Francisco Coloane: La botella de caña

Dos jinetes, como dos puntos negros, empiezan a horadar la soledad y la blancura de la llanura nevada. Sus caminos convergen, y, a medida que avanzan, sus siluetas se van destacando con esa leve inquietud que siempre produce el encuentro de otro caminante en una huella solitaria.

Poco a poco las cabalgaduras se acercan. Uno de ellos es un hombre corpulento vestido con traje de chaquetón de cuero negro, montado sobre un caballo zaino, grueso y resistente a los duros caminos de la Tierra del Fuego. El otro, menudo, va envuelto en un poncho de loneta blanca, con pañuelo al cuello, y cabalga un roano malacara, que lleva de tiro un zaino peludo y bajo, perdido entre fardos de cueros de zorros.

—¡Buenas!

—¡Buenas! —Se saludan al juntar sus cabalgaduras.

El hombre del chaquetón de cuero tiene una cara blanca, picoteada y deslavada, como algunos palos expuestos a la intemperie. El del poncho, una sonrosada y tierna, donde parpadean dos ojillos enrojecidos y húmedos, cual si por ellos acabara de pasar el llanto.

—¿Qué tal la zorreada? —pregunta el cara de palo, con una voz colgada y echando una rápida ojeada al carguero que lleva las pieles.

—¡Regular, no más! —contesta el cazador, depositando una mirada franca en los ojos de su acompañante que, siempre de soslayo, lo mira por un instante.

Continúan el camino sin hablar, uno al lado del otro. La soledad de la pampa es tal, que el cielo, gris y bajo, parece haberse apretado tanto a la tierra, que ha desplazado todo rastro de vida en ella y dejado solo y más vivo ese silencio letal, que ahora es horadado solo por los crujidos de las patas de los caballos en la nieve.

Al cabo de un rato, el zorrero tose nerviosamente.

—¿Quiere un trago? —dice, sacando una botella de una alforja de lana tejida.

—¿Es caña?

—¡De la buena! —replica el joven, pasándole la botella.

La descorcha y bebe gargareando lentamente. El joven la empina a su vez, con cierta fruición, que demuestra gustarle la bebida, y continúan de nuevo en silencio su camino.

—¡Ni una gota de viento! —dice de pronto el zorrero, después de otra tos nerviosa, tratando de entablar conversación.

—¡Mm…, mm…! —profiere el hombre del chaquetón, como si hubiera sido fastidiado.

El zorrero lo mira con más tristeza que desabrimiento, y comprendiendo que aquel hombre parece estar ensimismado en algún pensamiento y no desea ser interrumpido, lo deja tranquilo y sigue, silencioso, a su lado, tratando de buscar uno propio en el cual ensimismarse.

Van juntos por un mismo camino; pero más juntos que ellos van los caballos, que acompasan el ritmo de sus trancos, echando el zaino de cuando en cuando una ojeada que le devuelve el malacara, y hasta el carguero da un trotecito corto para alcanzar a sus compañeros cuando se queda un poco atrás.

Pronto el zorrero encuentra el entretenimiento con que su imaginación viene solazándose desde hace dos años. Esta vez los tragos de caña dan más vida al paisaje que su mente suele recorrer; este es el de una isla, verde como una esmeralda, allá en el fondo del archipiélago de Chiloé, y en medio de ella el blanco delantal de Elvira, su prometida, que sube y baja entre el mar y el bosque, como el ala de una gaviota o la espuma de una ola. ¡Cuántas veces este ensueño le hizo olvidar hasta los mismos zorros, mientras galopaba por los parajes donde armaba sus trampas! ¡Cuántas veces cogido por una extraña inquietud remontaba con sus caballos las colinas y las montañas, porque cuanto más subía, más cerca se hallaba de aquel lugar amado!

De muy diversa índole son las cosas que el trago de caña aviva en la imaginación del otro. Un recuerdo, como un moscardón empecinado que no se logra espantar, empieza a rondar la mente de aquel hombre, y junto con ese recuerdo, una idea angustiosa comienza también a empujarlo, como el vértigo, a un abismo. Se había prometido no beber jamás tanto por lo uno como por la otra; pero hace tanto frío y la invitación fue tan sorpresiva, que cayó de nuevo en ello.

El recuerdo tormentoso data desde hace más de cinco años. Justamente los que debía haber estado en la cárcel, si la policía hubiera descubierto al autor del crimen del austriaco Bevan, el comprador de oro que venía del páramo y que fue asesinado en ese mismo camino, cerca del manchón de matas negras que acababan de cruzar.

¡Cosa curiosa! El tormento del primer golpe de recuerdos poco a poco va dando paso a una especie de entretenimiento imaginativo, como el del zorrero. No se necesitaba —piensa— tener mucha habilidad para cometer el crimen perfecto en aquellas lejanas soledades. La policía, más por procedimiento que por celo, busca durante algún tiempo y luego deja de indagar. ¿Un hombre que desaparece? ¡Si desaparecen tantos! ¡Algunos no tienen interés en que se les conozca ni la partida, ni la ruta, ni la llegada! ¡De otros se sabe algo solo porque la primavera descubre sus cadáveres debajo de los hielos!

La tos nerviosa del cazador de zorros vuelve a interrumpir el silencio.

—¿Otro trago? —invita, sacando la botella.

El hombre del chaquetón de cuero se remueve como si por primera vez se diera cuenta de que a su lado viene alguien. El zorrero le pasa la botella, mientras sus ojos parpadean con su tic característico.

Aquel descorcha la botella, bebe, y esta vez la devuelve sin decir siquiera gracias. Una sombra de malestar, tristeza o confusión vuelve a cruzar el rostro del joven, quien a su vez bebe, dejando la botella en la mitad.

El tranco de los caballos continúa registrándose monótonamente en el crujido de la nieve, y cada uno de los hombres prosigue con sus pensamientos, uno al lado del otro.

«Con esta última zorreada completaré la plata que necesito para dejar la Tierra del Fuego —piensa el zorrero—. Al final de la temporada iré a mi isla y me casaré con Elvira». Al llegar a esta parte de su acostumbrado sueño, entrecierra los ojos, dichoso, absolutamente dichoso, porque después de ese muro de dicha ya no había para él nada más.

En el otro no había muro de dicha; pero sí un malsano placer, y como quien se acomoda en la montura para reemprender un largo viaje, acomoda su imaginación desde el instante, ya lejano, en que empezó ese crimen.

Fue más o menos en ese mismo lugar donde se encontró con Bevan; pero las circunstancias eran diferentes.

En el puesto de cerro Redondo supo que el comprador de oro iba a cruzar desde el páramo, en la costa atlántica, hasta el Río del Oro, en la del Pacífico, donde debía tomar el barco para trasladarse a Punta Arenas.

En San Sebastián averiguó la fecha de la salida del barco, y calculando el andar de un buen caballo se apostó anticipadamente en el lugar por donde debía pasar.

Era la primera vez que iba a cometer un acto de esa índole y le extrañó la seguridad con que tomó su decisión, cual si se hubiera tratado de ir a cortar margaritas al campo, y más aún, la serenidad con que lo planeó.

Sin embargo, un leve desabrimiento, algo helado, lo conmovía a veces por unos instantes; pero esto lo atribuía más bien al hecho de que no sabía con quién tenía que habérselas. Un comprador de oro no podía ser un carancho cualquiera, si se aventuraba solo por aquellos parajes. Pero a la vez algo le decía que ese desasosiego, eso algo helado, le venía de más adentro. Sin embargo, no se creía cobarde ni lerdo de manos; ya se lo había probado en Policarpo, cuando por culpa de unos naipes marcados tuvo que agarrarse a tiros con varios, dando vuelta definitivamente a uno.

Claro que ahora no se trataba de una reyerta. ¡Era un poco distinto matar a sangre fría a un hombre para quitarle lo que llevaba, a hacerle lo mismo jugándole al monte!

¡Pero qué diablos iba a hacerle! La temporada de ese año había estado mala en la Tierra del Fuego. Era poco menos que imposible introducir un «zepelín» en una estancia. Y ya la gente no se apiñaba a su alrededor cuando baraja en mano invitaba con ruidosa cordialidad: «Hagamos un jueguito, niños, para entretenernos». Además, muchos eran ya los que habían dejado uno o más años de sudores en el «jueguito», y cada vez se hacía más difícil volver a pasar por los lugares donde más de una exaltada víctima había sido contenida por el caño de su Colt.

Tierra del Fuego ya no daba para más, y el «negocio» de Bevan era una buena despedida para «espiantar» al otro lado del estrecho, hacia la Patagonia.

«¡Bah!… —se dijo la mañana en que se apostó a esperar al comprador de oro y como para apaciguar ese algo helado que no dejaba de surgir de vez en cuando desde alguna parte de su interior—. Si él me hubiera jugado al monte, le habría ganado hasta el último grano de oro, y al fin y al cabo todo hubiera terminado en lo mismo, en un encontrón en el que iba a quedar parado solo el más vivo».

Cuando se tendió al borde de una suave loma para ver aparecer en la distancia al comprador de oro, una bandada de avutardas levantó el vuelo como un pedazo de pampa que se desprendiera hacia al cielo y pasó sobre su cabeza disgregándose en una formación triangular. Las contempló, sorprendido, como si viera alejarse algo de sí mismo de esa tierra; era una bandada emigratoria que dirigía su vuelo en busca del norte de la Patagonia. Cada año ocurría lo mismo: al promediar el otoño todos esos pájaros abandonaban la Tierra del Fuego y solo él y las bestias quedaban apegados a ella; pero ahora él también volaría, como las avutardas, en busca de otros aires, de otras tierras y quién sabe si de otra vida…

¡Nunca vio tan bien el pasto como esa tarde! La pampa parecía un mar de oro amarillo, rizado por la brisa del oeste. ¡Nunca se había dado cuenta de la presencia tan viva de la naturaleza! De pronto, en medio de esa inmensidad, por primera vez también se dio cuenta de sí mismo, como si de súbito hubiera encontrado otro ser dentro de sí. Esta vez, ese algo helado surgió más intensamente dentro de él, y lo hizo temblar. A punto estuvo de levantarse, montar a caballo y huir a galope tendido de ese lugar; mas echó mano atrás, sacó una cantimplora tableada, desatornilló la tapa de aluminio y bebió un trago de la caña con que solía espantar el frío y que en esta ocasión espantó también ese otro frío que le venía desde adentro.

A media tarde surgió en lontananza un punto negro que fue destacándose con cierta nitidez. Inmediatamente se arrastró hondonada abajo, desató las maneas del caballo, montó y partió al tranco, como un viajero cualquiera. Escondiéndose detrás de la loma, endilgó su cabalgadura de manera que pudo tomar la huella por donde venía el jinete, mucho antes de que este se acercara.

Continuó en la huella con ese tranco cansino que toman los viajeros que no tienen apuro en llegar. Se dio vuelta una vez a mirar, y por la forma en que el jinete había acortado la distancia se percató de que venía en un buen caballo trotón y de que llevaba otro de tiro, alternándolos en la montura de tiempo en tiempo.

Sacó otra vez la cantimplora, se empinó otro trago de caña y se sintió más firme en los estribos.

«Si con este trote pasa de largo —pensó—, me será más fácil liquidarlo por atrás. Si se detiene y seguimos juntos el camino, la cosa se hará más difícil».

El caballo fue el primero en percibir el trote que se acercaba; paró las orejas y las movió como dos pájaros asustados. Luego él también sintió el amortiguado trapalón de los cascos de los caballos sobre la pampa; fue un golpear sordo que llegó a repercutirle extrañamente en el corazón. La honda helada surgió de nuevo, y lo hizo temblar. De pronto, le pareció que el atacado iba a ser él, y sin poderse contener dio vuelta la cabeza para mirar. Un hombre grande, entrado en años, con el rítmico trote inglés, avanzaba sobre un caballo negro empapado de sudor y espuma; a su lado trotaba un alazán tostado de relevo. Notó una corpulencia armónica entre el hombre y sus bestias, y por un momento se acobardó ante la vigorosa presencia del que llegaba.

Ya encima, los trotones se detuvieron de golpe en una sofrenada, a la izquierda de él. A pesar de que había dejado un lugar para que pasara a su derecha, el comprador de oro se ladeó prudentemente hacia el otro lado.

Le pareció más un vagabundo de las huellas que un comerciante de oro. Boina vasca, pañuelo negro al cuello, amplio blusón de cuero, pantalones bombachos y botas de potro por cuyas cañas cortas se asomaban burdas medias de lana blanca. Esta vestimenta, vieja, raída y arrugada, armonizaba con el rostro medio barbudo, largo y cansado; sin embargo, en una rápida ojeada percibió un brillo penetrante en los ojos y un mirar soslayado que delataban una energía oculta o domeñada, que podía movilizar vigorosamente, cual un resorte, toda esa corpulencia desmadejada en un instante.

—¡Buenas tardes! —dijo, poniéndose al tranco de la otra cabalgadura.

—¡Buenas! —le contestó.

—¿A San Sebastián?

—¡No, para China Creek!

El acento con que se entrecruzó este diálogo no lo olvidaría jamás, pues le extrañó hasta el sonido de su propia voz. Sintió que lo miraba de arriba abajo buscándole la vista; pero él no se la dio, y así siguieron, silenciosos, uno al lado del otro, al tranco de sus cabalgaduras, amortiguado por el césped del pasto coirón.

De pronto, con cierta cautelosa lentitud, deslizó su mano hacia el bolsillo de atrás. Se dio cuenta de que el comprador de oro percibió el movimiento por el rabillo del ojo y, a su vez, con una rapidez y naturalidad asombrosas, introdujo también su mano izquierda por la abertura del blusón de cuero. Ambos movimientos fueron hechos casi al unísono. Pero él saco de su bolsillo de atrás la cantimplora de caña… y se la ofreció desatornillándola.

—¡No bebo, gracias! —contestóle, sacando a su turno, lentamente, un gran pañuelo rojo con el que se sonó ruidosamente las narices.

Quedaron un rato en suspenso. El trago de caña le hizo recuperar la calma perdida por aquel instante de emoción; mas no bien se hubo repuesto, el comprador, sin perderle de vista un momento, espoleó su cabalgadura y, apartándose en un rápido esguince hacia la izquierda, le gritó:

—¡Hasta la vista!

—¡Hasta la vista! —le contestó; pero al mismo tiempo un golpe de angustia violento cogió todo su ser y vio el cuerpo de su víctima, sus ropas, su cara, sus caballos mismos, en un todo oscuro, como el boquete de un abismo, cual el imán de un vértigo que lo atraía desesperadamente, y sin poderse contener, casi sin mover la mano que afirmaba en la cintura, sacó el revólver que llevaba entre el cinto y el vientre y disparó casi a quemarropa, alcanzando a su víctima en pleno esguince.

Con el envión que llevaba, el cuerpo del comprador de oro se ladeó a la izquierda y cayó pesadamente al suelo, mientras sus caballos disparaban despavoridos por el campo.

Detuvo su caballo. Cerró los ojos para no ver a su víctima en el suelo, y se hundió en una especie de sopor, del cual fue saliendo con un profundo suspiro de alivio, cual si acabara de traspasar el umbral de un abismo o terminar la jornada más agotadora de su vida.

Volvió a abrirlos cuando el caballo quiso encabritarse a la vista del cadáver, y se desmontó, ya más serenado.

Los ojos del comprador de oro habían quedado medio vueltos, como si hubieran sido detenidos en el comienzo de un vuelo.

La conmoción lo agotó; pero después del vértigo tan intenso, cayó en una especie de laxitud, en medio de la cual, más sensible que nunca, fue percibiendo lentamente ese algo helado que le venía desde adentro. Se estremeció, miró al cielo y le pareció ver en él una inmensa trizadura, azul y blanca, como la que había en los descuajados ojos de Bevan.

Del cielo volvió su mirada a la yerta del cadáver, y sin darse cuenta de lo que iba a hacer, se acercó, lo tomó, lo alzó como un fardo, y al ir colocarlo sobre la montura de su caballo, este dio un salto y huyó desbocado campo afuera, dejándole el cadáver en sus brazos.

Estático, se quedó con él a cuestas; pero pesaba tanto, que para sostenerlo cerró los ojos haciendo un esfuerzo; esfuerzo que se fue transformando en un dolor; dolor que se diluyó en un desconsuelo infantil, sintiéndose inmensamente solo en medio de un mundo descorazonado y hostil. Cuando los abrió, el pasto de la pampa tenía un color brillante, enhiesto y rojo, como una sábana de fuego que le quemara los ojos. Miró a su alrededor, desolado, y como a cien metros vio un grupo de matas negras. Quiso correr hasta ellas para ocultar el cadáver; quiso huir en la dirección en que había perdido el caballo; pero no pudo, dio solo unos cuantos pasos vacilantes, y para no caer, se sentó sobre el pasto. Tembloroso, desatornilló la cantimplora y bebió el resto de la caña. Luego, más repuesto, se levantó siempre obsesionado por la idea de esconder el cadáver, y no encontrando dónde lo poseyó un nuevo furor, otro abismo y otro vértigo, y sacando de la entrebota un cuchillo descuerador, despedazó a su víctima como si fuera una res.

En el turbal que quedaba detrás de unas matas negras, levantó varios champones y fue ocultando los trozos envueltos en las ropas. Cuando vio que sobre la turba no quedaba más que la cabeza, lo asaltó de súbito un pensamiento que lo enloqueció de espanto: ¡el oro! ¡No se había acordado de él!

Miró. Sobre la turba pardusca no quedaba más que la cabeza de Bevan, mirando con sus ojos descuajados. No pudo volver atrás. Ya no daba más, el turbal entero empezó a temblar bajo sus pies; las matas negras, removidas por el viento, parecían huir despavoridas, como si fueran seres; la pampa aceró su fuego, y la trizadura azul y blanca se hendió más en el cielo. Tomó la cabeza entre sus manos para enterrarla; pero no halló dónde; todo huía, todo temblaba; la trizadura que veía en los ojos cadavéricos y en la comba del cielo empezó a trizar también los suyos. Parpadeó, y las trizaduras aumentaron; mil agujillas de trizaduras de luz traspasaron su vista, le cerraron todo el horizonte, y entonces, como una bestia enceguecida, corrió detrás de las matas negras que huían, alcanzó a tirar la cabeza en medio de ellas, y siguió corriendo hasta caer de bruces sobre la pampa, trizado él también por el espanto.

—¿Qué tiene? ¡Está temblando! —interrumpe el joven zorrero al ver que su compañero tirita, mientras gruesas gotas de sudor le resbalan por la sien.

—¡Oh!… —exclama sobresaltado y, como reponiéndose de un susto, se abre en su cara por primera vez una sonrisa helada, como la de los muertos empalados, dejando salir la misma voz estragada—. ¡La caña…, la caña para el frío me dio más frío!…

—Si quiere, queda un poco todavía —le dice el zorrero, sacando la botella y pasándosela.

La descorcha, bebe y la devuelve.

«¡Pero a este lo mato como a un chulengo de un rebencazo!», piensa, sacudiéndose en la montura, mientras la caña le recorre el cuerpo con la misma y antigua onda maléfica.

—¿Le pasó el frío? —dice el joven, tratando de entablar conversación.

—Ahora sí.

—Esta es mi última zorreada. De aquí me voy al norte, a casarme.

—¿Ha hecho plata?

—Sí, regular.

«Este se entrega solo, como un cordero», piensa para sus adentros, templado ya hasta los huesos por el trago de caña.

—¡Hace cinco años yo pasaba también por este mismo lugar para irme al norte y perdí toda mi plata!

—¿Cómo?

—No sé. La traía en oro puro.

—¿Y no la encontró?

—¡No la busqué! ¡Había que volver para atrás y no pude!

El cazador de zorros se lo quedó mirando, sin comprender.

—¡Buena cosa, dicen que la Tierra del Fuego tiene maleficio! ¡Siempre le pasa algo al que se quiere ir!

—¡De aquí creo que no sale nadie! —dijo, mirando de reojo el cuello de su víctima, y pensando que era como el de un guanaquito que estaba al alcance de su mano.

«¡Bah… —continuó pensando—, esta vez sí que no me falla! ¡El que se va a ir de aquí voy a ser yo y no él! ¡La primera vez no más cuesta; después es más fácil, y ya no se me pondrá la carne de gallina!».

El silencio vuelve a pesar entre los hombres, y no hay más ruido que el monótono fru-fru de los cascos de los caballos en la nieve.

«¡Ahora, ahora es el momento de despachar a este pobre diablo de un rebencazo en la nuca!», piensa, mientras la caña ha aflojado y la olvidada onda helada vuelve a surgir de su interior; pero esta vez más leve; como más lento y sereno es también el nuevo vértigo que empieza a cogerlo y no le parece tan grande el umbral del abismo que va a traspasar.

Con un vistazo de reojo mide la distancia. Da vuelta el rebenque, lo toma por la lonja, y afirma la cacha sobre la montura, disimuladamente. Ajeno a todo, el zorrero solo parece pensar en el monótono crujido de los cascos sobre la nieve.

«¡A este no hay nada que hacerle; la misma nieve se encargará de cubrirlo!», se dice, dispuesto ya a descargar el golpe.

Contiene levemente las riendas para que su cabalgadura atrase el paso y…

Al ir a dar el rebencazo, el zorrero se vuelve, sonriente, sus ojos parpadean, y entre ese parpadeo él ve, idénticos, patéticos, los ojos de Bevan, la honda trizadura del cielo, la mirada trizada de la cabeza tronchada sobre la turba; las mil trizaduras que como agujillas vuelven a empañarle la vista y, enceguecido, en vez de dar el rebencazo sobre la nuca de su víctima, lo descarga sobre el anca de su caballo, entierra la espuela en uno de los ijares y la bestia da un brinco de costado, resbalándose sobre la nieve. Con otra espoleada, el corcel logra levantarse y se estabiliza sobre sus patas traseras.

—¡Loco el pingo! ¿Qué le pasa? —exclama el zorrero, sorprendido.

—¡Es malo y espantadizo este chuzo! —contesta, volviendo a retomar la huella.

Vuelve a reinar el silencio, solo, pesado, vivo, y a escucharse el crujido de los cascos en la nieve; pero poco a poco un leve rumor comienza también a acompasar al crujido: es el viento del oeste que empieza a soplar sobre la estepa fueguina.

El zorrero se arrebuja en su poncho de loneta blanca. El otro levanta el cuello de su chaquetón de cuero negro. En la distancia, como una brizna caída en medio de la inmensidad, empieza a asomar una tranquera. Es la hora del atardecer. El silbido del viento aumenta. El zorrero se encoge y de su mente se espanta el blanco delantal de Elvira, como la espuma de una ola o el ala de una gaviota arrastrada por el viento. El otro levanta su cara de palo como un buey al que le han quitado un yugo y la pone contra las ráfagas. Y ese fuerte viento del oeste, que todas las tardes sale a limpiar el rostro de la Tierra del Fuego, orea también esta vez a esa dura faz, y barre de esa mente el último vestigio de alcohol y de crimen.

Han traspasado la tranquera. Los caminos se bifurcan de nuevo. Los dos hombres se miran por última vez y se dicen:

—¡Adiós!

—¡Adiós!

Dos jinetes, como dos puntos negros, empiezan a separarse y a horadar de nuevo la soledad y la blancura de la llanura nevada.

Junto a la tranquera queda una botella de caña, vacía. Es el único rastro que a veces deja el paso del hombre por esa lejana región.

Ficha bibliográfica

Autor: Francisco Coloane
Título: La botella de caña
Publicado en: Tierra del Fuego, 1956

[Relato completo]

Francisco Coloane
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