Sinopsis
El cuento «El traje nuevo del emperador», de Hans Christian Andersen, es una sátira sobre la vanidad y el engaño. Un emperador obsesionado con la moda es burlado por dos estafadores que pretenden crear un traje con una tela mágica, invisible para los ineptos. Temiendo ser considerados tontos, todos fingen admirar el traje del emperador, aunque en realidad nadie lo vea. La historia alcanza su clímax en una procesión real, donde se revela la verdadera naturaleza del orgullo y la falsedad. Este cuento muestra cómo la verdad a menudo es ignorada por el miedo al ridículo.
El traje nuevo del emperador
Hans Christian Andersen
(Cuento completo)
Hace muchos años vivía un emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que daba todo su dinero por estar bien vestido. No se cuidaba de sus soldados, ni se preocupaba del teatro, ni de pasear en coche por el bosque, sino únicamente de lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido para cada hora del día, y de la misma forma que se suele decir de un rey que está en consejo, de él siempre se decía que estaba en el guardarropa.
En la gran ciudad donde vivía, todo el mundo se divertía mucho, porque continuamente estaban llegando numerosos extranjeros. Un día llegaron dos estafadores. Se fingieron tejedores, y dijeron que eran capaces de tejer la tela más maravillosa que se haya podido imaginar. No solo los colores y el dibujo eran excepcionalmente bellos, sino que los trajes hechos con esa tela tenían la maravillosa propiedad de ser invisibles para quien no supiese desempeñar su cometido, o bien, para los que fuesen irremisiblemente tontos.
—He ahí unos trajes maravillosos —se dijo el emperador—; usándolos, podré descubrir qué individuos no saben cumplir con su deber en mi reino; podré distinguir las personas inteligentes de las tontas. Sí, es preciso que me mande hacer inmediatamente un traje de esa tela.
Y dio mucho dinero a los dos estafadores como anticipo para que empezaran su trabajo.
Instalaron perfectamente dos telares y fingieron que trabajaban; pero no tenían nada en ellos. Inmediatamente pidieron la seda más fina y el oro más puro, con lo que llenaron sus sacos, mientras trabajaban con los telares vacíos, a veces hasta altas horas de la noche.
“Me gustaría mucho saber cómo llevan el trabajo de la tela”, se dijo el emperador.
Pero se sentía un poco cohibido ante la idea de que el que era tonto o no cumpliese bien su cometido no podría ver la tela. Sin embargo, creía que no tenía nada que temer por sí mismo; pero quería, primero, enviar a alguien para que viese cómo marchaba el tejido. Todos los habitantes de la ciudad sabían la maravillosa cualidad que la tela poseía, y cada cual se sentía curioso de ver lo tonto o lo incapaz que era su vecino.
“Enviaré a los tejedores a mi anciano y buen ministro —se dijo el emperador—. Él es quien puede observar mejor el efecto que hace la tela, ya que es inteligente y nadie cumple con su deber mejor que él.”
Y el anciano y honrado ministro entró en la sala donde los dos estafadores trabajaban en sus vacíos telares.
“¡Dios tenga piedad de mí! — se dijo el anciano ministro, abriendo los ojos desmesuradamente—. ¡No veo nada de nada!”
Pero no lo dijo.
Los dos estafadores le rogaron que tuviera la bondad de acercarse, y le preguntaron si no era el dibujo más bello y los colores más encantadores los que poseía aquella tela. Y le enseñaron el telar vacío. El pobre ministro no hacía más que abrir los ojos, pero no veía nada, ya que no había nada.
“¡Gran Dios! —pensaba—, ¿es que seré tonto? Jamás lo hubiese creído, y es preciso que nadie lo sepa. ¿Es que cumpliré mal con mi deber? No. Es necesario no decir que no puedo ver la tela.”
—Bueno, vos no decís nada—dijo uno de los dos tejedores.
— ¡Oh, es preciosa! Es algo magnífico —dijo el anciano ministro, mirándola con sus gafas—. ¡Qué dibujo! ¡Qué colores!… Diré al emperador lo mucho que me ha gustado.
— ¡Oh, es un gran placer para nosotros! —dijeron los tejedores, y designaron los colores por sus nombres y explicaron el raro dibujo.
El anciano ministro los escuchó con atención, a fin de poder repetir lo que oía cuando volviera al lado del emperador. Y eso fue lo que hizo.
Más adelante, los estafadores pidieron más dinero, así como seda y oro para la tela. Metieron todo en sus bolsillos y alforjas, pero ni un solo hilo ocupó su puesto en el telar. Sin embargo, continuaron tejiendo en el telar, vacío como antes.
Bien pronto el emperador envió a un segundo alto funcionario muy honrado para que se enterase cómo iba el tejido y si la tela estaría pronto acabada. Le ocurrió lo mismo que al ministro. Miró y miró, pero como no había nada en el vacío telar, no pudo ver nada.
—Y bien, ¿no es una tela maravillosa? —le preguntaron los dos estafadores, y le mostraron y explicaron el maravilloso dibujo que no existía.
“Yo no soy tonto —pensó el individuo—. Por tanto, es que no cumplo bien con mi deber. Esto me parece muy raro. Pero es necesario que nadie se dé cuenta de ello.”
Y alabó la tela que no veía, mostrando gran entusiasmo por los bellos colores y el encantador dibujo.
—Sí, es magnífica —dijo al emperador.
Todos los habitantes de la ciudad hablaban de la maravillosa tela.
Y el emperador quiso verla por sí mismo mientras se encontraba en el telar. Con una escolta de hombres eminentes, entre los que se hallaban los dos ancianos funcionarios que ya habían ido al taller, se dirigió a este y se acercó a los dos estafadores, que tejían en todo su entusiasmo, pero sin hilo.
—Vea, majestad, ¿no es admirable? —exclamaron los dos ancianos y honrados funcionarios—. Mire, mire, vuestra majestad, qué dibujo… qué colores.
Y señalaban con el dedo el vacío telar, puesto que creían que los demás sí veían la tela.
“¡Cómo! —pensó el emperador—. No veo nada. Es terrible. ¿Seré tonto? ¿No estoy capacitado para ser emperador? ¡Oh, no podía sucederme nada más espantoso!”
— ¡Oh, es bellísima! —exclamó el emperador—. Les doy mis más sinceras felicitaciones.
E hizo un gesto de satisfacción con la cabeza mientras contemplaba el telar vacío. No quería decir que no veía nada. Todo el séquito miraba y remiraba, y no veía más que lo que todos veían, pero decían con el emperador:
— ¡Oh, es hermosísima! ¡Es maravillosa! ¡Es algo nunca visto!
Y le aconsejaban que se hiciera un traje de aquella tela, nueva y soberbia, para la gran procesión que debía celebrarse muy pronto.
—Es admirable, magnífica, perfecta —decían a coro, y todo el mundo estaba encantado.
El emperador gratificó espléndidamente a los dos estafadores y les concedió la cruz de caballero para que se la pusieran en el ojal de la chaqueta, así como el título de Caballeros Tejedores.
La noche anterior al día en que debía celebrarse la procesión, los estafadores estuvieron trabajando con más de dieciséis bujías. Los habitantes de la ciudad podían ver las prisas que se daban por acabar el nuevo traje del emperador. Hicieron la pantomima de quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras, coserla con agujas sin hilo y, al fin, exclamaron:
— ¡El traje está terminado!
El emperador acudió en persona al taller escoltado por su guardia de honor, y los dos estafadores elevaron un brazo al aire como si sostuviesen algo, y dijeron:
—Este es el pantalón. Esta es la chaqueta. Y este es el manto. Y así sucesivamente. Es ligero como tela de araña. Y al ponérselo parece como si no se llevara nada encima del cuerpo. Pero esa es precisamente la virtud de la tela.
—Sí —asistieron todos los caballeros, pero no veían nada porque no había nada.
—¿Quiere vuestra majestad imperial tener la bondad de desnudarse para que le pongamos el traje nuevo delante de este espejo?
El emperador se quitó sus vestidos y los estafadores hicieron solamente el gesto de irle colocando cada pieza nueva, adaptándoselas al cuerpo, sujetando a la cintura algo como si fuera un cinturón, mientras el emperador se volvía a uno y otro lado para contemplarse en el espejo.
¡Dios santo, y qué bien le sienta! —exclamaron todos—. Es una maravilla. ¡Qué dibujo! ¡Qué colores! ¡Vaya traje precioso!
—Fuera están ya las personas que han de llevar el palio bajo el cual ha de asistir vuestra majestad a la procesión —dijo el maestro de ceremonia.
—Bien. Ya estoy dispuesto —dijo el emperador—. ¿Todo está bien?
Y se miró una vez más en el espejo, pues tenía que dar la impresión de que admiraba y contemplaba su traje de gala.
Los chambelanes, que debían llevar la cola, tocaron con sus manos el suelo e hicieron como que la levantaban; echaron a andar con las manos delante de ellos, pues no querían que se dieran cuenta de que no veían nada.
Y el emperador desfiló en la procesión bajo el magnífico palio, y todo el mundo, en la calle y en las ventanas, exclamaba:
— ¡Qué espléndido es el traje nuevo del emperador! ¡Qué bello cinturón! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué bien le sienta el traje!
Porque nadie quería que los demás se diesen cuenta de que no veían nada, señal de que eran unos tontos o unos ineptos. Ningún traje del emperador había tenido éxito parecido.
—Pero si no lleva nada —gritó un niño.
—Dios santo, escuchad la voz de la inocencia—exclamó el padre.
Y cada cual susurraba al oído de su vecino lo que había dicho el niño.
—No lleva nada encima; un niño ha dicho que va desnudo.
— ¡Va desnudo! —gritó, al fin, todo el pueblo.
Y el emperador hizo una mueca, pues sabía que su pueblo tenía razón; pero se dijo que era preciso continuar la procesión hasta el final, e irguiéndose más aún continuó su marcha, mientras le seguían los chambelanes que sostenían una cola que no existía.
1837