George Saunders: La infelicidad del peluquero

George Saunders

Por las mañanas el peluquero dejaba a sus estilistas dentro y se sentaba ante el establecimiento a beber café y comerse con los ojos a toda mujer que pasara. Se comía con los ojos a las viejas, las embarazadas, las mujeres de los anuncios de los autobuses y, esa mañana, a una mujer de pelo negro cortado al rape y mejillas surcadas de lágrimas que no estaría la mitad de mal solo con que se esforzara, se arreglara un poco la cara y se gastara algo en ropa presentable, unos leotardos blancos y una falda corta a lo mejor, unas botas altas, un sombrero vaquero y un purito, por ejemplo; y se la imaginó arrodillada sobre un tosco sofá mexicano, en una pequeña choza de adobe, desafiándolo a que la tomara, y al poco se habían adentrado en una especie de campo de frijoles mientras algunos mariachis tocaban una suave melodía de guitarras, aunque en realidad mejor los ponía detrás de unos árboles o un muro de piedra, así no se ponían cachondos, se le echaban encima, lo apuñalaban y pasaban por la piedra a Miss Hacienda mientras él moría desangrado; aunque pensándolo bien, mejor olvidarse por completo de los mariachis, pondría la suave melodía de guitarras en el equipo de música y dejaría la puerta abierta, aunque en realidad ¿qué hacía un equipo de música en una choza mexicana? ¿Habría enchufes? Además, ¿cómo iba a entablar conversación con ella? Podía alabarle el pelo, luego invitarla a un café. Diría que en tanto que profesional de los cuidados capilares, sabía algo de cabellos y, vaya, tenía un pelo fabuloso; y, por cierto, ¿le apetecía un café? Solo que siempre decían que no. Últimamente, solo le decían no, no, no. Además no tenía ningún acceso a un campo de frijoles o una choza de adobe. Podían hacerlo en su patio pero no sería lo mismo porque los Jeeper lo habían convertido fundamentalmente en un museo del excremento, además su madre llamaría al 911 a la mínima insinuación de gemido sexy.

Esos, los de esa agente de los parquímetros, esos sí que eran melones potentes. Aunque la cara la tenía como ajada. Pero si tomabas esos melones y se los colocabas a Miss Hacienda, vaya, eso sí que sería hablar en serio. Solo los melones de la agente, algunas ropas presentables, una pequeña depilación sobre el labio superior y la voz supersexy de la bibliotecaria que desviaba la mirada cuando él se la comía con los ojos, y tenías a su mujer perfecta, y, vaya, juntos serían felices para siempre, siempre que ella mantuviera una actitud positiva, claro, lo cual pensándolo bien podía ser un problema, porque ¿por qué diantres iba llorando por la calle?

Miss Hacienda entró a través del hueco de un seto y desapareció en la iglesia episcopaliana.

¿Por qué entraba en la iglesia en un día de entre semana? A lo mejor tenía un problema. A lo mejor estaba preñada. Si entraba a la iglesia tras ella y le decía que sabía algo de problemas, habiendo nacido como había nacido sin dedos de los pies, a lo mejor ella aceptaría tomar un café con él. Estaba cansado de volver a casa y encontrar solo a su madre. Últimamente se le quedaba dormida con la cabeza apoyada en el hombro mientras miraban la tele. A veces le preocupaba que alguien los viera por la ventana y se preguntara por qué se había casado con una señora tan mayor. Además, a veces le preocupaba que su madre se despertara y lo descubriera mirando a la chica negra de biquini plateado que montaba a caballo a cámara lenta sobre los charcos dejados por la marea en el número 1-900-SEXBOMB.

Se preguntó qué tal estaría Miss Hacienda con biquini plateado a cámara lenta. Aunque si estaba preñada no le convenía montar a caballo. Debería quedarse sentada, descansando. Alguien debería llevarle una taza de té. Debería irse a vivir con él y su madre. No se lo refregaría en las narices lo de haberse quedado preñada. Se mostraría cariñoso al respecto. Sería un buen amigo para ella y ni siquiera intentaría follársela; y ella enseguida se preguntaría por qué y empezaría a quererlo de verdad. Él le daría clases de preparación para el parto y cambiaría alegremente los pañales a altas horas de la madrugada; y al final, cuando hubiera perdido todo el sobrepeso, ella acudiría a su cama y como muestra de gratitud le echaría un polvazo que le dejaría secos los sesos, tras lo cual él se fumaría meditabundo junto a la ventana un cigarrillo y decidiría casarse con ella. Casi se le subían las lágrimas a los ojos pensando en cómo se le subirían las lágrimas a los ojos a ella cuando él pusiera una rodilla en el suelo para proponerle matrimonio, un bonito gesto que al imbécil que la dejó preñada no se le habría ocurrido ni en un millón de años, el déspota ese, y el hidepú podía pasar con el coche tantas veces como quisiera, lamentando con toda su alma la estupidez que había cometido mientras el bebé jugueteaba en el patio, era demasiado tarde, formaban una familia, y ya nada podría separarlos.

Pero tenía que acordarse de colocar una toalla bajo la puerta mientras fumaba meditabundo o a su madre le daría un berrinche, porque cuando fumaba siempre decía que todo olía a humo y le hacía lavar todas las piezas de ropa de la casa. Y era mejor que follaran en silencio si no estaban casados, porque su madre era de la vieja escuela. Vivir con su madre era un poco un incordio. Aunque más le valía a Miss Hacienda que se mostrara dispuesta a tolerarla, porque su madre era en realidad una excelente compañía siempre que no se olvidara de tomar sus medicamentos, y qué que tuviera casi ochenta años y se paseara por la casa en sostén limpiándose los dientes con hilo dental. Era su maldita casa.

Mejor que no le oyera nunca a Miss Hacienda una sola palabra en contra de su madre, que le había pagado los estudios en la escuela de peluquería, como, por ejemplo, preguntar por qué tenía esas espesas matas de pelo gris en las orejas, porque eso mataría a su madre, que siempre le estaba recordando al hombre del gas que había sido una preciosidad en el instituto. ¿Qué le parecería a Miss Hacienda que, después de toda una vida de matarse a trabajar, se llenara de arrugas, fuera perdiendo la memoria, y una putilla preñada vestida de vaquera mexicana se le metiera en la casa y empezara a quejarse del pelo de sus orejas? ¿Quién se creía Miss Hacienda que era, la reina de Saba? En lo que a él respectaba, se podía ir a parir a la iglesia episcopaliana, se seguiría haciendo pajas toda la vida en el pequeño taburete de ordeñar de la despensa antes que permitir que le hicieran daño a su madre, y no había más que hablar.

Cuando Miss Hacienda salió de la iglesia vio a un hombre de mediana edad, cintura ancha y nariz aguileña levantarse hecho una furia de un banco de madera y meterse de golpe en el Centro Capilar Mickey.

 

2

A la mañana siguiente su madre quiso una tortilla. Cuando él dijo que llegaba tarde ella dijo «no te preocupes» con un tono que dejaba claro que iba a volver a quemarse accidentalmente/adrede al hacerse con muchos aspavientos ella misma su tortilla. Así que hizo la tortilla. Cuando le preguntó si estaba buena, le dijo que estaba bien, lo cual significaba que estaba mal y que tenía que hacer panqueques. Así que hizo panqueques. Luego le dio un beso en la mejilla y salió pitando, puesto que llegaba tardísimo a la autoescuela.

La autoescuela estaba situada en lo que había sido un moderno parque de oficinas en la época Carter y era ya un abandonado búnker estucado con ventanas tintadas y un letrero remolcable que decía: «Autoscuela». Dentro había una mesa de reuniones que ocupaba casi toda una habitación que olía a mesa de reuniones colocada bajo la luz directa del sol con algunas manchas de café recalentado.

—Los tardones recibirán una tunda de azotes —dijo el monitor de la autoescuela.

—Lo siento —dijo el peluquero.

—Era una broma —dijo el monitor, entregándole un desordenado lote de fotocopias al peluquero, que intentaba desabrocharse la cazadora—. Lo que estaba diciendo es que nuestro objetivo es analizar algunas cosas o aspectos relacionados con la conducción, ¿vale? Eso quiere decir la seguridad, quiere decir si ir a una velocidad excesiva es algo que hacemos en el vacío o podría involucrar a un peatón, una víctima mortal o una familia que sale a dar un paseo, y entonces aparece uno, corriendo, sin tener demasiado en cuenta la seguridad o el destino de esa familia, ¿y qué sucede a continuación?

—¿Un choque? —dijo alguien.

—¿Un accidente? —dijo otro asistente.

—Un choque o un accidente, podrían ser las dos cosas —dijo el monitor—. Cualquiera podría o puede ser. Porque he visto, administrando los primeros auxilios, como sanitario, cuando muchas veces, y lo siento si esto os parece asqueroso o excesivo, me he encontrado en la ambulancia con un brazo o una mano cortados, incluso de niño, un bracito o incluso una piernecita muy pequeños, me he encontrado llorando sentado ahí dentro como si no hubiera pasado por todo un cursillo de entrenamiento, que sé que ninguno de vosotros ha pasado, pero yo sí, y ¿por qué estaba sosteniendo ese bracito o esa piernecita y llorando a moco tendido? Porque alguien como uno de vosotros mismos, que sois buenas personas, ya lo sé, no estoy diciendo eso, pero ¿qué fue lo que decidisteis? ¿Qué decidisteis? O ellos. Esa persona que cortó ese brazo de niño que yo llevaba el día que os digo.

Nadie lo sabía.

—Decidieron ir a una velocidad excesiva, eso es lo que hicisteis —dijo el monitor apesadumbrado, sintiendo lástima del niño manco y de las, por otra parte, buenas personas que en ese fatídico día habían querido ir a una velocidad excesiva y ahora se sentaban ante él, con la vida destrozada.

—Yo no le he dado a nadie —dijo una chica que llevaba una camiseta que decía: «Alarma incorporada»—. Solo me paró un policía.

—Sí, pero yo estoy hablando desde el punto de vista de la posibilidad, ¿vale? —dijo el monitor amablemente—. Estoy hablando de lo que pasa si salís de aquí como hombres y mujeres que no han cambiado sus esquemas mentales con el material que estoy a punto de presentaros en cuanto a fotos y dibujos, ¿vale? Algunas de cuyas cosas son choques y algunas heridas laborales que yo personalmente he vendado y algunas son heridas que hemos bajado de Internet para que tengáis la oportunidad de ver heridas que son nacionales, ¿vale? Pero ¿por qué? Por las consecuencias. Porque ¿estamos en esta tierra o en una isla, vale?

—Oh —dijo la chica Alarma, que ya parecía aleccionada y convencida.

Al otro lado de la ventana tintada había un bosquecillo, un riachuelo, una agencia de seguros, una sucursal de FedEx inclinada a causa de las excavaciones de algún conducto. Eran seis alumnos. Uno era el peluquero. Otro un chico de pueblo con un maletín que tomaba notas esforzadamente y no paraba de preguntar con el entrecejo arrugado, como si tras haber sido pillado yendo a una velocidad excesiva, de pronto considerara una carrera profesional al servicio de la ley. ¿Funcionaba el radar con haces sónicos? ¿Cómo de impertinente se tenía que poner alguien para que le golpearas con la porra? Junto al chico de pueblo estaba la chica Alarma. Junto a la chica Alarma estaba un felicísimo hombre mayor de pelo cortado al rape, una camisa de vaquero y un cordón vaquero a modo de corbata, que se reía de todo, parecía considerar un gran privilegio estar ahí, en la autoescuela, en ese día concreto, con ese grupo concreto de personas estupendas, y que para el final de la sesión había propuesto celebrar en su casa una barbacoa mensual para poder seguir en contacto. Enfrente del Hombre Feliz se sentaba una mujer de pelo cano que tendría la misma edad que el peluquero y no dejaba de hacer alusiones a libros y películas que el peluquero nunca había oído mencionar ni de poner los ojos en blanco ante las cosas que decía el monitor, mientras escribía «¡Socorro!» y «¡Teletransporte!» en su bloc de notas y se lo pasaba por encima de la mesa al Hombre Feliz para que lo leyera, cosa que parecía incomodarlo.

Junto a la mujer de pelo cano había una chica guapa. Una chica muy guapa. Menuda belleza. Una de las chicas más guapas que el peluquero había visto nunca. Vaya si era guapa. Tenía un cabello rizado que le llegaba a la cintura, los ojos eran de gacela y egipcios e irradiaba una sinceridad y una inteligencia que le hacían difícil mirar hacia otro lado. Era evidente que parecía fuera de lugar ahí, sentada a esa mesa de reuniones, con una mano colocada ante ella en una franja de luz donde relucía un hermosísimo anillo turquesa que parecía confirmarla como una mujer exótica, misteriosa y experta en cosas orientales, alguien con quien fácilmente podías imaginarte haciendo el amor en una barcaza en el Nilo, por ejemplo, rodeado por miles de velas que olían raro; o, pensándolo bien, a lo mejor era una india americana, y la vio ante la entrada de un tipi con la misma expresión sincera e inteligente al regresar él de cazar con una larga sarta de conejos, tras haber sido aceptado por la tribu a petición de ella después de matar públicamente un hermoso conejo blanco para demostrar que era un hombre de los bosques, o en realidad le permitieron saltarse la parte del conejo por haberles hablado con mucha sinceridad de la maldad del hombre blanco y proporcionado información secreta sobre un importante fuerte tras hacerles prometer primero que no matarían a las mujeres ni a los niños. Se imaginó a uno de los valientes guerreros diciéndole a ella, mientras ella frotaba dos mazorcas de maíz a la luz del crepúsculo, cerca de una espectacular mesa, que era afortunada por estar con el peluquero, que tenía poderosos hechizos en tanto que era un poderoso hechicero, y ella sonrió en silencio, frotando las dos mazorcas quizá un poco más deprisa, recordando al peluquero desnudo en su tipi; aunque mirándola de cerca parecía que en realidad era italiana.

La chica levantó la vista y lo descubrió mirándola. Él bajó los ojos y empezó a hojear los materiales del curso.

Tras una serie de diapositivas de heridas horribles, el monitor preguntó si alguien sabía cuántas g llevaba una persona cuando rompía un limpiaparabrisas a ciento veinte kilómetros tras chocar contra el contrafuerte de un puente o una vaca. Nadie lo sabía. El monitor dijo que muchas. El Hombre Feliz dijo que ya le había parecido que eran muchas, que esa era la razón de que la gente se matara, ¿verdad? El monitor dijo que por eso, por los restos que salían despedidos o por acabar con el pecho completamente machacado.

—Supongo que eso sería definitivo —dijo el Hombre Feliz, haciendo una mueca.

—Bueno, ¿qué es lo que quiero decir? —dijo el monitor, señalando con el puntero la retroproyección de un dibujo de un hombre que conducía en un pequeño coche hacia una tumba mientras hablaba alegremente por teléfono—. Digamos que nos sentimos bien, muy bien, o mal, que es lo contrario, digamos que acabamos de tener una muerte, un ascenso, el nacimiento de un niño o una pelea con nuestra esposa o consorte, pero lo que digo es: ¿estamos experimentando un pico emocional? Porque lo que entonces a lo mejor olvidamos, ya estemos felices, peleados, tristes o contentos, lo que sea, es que donde estáis, donde estáis metidos, lo que conducís, es un coche de dos toneladas y espero que no vayáis a una velocidad excesiva y esas cosas, aunque para seguir con este ejemplo imaginario me temo que tenemos que suponer que sí, que vais a una velocidad excesiva, que es como ocurre en el siguiente dibujo fatídico.

En la retroproyección aparecieron entonces esparcidas las partes del cuerpo del hombre, y su teléfono celular volaba hacia el cielo con unas alitas de ángel. El peluquero miró de nuevo a la chica. Ella le sonrió. El corazón le empezó a latir aceleradamente. Eso nunca había sucedido. Nunca le devolvían la sonrisa. Bueno, era joven. A lo mejor no sabía hacer otra cosa que sonreír a un tipo mayor que no le gustaba. O a lo mejor le gustaba. Era posible. A lo mejor ya había tenido tratos con jóvenes calentorros que solo buscaban unos revolcones rápidos en la hierba. A lo mejor quería a alguien lo bastante mayor para que la apreciara de verdad, que no se corriera demasiado deprisa, tuviera su propio negocio y supiera ocuparse de sí mismo. Esperaba que fuera una virgen de religión muy estricta que ni siquiera hubiera tenido nunca un revolcón en la hierba. Tampoco esperaba que fuera frígida. Esperaba que fuera la clase de virgen de religión estricta que, una vez casada, se desmelenaba, y que cuando no se desmelenaba se movía con serena dignidad vestida con ropas conservadoras de manera que nadie podía sospechar cuán completa y totalmente era capaz de desmelenarse cuando decidía hacerlo, y también que procediera de una familia humilde y por lo tanto supiera apreciar de verdad el trabajo duro que suponía llevar un pequeño negocio, y a lo mejor que tuviera incluso alguna experiencia contable y le pudiera echar una mano con los libros. Aunque, sinceramente, aunque hubiera tenido cientos de revolcones en la hierba y no supiera sumar una maldita columna de números, no le importaba, de lo guapa que era, ya lo arreglarían, suponiendo, claro, que ella quisiera hacérselo con él, y con un vuelco en el corazón recordó sus dedos ausentes. Se acordó de aquel día en el lago con Mary Ellen Kovski, que hacía casi cuarenta grados y se había quedado echado en una tumbona completamente vestido, diciendo que tenía frío. Un grupo de amigas de Mary Ellen se juntó para ayudarla a desvestirlo y lanzarlo al agua, y él presa de la desesperación le había dicho en un susurro lo de los dedos, y ella se había puesto pálida, había echado a sus amigas y dos meses más tarde se había casado con Phil Anpesto, ese espárrago idiota. Ah, estaba cansado de esconder sus dedos. Quería ser sincero respecto a ellos. Quería ser amado a pesar de ellos. A lo mejor esa chica tenía una sabiduría que no se correspondía con su edad. A lo mejor su padre tenía una deformidad, un ojo de cristal o una cicatriz en la cara, a lo mejor tras largos años de amar a ese hombre bondadoso pero deforme había llegado casi a necesitar que el hombre amado fuera en cierto modo deforme. No se trataba de que le gustara la idea de que corriera tras una panda de tipos deformes, ni tampoco que él se considerara deforme, aunque había que reconocer que diez muñoncitos rosa brillante apenas distinguibles no eran moco de pavo. Se la imaginó tumbada desnuda frente a una chimenea, tan a gusto con sus pies que a cada muñón le había puesto un mote y a lo mejor a veces mientras hacían el amor ella se dejaba llevar un poco por el entusiasmo e intentaba besarle o lamerle los muñones, aunque en modo alguno esperaba él eso y, a decir verdad, lo encontraba un poco asqueroso, y durante una fracción de segundo la tuvo un poco en menos, luego se imaginó apartándola gentilmente de sus pies, y la expresión un tanto avergonzada de su cara hizo que le perdonara por completo la asquerosidad que había estado a punto de hacer llevada por su profundísimo amor hacia él.

El monitor sostuvo en el aire el muñeco de un bebé ensangrentado, que luego arrojó a un baúl que estaba al otro lado de la habitación.

—¡Blammo! —dijo—. Imaginemos que ese baúl representa una cripta o una tumba, y que es culpa vuestra por ir a una velocidad excesiva, ¿cómo os sentiríais entonces?

—Mal —dijo la chica Alarma.

La chica guapa le pasó al peluquero la hoja de asistencia, que tenía que estar firmada para obtener el crédito del curso y las reducciones de puntos/exenciones de condenas asociadas.

Se miraron con sinceridad durante lo que pareció un rato muy largo.

—¡Da cuerdo! —dijo alegremente el monitor—. Supongo que no tengo que moleros y convertiros en papilla, así que vamos a hacer una pausa, para que no me veáis como una especie de marqués de Sade o alguien estricto y exigente que os obliga a mirar fotos y dibujos ofensivos hasta que se os pudra el cerebro.

El peluquero inspiró con fuerza. Le hablaría. A lo mejor le compraba un refresco. La chica se levantó. El peluquero quedó conmocionado. Su cara era la mismísima cara de Cleopatra, fina, inteligente, exótica, encantadora, pero su cuerpo parecía a medida de una cabeza el doble de la que tenía. Era una chica gorda. Sus brazos eran redondos y gruesos. Sus gestos eran los gestos de una chica gorda. Se encorvaba de hombros y se estiraba el amplio vestido. Se sintió un poco molesto con ella por haberlo inducido a error y un poco molesto consigo mismo por haber estado comiéndose con la vista a semejante bola de sebo. Bueno, una bola de sebo exactamente no, el cuerpo estaba bien, parecía lo bastante firme, solo que era demasiado grande para la cabeza. Si de algún modo se pudiera reducir el cuerpo y hacerlo a medida de la cabeza, o ampliar la cabeza y reducir todo el conjunto, entonces tendrías un cuerpo que haría justicia a esa hermosísima cara que, incluso en ese momento, mientras recogía las fotocopias, lamentaba haber perdido.

—Hola —dijo ella.

—Hola —dijo él.

Y salió afuera y se sentó dentro del coche, y cuando ella salió con dos Coca-Colas fingió que limpiaba los ceniceros hasta que ella se fue.

 

3

Días más tarde en ese mismo mes, el peluquero se encontró rígidamente sentado en plena fiesta de bodas en el extremo de un falso salón de té japonés del Hilton mientras algún memo metido dentro de un muñeco disfrazado de novio, con sombrero de copa y frac incluidos, una enorme cabeza de fieltro amarilla y manos de fieltro de tres dedos, hacía vulgares movimientos de cadera en dirección a él, como diciendo: «¿Te gusta hacer esto? ¿Lo has hecho? ¿Me puedes enseñar a hacerlo?, porque pronto voy a tener que hacerlo con mi novia que está ahi flirteando, ¡eh!, ¡flirteando con el bajista!». Y el muñeco cruzó corriendo la pista de baile y empezó a moverse como un boxeador alrededor del bajista que había estado intentando ponerle los cuernos. Todo el mundo se reía y le hacía al peluquero inexplicables señales con el pulgar mientras el muñeco novio arrastraba a la muñeca novia por la pista de baile y se la presentaba al peluquero; ella pareció quedarse muy prendada de él, se le sentó en las rodillas y le hundió la cabeza en su escote de fieltro amarillo, que estaba manchado de vino y tenía una quemadura de cigarrillo. Con muchos gestos, le rogó que le mirara debajo de las faldas; abrumado por el bochorno lo hizo y encontró un paquete envuelto que, una vez abierto, resultó contener un cilindro envuelto que, una vez abierto, disparó una pancarta sobre la pista de baile, y en la pancarta estaba escrito: «Toda la suerte para Arnie y Evelyn de sus padres». Los recién casados de fieltro cruzaron corriendo la sala e hicieron una profunda reverencia ante Arnie y Evelyn, que estaban sentados hoscamente en el estrado de los músicos, al parecer en medio de una riña.

—¡Mickey! —gritó el tío Edgar al peluquero—. ¡Mickey, te tenías que haber cepillado a esa muñeca! ¡Y qué que sea una muñeca! ¡Tú no eres ninguna ganga! ¿Te me vas a poner exigente? ¡Piénsalo! ¡Piénsalo! ¡Arnie tiene la mitad de años que tú!

—¡Edgar, por el amor de Dios, le estás haciendo pasar vergüenza! —gritó la tía Jean—. ¡Es como si le dijeras que es viejo! ¡Es como si le dijeras que es un viejo solterón, pero no es viejo! ¿Te das cuenta? ¿Te parece bonito?

—¡Es eso —gritó el tío Edgar—, es eso lo que digo! ¡Que es un viejo solterón! ¡No quiero ofenderlo! ¡Solo le digo que vaya y viva la vida! ¡Lo quiero! ¡Por eso lo digo! ¡El sol se está poniendo! ¡Tríncate alguna chiquilla y si te gusta, si te gusta cómo trinca, qué diantre, echa raíces! ¿Qué más te da? ¡A querer puedes aprender! ¡Pero tienes que empezar por algún sitio! ¡Vamos, por Dios, incluso esos inútiles de aquí intentan sacar tajada!

Y el tío Edgar lanzó un panecillo a un grupo de cuatro adolescentes que el peluquero recordaba vagamente de haberles dado una vez la vuelta a la manzana en un carrito rojo. Los muchachos le hicieron un gesto obsceno con el dedo al tío Edgar y confirmaron que no solo intentaban sacar tajada, sino que la estaban sacando efectivamente, y no siempre de la misma chica, y a veces más de una vez al día, y a veces después del entrenamiento de fútbol, y muy posiblemente en el futuro cercano de una profesora de Manualidades muy calentorra de la que tenían motivos para creer que probablemente se lo haría con todos ellos a la vez si conseguían abordarla de la forma correcta.

—¡Caray! —gritó el tío Edgar—. ¡Dejadme ir a esa escuela!

—¡Edgar, eres un cerdo, sé lógico! —gritó la tía Jean—. ¡Solo porque Mickey no esté casado no quiere decir que no se saque alguna tajada! ¡Puede muy bien sacarla de alguna amiga o de varias amigas, amigas de su edad, que ya conocen el percal, con los niños ya mayores! ¡No sabes lo que hace en la cama por la noche!

—¡Al menos no creo que sea marica! —gritó el tío Edgar a los adolescentes a quienes el peluquero ya recordaba de haberlos cargado dormidos en una minifurgoneta años atrás, la noche del día en que los había empujado en el carrito rojo.

—Si lo es nos importa una mierda de rata —dijo uno de los adolescentes—. Es asunto suyo.

—Lo hemos aprendido en la escuela —dijo otro—. Quién te gusta es cosa tuya. Tuvimos una minisesión.

En ese momento el muñeco novio intentaba quitarle la liga a la novia de verdad, y algunos niños trajeados recorrían la orilla de una pequeña corriente con peces de colores que separaba el Salón de Bodas de los Recuerdos de Okinawa, donde varias mujeres claramente no japonesas vestidas con quimonos vendían bebidas y hacían sonar un enorme gong de metal cada vez que alguien pedía una consumición doble, momento en que el camarero vestido como un luchador de sumo enviaba un gorrión de plástico por un cable a través de la sala. Los niños trajeados empezaron a levantar el cedazo que impedía que los peces de colores cayeran por una diminuta cascada, para ver si lograban sobrevivir en la escasa profundidad del estanque cerca de la Zona de Vending.

—Por ejemplo, esos niños que están torturando a los peces —gritó el tío Edgar—, ¿sabes de quién son? Son los hijos de Brendan. ¿Sabes quién es Brendan? Es el hijo de Dick. ¿Te acuerdas de quién es Dick? ¡Tu primo segundo, que tiene la misma edad que tú, hombre! ¿Te acuerdas de cuando os llevé a ver el partido y me vomitó en el Rambler? ¡Así que esos niños son los nietos de Dick y Dick tiene la misma edad que tú, lo cual significa que tienes edad suficiente para ser abuelo, abuelo, pero ni siquiera eres padre, cosa de la que no sé qué piensas tú, pero a mí me parece como triste o raro!

—¡A ti sí, pero a lo mejor a él no! —gritó la tía Jean—. ¿Por qué te piensas que todo lo que tú te piensas es lo que todos los demás se piensan? ¡Además, Dick no es ningún santo, ni tampoco lo son esos niños! ¡Dick fue un padre adolescente y Brendan fue un padre adolescente, y es probable que esos niños que están ahí se conviertan en padres adolescentes en cuanto terminen de torturar a esos pobres peces!

—¡Estoy de acuerdo! —gritó el tío Edgar—. ¡Eh, que yo no le tengo ningún cariño especial a Dick! ¿Qué quieres, pelearte conmigo en medio de una boda por mis simpatías por Dick, que cuando me vomitó en el Rambler fue solo el principio de toda la mierda que me ha echado encima? ¡Todo lo que digo es que no hay peligro de que nuestro Mickey sea un padre adolescente, y que mejor que piense en lo que le digo y que se espabile antes de que la pistola deje de ser una pistola en condiciones!

—¡Estaba segura de que te pondrías a hablar de la pistola del pobre hombre en una boda! —gritó la tía Jean—. ¡Estás borracho!

—¿Y quién no? —gritó el tío Edgar.

Y toda la mesa estalló en una carcajada y uno de los adolescentes fingió que se caía borracho al suelo, y cuando eso provocó una carcajada, los demás también fingieron que se caían borrachos al suelo.

El peluquero se excusó y salió a toda prisa del Salón de Bodas, pasó junto a tres despampanantes muchachas vestidas con sucintos vestidos blancos que estaban de pie bajo lo que habría sido la sombra de unos frondosos cerezos falsos de haber estado los árboles en el exterior y ser de día.

En el cuarto de baño la temática oriental desaparecía y todo era cromado y brillante. El peluquero orinó, defendiéndose mentalmente contra el tío Edgar. Primero de todo, había tenido muchas mujeres, y seguro que más que el tío Edgar, que se había casado con Jean nada más acabar el instituto y tenía un labio inferior que parecía un pez. ¿Con quién habría querido el tío Edgar que se casara? ¿Con Sara DelBianco, con su carita roja? ¿Con Ellen Wiest, esa jirafa? ¿Con Ann DeMann, que padecía lordosis y que había dicho que tenía un mal polvo? ¿Por qué razón iba él, pequeño empresario con éxito, a aceptar consejos de alguien que había dedicado los mejores años de su vida a mover abrazaderas de una cinta transportadora a otra y a rociarlas con una neblina de líquido protector? El tío Edgar, ese borrachín, se podía ir a la porra, ¿por qué no se ocupaba de sus propios asuntos, se rociaba con una neblina de líquido protector y dejaba tranquilos a los empresarios del mundo, más que borracho?

El peluquero mojó su peine como lo había venido mojando desde el instituto y se dispuso a peinarse el pelo hacia atrás. Entonces apareció un hombretón lleno de vitalidad y con la cara sudorosa y le dio una palmada en la espalda como si fueran viejos amigos. En el espejo se reflejaba una máscara azul y púrpura y sabía que era su cara pero no acababa de creer del todo que fuera su cara, porque en el pasado su cara siempre había estado a la altura de las circunstancias. En el pasado siempre se había podido contar con que su cara llegara a ser más que la suma de las partes cuando sonreía con encanto, pero ahora cuando sonreía con encanto parecía un cadáver intentando parecer alegre en un túnel de viento. Tenía unos ojos saltones, los labios finos, las arrugas de la frente profundas como líneas dibujadas en el barro. Tenía que ser la luz. Era feo. Era viejo. ¿Cómo había sucedido? ¿Quién lo querría ahora?

—¡Tienes un aspecto bárbaro! —tronó el hombretón desde un urinario.

Y el peluquero huyó del espejo sin peinarse el pelo hacia atrás.

Al pasar con paso rápido junto a las muchachas despampanantes, un joven con una sudadera de una fraternidad estudiantil hizo con la garganta un cómico ruido de tos geriátrica, y una de las muchachas rió entre dientes y se ajustó la tira del hombro como para impedir que el peluquero le viera el escote.

 

4

Unas semanas antes de la boda, el peluquero había recibido por correo una tarjeta de felicitación con un vaquero enlazando un novillo. El nombre del peluquero estaba garabateado en el torso del novillo y «Yo (señor Jenks)» sobre el vaquero.

«Bueno, espero que te acuerdes de mí, de la autoescuela —decía la nota del interior— y que vengas a una pequeña barbacoa en mi casa. Mi esperanza es reanudar esas relaciones que iniciamos entonces, que me parecieron muy agradables, como pocas de las que he conocido desde la pérdida de mi esposa. Ven y no traigas nada, por favor. Como puedes ver por el dibujo, te estoy enlazando, pero no para marcarte, sino solo para ofrecerte mi hospitalidad, espero. Tu amigo, Larry Jenks».

¿Quién era Jenks? ¿Sería el Hombre Feliz? El peluquero tiró la tarjeta a la papelera del cuarto de baño, imaginando a los chiflados de la autoescuela sentados cabizbajos en sillas plegables dentro de una caravana. Durante una semana más o menos la tarjeta permaneció ahí, con el vaquero para arriba, como un ligero reproche. Al final sacó la basura.

Unos días después de la boda recibió una segunda tarjeta de Jenks, con el dibujo de una flor negra.

«Todos pasamos un rato agradable —decía—. Lástima que no pudieras venir. Incluso los más jóvenes se divirtieron, creo. Muchos se llevaron unos cuantos refrescos a casa, porque como ahora estoy solo, no me los habría podido beber todos. Esta nota, en un tono más triste, y esa es la razón de la flor negra, es para informarte de que Eldora Ronsen se marcha a Seattle. Seguramente la recuerdas, era la mujer mayor que estaba sentada justo a tu derecha. Tiene un buen puesto en su compañía y ha conseguido otro mejor, lo cual es bueno para ella, pero malo para nosotros, porque es estupenda. Unete a nosotros el próximo jueves, en el pub Corrigan, para tomar unas copas de despedida, se adjunta mapa. Tu amigo, Larry Jenks».

El jueves siguiente era el día siguiente.

—Bueno, pues no puedes ir —dijo la madre—. Vienen las chicas.

Las chicas eran la Sociedad del Altar y el Rosario. Cuando iban a su casa tenía que hacerles de sirviente mientras ellas hablaban de con qué cura se casarían si los curas no fueran curas. Cuando una se levantaba la blusa para mostrar una cicatriz reciente, él tenía que decir que era la peor cicatriz que había visto nunca. Cuando una le preguntaba si tenía el ojo con legañas, él tenía que acercarse mucho a su ojo con legañas y decir que a él no le parecía que tuviera legañas.

—Bueno, a lo mejor me apetece ir —dijo.

—Te acabo de decir que no puedes. Vienen las chicas.

Intentaba culpabilizarlo. Siempre intentaba culpabilizarlo. Una vez fingió que le daba un ataque cuando él intentó ir a Detroit a una feria de peluquería. No era de extrañar que no tuviera amigos. No era que no tuviera amigos. Tenía muchos amigos. Tenía a Rick, el cartero. Todos los días Rick el cartero entraba, le preguntaba cómo andaba, y el peluquero contestaba que andaba bien. Tenía al viejo señor Mellon, de Mellon Drugs, el local de al lado, quien, aunque era un poco sordo, seguía siendo un buen amigo, cuando no se dedicaba a escupir flemas en su tacita roja.

—Mamá, voy a ir.

—El señor Pez Gordo. Tiranizando a una vieja.

—No te estoy tiranizando. Y no eres vieja.

—Ah, eso, soy joven, soy un bebé chiquitito —dijo, tocándose la dentadura postiza.

Esa noche soñó con la chica guapa pero corpulenta. En el sueño había adelgazado. Su cuerpo parecía el cuerpo de la Daisy Mae de las historietas de Li’l Abner, que siempre le había parecido atractiva. Entraba en la peluquería con shorts vaqueros, mordisqueando una brizna de hierba, y decía que le parecía asombroso cuánto había conseguido, sobre todo considerando todas las penalidades que había tenido que superar, como que su padre muriera joven y que su madre fuera tan nerviosa, luego se quitaba la brizna de hierba de la boca, la colocaba sobre la mesa de las revistas, se estiraba en el sofá de la Zona de Espera para desvestirse y, al verle el aparato, decía que era el aparato más grande que había visto nunca, arqueaba la espalda de una manera sexy y luego lo llamaba y le daba un ardiente beso en la boca que se parecía tanto al beso que había estado esperando toda su vida que se despertó de golpe.

Sentado sobre la cama, la echó de menos. Echaba de menos lo mucho que ella lo amaba y comprendía. Lo sabía todo de él y, sin embargo, seguía queriéndolo. Las tripas le dolían de deseo.

En el espejo de su niñez se vio a sí mismo y sacó el pecho como solía sacarlo en los días en que levantaba pesas, y se vio tan claramente como un viejecito que intentaba hacer sus necesidades encima de la cama, que se puso en pie de un salto y se quedó jadeando sobre la redonda alfombra verde.

Su madre andaba por el pasillo. A causa del sueño estaba con media erección. Para esconder su media erección, mantuvo la entrepierna detrás de la puerta y se asomó al pasillo.

—Andaba dormida —dijo su madre—. Estoy tan preocupada que ando dormida.

—¿Por qué estás preocupada?

—Estoy preocupada por la visita de las chicas.

—Bueno, pues no te preocupes. Todo irá bien.

—Muchísimas gracias —dijo, volviendo a su habitación—. Me dejas muy tranquila.

Bueno, todo iría bien. Si se quedaban sin café, una de las viejas podía hacerlo, si se quedaban sin cosas que picar se podían ir con un poco de hambre, si ocurría algo realmente desastroso podían llamarlo a Corrigan’s, le dejaría a su madre el número.

Porque iba a ir.

Por la mañana llamó a Jenks y aceptó la invitación, mientras su madre hacía muecas, se apretaba la barriga, acercaba una pesada silla de madera y se derrumbaba en ella.

 

5

Corrigan’s pretendía tener la atmósfera de un pub escocés situado al borde de un campo de golf, había un buen fuego en la chimenea y muchos palos de golf de aspecto anticuado colgados sobre enormes mesas de un material plástico duro que simulaba tener vetas y nudos, y camareras con falda escocesa y nombres del estilo de Heather y Zoe echaban alas de pollo, queso frito y trozos de bogavante en cubas metálicas cerca de una foto aérea del Old Course de Saint Andrews, en Escocia.

El peluquero llegó pronto. Le gustaba llegar pronto. Le parecía que era educado llegar pronto, menos cuando llegaba tarde, que entonces le parecía que llegar pronto era anal. ¿Dónde diantres estaba todo el mundo? No eran muy educados. Se miró sus zapatos especiales. Eran aparatosos, negros, tenían a los lados grandes ballenas metálicas que se podían quitar y poner, y crujían cuando caminaba. Bueno, si alguien decía algo de sus zapatos se podían ir al cuerno, él no había pedido nacer sin dedos de los pies, y además los zapatos especiales quedaban bien con los pantalones caqui.

—¡Perdón por llegar tarde! —gritó el señor Jenks.

Y el grupo de la autoescuela se acomodó alrededor de una mesa alargada y nudosa.

La chica guapa pero corpulenta colgó el bolso en el respaldo de su silla. El pelo se parecía al pelo del sueño, los ojos parecían los ojos del sueño y, en cuanto al cuerpo, no podía decirlo, porque llevaba un holgado muumuu hawaiano. Pero no cabía duda de que era guapa de cara. De cara era muy posiblemente la chica más guapa del lugar. ¿Lo era? En el caso de que llegaran los extraterrestres y obligaran a cada hombre a elegir una mujer para reproducirse dentro de un recinto vallado mientras ellos tomaban notas, ¿la eligiría a ella, solo por la cara? Ahí había una mujer con un buen trasero pero con una cara de perro, ahí había una mujer con una hermosa permanente pero con un grano en la punta de la nariz, ahí estaba la chica Alarma, que parecía un pollo, ahí estaba la mujer de pelo blanco, cuya cara estaba llena de arrugas, ahí estaba la chica guapa pero corpulenta. ¿Era la más guapa? ¿De cara? Pensó que muy posiblemente lo era.

La contempló con cariño desde el otro lado de la mesa, esperando que ella lo mirara a él con cariño, para desviar él rápidamente la mirada y que ella supiera que era posible que siguiera interesado en ella, entonces a ella se le cayó la carta y se agachó para recogerla, y el peluquero tuvo oportunidad de echar una fugaz ojeada a su escote.

Bueno, definitivamente tenía algo potente en el apartado delantera. Así que de cara era la chica más guapa de la sala, y además tenía unas tetas aceptables. Unos pechos atractivos. La cuestión era: ¿ella lo querría? Era viejo. Tirando a viejo. Cuando se ponía de pie demasiado deprisa se descolocaban las articulaciones de las rodillas. Últimamente habían empezado a sangrarle las encías. Y además no tenía dedos de los pies. Aunque, ¿por qué se menospreciaba? Era dueño de su propio pequeño negocio. Tenía algo de barriga, sí, y el pelo le escaseaba un poco, pero la espalda y el pecho eran anchos, así que la impresión general, incluso con la barriga, era de fuerza, lo cual gustaba a las chicas, y al menos la cabeza tenía la proporción adecuada a su cuerpo, que era más de lo que se podía decir de ella, aunque por otra parte seguía viviendo con su madre.

Bueno, ¿quién era perfecto? Él no era perfecto y ella no era perfecta, pero era evidente que tenían algún tipo de química especial, a partir de lo que había ocurrido en la autoescuela, y de todas formas, qué diantres, no se le estaba declarando, solo consideraba la posibilidad de hacer la prueba de llegar a conocerla un poco mejor.

Así fue como decidió invitar a salir a la chica guapa pero corpulenta.

Cómo hacerlo, esa era la cosa. Cómo invitarla. Podía abordarla cuando estuviera sola y decirle que tenía un aspecto bárbaro. Mientras le decía que tenía un aspecto bárbaro podía pasarse un bucle entre los dedos de forma profesional, como si buscara puntas abiertas. Podía decir que le encantaría tener la oportunidad de cortar un cabello tan magnífico y luego entregarle una tarjeta para un Corte y Café Gratis. Eso podía funcionar. Había funcionado en el pasado. Había funcionado con Sylvia Reynolds, una cajera de banco con patas de gallo y una risa estrambótica que resultó que daba unos besos de fábula. Cuando se presentó para su Corte y Café Gratis, le dijo que se habían quedado sin café y la invitó a Bean Men Roasters. Lamentablemente, unas pocas citas más tarde se había dejado llevar por sus besos de fábula y había llegado más lejos, mucho más lejos en realidad, de lo que habría imaginado con alguien con patas de gallo, una risa estrambótica y unas caderas extrañamente anchas; al volver a casa esa noche y mirar con detenimiento el guardapelo que le había dado después de hacerlo, se sintió mal en el acto, porque vaya si se le veían las patas de gallo en la foto. Al contemplar a Sylvia de pie en ese prado soleado de la fotografía, la cabeza echada para atrás, riendo alegremente, con las patas de gallo tan pronunciadas, en su mente se le formó la imagen espontánea de ella con sus anchas caderas acercándosele con un bebé en los brazos y de pronto se había sentido de lo más decepcionado por hacerlo con alguien con un aspecto tan inusual y, para asegurarse de que no empeoraba las cosas haciéndolo sin querer con ella una segunda vez, no volvió a llamarla y incluso cambió de banco.

Miró a su chica guapa pero corpulenta y vio que se dirigía al lavabo.

El momento era tan bueno como cualquier otro.

Esperó unos instantes, luego se excusó y se quedó fuera del lavabo de señoras leyendo los anuncios colocados en un tablero de corcho hasta que salió la chica guapa pero corpulenta.

Se aclaró la garganta y le preguntó si se lo estaba pasando bien.

Ella dijo que sí.

Entonces él dijo vaya qué cabello tan estupendo. Y en cuanto a cabellos, él sabía de qué hablaba, era un profesional. ¿Dónde se lo cortaba? Se pasó entre los dedos uno de sus rizos, como buscando puntas abiertas, dijo que le encantaría tener la oportunidad de trabajar con semejante cabello dinamita y sacó del bolsillo de la camisa una tarjeta para un Corte y Café Gratis.

—A lo mejor te apetece pasarte en algún momento —dijo.

—Es muy amable por tu parte —dijo, y se ruborizó.

De modo que era tímida. Con una especie de simpatía patosa. No exactamente segura de sí misma. Era una lástima.

Le gustaba la confianza. La encontraba sexy. Por otro lado, quién podía culparla, a veces él podía intimidar mucho. Su falta de confianza indicaba también que quizá él podía atreverse a ser un poco atrevido.

—¿Como, por ejemplo, mañana? —dijo—. ¿Como, por ejemplo, mañana al mediodía?

—Uf —dijo—. Te mueves rápido.

—No demasiado rápido, espero.

—No. No demasiado rápido.

Así que la tenía. Al decir que no se movía demasiado rápido, ¿no implicaba implícitamente que se movía justo a la velocidad correcta? Cuanto tenía que hacer ya era cerrar el trato.

—Para ser sincero —dijo—, he estado pensando en ti desde la autoescuela.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—¿Dices que mañana? —dijo, ruborizándose de nuevo.

—Si te va bien.

—Me va bien.

Entonces se puso en marcha con aire vacilante hacia la mesa y el peluquero se lanzó al lavabo de hombres. ¡Sí! Sí, sí, sí. Era una cita. La tenía. No se lo podía creer. ¿De qué se había preocupado? Era guapo, las mujeres siempre lo habían considerado así, tanta preocupación por el pelo escaso y el poco de barriga… tenía algo que gustaba a las mujeres.

Uf, qué guapa que era, lo había hecho muy pero que muy bien.

 

6

Cuando volvió a la mesa, el señor Jenks estaba haciendo Polaroids. Anunció su intención de hacer seis fotos del grupo de la autoescuela, una para cada uno de ellos, y el peluquero se colocó detrás de la chica guapa pero corpulenta, con las manos sobre sus hombros, y ella alzó los brazos y le dio un pequeño pellizco en la cintura.

En casa los coches de las viejas estaban en el camino de entrada, los abrigos de las viejas estaban apilados en el sofá, la casa olía a vieja, y las socias de la Sociedad del Altar y el Rosario estaban reunidas alrededor de la mesa del comedor con aspecto débil. Al peluquero todas le parecían igual, nunca conseguía distinguirlas, había una arpía con traje de chaqueta lima, una arpía con traje de chaqueta rosa y dos arpías con trajes de chaqueta azules. Cuando entró empezaron a preguntarle a su madre dónde había estado, por qué andaba tan tarde por la calle, por qué no estaba ahí para echar una mano, ¿no era normalmente un hijo bastante bueno? Y su madre dijo que sí, que normalmente era un hijo bastante bueno, salvo que aún no le había dado ningún nieto y que a menudo gastaba agua bañándose dos veces al día.

—Mi hijo tenía ese problema —dijo una de las arpías azules—. Me lo confesó su mujer.

—¿Te lo ha confesado su mujer? —preguntó la arpía rosa a su madre.

—No está casado —dijo su madre.

—A lo mejor lo de no estar casado tiene relación con el bañarse demasiado a menudo —dijo la arpía lima.

—A lo mejor guarda las distancias con la gente —dijo la arpía azul—. Mi hijo guardaba las distancias con la gente.

—Mi hija guarda las distancias con la gente —dijo la arpía rosa.

—¿Se baña demasiado a menudo? —dijo su madre.

—No se baña demasiado a menudo —dijo la arpía rosa—. Solo que se cree que es más lista que nadie.

—¿Te crees que eres más listo que nadie? —preguntó la arpía lima con severidad.

Gracias a Dios, en ese momento su madre alzó los brazos, le tiró de la camisa y le besó la mejilla.

—¿Te lo has pasado bien? —dijo, y la foto de grupo se le cayó del bolsillo a un bol con salsa.

—Muy bien.

—¿Quiénes son estas personas? —dijo, limpiando con el dedo una pequeña mancha de salsa—. ¿Son los que has ido a ver? ¿A quién estás abrazando? La gorda.

—No la estoy abrazando, mamá —dijo—. Solo estoy de pie detrás de ella. Es una amiga.

—Es gorda —dijo su madre—. Hueles a cerveza.

—¿Visteis a la señora Link el domingo? —dijo la arpía lima—. No debería llevar nunca pantalones. Cuando lleva pantalones se le ven más anchas las caderas. Solo le ves las caderas.

—Casi parece que las caderas entran antes que ella en la iglesia —dijo la arpía rosa.

—Es como si las caderas la acompañaran —dijo la arpía lima.

—A algunos hombres les gustan gordas —dijo una de las arpías azules.

—Mírale la cara —dijo la otra arpía azul—. Le gustan gordas.

—El gato que se comió al canario —dijo la arpía lima.

—La verdad es que no la considero gorda —dijo el peluquero con un tono de desinteresado interés, mirando la foto por encima del hombro de la arpía rosa.

—Como quieras —dijo la arpía lima.

—Ha estado bebiendo —dijo su madre.

Bah, no le importaba lo que pensaran, era feliz. Le arrebató la foto en broma a la arpía rosa y se escabulló a su habitación, subiendo los escalones de dos en dos. Qué pesadas de mierda, estaban todas supersolas, por eso eran tan mezquinas.

Gabby, Gabby, Gabby, se llamaba Gabby, la abreviatura de Gabrielle.

Al día siguiente tenía una cita para almorzar.

Desayunar, más bien. Lo habían adelantado al desayuno. Mientras se besaban contra el coche de ella, ella había dicho que no estaba segura de poder esperar hasta el almuerzo para volver a verlo. Él sentía lo mismo. Incluso el desayuno era una espera muy larga. Deseaba que estuviera sentada junto a él en la cama en ese momento, agarrándole la mano, oyendo a través de la pequeña ventana con enredadera los ruidos de las arpías cotorreando al despedirse. Mentalmente, le acarició el pelo y dijo que se alegraba de haberla encontrado por fin, y ella dijo que se alegraba de que la hubiera encontrado, nunca había soñado que alguien tan distinguido, con un pecho tan amplio y unos hombros tan anchos, pudiera querer a una chica como ella. ¿Era feliz?, le preguntó él con ternura. Oh, era tan feliz, dijo, tan feliz por estar sentada junto a ese hombre tan distinguido y con tanto talento en esa casa tan alucinante, que en la imaginación de él no era esa casa, una casa ranchera de color verde guisante con la acera inclinada y agrietada, sino una mansión en un lago, con una casa más pequeña cerca para su madre, al final de un larguísimo sendero arbolado, y había pagado la mansión al contado con el dinero ganado con su cadena internacional de peluquerías, cada una de las cuales era una copia exacta de su peluquería actual, y cuando Gabby y él visitaban su establecimiento de Londres, dejando a su madre en la casita, sus peluqueros ingleses siempre estallaban en aplausos y ¡Bravo! ¡Bravo! cuando la feliz pareja cruzaba la puerta.

—Te dejo los platos, Romeo —gritó su madre desde el pie de la escalera.

 

7

Por la mañana temprano se quedó sentado en la bañera, preparándose para la cita. Ahí estaba su pajarito flotante, como una especie de criatura marina, ahí estaban sus muñones sobre la baldosa verde. Los movió un poco nerviosamente, como Fred Astaire bailando en la pared, e hizo girar la manopla en el agua, sosteniéndola por una punta, de modo que también ella parecía una criatura marina, una raya azul, una raya azul con un monograma que ahora cruzaba la tierra que era su barriga y atacaba a la criatura marina que era su pajarito, y recordando lo que había dicho el tío Edgar en la boda de que su pistola ya no estaba en condiciones, le dio a su pistola una buena y tranquilizadora sacudida, como felicitándola por estar en tan buenas condiciones. Era una gran pistola, muy buena, perfectamente en forma, a pesar de que Ann DeMann hubiera dicho una vez de él que tenía un mal polvo, se había puesto dura enseguida la noche anterior y se había quedado dura durante todo el besuqueo, y en cuanto a lo de ser marica, era ridículo, le habría gustado que el tío Edgar hubiera visto lo empalmado que estaba.

Ah, se sentía bien, a pesar de una ligera resaca se sentía muy feliz.

Tirando de su aparato de manera despreocupada hacia un lado y otro con el índice y el pulgar, contempló la Polaroid del grupo, que había colocado cerca del lavabo. Dios, qué guapa era. Qué suerte tenía. Tenía una cita con una chica joven y guapa. Esas arpías eran unas chifladas, no era gorda, no más gorda que cualquier otra chica. No mucho más gorda, en todo caso. ¿Qué ancho tenían sus hombros comparados, por ejemplo, con los hombros de la chica Alarma? Bueno, esa pregunta ni siquiera merecía una respuesta. Era perfecta tal como era. Se inclinó un poco sobre el borde de la bañera para mirar de cerca la foto. Bueno, los hombros de Gabby eran a lo mejor más anchos que los hombros de la chica Alarma. Claramente más anchos. ¿Eran más anchos que los hombros de la mujer de pelo blanco? En realidad, en la foto eran incluso más anchos que los hombros del chico de pueblo.

Bah, no le importaba, ella le gustaba de verdad. Le gustaba su risa y la forma en que alzaba una ceja para mostrarse escéptica, le gustó la forma en que, al dirigir él la mano hacia su pechuga cuando estaban apoyados contra el coche, ella soltó un pequeño suspiro de felicidad. Le gustó cómo, después de unos minutos de besuqueo toqueteándole la delantera, que era fantástica, muy firme, cuando bajó la mano hacia sus piernas, ella dijo que pensaba que probablemente era suficiente por una noche, lo cual estaba bien, demostraba unos buenos valores morales, demostraba que sabía cuándo pararse.

Su madre estaba en su habitación, golpeando cosas.

Porque anoche durante unos minutos se había preocupado. Preocupado de que no fuera a pararlo. Cosa que habría sido decepcionante. Porque apenas lo conocía. Podía haber sido cualquiera. Durante unos minutos, apoyados contra el coche, se había preguntado si no era un poco facilona. Se lo preguntó de nuevo en ese momento. ¿Lo era? ¿Se lo preguntaba de nuevo en ese momento? ¿Quería preguntárselo de nuevo en ese momento? ¿No era eso como dudar de ella? ¿No era eso como ser desleal? No, no, estaba bien, no había ningún pecado en mirar las cosas sinceramente. Así que ¿lo era? ¿Era demasiado fácil? En otras palabras, ¿por qué esa especie de desesperación? ¿Por qué había aceptado tan deprisa salir con él? ¿Por qué ceder con tanta facilidad a un tipo mayor al que apenas conocía? Bueno, pensaba que a lo mejor sabía por qué. Posiblemente debido a su tamaño. Posiblemente los tipos de su edad la habían dejado de lado debido a su gran cuerpo y, al acercarse a la treintena, había oído el tictac de su reloj biológico y había decidido que era hora de rebajar sus exigencias, y fue entonces posiblemente cuando apareció él. Posiblemente al verlo en la autoescuela había pensado: «A todos los tipos mayores les gustan las chicas jóvenes, a pesar de los cuerpos grandes, ergo este tipo mayor medio calvo y con cuerpo de pera picará sin problemas».

¿Era así? ¿Era así cómo había sido?

—Acaba de llamar una chica —dijo su madre, apoyándose pesadamente en la puerta del cuarto de baño—. Una chica, Gabby o Tabby o algo así. Ha dicho que estaba citada contigo. Que te llamaba para decirte que llega tarde. ¿Es la misma chica? ¿La misma chica gorda que estabas abrazando?

Sentado en la bañera, observó que tenía el pene agarrado nerviosamente en el puño, lo dejó, y cayó a un lado, como si acabara de fallecer.

—Hazle un favor a esa chica, Mickey —añadió su madre—. Llámala. Dile que es demasiado grande para ti. Nunca te entenderás con ninguna mujer. Nunca te entiendes con ninguna mujer. Ni siquiera fuiste capaz de entenderte con Ellen Wiest, por el amor de Dios, que era una joya, ¿de verdad crees que vas a entenderte con esa Tabby o Zippy o lo que sea?

Ya estaba, su madre había tenido que sacar a Ellen Wiest. A su madre le había gustado Ellen, que tenía una cara fabulosa y muy buenos modales y siempre estaba alabándola diciéndole lo buena madre que era. Se acordó de la vez en que Ellen y él habían ido de excursión a Butternut Falls y se habían quedado mojándose en la neblina de la cascada, agarrados de la mano, sonriéndose dulcemente, cosa que había estado muy bien, y ella había dicho que pensaba que lo quería, cosa que era estupendo, salvo que vaya si era alta. No le podías agarrar la mano durante mucho tiempo sin que empezara a dolerte la espalda. Se acordó de que la espalda le había dolido en la neblina. Además estaba la pelea que tuvieron en la bajada. Bueno, había un montón de cosas de Ellen que su madre no sabía, como su horrible carácter, y se acordó de Ellen bajando a grandes zancadas delante de él, lanzándole furibundas miradas de vez en cuando, solo porque había hecho un comentario gracioso sobre su estatura, sobre que tapaba el sol, ¿y no había dicho también algo de que era capaz de comer las hojas de los árboles más altos entre los que pasaban? Bueno, la cosa había tenido gracia, todo había sido en broma, ¿por qué tenía que ponerse hecha un basilisco de esa manera? ¿Qué había sido de Ellen? ¿No se había casado con Ed Trott? Bueno, Trott se la podía quedar. Trott estaría sufriendo ya las consecuencias de estar casado con la señorita Puro Pellejo, y se acordó de haber visto no hacía mucho a Ed y Ellen en el ValueWay, Ellen embarazada y con un aspecto tan raro, con el barrigón apretado contra el carrito mientras agachaba su cuello jirafesco para hacerle un arrumaco a Ed, que exhibía una gran sonrisa estúpida como si fuera el tipo más afortunado del mundo.

El peluquero salió de la bañera embargado por la furia. En el espejo estaban sus deltoides con las pecas de la edad, sus pectorales con las pecas de la edad y sus michelines extraños y pálidos.

Su madre volvió a acercarse a la puerta para aporrearla.

—Bueno, ¿y al final qué, donjuán? —dijo—. ¿La anulas? ¿Vas a llamar y anularla?

—No, no voy a llamar.

—Bueno, peor para ella.

 

8

Todas las mañanas de su vida había salido de casa entre los dos espaldares de rosas de su madre. Cuando fue a la escuela elemental, cuando fue al instituto, cuando fue a la escuela de peluquería, siempre había salido de casa entre los dos espaldares de rosas. Salía de casa entre ellos en ese momento, con sus pantalones de pana marrones y la camisa azul, y se le ocurrió cortar una rosa para Gabby, aunque eso era bastante cursi, podría parecer un poco chocho, y en vez de eso, utilizando la mano que había estado a punto de arrancar la rosa, le dio un golpecito y luego en su mente se disculpó mentalmente ante la rosa por querer desgarrarla.

Oh, todo ese asunto hacía que se sintiera tenso, muy tenso, deseó estar metido de nuevo en la cama.

—Mickey, escucha una cosa —gritó su madre desde la puerta.

Sin embargo, él le envió un saludo por encima del hombro.

La calle South era un viejo camino de carros. Los coches tomaban la curva demasiado deprisa. A menudo ponía mala cara camino del trabajo a los coches que pasaban lanzados, convencido de que los conductores se reían de su forma de andar. Porque en los días en que sus zapatos especiales le hacían daño caminaba con afectación. Le hacían daño en ese momento. No tenía que haberse puesto los calcetines grises finos. Caminaba con un poco de afectación pero intentaba no hacerlo, porque ¿y si Gabby subía por South en dirección a la peluquería y lo veía caminando de esa forma?

En Fullerton había tres casas seguidas con columpios. Debajo de cada columpio había una pelada en el césped. En la última de las tres casas había un bebé sentado en la pelada del césped, golpeando el columpio con una cuchara. Dobló por la avenida Lincoln, pasó el Liquor Mart, que olía a licor, y La Belle Epoque, la tienda de antigüedades que tenía el perro juguetón dentro, y como siempre el perro juguetón saltó sobre el sofá blanco y se lanzó contra el escaparate; de pronto, ahí estaba Gabby, al final de la manzana, mirando su tienda cerrada, y él corrigió el paso y empezó a caminar normalmente por más que eso lo mataba.

¿Le gustaba la tienda? Avanzó dando grandes pasos decididos con la cabeza echada hacia atrás para parecer feliz. Feliz y fuerte, con todos los dedos. Con todos los dedos, en la flor de la vida. ¿Se fijaba en lo pulcra que estaba la tienda? ¿Lo profesional que parecía? ¿O se fijaba en que cuatro sillas eran de una clase y la quinta era completamente diferente? ¿Le parecía que era una peluquería de viejas cacatúas, que era algo que había oído decir una vez a una joven al sacar la basura?

¿Cómo estaba ella? ¿Estaba bien?

La distancia era aún demasiado grande para apreciarlo.

Ahora la veía. Ahora ella lo vio. Se le iluminó la cara, lo saludó como una chiquilla. Oh, qué guapa era. Era como si la hubiera conocido desde siempre. Parecía tan ilusionada. Pero uf. Oh, Dios mío, qué grande era. No se podía haber vestido peor, con unos vaqueros ceñidos y una camisa ceñida. Como poniéndolo a prueba. Jesús, nunca la había visto tan grande. ¿Qué pretendía poniéndolo a prueba luciendo su peor imagen? Ahí había un callejón. ¿Y si se metía de pronto en el callejón y la llamaba más tarde? ¿O no? ¿No la llamaba más tarde? ¿Olvidarlo todo? ¿Fingir que la noche anterior no había ocurrido nada? Aunque ahora ya lo había visto. Y él no quería olvidarlo todo. La noche anterior, por primera vez en mucho tiempo, se había sentido alguien diferente del tipo que se hace pajas en un taburete de ordeñar en la despensa de su madre. La noche anterior había invitado a una jarra al grupo de la autoescuela, y Jenks había dicho que era un caballero. La noche anterior ella había dicho que daba unos besos muy sexys.

Pensar en olvidar la noche anterior le producía un vacío en el estómago. Pensar en olvidar la noche anterior no era una opción. ¿Cuáles eran las opciones? Bueno, podía adelgazar un poco. Eso era una opción. Era una buena opción.

A lo mejor lo único que necesitaba era alguien que le dijera la pura verdad, alguien que la hiciera sentarse y le dijera: «Mira, tienes una cara increíblemente hermosa e inteligente, pero del cuello para abajo, uf, tenemos un trabajo duro por delante, cariño». Y después de su sincera conversación, ella le mandaría flores con una tarjeta diciendo: «Gracias por tu franqueza, hagámoslo». Y todas las noches se pondría delante del espejo en bragas y sostén, y él le señalaría los lugares que necesitaban mejora, y al día siguiente ella se centraría enérgicamente en esas zonas en el gimnasio, y la discrepancia cabeza-cuerpo no tardaría en desaparecer; y él la imaginó vestida con elegancia y sentada a una mesita en un porche, un porche junto al mar, agradeciéndole el viaje de luna de miel, procedía de una familia humilde y nunca había tenido unas vacaciones, mucho menos un viaje de seis semanas por Europa, y luego decía: «Cielo, por qué no dejas ya ese aburrido informe sobre cuánto nos ha reportado tu cadena internacional de peluquerías y vienes conmigo al dormitorio para que pueda demostrarte lo agradecida que estoy», y en el dormitorio empezaba a desnudarse, y lo hacía bien, no porque lo hubiera hecho alguna vez, no, sino que le salía bien naturalmente, y cuando acabó, ahí estaba, con su cara perfecta y su cuerpo de Daisy Mae, sonriéndole con amor incondicional.

No sería fácil. Haría falta algo de trabajo duro. Sabía algo del trabajo duro, habiendo convertido como había convertido una antigua tienda de animales en una peluquería. Sacando un mostrador había encontrado un ratón muerto. De la bomba de un sumidero había sacado tres serpientes endurecidas. Pero nunca abandonó. Porque era trabajador. El trabajo duro no le asustaba. ¿Era ella trabajadora? No lo sabía. Tendría que averiguarlo.

Lo averiguarían juntos.

Estaba de pie junto al banco de madera, bajo el toldo de la tienda, y a sus pies caía la sombra de su oscura melena.

¡Qué cantidad de emociones, cuánto había aprendido ya sobre sí mismo!

—Aquí estoy —dijo ella, con una hermosa y tímida sonrisa.

—Me alegro —dijo él, y se inclinó para abrir la puerta del establecimiento.

© George Saunders: The Barber’s Unhappiness (La infelicidad del peluquero). Publicado en The New Yorker, 20 de diciembre de 1999. Traducción de Juan Gabriel López Guix.

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