Francisco Coloane: La botella de caña. Cuento completo, resumen y análisis

En La botella de caña, cuento de Francisco Coloane, dos jinetes solitarios se encuentran en la vasta llanura nevada de Tierra del Fuego. Uno es un hombre corpulento, vestido con un chaquetón de cuero, y el otro, un joven cazador de zorros, envuelto en un poncho blanco. Mientras avanzan juntos, el cazador de zorros ofrece una botella de caña a su compañero, desencadenando recuerdos oscuros en el hombre del chaquetón. A través de su mente atormentada, se revela un pasado violento, marcado por un crimen no descubierto. A medida que beben y cabalgan en silencio, los pensamientos de ambos hombres divergen, pero la botella de caña los une en un encuentro cargado de tensiones y recuerdos sombríos.

Francisco Coloane - La botella de caña

La botella de caña

Francisco Coloane
(Cuento completo)

Dos jinetes, como dos puntos negros, empiezan a horadar la soledad y la blancura de la llanura nevada. Sus caminos convergen, y, a medida que avanzan, sus siluetas se van destacando con esa leve inquietud que siempre produce el encuentro de otro caminante en una huella solitaria.

Poco a poco las cabalgaduras se acercan. Uno de ellos es un hombre corpulento vestido con traje de chaquetón de cuero negro, montado sobre un caballo zaino, grueso y resistente a los duros caminos de la Tierra del Fuego. El otro, menudo, va envuelto en un poncho de loneta blanca, con pañuelo al cuello, y cabalga un roano malacara, que lleva de tiro un zaino peludo y bajo, perdido entre fardos de cueros de zorros.

—¡Buenas!

—¡Buenas! —Se saludan al juntar sus cabalgaduras.

El hombre del chaquetón de cuero tiene una cara blanca, picoteada y deslavada, como algunos palos expuestos a la intemperie. El del poncho, una sonrosada y tierna, donde parpadean dos ojillos enrojecidos y húmedos, cual si por ellos acabara de pasar el llanto.

—¿Qué tal la zorreada? —pregunta el cara de palo, con una voz colgada y echando una rápida ojeada al carguero que lleva las pieles.

—¡Regular, no más! —contesta el cazador, depositando una mirada franca en los ojos de su acompañante que, siempre de soslayo, lo mira por un instante.

Continúan el camino sin hablar, uno al lado del otro. La soledad de la pampa es tal, que el cielo, gris y bajo, parece haberse apretado tanto a la tierra, que ha desplazado todo rastro de vida en ella y dejado solo y más vivo ese silencio letal, que ahora es horadado solo por los crujidos de las patas de los caballos en la nieve.

Al cabo de un rato, el zorrero tose nerviosamente.

—¿Quiere un trago? —dice, sacando una botella de una alforja de lana tejida.

—¿Es caña?

—¡De la buena! —replica el joven, pasándole la botella.

La descorcha y bebe gargareando lentamente. El joven la empina a su vez, con cierta fruición, que demuestra gustarle la bebida, y continúan de nuevo en silencio su camino.

—¡Ni una gota de viento! —dice de pronto el zorrero, después de otra tos nerviosa, tratando de entablar conversación.

—¡Mm…, mm…! —profiere el hombre del chaquetón, como si hubiera sido fastidiado.

El zorrero lo mira con más tristeza que desabrimiento, y comprendiendo que aquel hombre parece estar ensimismado en algún pensamiento y no desea ser interrumpido, lo deja tranquilo y sigue, silencioso, a su lado, tratando de buscar uno propio en el cual ensimismarse.

Van juntos por un mismo camino; pero más juntos que ellos van los caballos, que acompasan el ritmo de sus trancos, echando el zaino de cuando en cuando una ojeada que le devuelve el malacara, y hasta el carguero da un trotecito corto para alcanzar a sus compañeros cuando se queda un poco atrás.

Pronto el zorrero encuentra el entretenimiento con que su imaginación viene solazándose desde hace dos años. Esta vez los tragos de caña dan más vida al paisaje que su mente suele recorrer; este es el de una isla, verde como una esmeralda, allá en el fondo del archipiélago de Chiloé, y en medio de ella el blanco delantal de Elvira, su prometida, que sube y baja entre el mar y el bosque, como el ala de una gaviota o la espuma de una ola. ¡Cuántas veces este ensueño le hizo olvidar hasta los mismos zorros, mientras galopaba por los parajes donde armaba sus trampas! ¡Cuántas veces cogido por una extraña inquietud remontaba con sus caballos las colinas y las montañas, porque cuanto más subía, más cerca se hallaba de aquel lugar amado!

De muy diversa índole son las cosas que el trago de caña aviva en la imaginación del otro. Un recuerdo, como un moscardón empecinado que no se logra espantar, empieza a rondar la mente de aquel hombre, y junto con ese recuerdo, una idea angustiosa comienza también a empujarlo, como el vértigo, a un abismo. Se había prometido no beber jamás tanto por lo uno como por la otra; pero hace tanto frío y la invitación fue tan sorpresiva, que cayó de nuevo en ello.

El recuerdo tormentoso data desde hace más de cinco años. Justamente los que debía haber estado en la cárcel, si la policía hubiera descubierto al autor del crimen del austriaco Bevan, el comprador de oro que venía del páramo y que fue asesinado en ese mismo camino, cerca del manchón de matas negras que acababan de cruzar.

¡Cosa curiosa! El tormento del primer golpe de recuerdos poco a poco va dando paso a una especie de entretenimiento imaginativo, como el del zorrero. No se necesitaba —piensa— tener mucha habilidad para cometer el crimen perfecto en aquellas lejanas soledades. La policía, más por procedimiento que por celo, busca durante algún tiempo y luego deja de indagar. ¿Un hombre que desaparece? ¡Si desaparecen tantos! ¡Algunos no tienen interés en que se les conozca ni la partida, ni la ruta, ni la llegada! ¡De otros se sabe algo solo porque la primavera descubre sus cadáveres debajo de los hielos!

La tos nerviosa del cazador de zorros vuelve a interrumpir el silencio.

—¿Otro trago? —invita, sacando la botella.

El hombre del chaquetón de cuero se remueve como si por primera vez se diera cuenta de que a su lado viene alguien. El zorrero le pasa la botella, mientras sus ojos parpadean con su tic característico.

Aquel descorcha la botella, bebe, y esta vez la devuelve sin decir siquiera gracias. Una sombra de malestar, tristeza o confusión vuelve a cruzar el rostro del joven, quien a su vez bebe, dejando la botella en la mitad.

El tranco de los caballos continúa registrándose monótonamente en el crujido de la nieve, y cada uno de los hombres prosigue con sus pensamientos, uno al lado del otro.

«Con esta última zorreada completaré la plata que necesito para dejar la Tierra del Fuego —piensa el zorrero—. Al final de la temporada iré a mi isla y me casaré con Elvira». Al llegar a esta parte de su acostumbrado sueño, entrecierra los ojos, dichoso, absolutamente dichoso, porque después de ese muro de dicha ya no había para él nada más.

En el otro no había muro de dicha; pero sí un malsano placer, y como quien se acomoda en la montura para reemprender un largo viaje, acomoda su imaginación desde el instante, ya lejano, en que empezó ese crimen.

Fue más o menos en ese mismo lugar donde se encontró con Bevan; pero las circunstancias eran diferentes.

En el puesto de cerro Redondo supo que el comprador de oro iba a cruzar desde el páramo, en la costa atlántica, hasta el Río del Oro, en la del Pacífico, donde debía tomar el barco para trasladarse a Punta Arenas.

En San Sebastián averiguó la fecha de la salida del barco, y calculando el andar de un buen caballo se apostó anticipadamente en el lugar por donde debía pasar.

Era la primera vez que iba a cometer un acto de esa índole y le extrañó la seguridad con que tomó su decisión, cual si se hubiera tratado de ir a cortar margaritas al campo, y más aún, la serenidad con que lo planeó.

Sin embargo, un leve desabrimiento, algo helado, lo conmovía a veces por unos instantes; pero esto lo atribuía más bien al hecho de que no sabía con quién tenía que habérselas. Un comprador de oro no podía ser un carancho cualquiera, si se aventuraba solo por aquellos parajes. Pero a la vez algo le decía que ese desasosiego, eso algo helado, le venía de más adentro. Sin embargo, no se creía cobarde ni lerdo de manos; ya se lo había probado en Policarpo, cuando por culpa de unos naipes marcados tuvo que agarrarse a tiros con varios, dando vuelta definitivamente a uno.

Claro que ahora no se trataba de una reyerta. ¡Era un poco distinto matar a sangre fría a un hombre para quitarle lo que llevaba, a hacerle lo mismo jugándole al monte!

¡Pero qué diablos iba a hacerle! La temporada de ese año había estado mala en la Tierra del Fuego. Era poco menos que imposible introducir un «zepelín» en una estancia. Y ya la gente no se apiñaba a su alrededor cuando baraja en mano invitaba con ruidosa cordialidad: «Hagamos un jueguito, niños, para entretenernos». Además, muchos eran ya los que habían dejado uno o más años de sudores en el «jueguito», y cada vez se hacía más difícil volver a pasar por los lugares donde más de una exaltada víctima había sido contenida por el caño de su Colt.

Tierra del Fuego ya no daba para más, y el «negocio» de Bevan era una buena despedida para «espiantar» al otro lado del estrecho, hacia la Patagonia.

«¡Bah!… —se dijo la mañana en que se apostó a esperar al comprador de oro y como para apaciguar ese algo helado que no dejaba de surgir de vez en cuando desde alguna parte de su interior—. Si él me hubiera jugado al monte, le habría ganado hasta el último grano de oro, y al fin y al cabo todo hubiera terminado en lo mismo, en un encontrón en el que iba a quedar parado solo el más vivo».

Cuando se tendió al borde de una suave loma para ver aparecer en la distancia al comprador de oro, una bandada de avutardas levantó el vuelo como un pedazo de pampa que se desprendiera hacia al cielo y pasó sobre su cabeza disgregándose en una formación triangular. Las contempló, sorprendido, como si viera alejarse algo de sí mismo de esa tierra; era una bandada emigratoria que dirigía su vuelo en busca del norte de la Patagonia. Cada año ocurría lo mismo: al promediar el otoño todos esos pájaros abandonaban la Tierra del Fuego y solo él y las bestias quedaban apegados a ella; pero ahora él también volaría, como las avutardas, en busca de otros aires, de otras tierras y quién sabe si de otra vida…

¡Nunca vio tan bien el pasto como esa tarde! La pampa parecía un mar de oro amarillo, rizado por la brisa del oeste. ¡Nunca se había dado cuenta de la presencia tan viva de la naturaleza! De pronto, en medio de esa inmensidad, por primera vez también se dio cuenta de sí mismo, como si de súbito hubiera encontrado otro ser dentro de sí. Esta vez, ese algo helado surgió más intensamente dentro de él, y lo hizo temblar. A punto estuvo de levantarse, montar a caballo y huir a galope tendido de ese lugar; mas echó mano atrás, sacó una cantimplora tableada, desatornilló la tapa de aluminio y bebió un trago de la caña con que solía espantar el frío y que en esta ocasión espantó también ese otro frío que le venía desde adentro.

A media tarde surgió en lontananza un punto negro que fue destacándose con cierta nitidez. Inmediatamente se arrastró hondonada abajo, desató las maneas del caballo, montó y partió al tranco, como un viajero cualquiera. Escondiéndose detrás de la loma, endilgó su cabalgadura de manera que pudo tomar la huella por donde venía el jinete, mucho antes de que este se acercara.

Continuó en la huella con ese tranco cansino que toman los viajeros que no tienen apuro en llegar. Se dio vuelta una vez a mirar, y por la forma en que el jinete había acortado la distancia se percató de que venía en un buen caballo trotón y de que llevaba otro de tiro, alternándolos en la montura de tiempo en tiempo.

Sacó otra vez la cantimplora, se empinó otro trago de caña y se sintió más firme en los estribos.

«Si con este trote pasa de largo —pensó—, me será más fácil liquidarlo por atrás. Si se detiene y seguimos juntos el camino, la cosa se hará más difícil».

El caballo fue el primero en percibir el trote que se acercaba; paró las orejas y las movió como dos pájaros asustados. Luego él también sintió el amortiguado trapalón de los cascos de los caballos sobre la pampa; fue un golpear sordo que llegó a repercutirle extrañamente en el corazón. La honda helada surgió de nuevo, y lo hizo temblar. De pronto, le pareció que el atacado iba a ser él, y sin poderse contener dio vuelta la cabeza para mirar. Un hombre grande, entrado en años, con el rítmico trote inglés, avanzaba sobre un caballo negro empapado de sudor y espuma; a su lado trotaba un alazán tostado de relevo. Notó una corpulencia armónica entre el hombre y sus bestias, y por un momento se acobardó ante la vigorosa presencia del que llegaba.

Ya encima, los trotones se detuvieron de golpe en una sofrenada, a la izquierda de él. A pesar de que había dejado un lugar para que pasara a su derecha, el comprador de oro se ladeó prudentemente hacia el otro lado.

Le pareció más un vagabundo de las huellas que un comerciante de oro. Boina vasca, pañuelo negro al cuello, amplio blusón de cuero, pantalones bombachos y botas de potro por cuyas cañas cortas se asomaban burdas medias de lana blanca. Esta vestimenta, vieja, raída y arrugada, armonizaba con el rostro medio barbudo, largo y cansado; sin embargo, en una rápida ojeada percibió un brillo penetrante en los ojos y un mirar soslayado que delataban una energía oculta o domeñada, que podía movilizar vigorosamente, cual un resorte, toda esa corpulencia desmadejada en un instante.

—¡Buenas tardes! —dijo, poniéndose al tranco de la otra cabalgadura.

—¡Buenas! —le contestó.

—¿A San Sebastián?

—¡No, para China Creek!

El acento con que se entrecruzó este diálogo no lo olvidaría jamás, pues le extrañó hasta el sonido de su propia voz. Sintió que lo miraba de arriba abajo buscándole la vista; pero él no se la dio, y así siguieron, silenciosos, uno al lado del otro, al tranco de sus cabalgaduras, amortiguado por el césped del pasto coirón.

De pronto, con cierta cautelosa lentitud, deslizó su mano hacia el bolsillo de atrás. Se dio cuenta de que el comprador de oro percibió el movimiento por el rabillo del ojo y, a su vez, con una rapidez y naturalidad asombrosas, introdujo también su mano izquierda por la abertura del blusón de cuero. Ambos movimientos fueron hechos casi al unísono. Pero él saco de su bolsillo de atrás la cantimplora de caña… y se la ofreció desatornillándola.

—¡No bebo, gracias! —contestóle, sacando a su turno, lentamente, un gran pañuelo rojo con el que se sonó ruidosamente las narices.

Quedaron un rato en suspenso. El trago de caña le hizo recuperar la calma perdida por aquel instante de emoción; mas no bien se hubo repuesto, el comprador, sin perderle de vista un momento, espoleó su cabalgadura y, apartándose en un rápido esguince hacia la izquierda, le gritó:

—¡Hasta la vista!

—¡Hasta la vista! —le contestó; pero al mismo tiempo un golpe de angustia violento cogió todo su ser y vio el cuerpo de su víctima, sus ropas, su cara, sus caballos mismos, en un todo oscuro, como el boquete de un abismo, cual el imán de un vértigo que lo atraía desesperadamente, y sin poderse contener, casi sin mover la mano que afirmaba en la cintura, sacó el revólver que llevaba entre el cinto y el vientre y disparó casi a quemarropa, alcanzando a su víctima en pleno esguince.

Con el envión que llevaba, el cuerpo del comprador de oro se ladeó a la izquierda y cayó pesadamente al suelo, mientras sus caballos disparaban despavoridos por el campo.

Detuvo su caballo. Cerró los ojos para no ver a su víctima en el suelo, y se hundió en una especie de sopor, del cual fue saliendo con un profundo suspiro de alivio, cual si acabara de traspasar el umbral de un abismo o terminar la jornada más agotadora de su vida.

Volvió a abrirlos cuando el caballo quiso encabritarse a la vista del cadáver, y se desmontó, ya más serenado.

Los ojos del comprador de oro habían quedado medio vueltos, como si hubieran sido detenidos en el comienzo de un vuelo.

La conmoción lo agotó; pero después del vértigo tan intenso, cayó en una especie de laxitud, en medio de la cual, más sensible que nunca, fue percibiendo lentamente ese algo helado que le venía desde adentro. Se estremeció, miró al cielo y le pareció ver en él una inmensa trizadura, azul y blanca, como la que había en los descuajados ojos de Bevan.

Del cielo volvió su mirada a la yerta del cadáver, y sin darse cuenta de lo que iba a hacer, se acercó, lo tomó, lo alzó como un fardo, y al ir colocarlo sobre la montura de su caballo, este dio un salto y huyó desbocado campo afuera, dejándole el cadáver en sus brazos.

Estático, se quedó con él a cuestas; pero pesaba tanto, que para sostenerlo cerró los ojos haciendo un esfuerzo; esfuerzo que se fue transformando en un dolor; dolor que se diluyó en un desconsuelo infantil, sintiéndose inmensamente solo en medio de un mundo descorazonado y hostil. Cuando los abrió, el pasto de la pampa tenía un color brillante, enhiesto y rojo, como una sábana de fuego que le quemara los ojos. Miró a su alrededor, desolado, y como a cien metros vio un grupo de matas negras. Quiso correr hasta ellas para ocultar el cadáver; quiso huir en la dirección en que había perdido el caballo; pero no pudo, dio solo unos cuantos pasos vacilantes, y para no caer, se sentó sobre el pasto. Tembloroso, desatornilló la cantimplora y bebió el resto de la caña. Luego, más repuesto, se levantó siempre obsesionado por la idea de esconder el cadáver, y no encontrando dónde lo poseyó un nuevo furor, otro abismo y otro vértigo, y sacando de la entrebota un cuchillo descuerador, despedazó a su víctima como si fuera una res.

En el turbal que quedaba detrás de unas matas negras, levantó varios champones y fue ocultando los trozos envueltos en las ropas. Cuando vio que sobre la turba no quedaba más que la cabeza, lo asaltó de súbito un pensamiento que lo enloqueció de espanto: ¡el oro! ¡No se había acordado de él!

Miró. Sobre la turba pardusca no quedaba más que la cabeza de Bevan, mirando con sus ojos descuajados. No pudo volver atrás. Ya no daba más, el turbal entero empezó a temblar bajo sus pies; las matas negras, removidas por el viento, parecían huir despavoridas, como si fueran seres; la pampa aceró su fuego, y la trizadura azul y blanca se hendió más en el cielo. Tomó la cabeza entre sus manos para enterrarla; pero no halló dónde; todo huía, todo temblaba; la trizadura que veía en los ojos cadavéricos y en la comba del cielo empezó a trizar también los suyos. Parpadeó, y las trizaduras aumentaron; mil agujillas de trizaduras de luz traspasaron su vista, le cerraron todo el horizonte, y entonces, como una bestia enceguecida, corrió detrás de las matas negras que huían, alcanzó a tirar la cabeza en medio de ellas, y siguió corriendo hasta caer de bruces sobre la pampa, trizado él también por el espanto.

—¿Qué tiene? ¡Está temblando! —interrumpe el joven zorrero al ver que su compañero tirita, mientras gruesas gotas de sudor le resbalan por la sien.

—¡Oh!… —exclama sobresaltado y, como reponiéndose de un susto, se abre en su cara por primera vez una sonrisa helada, como la de los muertos empalados, dejando salir la misma voz estragada—. ¡La caña…, la caña para el frío me dio más frío!…

—Si quiere, queda un poco todavía —le dice el zorrero, sacando la botella y pasándosela.

La descorcha, bebe y la devuelve.

«¡Pero a este lo mato como a un chulengo de un rebencazo!», piensa, sacudiéndose en la montura, mientras la caña le recorre el cuerpo con la misma y antigua onda maléfica.

—¿Le pasó el frío? —dice el joven, tratando de entablar conversación.

—Ahora sí.

—Esta es mi última zorreada. De aquí me voy al norte, a casarme.

—¿Ha hecho plata?

—Sí, regular.

«Este se entrega solo, como un cordero», piensa para sus adentros, templado ya hasta los huesos por el trago de caña.

—¡Hace cinco años yo pasaba también por este mismo lugar para irme al norte y perdí toda mi plata!

—¿Cómo?

—No sé. La traía en oro puro.

—¿Y no la encontró?

—¡No la busqué! ¡Había que volver para atrás y no pude!

El cazador de zorros se lo quedó mirando, sin comprender.

—¡Buena cosa, dicen que la Tierra del Fuego tiene maleficio! ¡Siempre le pasa algo al que se quiere ir!

—¡De aquí creo que no sale nadie! —dijo, mirando de reojo el cuello de su víctima, y pensando que era como el de un guanaquito que estaba al alcance de su mano.

«¡Bah… —continuó pensando—, esta vez sí que no me falla! ¡El que se va a ir de aquí voy a ser yo y no él! ¡La primera vez no más cuesta; después es más fácil, y ya no se me pondrá la carne de gallina!».

El silencio vuelve a pesar entre los hombres, y no hay más ruido que el monótono fru-fru de los cascos de los caballos en la nieve.

«¡Ahora, ahora es el momento de despachar a este pobre diablo de un rebencazo en la nuca!», piensa, mientras la caña ha aflojado y la olvidada onda helada vuelve a surgir de su interior; pero esta vez más leve; como más lento y sereno es también el nuevo vértigo que empieza a cogerlo y no le parece tan grande el umbral del abismo que va a traspasar.

Con un vistazo de reojo mide la distancia. Da vuelta el rebenque, lo toma por la lonja, y afirma la cacha sobre la montura, disimuladamente. Ajeno a todo, el zorrero solo parece pensar en el monótono crujido de los cascos sobre la nieve.

«¡A este no hay nada que hacerle; la misma nieve se encargará de cubrirlo!», se dice, dispuesto ya a descargar el golpe.

Contiene levemente las riendas para que su cabalgadura atrase el paso y…

Al ir a dar el rebencazo, el zorrero se vuelve, sonriente, sus ojos parpadean, y entre ese parpadeo él ve, idénticos, patéticos, los ojos de Bevan, la honda trizadura del cielo, la mirada trizada de la cabeza tronchada sobre la turba; las mil trizaduras que como agujillas vuelven a empañarle la vista y, enceguecido, en vez de dar el rebencazo sobre la nuca de su víctima, lo descarga sobre el anca de su caballo, entierra la espuela en uno de los ijares y la bestia da un brinco de costado, resbalándose sobre la nieve. Con otra espoleada, el corcel logra levantarse y se estabiliza sobre sus patas traseras.

—¡Loco el pingo! ¿Qué le pasa? —exclama el zorrero, sorprendido.

—¡Es malo y espantadizo este chuzo! —contesta, volviendo a retomar la huella.

Vuelve a reinar el silencio, solo, pesado, vivo, y a escucharse el crujido de los cascos en la nieve; pero poco a poco un leve rumor comienza también a acompasar al crujido: es el viento del oeste que empieza a soplar sobre la estepa fueguina.

El zorrero se arrebuja en su poncho de loneta blanca. El otro levanta el cuello de su chaquetón de cuero negro. En la distancia, como una brizna caída en medio de la inmensidad, empieza a asomar una tranquera. Es la hora del atardecer. El silbido del viento aumenta. El zorrero se encoge y de su mente se espanta el blanco delantal de Elvira, como la espuma de una ola o el ala de una gaviota arrastrada por el viento. El otro levanta su cara de palo como un buey al que le han quitado un yugo y la pone contra las ráfagas. Y ese fuerte viento del oeste, que todas las tardes sale a limpiar el rostro de la Tierra del Fuego, orea también esta vez a esa dura faz, y barre de esa mente el último vestigio de alcohol y de crimen.

Han traspasado la tranquera. Los caminos se bifurcan de nuevo. Los dos hombres se miran por última vez y se dicen:

—¡Adiós!

—¡Adiós!

Dos jinetes, como dos puntos negros, empiezan a separarse y a horadar de nuevo la soledad y la blancura de la llanura nevada.

Junto a la tranquera queda una botella de caña, vacía. Es el único rastro que a veces deja el paso del hombre por esa lejana región.

FIN

Guía de apoyo a la lectura: La botella de caña, resumen y análisis

Resumen de La botella de caña de Francisco Coloane

En el cuento La botella de caña de Francisco Coloane, dos jinetes solitarios atraviesan la vasta y desolada llanura nevada de Tierra del Fuego. Sus caminos se encuentran en medio de la blancura inmaculada, destacándose por sus siluetas contrastantes: uno corpulento, vestido con un chaquetón de cuero negro, y el otro más menudo, envuelto en un poncho blanco. Tras un breve intercambio de saludos, ambos continúan su travesía en silencio, marcados por la soledad imponente del paisaje.

El zorrero, el hombre envuelto en el poncho blanco, ofrece al otro un trago de caña de su botella, iniciando una tensa camaradería. Este gesto desata en cada uno recuerdos y pensamientos profundos. El zorrero se refugia en sueños de un futuro mejor junto a su amada Elvira, imaginando una vida lejos de la hostil Tierra del Fuego. Por su parte, el hombre del chaquetón de cuero, cuyo rostro marcado refleja una vida de dureza, se sumerge en memorias perturbadoras de un crimen cometido años atrás. Se revela que él es el asesino de Bevan, un comprador de oro, cuya muerte violenta le ha dejado una sombra persistente de culpa y miedo.

A medida que avanzan, el zorrero comparte sus planes de abandonar Tierra del Fuego y casarse, mientras que el otro, atrapado en sus propios demonios internos, comienza a considerar la posibilidad de matar a su compañero para robarle su dinero y así garantizar su propia huida. La botella de caña se convierte en un símbolo cargado, conectando y a la vez separando a los dos hombres. La tensión se incrementa cuando el asesino planea golpear al zorrero con su rebenque, pero en el último instante, una visión de su anterior víctima lo paraliza.

El cuento culmina con ambos jinetes separándose al llegar a una tranquera, cada uno tomando un camino distinto. El asesino, todavía atormentado por sus recuerdos y acciones, es barrido simbólicamente por el viento del oeste, que limpia tanto el paisaje como su mente del último rastro de alcohol y crimen. La botella de caña, ahora vacía, queda junto a la tranquera como el único rastro de su efímero encuentro, una marca silenciosa del paso humano en la inhóspita región de Tierra del Fuego.

Personajes de La botella de caña de Francisco Coloane

El hombre del chaquetón de cuero: El personaje más enigmático y complejo del cuento es el hombre corpulento, vestido con un chaquetón de cuero negro. Su rostro, marcado por la intemperie, refleja una vida de dureza y experiencias traumáticas. Este hombre, cuyo nombre no se revela, es un asesino que carga con el peso de un crimen cometido cinco años atrás: el asesinato de Bevan, un comerciante de oro. El trauma de este acto lo consume y lo convierte en una figura sombría, siempre al borde del abismo moral. Su lucha interna es palpable a lo largo del cuento, especialmente cuando considera asesinar al zorrero para robarle y asegurar su escape. Sin embargo, su incapacidad para ejecutar este segundo crimen, debido a las visiones del pasado, subraya su fragilidad y humanidad. Coloane presenta a este personaje como una amalgama de brutalidad y vulnerabilidad, atrapado en un ciclo de violencia y arrepentimiento.

El zorrero: El cazador de zorros, más menudo y envuelto en un poncho blanco, contrasta fuertemente con su acompañante. Su rostro sonrosado y sus ojos húmedos sugieren una sensibilidad y una vida de sueños y esperanzas, a pesar de las duras condiciones en las que vive. El zorrero es un personaje optimista, enfocado en un futuro mejor junto a su prometida, Elvira. Este sueño de amor y escape a una isla verde en Chiloé es su refugio mental, una fantasía que lo mantiene en pie en la inhóspita Tierra del Fuego. A diferencia del hombre del chaquetón de cuero, el zorrero no lleva consigo un pasado criminal, sino una esperanza genuina de redención y felicidad. Sin embargo, su inocencia y franqueza lo ponen en peligro, convirtiéndolo en una potencial víctima de la desesperación del otro.

Bevan (mencionado): Aunque Bevan no aparece físicamente en el cuento, su presencia es crucial. Asesinado cinco años antes por el hombre del chaquetón de cuero, Bevan es el comerciante de oro cuyo crimen quedó impune. Este asesinato es el eje del tormento del protagonista, y la descripción de Bevan – un hombre corpulento y vigoroso – contrasta con la imagen deteriorada del asesino. Bevan representa tanto una víctima de la violencia como un recordatorio constante de la culpa y el miedo que acechan al protagonista.

Elvira (mencionada): Elvira, la prometida del zorrero, es una figura idealizada que nunca aparece en el cuento, pero que tiene una presencia significativa en la mente del cazador de zorros. Su imagen, asociada con la pureza y la esperanza, es un faro de luz en la oscuridad del paisaje fueguino. Elvira simboliza el sueño de una vida mejor, un escape de las condiciones adversas y una promesa de amor y estabilidad.

Análisis de La botella de caña de Francisco Coloane

La botella de caña de Francisco Coloane se sitúa en la inhóspita y desolada Tierra del Fuego, un paisaje vasto y nevado que se convierte en un personaje más de la historia, moldeando y reflejando las emociones y las acciones de los protagonistas. La narrativa se desarrolla en este escenario blanco y silencioso, donde dos jinetes solitarios se encuentran y comparten un tramo de su viaje, sus pensamientos y sus historias. El ambiente hostil y desolado refuerza la sensación de aislamiento y tensión entre los personajes, creando un telón de fondo que amplifica el drama interno que ambos hombres experimentan.

La historia está narrada en tercera persona, permitiendo al lector un acceso directo a las mentes y emociones de los dos personajes principales. Esta perspectiva omnisciente es crucial, ya que revela los pensamientos más íntimos y oscuros de los protagonistas, especialmente del hombre del chaquetón de cuero, cuyo pasado criminal y tormento interno se desentrañan a través de sus reflexiones y recuerdos. Esta técnica narrativa enriquece el cuento, ofreciendo una comprensión profunda de la psicología de los personajes y del impacto de sus experiencias pasadas en sus acciones presentes.

Coloane aborda varios temas importantes en el cuento, entre ellos la soledad, la culpa, la redención y la lucha interna entre el bien y el mal. La soledad se manifiesta no solo en el paisaje vasto y desolado, sino también en la relación distante y tensa entre los dos hombres. La culpa y la búsqueda de redención son particularmente evidentes en el personaje del hombre del chaquetón de cuero, cuya vida está marcada por un crimen que no puede olvidar y que lo persigue constantemente. La lucha interna entre la tentación de cometer otro acto violento y la incapacidad de hacerlo muestra la complejidad de su carácter y su batalla moral.

El estilo de escritura de Coloane es directo y evocador, utilizando un lenguaje descriptivo que capta la crudeza y la belleza del paisaje fueguino. Su prosa es sobria y efectiva, creando una atmósfera densa que envuelve al lector y lo sumerge en la experiencia de los personajes. El tono de la narración es sombrío y reflexivo, acorde con la gravedad de los temas tratados y con el entorno hostil en el que se desarrolla la historia. El ritmo del cuento es pausado pero tenso, reflejando el lento avance de los jinetes a través de la nieve y la creciente tensión entre ellos.

Entre las técnicas literarias empleadas por Coloane destaca el uso del monólogo interior, que permite explorar los pensamientos y emociones de los personajes de manera profunda y detallada. También es notable el simbolismo de la botella de caña, que actúa como un catalizador para los recuerdos y las decisiones de los protagonistas. Este objeto aparentemente simple se carga de significados complejos, conectando y separando a los personajes a lo largo de la historia.

El contexto histórico y cultural de Tierra del Fuego influye significativamente en la historia. La región, conocida por su aislamiento y sus duras condiciones climáticas, refleja y magnifica las luchas internas de los personajes. La dureza del entorno se convierte en un espejo de la dureza de sus vidas y decisiones. Además, el contexto de los cazadores de zorros y los aventureros que poblaban la región añade una capa de autenticidad y realismo a la narrativa, situando a los personajes en un tiempo y lugar específicos que influyen en sus comportamientos y destinos.

El sentido y propósito del cuento pueden interpretarse de varias maneras. Una interpretación plausible es que Coloane busca explorar la naturaleza humana en sus extremos, mostrando cómo las circunstancias difíciles pueden sacar lo mejor y lo peor de las personas. A través de la interacción entre los dos jinetes, el autor revela las complejidades de la moralidad y la redención, sugiriendo que incluso en los paisajes más desolados y en las vidas más marcadas por el crimen y la desesperanza, siempre hay espacio para la reflexión y el cambio.

En conclusión, La botella de caña es un relato que combina una narrativa tensa y evocadora con una exploración profunda de la psicología humana y los desafíos morales. Francisco Coloane, mediante su estilo directo y su uso efectivo del paisaje y los símbolos, ofrece una visión penetrante de la soledad y la redención en el contexto implacable de Tierra del Fuego. La historia, rica en detalles y matices, invita a los lectores a reflexionar sobre las luchas internas y las decisiones que definen nuestras vidas.

Comentario general sobre el cuento La botella de caña de Francisco Coloane

La botella de caña es una obra que trasciende su aparente simplicidad para ofrecer una reflexión profunda sobre la condición humana. Francisco Coloane utiliza el inhóspito paisaje de Tierra del Fuego no solo como escenario, sino como un personaje más que moldea y refleja las emociones de los protagonistas. La soledad, la desesperanza y la redención se entrelazan en un relato donde cada elemento, desde el silencio de la nieve hasta el acto de compartir una botella de caña, está cargado de significado.

El cuento destaca por su capacidad para sumergir al lector en el mundo interno de los personajes. El hombre del chaquetón de cuero y el zorrero representan dos facetas de la existencia humana: la lucha contra los propios demonios y la búsqueda de un futuro mejor. La habilidad de Coloane para capturar estas luchas internas, utilizando un estilo narrativo directo y evocador, permite que los lectores no solo comprendan, sino que sientan las tensiones y dilemas que enfrentan los personajes.

La botella de caña, objeto central del relato, simboliza la fragilidad de las decisiones humanas y el fino equilibrio entre la redención y la caída en el abismo moral. Este símbolo, sencillo pero potente, sirve como hilo conductor que une las historias de los dos jinetes, mostrando cómo un simple acto de compartir puede desencadenar una cascada de recuerdos y emociones. La interacción entre los personajes alrededor de la botella revela mucho sobre sus respectivas personalidades y pasados, añadiendo una capa adicional de profundidad a la narrativa.

El final del cuento, con los dos hombres separándose nuevamente en la vastedad de la llanura nevada, sugiere una especie de vuelta al ciclo interminable de soledad y búsqueda. La botella vacía que queda atrás simboliza no solo el paso efímero de los humanos por la vida, sino también las huellas de sus decisiones y acciones. Este desenlace abierto permite a los lectores reflexionar sobre los temas centrales de la historia y las posibles rutas de redención y condena que enfrenta cada personaje.

En última instancia, La botella de caña es un testimonio del talento de Coloane para explorar la complejidad de la naturaleza humana en un contexto extremo. Su habilidad para tejer una narrativa rica en simbolismo y emoción, sin caer en clichés ni simplificaciones, convierte este cuento en una pieza memorable que invita a una reflexión continua sobre la moralidad, la soledad y la redención. La profundidad del relato, junto con su estilo evocador y atmósfera penetrante, asegura que la historia resuene en la mente del lector mucho después de haberla terminado.

Para que público se recomienda el cuento La botella de caña de Francisco Coloane

La botella de caña de Francisco Coloane es un cuento que, debido a su contenido y temas, está más apropiado para lectores adolescentes y adultos. La narrativa aborda cuestiones complejas como la culpa, la redención, la violencia y la soledad, temas que requieren una cierta madurez emocional y capacidad de análisis crítico para ser comprendidos en su totalidad.

El tono sombrío y el ambiente inhóspito de la Tierra del Fuego crean una atmósfera densa que puede resultar desafiante para lectores jóvenes. Además, la exploración de los tormentos internos del personaje principal y su lucha con un pasado criminal añade una capa de profundidad que podría no ser adecuada para un público infantil. La introspección y los monólogos interiores del protagonista demandan una habilidad para entender la psicología humana y las consecuencias morales de las acciones, algo que se desarrolla más plenamente en la adolescencia y la adultez.

Para los adolescentes mayores y los adultos, el cuento ofrece una rica experiencia de lectura. Los jóvenes de 16 años en adelante pueden encontrar en esta historia una oportunidad para reflexionar sobre los aspectos más oscuros de la naturaleza humana y las complejidades de la vida en un entorno extremo. Los temas de arrepentimiento y esperanza pueden resonar con ellos de manera significativa, proporcionando una valiosa perspectiva sobre la redención y la lucha interna.

En resumen, La botella de caña es recomendable para un público que ha alcanzado un nivel de madurez suficiente para apreciar y comprender las sutilezas y profundidades de la narrativa de Coloane. La riqueza temática y la intensidad emocional del cuento lo convierten en una lectura ideal para adolescentes mayores y adultos que buscan explorar las complejidades del alma humana en un contexto desafiante como el de la Tierra del Fuego.

Francisco Coloane - La botella de caña
  • Autor: Francisco Coloane
  • Título: La botella de caña
  • Publicado en: Tierra del Fuego (1956)