J. G. Ballard: El espacio enorme

El espacio enorme de J. G. Ballard narra la historia de un hombre que toma la repentina decisión de aislarse completamente en su casa. A medida que pasan los días y meses, el protagonista se desconecta gradualmente del mundo exterior, rechazando todas las responsabilidades y conexiones sociales. El protagonista se adentra en un viaje mental y emocional, explorando los límites entre el espacio físico y psicológico, mientras lucha contra el hambre y la soledad.

J. G. Ballard - El espacio enorme

El espacio enorme

J. G. Ballard
(Cuento completo)

Tomé la decisión esta mañana, poco después de las ocho, mientras permanecía de pie junto a la puerta principal, a punto de irme a la oficina. Con todo, estoy seguro de que no me quedaba otra elección. Y dado que es la decisión más importante de mi vida, parece extraño que nada haya cambiado. Esperaba que las paredes temblaran o que, al menos, se produjese un ligero desplazamiento en la perspectiva de estas habitaciones tan familiares.

De algún modo, la ausencia de respuesta refleja el aire tranquilo de este suburbio londinense. Si no viviese en Croydon sino en el Bronx o en Beirut Oeste, mi acción no sería otra cosa que un sensato camuflaje local. Aquí esto es algo que va en contra de todo valor social, pero es invisible para aquellos a quienes más ofende.

Incluso ahora, tres horas más tarde, todo está en calma. La frondosa avenida está tan imperturbable como siempre. El correo ha llegado y sigue sin ser abierto en el mueble del recibidor. Desde la ventana del comedor contemplo al ingeniero de British Telecom que vuelve a su furgoneta tras reparar el teléfono de los Johnson, un instrumento que, al menos dos veces al mes, queda reducido a un cacharro nervioso a causa de sus hijas adolescentes. Vestida con su chándal turquesa, la señora Johnson cierra la verja y contempla mi coche. Un leve vapor sale del tubo de escape. Varias horas después de que, antes de acabarme el desayuno, comenzara a quitar el vaho del parabrisas el motor sigue al ralentí.

Este pequeño error puede dar al traste con el juego. Al contemplar el coche con impaciencia, estoy tentado de salir de la casa y apagar el contacto, pero consigo controlarme. Pase lo que pase, debo asumir mi decisión y todas las consecuencias que se deriven de ella. Afortunadamente, un Air India 747 deambula por el cielo, mientras busca tranquilamente el aeropuerto de Londres. La señora Johnson, que comparte con el avión algo de su gruesa elegancia, alza la vista hacia las zumbantes turbinas. Sueña con Martinica o Mauricio, mientras yo sueño con la nada.

Mi decisión de soñar ese sueño puede haber sido tomada esta mañana, pero creo que su lógica secreta comenzó a recorrer mi vida muchos meses atrás. Alguna fuerza desconocida me sostuvo durante el infeliz periodo tras mi accidente de tráfico, convalecencia y divorcio, y la interminable lista de problemas con la que me enfrenté a mi regreso al banco. De pie junto a la puerta, tras acabarme el café, vi que ya no había vaho en el parabrisas del Volvo. El maletín que llevaba en la mano me recordó las reuniones del comité financiero que durarían todo el día y en las que, una vez más, me vería obligado a defender el presupuesto de mi asediado departamento de investigación.

Entonces, mientras encendía la alarma de la casa, me di cuenta de que podía cambiar el curso de mi vida con una simple acción. Disponía del arma más simple de todas para dejar fuera al mundo y resolver todas las dificultades de un plumazo: la puerta de mi casa. Sólo necesitaba cerrarla y decidirme a no salir jamás.

Por supuesto, una decisión así significaba algo más que convertirme simplemente en una persona casera. Recuerdo caminar hacia la cocina, sorprendido por esta repentina muestra de fuerza y tratando de imaginar las consecuencias de lo que había hecho. Con el traje y la corbata aún puestos, me senté en la mesa de la cocina y tamborileé con los dedos mi declaración de independencia sobre la pulida fórmica.

Cerrando la puerta, no me segregaba sólo de la sociedad circundante. Rechazaba a mis amigos y colegas, a mi contable, a mi doctor y a mi abogado y, sobre todo, a mi exmujer. Rompía todas las conexiones reales con el mundo exterior. Nunca más saldría por la puerta. Aceptaría el aire y la luz, y la electricidad y el agua que continuasen fluyendo por los contadores. Pero en todo lo demás dejaría de depender del mundo exterior. Comería sólo la comida que pudiese encontrar dentro de la casa. Y después confiaría en el espacio y en el tiempo para mi sustento.


El motor del Volvo aún está en marcha. Son las tres de la tarde, han pasado siete horas desde que encendí el motor pero no recuerdo cuándo llené el depósito por última vez. Es asombroso comprobar qué pocos viandantes se han dado cuenta de que el tubo de escape está funcionando —sólo el director de colegio jubilado que deambula mañana y tarde por la avenida se ha detenido a mirarlo—. Vi cómo farfullaba algo para sí y agitaba el bastón antes de alejarse arrastrando los pies.

El murmullo del motor me inquieta, igual que el sonido persistente del teléfono. Me imagino quién llama: Brenda, mi secretaria; el director de marketing, el doctor Barnes; el jefe de personal, el señor Austen (llevo de baja por enfermedad tres semanas); la secretaria del dentista (un conducto radicular sensible me recuerda que ayer teníamos cita); el abogado de mi mujer, insistiendo en que el primer pago de la separación ha de hacerse de aquí a seis meses.

Por fin, agarro el cable del teléfono y lo desenchufo para eliminar el estruendo. Me tranquilizo y acepto que dejaré entrar en la casa a todo aquel que tenga derecho legítimo a estar aquí: el encargado del alquiler de la tele, los operarios de gas y electricidad que vengan a leer los contadores, incluso la policía local. No puedo esperar que me dejen en paz. De cualquier modo, pasarán meses antes de que mi acción levante sospechas y confío en que, para entonces, ya me haya marchado a un reino diferente. Me siento tremendamente optimista, casi exaltado. Ahora nada importa. Pienso sólo en lo esencial: la física del giroscopio, el flujo de fotones, la arquitectura de las estructuras enormes.


Cinco de la tarde. Hora de hacer recuento y calcular los recursos exactos de esta casa en la que he vivido siete años.

Primero, llevo el correo cerrado al comedor, abro una caja de cerillas y enciendo un pequeño y satisfactorio fuego en la chimenea. Echo a las llamas los contenidos de mi maletín, todos los billetes de la cartera, las tarjetas de crédito, el carné de conducir y la chequera.

Inspecciono la cocina y la despensa. Antes de marcharse, Margaret había llenado el congelador y el frigorífico con provisiones de huevos, jamón y otros productos de primera necesidad para un soltero —un gesto mordaz, considerando que estaba a punto de desaparecer con su amante (un tedioso agente de ventas)—. Estas raciones básicas cumplen el mismo papel que el odre de agua fresca y el saco de harina a los pies del marinero naufragado, un recordatorio de que el mundo le rechaza.

Sopeso los escasos paquetes de pasta, los botes de lentejas y arroz, los tomates y los calabacines, la ristra de ajos. Junto con las anchoas enlatadas y los envases de salmón ahumado guardados en el congelador, suman suficientes calorías y proteínas como para mantenerme durante diez días, el triple de tiempo si los raciono. Después tendré que hervir las cajas de cartón para hacer un caldo nutritivo y confiar en la caridad del viento.

A las 18.15 el motor del coche falla y se detiene.


En todos los aspectos soy un náufrago, un Crusoe reduccionista que rechaza justo los elementos de la vida burguesa que el Robinson original reconstruyó de forma tan sumisa. En su isla, Crusoe deseaba recrear los Croydons de su época. Yo quiero expulsarlos y, en su lugar, hallar un reino mucho más rico formado por los elementos de la luz, el tiempo y el espacio.


La primera semana ha acabado en calma. Todo está bien, y he estabilizado mi régimen de forma agradable. Para mi sorpresa, ha sido muy fácil rechazar el mundo. Pocos me han molestado. El cartero ha traído varios paquetes que he llevado directamente a la chimenea del comedor. Al tercer día, mi secretaria, Brenda, llamó a la puerta. Sonreí de forma encantadora y le aseguré que simplemente había alargado mi tiempo sabático. Me miró de esa forma suya tan dulce y perspicaz —me había apoyado mucho durante mi divorcio así como durante la crisis en la oficina— y entonces se marchó, prometiendo mantener el contacto. Han llegado una serie de cartas del doctor Barnes y con ellas me caliento las manos al fuego. La chimenea del comedor se ha convertido en un eficiente incinerador en el que he borrado todo mi pasado: pasaporte, certificado de nacimiento, título de licenciatura y acciones financieras, cheques de viaje sin cobrar y 2000 francos franceses que sobraron de nuestras últimas e infelices vacaciones en Niza, las cartas de mi agente de bolsa y las del cirujano ortopédico. Documentos de un pasado muerto, todos ellos vuelven brevemente a la vida entre las llamas y después se inscriben en el polvo.

Eliminar estos detritus me ha mantenido ocupado. He quitado las pesadas cortinas que colgaban de las ventanas. La luz ha inundado las habitaciones, convirtiendo las paredes y el techo en una tabula rasa. Margaret se había llevado con ella la mayor parte de los adornos y los chismes, y el resto los he metido en un armario. Bañada de luz, la casa puede respirar. En el piso de arriba las ventanas se abren al cielo. Las habitaciones parecen más grandes y menos comprimidas, como si ellas también hubiesen encontrado la libertad. Duermo bien y cuando me despierto por la mañana casi me siento como en la cima de una montaña suiza, con medio cielo debajo de mí.

Sin duda, estoy mucho mejor. He apartado el pasado, una zona en la que me arrepiento de haber entrado alguna vez. Disfruto de la tranquilidad especial que proviene de no depender más de nadie, por muy bienintencionado que este sea.

Sobre todo, ya no soy dependiente de mí mismo. No siento obligaciones con respecto a esa persona que me alimentaba y me arreglaba, que me suministraba ropas caras, que me paseaba en su coche, que amueblaba mi mente con libros inteligentes y me exponía a interesantes películas y exposiciones de arte. Al no querer nada de esto, no le debo nada a esa persona, a mí mismo. Por fin soy libre para pensar sólo en los elementos esenciales de la existencia: el continuo visual que me rodea y el juego de aire y de luz. La casa comienza a parecer una superficie de matemática avanzada, un tablero de ajedrez tridimensional. Aún hay que colocar las piezas, pero siento cómo se forman en mi mente.


Un policía se acerca a la casa. El guardia de uniforme se ha bajado de un coche patrulla aparcado junto a la entrada. Contempla el tejado, mientras es espiado por la anciana pareja que parece haberlo llamado.

Confuso, me pregunto si debo contestar al timbre. Tengo los brazos y la camisa llenos de manchas de hollín de la chimenea.

—¿El señor Ballantyne…? —Un policía joven y bastante inocente me mira de arriba a abajo—. ¿Es usted el propietario?

—¿Le puedo ayudar en algo, agente? —Asumo la convincente pose de un suburbanita que cumple la ley, interrumpido en el acto de adoración del bricolaje, del hazlo-tú-mismo.

—Nos han informado de que se ha forzado una entrada, señor. Sus vecinos dicen que las ventanas de la planta superior han estado abiertas durante dos o tres noches seguidas. Pensaban que no se encontraba usted en casa.

—¿Una entrada forzada? —Esto me desconcierta—. No, he estado aquí. De hecho, no planeo salir en absoluto. Estoy limpiando las chimeneas, agente, librándome de todo este polvo y hollín.

—Entiendo…

Duda antes de irse, olisqueando alguna irregularidad, como un perro convencido de que hay alguna delicia oculta. Está seguro de que estoy alterando, de alguna reprensible manera, las normas suburbanas, como un maltratador o un pederasta.

Espero a que se marche y desaparezca en ese elaborado holograma llamado realidad. Después, me apoyo en la puerta, exhausto por la falsa alarma. El esfuerzo de sonreír al policía me recuerda la distancia interior que he viajado en la última semana. Pero debo ser cuidadoso y esconderme tras esas fachadas del comportamiento convencional que intento subvertir.

Cierro las ventanas que dan a la calle y luego entro con alivio en los dormitorios abiertos sobre el jardín. Las paredes forman secciones de una gran caja de antenas dirigidas a la luz. Pienso en las cuestas de cemento de la vieja pista de carreras de Brooklands y en las cámaras gigantes excavadas en los acantilados de bauxita de Les Baux, donde, por primera vez, Margaret comenzó a distanciarse de mí.

Claro que han forzado una entrada, una muy especial.


Ha pasado un mes, un periodo de muchos avances y algunos retrocesos. Descansando en la cocina junto al frigorífico vacío, me como las últimas anchoas y hago inventario de mí mismo. Me he embarcado en una larga migración interna, siguiendo una ruta inscrita parcialmente en mi cabeza y parcialmente en la casa, la cual ha resultado ser una estructura mucho más compleja de lo que había imaginado. Creo que hay más habitaciones de lo que parecía a simple vista. El espacio interior tiene una riqueza de la que fui totalmente inconsciente durante los siete años que pasé aquí con Margaret. La luz lo inunda todo, expandiendo las dimensiones de las paredes y el techo. Estas calles tranquilas fueron construidas en el sitio que ocupaba el antiguo aeródromo de Croydon, y es casi como si las perspectivas de las antiguas pistas de hierba hubiesen vuelto a frecuentar estos cuidados jardines suburbanos y las mentes de quienes los cuidan.

Toda esta emoción me ha llevado a olvidar mi sistema de racionamiento. Apenas queda nada en la despensa: una caja de terrones de azúcar, un tubo de pasta de tomate y unas arrugadas puntas de espárragos. Me chupo los dedos y los paso por el fondo de la panera vacía. Me estoy arrepintiendo de no haber hecho acopio de provisiones antes de embarcarme en esta expedición. Pero todo lo que he conseguido, la enorme sensación de libertad, de puertas abiertas y de otras puertas aún por abrir, era consustancial al hecho de actuar siguiendo la decisión tomada en un instante.

A pesar de todo, he de tener cuidado para no descubrir el juego. Mantengo una apariencia razonablemente aseada, saludo desde las ventanas superiores a la señora Johnson y me disculpo mediante gestos por el césped sin cuidar. Ella lo entiende: me ha abandonado mi esposa, estoy condenado a la desesperación de un mundo sin mujeres. Tengo hambre todo el tiempo, me mantengo con poco más que unas tazas de té con azúcar. He bajado de peso; he perdido unos siete kilos y estoy continuamente mareado.

Mientras tanto, el mundo exterior continúa bombardeándome con sus irrelevantes mensajes: publicidad, periódicos gratuitos y un montón de cartas del señor Barnes y del departamento de personal del banco. Arden con llamas grandes y solemnes, y asumo que he sido despedido. Brenda llamó para verme hace tres días, aún desconcertada por mi alegre conducta. Me dijo que había sido reasignada y que habían vaciado los archivos y los muebles de mi oficina.

La ranura del correo resuena. Recojo del felpudo dos folletos y un sobre de plástico, una muestra de una nueva marca de chocolate. Lo saco del envoltorio y hundo mis dientes en el centro gomoso, incapaz de controlar la saliva que inunda mi boca. Me siento tan abrumado por el sabor de la comida que no consigo escuchar el sonido del timbre. Cuando abro la puerta veo a una mujer bien vestida, con traje de tweed y sombrero, presumiblemente la mujer de un abogado que trabaja de voluntaria social para el hospital local.

—¿Sí? ¿Puedo…? —La reconozco con esfuerzo, mientras me chupo los últimos restos de chocolate de los dientes—. ¿Margaret…?

—Por supuesto. —Sacude la cabeza como si este patinazo social lo explicara todo sobre mí—. ¿Quién demonios te creías que era? ¿Estás bien, Geoffrey?

—Sí, estoy bien. He estado muy ocupado. ¿Qué buscas? —Una posibilidad temible me cruza por la cabeza—. ¿No querrás volver?…

—Dios santo, no. El doctor Barnes me llamó. Dijo que habías dimitido. Me sorprende.

—No, decidí dejarlo. Trabajo en un proyecto privado. Es lo que siempre he querido hacer.

—Lo sé. —Sus ojos recorren la entrada y la cocina, convencida de que algo ha cambiado—. Por cierto, he pagado el recibo de la luz, pero esta es la última vez.

—Me parece justo. Bueno, será mejor que vuelva al trabajo.

—Bien. —Está claramente sorprendida de mi autosuficiencia—. Has perdido peso. Te sienta bien.


La casa relaja su abrazo protector. Después de que Margaret se haya ido reflexiono sobre lo rápidamente que la he olvidado. No hay rastro de antiguos afectos. He cambiado, mis sentidos están sintonizando la longitud de onda de lo invisible. Margaret se ha quedado en un mundo más limitado, uno compuesto por un enorme reparto de actores secundarios en ese eterno melodrama provinciano llamado vida normal.

Ansioso por borrar su recuerdo, asciendo al piso superior y abro las ventanas para disfrutar del placer absoluto del sol de la tarde. Las habitaciones orientadas al oeste sobre el jardín se han convertido en gigantescos observatorios. El polvo lo cubre todo con una bruma de mescalínica luz violeta, fotones que vuelven tras golpear la superficie del alféizar y la cómoda. Margaret se ha llevado consigo muchos muebles, dejando inesperados huecos e intervalos, como si esto fuera un universo espacial invertido, la plantilla del que ocupábamos juntos. Casi me puedo sentar en la ausente silla William Morris, casi puedo verme reflejado en el espejo art decó desaparecido cuyo borde cromado ha dejado una sombra en la pared del baño.


Un descubrimiento extraño: las habitaciones son más grandes. Al principio pensé que se trataba de una ilusión producida por la escasez de muebles, pero la casa siempre ha sido más grande de lo que me había imaginado. Mis ojos ven ahora todo tal como es, sin el montón de parafernalia de la vida convencional, como sucede en esos escasos y preciosos momentos en los que uno regresa de vacaciones y ve la auténtica realidad de su hogar.

Mareado por el intenso aire, me tambaleo hasta entrar en la habitación de Margaret. Las paredes se hallan desplazadas de forma extraña, como si un equipo de escenógrafos las hubiese empujado hacia atrás para crear otro plató. No hay signos de la cama, ni del desnudo colchón con las manchas del vino que derramé la noche de su marcha mientras le daba el pésame por su aburrido amante. Me he extraviado en un área poco familiar de la habitación, en algún lugar entre el cuarto de baño de Margaret y los armarios empotrados. Lo que queda de la habitación huye de mí, las paredes se retraen por la luz. Por primera vez veo la cama, pero parece tan remota como un viejo diván en el fondo de un almacén vacío.

Otra puerta conduce a un pasillo ancho y silencioso, en el que nadie ha entrado durante años. No hay escalera, pero a lo lejos están las entradas a otras habitaciones, llenas del tipo de luz que brilla en las pantallas de rayos X. Aquí y allí, una solitaria silla descansa contra la pared; en una inmensa habitación sólo hay una cómoda, en otra, el armario de un reloj de caja preside el interminable suelo enmoquetado.

La casa se me revela de la forma más sutil. Sorprendido por sus perspectivas, tropiezo con mis propios pies y siento que mi corazón se acelera. Encuentro una pared y presiono con las manos el papel rayado, luego tanteo el aire demasiado iluminado junto al rellano. Por fin llego a la cima de una enorme escalera, cuya barandilla encoge mientras corro hacia la protección del piso inferior.

Puede que las verdaderas dimensiones de la casa sean muy estimulantes, pero de ahora en adelante dormiré en la planta baja. El tiempo y el espacio no están necesariamente de mi lado.

He atrapado a una gata. Estaba tan irritado por haberme perdido en mi propia casa que he tardado media hora en darme cuenta de que tengo una pequeña compañera, la gata persa blanca de la señora Johnson. Mientras andaba torpemente por el Palacio de Marienbad, que ocupa ahora la primera planta, la gata entró en el salón a través de las ventanas dobles que estaban abiertas y quedó atrapada al cerrarse la puerta por un golpe de viento.

Me sigue afablemente a todas partes, esperando que la alimente, pero, por una vez, soy yo el que necesita de su caridad.


Han pasado dos meses. Esta convencional villa suburbana es de hecho la unión entre nuestro pequeño mundo ilusorio y otro mayor y más real. Milagrosamente, he sobrevivido, aunque mis últimas reservas de comida se acabaron hace semanas. Como supuse que pasaría, Margaret me visitó por segunda y última vez. Aún desconcertada por mi confianza en mí mismo y mi hermosa y delgada figura, me dijo que ya no se haría responsable de las deudas que se me estaban acumulando. La despedí y volví a mi almuerzo de pastel de caniche.

El pensamiento de que no volvería a ver a Margaret le dio a mi modesto almuerzo un placer añadido, después coloqué con cuidado la trampa para perros junto a la puerta abierta del salón. El jardín desatendido, lleno de hierba que llega hasta las rodillas, ha atraído a las mascotas de mis vecinos, confiadas bestias que trotan felices hacia mí mientras me siento sonriente en el sillón con una cuchilla oculta tras el tentador cojín. Para cuando sus esperanzados dueños aparecen, unos días más tarde, ya he ocultado los huesos debajo de las tablas del suelo del comedor, un importante osario que es el último lugar de descanso de Bonzo, Major, Yorky y Señor Fred.

Estos perros y gatos, y los pocos pájaros que he conseguido atrapar, pronto son mi única comida. Sin embargo, ha quedado claro que mis vecinos ahora cuidan mejor a sus mascotas, y me he resignado a una dieta de aire. Afortunadamente, la compañía de alquiler de televisores intervino para suministrar una generosa fuente de raciones extra.

Recuerdo al severo joven con caja de herramientas que llegó para desmontar la antena de la buhardilla. Había acudido para hacer algunos encargos más en la avenida y aparcó la furgoneta a unos cien metros. Le seguí a la planta de arriba, preocupado de que pudiera perderse en aquellas enormes habitaciones.

Tristemente, mi intento de avisarle no sirvió de nada. Al entrar en la primera de las cámaras, tan grande como un hangar de aviones excavado en el techo de un iceberg, pareció darse cuenta de que había entrado en zona de peligro. Forcejeé con él mientras tropezábamos por aquel mundo blanco, como exploradores árticos que han perdido el sentido de la distancia a tan sólo unos cuantos pasos de su tienda de campaña. Una hora más tarde, cuando hube calmado sus miedos y lo llevé a la planta baja, ya se había rendido tristemente a los terrores de la luz y del espacio.


Tres meses: un periodo de continuos descubrimientos y algunas interrupciones. El mundo exterior ha decidido por fin dejarme en paz. Ya no contesto a la puerta y casi nadie ha llamado, aunque llegan amenazantes cartas del consejo local y de la compañía eléctrica y de la del agua. Pero está en marcha una lógica imperturbable y confío en que mi proyecto estará completo antes de que desconecten la electricidad y el agua.

La casa se agranda a mi alrededor. La invasión de luz que reveló sus verdaderas dimensiones ha alcanzado ahora la planta baja. Para conservar mi marcación me he visto forzado a retroceder hasta la cocina, adonde he llevado el colchón y las mantas. De vez en cuando, me aventuro en el salón e investigo las amenazantes perspectivas. Me sorprende que Margaret y yo viviéramos en esta vasta mole y que la redujésemos en nuestras mentes.

Puedo sentir cómo las paredes de la cocina se alejan de mí. Paso aquí todo el día, sentado en el suelo con la espalda contra el congelador. La cocina, el frigorífico y el lavavajillas se han convertido en los objetos anónimos del escaparate de una tienda lejana. ¿Durante cuánto tiempo puede continuar esta expansión? Tarde o temprano el proceso se detendrá y se revelarán en ese instante las verdaderas dimensiones del mundo en que vivimos, y que nos han estado ocultando los centros de visión de nuestro cerebro. Estoy al borde de una revelación única, tal vez similar al descubrimiento del Nuevo Mundo por parte de Colón. Apenas puedo esperar a dar la noticia a mis vecinos: el humilde chalet que la señora Johnson cree ocupar es de hecho tan grande como Versalles.

Por aquí cerca, los huesos del reparador de televisión yacen sobre el linóleo amarillo como las costillas y el cráneo de un viajero del desierto sucumbido hace mucho tiempo.

En algún lugar están forzando una puerta. Escucho el rechinar de una llave mientras comprueban la cerradura, después el sonido de unos tacones en las escaleras del patio antes de un segundo intento de abrir a palanca las ventanas dobles.

Alzándome, me balanceo por la cocina, intentando apoyar mis brazos contra la lejana lavadora. Una llave gira y se abre una puerta más allá de las grandes perspectivas enmoquetadas del salón.

Una joven ha entrado en la casa. Mientras vuelve a poner las llaves en el bolso reconozco a Brenda, mi antigua secretaria. Contempla las desmanteladas trampas para perros junto a la ventana y luego mira por la habitación hasta que me encuentra observándola junto a la puerta.

—¿Señor Ballantyne? Siento entrar por la fuerza. Estaba preocupada por si usted… —Sonríe de manera tranquilizadora y saca las llaves del bolso—. La señora Ballantyne dijo que podía usar el otro juego. No ha contestado al teléfono y nos preguntábamos si estaba enfermo…

Camina hacia mí, pero tan lentamente que la inmensa habitación parece alejarla en sus dimensiones expansivas. Se acerca y retrocede al mismo tiempo y me preocupa que se pierda en la vastedad casi planetaria de la casa.

Atrapándola mientras pasa a mi lado, la protejo del torrente externo de espacio y tiempo.


Asumo que hemos entrado en el cuarto mes. Ya no veo el calendario que hay en la puerta de la cocina. Así de lejos está. Me siento con la espalda apoyada en el congelador, que he movido de la cocina a la despensa. Pero las paredes de este espacio antaño diminuto constituyen ahora un universo en sí mismo. El techo está tan distante que se podrían formar nubes bajo él.

No he comido nada en la última semana, pero ya no me atrevo a dejar la despensa y apenas me muevo un paso de mi posición. Me podría perder fácilmente al atravesar la cocina y no podría regresar a la única seguridad y compañía que conozco.

Sólo queda un último refugio. Es tanto el espacio que ha retrocedido que debo estar cerca del núcleo irreductible en el que yace en realidad. Esta mañana, por breve tiempo, he albergado el repentino miedo de que todo esto ha estado sucediendo dentro de mi propia cabeza. Al aislar el mundo, mi mente puede haber vagado hasta un dominio sin normas o escalas. Durante muchos años he anhelado un mundo vacío y tal vez lo haya construido, sin darme cuenta, dentro de la casa. El tiempo y el espacio han entrado a borbotones para cubrir el vacío que he creado. Incluso se me ocurrió finalizar el experimento y me levanté y traté de llegar a la puerta de la entrada, un viaje tan abocado al fracaso como el retorno de Scott desde el Polo Sur. No hace falta que diga que tuve que abandonar antes de cruzar el umbral del recibidor.

Detrás de mí, cómodamente, yace Brenda, su rostro está a sólo unos centímetros del mío. Pero ella también comienza a alejarse de mí. Cubierta por una escarcha brillante, descansa en silencio en el compartimento del congelador, una reina esperando renacer algún día de su sueño criogénico.

Las líneas de perspectiva fluyen de mí, agrandando el interior del compartimento. Pronto estaré junto a ella, en un palacio de hielo que cristalizará a nuestro alrededor, y por fin encontraré el inerte centro del mundo que vino a reclamarme.

J. G. Ballard - El espacio enorme
  • Autor: J. G. Ballard
  • Título: El espacio enorme
  • Título Original: The Enormous Space
  • Publicado en: Interzone, julio de 1989
  • Traducción: David Cruz Acevedo – Javier Fernández

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