Don Luis Ramírez tenía predilección por Gonzalo de Berceo y su sólida estrofa de cuatro versos con rima consonante y nombre náutico, la cuadernavía. Lo llamo «don» pese a encontrarse en la Cárcel Pública, en calidad de reo rematado e inexcarcelable, por respeto a su saber literario y porque alguna vez fue mi profesor de castellano.
Me encontré con él casualmente, en el curso de una visita semestral de cárceles en la que yo participaba como reportero. Lo reconocí de inmediato por su calva marfil viejo, sus anteojos caídos y su digna apostura. Él también me reconoció y me saludó con afecto:
—¡Vera! ¡Qué gusto de verlo después de tantos años!
Me contó entonces parte de su historia, tal vez no la más importante. Otros fragmentos los conocí en visitas posteriores y no directamente por él, sino a través de un antiguo gendarme, Provoste, que lo admiraba en forma desaforada y que me conocía a raíz de antiguas querellas por exceso de publicidad.
Don Luis Ramírez tenía un vicio muy arraigado, la hípica, y un excesivo sentido de la responsabilidad que lo condujo a tratar de mantener simultáneamente tres hogares, con un total de seis hijos e hijas. La combinación de ambos defectos lo condujo al delito. Ideó sucesivas estafas, algunas de gran complejidad, que le proporcionaron efímeros períodos de opulencia y de estabilidad para los suyos, pero que desembocaron fatalmente en una hecatombe financiera y en la cárcel.
Pasó el primer año en un estado de melancolía, pero al segundo, después que su abogado le comunicó su inexcarcelabilidad, mientras no pagara una suma grandiosa, decidió hacer algo.
Meditó algunos días y elaboró un plan muy rebuscado. Llegó a un acuerdo con el ya mencionado Provoste para que le llevara cada día muy temprano a su confortable celda en la galería pensionado, los tres diarios principales. No le interesaban las noticias políticas, ni las deportivas. Las hípicas, sí, pero las dejaba para más tarde. Concentraba toda su atención en la lista de defunciones y en los obituarios que a veces aparecían en las páginas de vida social. Luego, sacaba de su baúl un block de cartas y algunos sobres, tintero y pluma y, después de mirar al techo unos instantes, se lanzaba a escribir.
Escribía cartas de pésame. Una por lo menos cada día. A veces dos o tres. El texto no variaba mucho en su esencia, pero el escritor agregaba toques y matices diversos, según su inspiración, o algún elemento informativo adicional, que tomaba del Diccionario Biográfico de Chile, última edición. Luego cerraba el sobre, escribía con su letra caligráfica el nombre y la dirección del interfecto (de la guía de teléfonos, que también poseía en su celda) y Provoste se encargaba de hacer despachar la correspondencia.
Efecto: en la casa del fallecido sonaba el timbre y la empleada regresaba trayendo un sobre en la mano para anunciar con voz tétrica:
—Señora, una carta para el caballero.
La reciente viuda sufría una fuerte conmoción, que podía llegar hasta las lágrimas al leer en la carta, tan pulcra, la breve descripción de las desgracias y fatalidades de la vida que habían llevado a don Luis Ramírez Almeyda a la cárcel, y su digna petición final:
«En nombre de nuestra antigua amistad de los tiempos del Internado, quisiera pedirte una modesta ayuda en la difícil situación en que me encuentro. No se trata de dinero. Quisiera solo poder alimentarme algo mejor de lo que ofrece este recinto penal. Para ello, bastaría que, de acuerdo a tus posibilidades, acudieras a la pensión Venegas, aquí cerca, en calle… y cubrieras el valor del almuerzo para el número de días que te parezca. Sería una gran contribución en estas tristes circunstancias. Puedes contar con mi eterna gratitud».
Los efectos eran instantáneos. La viuda o alguno de sus hijos concurrían a la pensión Venegas y pagaban un mes de almuerzos o más, para el amigo del papá. En algunos casos, algún deudo tomaba la decisión de ir a visitar al caballero preso. En tales ocasiones, pocas, el profesor se mostraba tan agobiado por la emoción que apenas lograba hilar palabras coherentes y así evitaba entrar en riesgosas precisiones.
De esta manera, según me contó Provoste, don Luis llegó a disponer durante más de dos años de 40 a 50 almuerzos diarios, que llevaban desde la pensión a la cárcel y que se vendían muy bien entre los reclusos.
Visité a mi viejo profesor en aquel tiempo y estuvimos conversando sobre Berceo y Fray Luis de León. Me dijo que no sentía gran urgencia en salir de la cárcel y volver al mundanal ruido. Que solo echaba de menos de vez en cuando, un vaso del bon vino en compañía de su familia. No me atreví a preguntarle de cuál de ellas.
Sentí de veras su muerte, a consecuencia de un infarto. Murió en la enfermería de la cárcel.
Sentí el extraño impulso de enviar a su viuda —¿pero a cuál? —una carta de pésame sincera, como creo que eran, pese a todo, las suyas. Pero lo dejé para otra ocasión.
(1994)
© José Miguel Varas: El poder de la palabra. Publicado en Cuentos de ciudad, 1997.