿Por qué tendría que hacerlo?

—Como un favor.

—Acabas de comer y ahora me quieres a mí de postre.

—Solo una vez. ¿Qué tiene de malo?

—Déjame en paz. Déjame en paz, te lo advierto.

—Pero si no es nada.

—Déjame en paz, te lo advierto.

En el comedor, el camarero más alto, que ya llegaba tarde a la reunión, dijo:

—Mira cómo beben esos cerdos enlutados.

—Esa no es manera de hablar —dijo el segundo camarero—. Son clientes decentes. No beben demasiado.

—Para mí sí es manera de hablar —dijo el alto—. En España hay dos maldiciones: los curas y los toros.

—Desde luego no el toro individual ni el cura individual —dijo el segundo camarero.

—Sí —dijo el camarero alto—. Solo atacando al individuo puedes atacar a toda la clase. Es necesario matar al toro individual y al cura individual. A todos. Así no habrá más.

—Ahórratelo para la reunión —dijo el otro camarero.

—Lo que pasa en Madrid es una barbaridad —dijo el camarero alto—. Son las once y media y estos aún empinando el codo.

—Han empezado a comer a las diez —dijo el otro camarero—. Hay muchos platos, ya lo sabes. El vino es barato y lo han pagado. No es un vino fuerte.

—¿Cómo va a existir la solidaridad de los trabajadores con memos como tú? —preguntó el camarero alto.

—Mira —-dijo el segundo camarero, que tendría unos cincuenta años—. He trabajado toda la vida. Tendré que trabajar el resto de mi vida. No tengo ninguna queja en contra del trabajo. Trabajar es normal.

—Sí, pero la falta de trabajo mata.

—Siempre he trabajado —dijo el camarero de más edad—. Vete a la reunión. No es necesario que te quedes.

—Eres un buen camarada —dijo el camarero alto—. Pero te falta ideología.

—Mejor que me falte eso que lo otro —dijo el camarero de más edad—. Vete a la reunión.

Paco no había dicho nada. Todavía no entendía de política, pero siempre le producía un estremecimiento oír al camarero alto decir que había que matar a los curas y a la Guardia Civil. Para él, el camarero alto representaba la revolución, y la revolución también era romántica. A él le gustaría ser un buen católico, un revolucionario, tener un trabajo estable como ese, y, al mismo tiempo, ser torero.

—Ve a la reunión, Ignacio —dijo—. Yo me encargaré de tu mesa.

—Los dos nos encargaremos —dijo el camarero de más edad.

—Con uno hay de sobra —dijo Paco—. Vete a la reunión.

—Pues me voy —dijo el camarero alto—. Y gracias.

Mientras tanto, en el piso de arriba, la hermana de Paco se había escabullido del abrazo del matador con la misma habilidad con que un luchador se desembaraza de una llave, y decía, ahora enfadada:

—Así son los muertos de hambre. Un torero fracasado. Con una tonelada de miedo encima. Si tienes tanto de eso, úsalo en el ruedo.

—Así es como habla una puta.

—Una puta también es una mujer, pero yo no soy una puta.

—Lo serás.

—No por ti.

—Déjame —dijo el matador, que, repelido y rechazado, sentía regresar la desnudez de su cobardía.

—¿Dejarte? Como si te tuviera agarrado —dijo la hermana de Paco—. ¿No quieres que te haga la cama? Para eso me pagan.

—Déjame —dijo el matador, deformando su cara ancha y bien proporcionada en una mueca como de llanto—. Puta. Maldita puta.

—Matador —dijo ella cerrando la puerta—. Mi matador.

Dentro de la habitación el matador se sentó en la cama. Su cara aún exhibía esa mueca que, en el ruedo, se convertía en sonrisa constante que asustaba a la gente de las primeras filas capaces de entender lo que veían.

—Y encima esto —decía en voz alta—. Y encima esto. Y encima esto.

Recordaba cuando era bueno, solo tres años antes. Recordaba el peso del profuso brocado de oro de su chaquetilla de torero sobre los hombros aquella calurosa tarde de mayo, cuando su voz era aún la misma en el ruedo que en el café, y cómo con el filo goteando en la punta apuntaba a ese lugar que estaba en lo alto de las espaldas del toro, ese polvoriento músculo que sobresalía como una joroba negra, recubierto de vello corto, que quedaba por encima de los cuernos astillados en la punta de tanto embestir la madera, que se agacharon cuando entró a matar, y cómo la espada se hundió como sí se adentrara en una montaña de mantequilla, con la palma de la mano empujando la empuñadura, el brazo izquierdo cruzado abajo, el hombro izquierdo hacia delante, el peso en la pierna izquierda, y de repente el peso ya no estaba en la pierna. Su peso estaba en el bajo vientre, y cuando el toro levantó la cabeza dejó de ver el cuerno, que estaba dentro de él y dio dos vueltas antes de que se lo sacaran. Así que ahora, cuando entraba a matar, cosa que rara vez ocurría, era incapaz de mirar las astas, ¿y qué sabía una puta como esa de lo que pasaba antes de ser toreado? Y esas que se reían de él, ¿habían pasado por algo parecido? Eran todas unas putas, y ya sabían adonde podían irse.

Abajo, en el comedor, el picador estaba mirando a los sacerdotes. Sí hubiera alguna mujer en el comedor, la miraría a ella. Si no hubiera mujeres, miraría con gusto a algún extranjero, un inglés, pero como no había mujeres ni extranjeros, contemplaba con deleite e insolencia a los dos sacerdotes. Mientras estaba mirando, el subastador con la mancha de nacimiento en la cara se levantó, dobló la servilleta y salió, dejando mediada la última botella que había ordenado. Si pagara las facturas de la Luarca, se habría acabado la botella.

Los dos sacerdotes no le devolvieron la mirada al picador. Uno de ellos decía:

—Ya hace diez días que espero para verle, y me paso cada día sentado en la antecámara y no me recibe.

—¿Qué se le va a hacer?

—Nada. ¿Qué se puede hacer? No se puede ir contra la autoridad.

—Yo llevo aquí dos semanas y nada. Espero y no me reciben.

—Vivimos en una región abandonada. Cuando se acabe el dinero, tendremos que volver.

—A la región abandonada. ¿Qué más le da Galicia a Madrid? Somos una provincia pobre.

—Así se entiende la acción de nuestro hermano Basilio.

—De todos modos, tampoco confío plenamente en la integridad de Basilio Álvarez.

—Madrid es donde empiezas a comprender. Madrid está matando a España.

—Si sencillamente te recibieran y te dijeran que no.

—No. Tienes que acabar arruinado y exhausto de tanto esperar.

—Bueno, ya veremos. Puedo esperar tanto como cualquier otro.

En aquel momento el picador se puso en pie, se acercó a la mesa de los sacerdotes y se los quedó mirando, sonriendo con su pelo gris y su cara de halcón.

—Un torero —le dijo un sacerdote al otro.

—Y uno bueno —dijo el picador, y salió del comedor, con su chaqueta gris ceñida en el talle, estevado, pantalones ajustados sobre sus botas camperas de tacón alto que repiqueteaban en el suelo mientras caminaba con paso firme y arrogante, sonriendo para sí. Vivía en un mundo pequeño, hermético, profesional, de eficacia personal, triunfo nocturnamente alcohólico e insolencia. Encendió un cigarrillo, y ladeándose el sombrero en el vestíbulo salió al café.

Los sacerdotes se fueron inmediatamente después del picador, con prisa al darse cuenta de que eran los últimos clientes del comedor, donde ya solo quedaban Paco y el camarero de mediana edad. Despejaron las mesas y se llevaron las botellas a la cocina.

En la cocina estaba el muchacho que lavaba los platos. Era tres años mayor que Paco, y muy cínico y amargado.

—Toma —le dijo el camarero de mediana edad, le sirvió un vaso de Valdepeñas y se lo dio.

—-¿Por qué no? —dijo el muchacho, cogiendo el vaso.

-—¿Tú, Paco? —preguntó el camarero de mediana edad.

—Gracias —dijo Paco. Los tres bebieron.

—Me voy -—dijo el camarero de mediana edad.

—Buenas noches —le dijeron.

Salió y se quedaron los dos solos. Paco cogió una de las servilletas que habían utilizado los sacerdotes y, erguido, con los talones hincados, bajó la servilleta desplegada, y con la cabeza siguiendo el gesto, dibujó con los brazos el movimiento de una lenta y amplía verónica. Se dio la vuelta, y adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el segundo pase, le ganó un poco de terreno al toro imaginario y pegó un tercer pase, lento, perfectamente medido y suave, a continuación se llevó la servilleta a la cintura y alejó las caderas del toro en una media verónica.

El lavaplatos, que se llamaba Enrique, lo miró con aire crítico y socarrón.

—¿Qué tal el toro? —dijo.

—Muy bravo —dijo Paco—. Mira.

Esbelto y erguido, dio cuatro pases perfectos, serenos, elegantes, garbosos.

—¿Y el toro? —preguntó Enrique junto al fregadero, con su vaso de vino en la mano y su delantal.

—Aún va a dar mucha guerra —dijo Paco.

—Me pones enfermo —dijo Enrique.

—¿Por qué?

—Fíjate.

Enrique se quitó el delantal, y, llamando al toro imaginario, esculpió cuatro verónicas perfectas, lánguidas y gitanas, y acabó con una revolera que hizo describir al delantal un rígido arco que pasó ante el hocico del toro cuando este se alejó.

—Fíjate —dijo—. Y yo lavo platos.

—¿Por qué?

—Miedo —dijo Enrique—. El mismo miedo que tendrías tú en el ruedo con un toro.

—No —dijo Paco—. Yo no tendría miedo.

—¡Y una leche! —dijo Enrique—. Todos tienen miedo. Pero un torero puede controlar su miedo para poder trabajarse al toro. Yo estuve en una capea de aficionados, y tuve tanto miedo que no podía dejar de correr. A todos les hizo mucha gracia. Así que tú también tendrías miedo. Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Tú, un chico del campo, estarías tan asustado como yo lo estuve.

—No —dijo Paco.

Lo había hecho muchas veces en su imaginación. Demasiadas veces había visto los cuernos, el hocico húmedo del toro, la oreja temblando, la cabeza gacha para embestir, el percutir de las pezuñas y el toro caliente pasando a su lado mientras él giraba la capa, para volver a embestir mientras él hacía girar la capa otra vez, y otra, y otra, y otra, para acabar haciendo girar al toro a su alrededor en una espléndida media verónica, y alejándose de él con paso cimbreante, con pelos de toro atrapados en los ornamentos dorados de su chaquetilla de tanto que se arrimaba al animal; el toro se había quedado hipnotizado y el público aplaudía. No, no tendría miedo. Otros sí. Él no. sabía que no tendría miedo. Y aun cuando llegara a tener miedo, sabía que podría hacerlo igual. Tenía confianza.

—No tendría miedo —dijo.

Enrique dijo otra vez:

—Y una leche —y añadió—: ¿Y si lo intentáramos?

—¿Cómo?

—Mira —dijo Enrique—. Piensas en el toro, pero no piensas en los cuernos. El toro tiene tanta fuerza que los cuernos desgarran como cuchillos, se clavan como bayonetas, y matan como garrotes. Mira. —Abrió un cajón de la mesa y sacó dos cuchillos de carne—. Los ataré a las patas de la silla. Luego te haré de toro con la silla delante de la cabeza. Los cuchillos son los cuernos. Si eres capaz de hacer esos pases, entonces será otra cosa.

—Préstame el delantal —dijo Paco—. Lo haremos en el comedor.

—No —dijo Enrique, que de repente ya no estaba amargado—. No lo hagas, Paco.

—Sí —dijo Paco—. No tengo miedo.

—Lo tendrás cuando veas venir los cuchillos.

—Ya veremos —dijo Paco—. Dame el delantal.

En ese momento, mientras Enrique ataba los dos cuchillos de hoja grande y afiladísima a las patas de la silla con la ayuda de dos servilletas sucias, rodeando el mango hasta dejarlo bien apretado y luego haciendo un nudo, las dos camareras, las hermanas de Paco, se dirigían al cine a ver Anna Christie, de Greta Garbo. Uno de los dos sacerdotes estaba sentado en ropa interior leyendo su breviario, y el otro se había puesto una camisa de dormir y pasaba el rosario. Todos los toreros, excepto el que estaba enfermo, hicieron su aparición nocturna en el café Fornos, donde el picador grande y de pelo oscuro jugaba al billar, y el matador serio y bajito estaba sentado a una concurrida mesa delante de un café con leche, junto con el banderillero de mediana edad y otros obreros de cara seria.

El picador de pelo gris y bebedor estaba sentado con una copa de cazalla delante, y miraba con deleite una mesa en la que el matador cuyo valor se había esfumado estaba acompañado de otro matador que había renunciado a la espada para volver a ser banderillero, y dos prostitutas de aspecto muy trajinado.

El subastador estaba en la esquina de la calle hablando con unos amigos. El camarero alto se encontraba en la reunión anarcosindicalista esperando la oportunidad de hablar. El camarero de mediana edad estaba sentado en la terraza del café Álvarez tomando una caña. La propietaria de la Luarca ya dormía, echada boca arriba con el cabezal entre las piernas; era una mujer grande, gruesa, honesta, limpia, de buen trato, muy religiosa, y no había pasado un día sin que echara de menos a su marido y rezara por él, fallecido hacía ya veinte años. En su habitación, solo, el matador que estaba enfermo yacía boca abajo en la cama con un pañuelo apretado contra los labios.

En el comedor desierto, Enrique ató el último nudo a la servilleta que sujetaba los cuchillos a las patas de la silla y la levantó. Apuntó hacia delante las patas con los cuchillos y se colocó la silla encima de la cabeza, los dos cuchillos señalando hacía delante, uno a cada lado de la cabeza.

—Pesa —dijo—. Mira, Paco. Es muy peligroso. No lo hagas. —Estaba sudando.

Paco se quedó de cara a él. Sujetó el delantal, agarrándolo en un pliegue con cada mano, pulgares al cielo, indice al suelo, extendido para llamar la atención del toro.

—Embiste recto —dijo—. Gira como un toro. Embiste todas las veces que quieras.

—¿Cómo sabrás cuándo cortar el pase? —preguntó Enrique—. Es mejor hacer tres y luego una media.

—Muy bien —dijo Paco—. Pero embiste recto. ¡Eh, torito! ¡Vamos, torito!

Corriendo con la cabeza gacha, Enrique fue hacia él y Paco apartó el delantal justo cuando el cuchillo pasaba muy cerca de su vientre, y entonces era para él el cuerno de verdad, negro con la punta blanca, liso; y cuando Enrique pasó a su lado y se volvió para embestir de nuevo, era la masa caliente y flanqueada de sangre del toro lo que pasó, con sus fuertes pisadas; y a continuación se volvió como un gato y regresó mientras Paco ondulaba la capa lentamente. Luego el toro dio media vuelta y embistió de nuevo, y, mientras contemplaba la punta que acometía, colocó el pie izquierdo cinco centímetros demasiado adelantado y el cuchillo no pasó, sino que se hundió con la misma facilidad que si entrara en un odre, y hubo un chorro caliente por encima y alrededor de la repentina rigidez interior del acero, y Enrique gritó:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Deja que te lo saque! ¡Deja que te lo saque! —Y Paco se deslizó hacia la silla, sin dejar de agarrar la capa delantal, y Enrique tiró de la silla mientras el cuchillo giraba dentro de Paco.

Ahora el cuchillo estaba fuera, y Paco sentado en el suelo, en medio de un charco tibio cada vez más grande.

—Pon la servilleta encima. ¡Aprieta! —dijo Enrique—. Aprieta fuerte. Voy corriendo a buscar al médico. Tienes que contener la hemorragia.

—Deberíamos tener una vasija de goma —dijo Paco. Había visto cómo la utilizaban en el ruedo.

—Vuelvo enseguida —dijo Enrique, llorando—. Todo lo que quería era que vieras el peligro.

—No te preocupes —dijo Paco. Su voz sonó muy lejana—. Pero trae al médico.

En el ruedo te levantaban y te llevaban corriendo al quirófano. Si la arteria femoral se vaciaba antes de que llegaras llamaban al cura.

—Avisa a uno de los curas —dijo Paco, apretando la servilleta contra el bajo vientre. No se podía creer que aquello le hubiera pasado a él.

Pero Enrique ya corría por la calle San Jerónimo hacia la casa de socorro que abría toda la noche, y Paco se quedó solo, primero sentado en el suelo, luego aovillado, luego desplomado, hasta que todo acabó, y sintió que la vida se le escapaba como el agua sucia se vacía de la bañera cuando se quita el tapón. Tenía miedo y se sentía débil e intentó pronunciar un acto de contrición; recordó cómo empezaba, pero antes de que acabara de decir, lo más deprisa que pudo: «Señor mío Jesucristo, porque te amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberte ofendido, me propongo firmemente…», se sintió demasiado débil, y se quedó boca abajo en el suelo, y todo acabó rápidamente. Una arteria femoral abierta se vacía mucho más deprisa de lo que uno cree.

Cuando el médico de la casa de socorro subió las escaleras acompañado de un policía que llevaba a Enrique del brazo, las dos hermanas ya estaban en el cine de la Gran Vía, donde quedaron enormemente decepcionadas por la película de la Garbo, que mostraba a la gran estrella en un ambiente pobre y miserable, cuando todo el mundo estaba acostumbrado a verla rodeada de gran lujo y esplendor. Al público le desagradó vivamente la película, y protestó silbando y pateando. Las demás personas del hotel hacían más o menos lo mismo que antes del accidente, excepto los dos curas, que habían finalizado sus devociones y se disponían a acostarse, y el picador de pelo gris, que había trasladado su bebida a la mesa donde estaban las dos trajinadas prostitutas. Poco después salió del café con una de ellas. Precisamente la que el matador que había perdido el valor había invitado a beber.

Aquel muchacho, Paco, nunca supo nada de todo eso, ni de lo que harían todas esas personas al día siguiente o en días venideros. No tuvo ni idea de cómo vivieron de verdad ni de cómo acabaron. Ni siquiera se dio cuenta de que acabaron. Murió, como suele decirse en español, lleno de ilusiones. No le dio tiempo a perder ninguna, ni siquiera, al final, de completar el acto de contrición. Ni siquiera tuvo tiempo de decepcionarse con la película de la Garbo que decepcionó a todo Madrid.

© Ernest Hemingway: The Capital of the World (La capital del mundo). Publicado en Esquire, junio de 1936. Traducción de Damián Alou.

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