«Gil Braltar» es un cuento satírico de Jules Verne publicado en 1887. La historia sigue a un patriota español que ha perdido la cordura, quien lidera a un peculiar grupo para intentar recuperar Gibraltar de las manos inglesas. El humor con que está tejida la historia, no oculta la irónica crítica que Verne realiza a través de este relato al espíritu imperialista inglés de la época, sus ansias de conquista, su racismo y su política colonial.
Gil Braltar
Jules Verne
(Cuento completo)
I
Había allí unos setecientos u ochocientos, a lo sumo. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles y hechos para los saltos prodigiosos. Se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, Ronda y del desolado país del Cuervo.
De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado sobre el lomo de un flaco asno que formaba la cresta misma de la montaña. Desde el puesto de soldados, sobre la parte superior de la enorme piedra, nadie era capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.
—¡Shhh, shhh! —silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.
Un ser singular ese jefe de estatura alta, vestido con piel de mono, cubierto de pelo, su cabeza poblada con una enmarañada y espesa cabellera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros en la planta como un casco de caballo.
Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánico, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Se inclinó hacia el suelo. Todos se inclinaron adoptando la misma actitud. Empuñó un sólido palo que comenzó a ondear. Todos ondearon sus palos y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que llaman «la rosa cubierta».
El jefe se dio la vuelta, se deslizó entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La tropa lo siguió al mismo tiempo que se arrastraban.
En menos de diez minutos había recorrido los senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento de una piedra pusiera al descubierto la presencia de esta masa en marcha.
Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo. Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el lugar.
A doscientos metros más abajo se veía la ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces hacían visible el confuso grupo de malecones, casas, villas y cuarteles. Más allá, se distinguían los fanales de los barcos de guerra y las luces de los buques comerciales. Los pontones, anclados en el muelle, se reflejaban en la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su haz luminoso sobre el estrecho.
En ese momento se oyó un cañonazo: el first gun fire, lanzado desde una de las baterías rasantes. Luego, se comenzaron a escuchar los redobles de los tambores acompañados de los agudos silbatos de los pífanos.
Era la hora de la retirada, de recogerse en casa. Ningún extranjero tenía ya el derecho a caminar por la ciudad, a no ser que estuviera escoltado por algún oficial de la guarnición. Se le ordenaba a los miembros de las tripulaciones de los barcos que regresaran a bordo antes que las puertas de la ciudad se cerrasen. En intervalos de quince minutos, circulaban algunas patrullas que llevaban a la estación a aquellos que se habían retrasado o a los borrachos. Luego, la ciudad se sumía en una profunda tranquilidad.
El general Mac Kackmale podía dormir entonces a pierna suelta.
Esa noche, no parecía que Inglaterra tuviera algo que temer en su peñón de Gibraltar.
II
Es conocido que este gran peñón, que tiene una altura de cuatrocientos veinticinco metros, reposa sobre una base de mil doscientos cuarenta y cinco metros de ancho por cuatro mil trescientos de largo. Su forma se asemeja a un enorme león echado, cuya cabeza apunta hacia el lado español y su cola se baña en el mar. Su rostro muestra los dientes —setecientos cañones apuntando a través de sus troneras—, los dientes de la vieja, como se le llama. Una vieja que mordería duro si se le molestase. Allí está Inglaterra sólidamente apostada, tanto como en Perim, Adén, Malta, en Pulo-Pinang y Hong Kong, otros tantos peñones que, algún día, con el progreso de la mecánica, convertirá en fortalezas giratorias.
Mientras llega ese momento, Gibraltar le asegura al Reino Unido una dominación indiscutible sobre los dieciocho kilómetros de este estrecho que la fuerza de Hércules ha abierto hacia Abila y Calpe, en lo más profundo de las aguas mediterráneas.
¿Han renunciado los españoles a reconquistar esta región de su península? Sí, sin duda, porque parece ser inatacable por tierra o por mar.
No obstante, existía uno que vivía obsesionado con la idea de reconquistar esta roca ofensiva y defensiva. Era el jefe de la tropa, un ser raro, se podría decir que un loco. Este hidalgo se hacía llamar precisamente Gil Braltar, nombre que, a no dudarlo, lo predestinaba para esta conquista patriótica. Su cerebro no había resistido y su lugar estaba en el asilo de los dementes. Se le conocía bien. Sin embargo, desde hacía diez años, no se sabía a ciencia cierta qué había sido de él. ¿Erraría quizás por el mundo? En la realidad, no había abandonado en modo alguno su dominio patrimonial. Vivía una existencia de troglodita, en bosques, cuevas y particularmente en el fondo de aquellos inaccesibles reductos de las grutas de San Miguel, que se dice que comunican con el mar. Se le creía muerto. Vivía, en cambio, pero a la manera de los hombres salvajes privados de la razón humana, que solo obedecen a sus instintos animales.
III
Dormía el general Mac Kackmale a pierna suelta, tan despreocupadamente que violaba los reglamentos. Con sus desmesurados brazos, sus ojos redondos, hundidos bajo rudas cejas, su cara rodeada de una áspera barba, su fisonomía gesticulante, sus gestos de antropopiteco, el prognatismo extraordinario de su mandíbula, era de una fealdad notable, incluso para un general inglés. Era un verdadero mono; excelente militar por otra parte, pese a su figura simiesca.
Sí. Dormía en su confortable morada de Main Street, una calle sinuosa que atraviesa la ciudad desde la Puerta del Mar hasta la Puerta de la Alameda. Quizá el general soñaba que Inglaterra se apoderaba de Egipto, Turquía, Holanda, Afganistán, Sudán o del país de los bóers, en una palabra, de todos los puntos del planeta que se ajustaban a su conveniencia, justo en el momento en que corría el riesgo de perder Gibraltar.
La puerta del cuarto se abrió de repente.
—¿Qué ocurre? —preguntó el general Mac Kackmale incorporándose de un salto.
—Mi general —le contestó un ayudante de campo que había entrado por la puerta como un torpedo—, están invadiendo la ciudad…
—¿Los españoles?
—Es lo más probable.
—Se habrán atrevido…
El general no terminó la frase. Se levantó, arrojó a un lado el madrás que le ceñía la cabeza, se deslizó en sus pantalones, se zambulló en su traje, se dejó caer en sus botas, se caló su bicornio y se armó con su espada mientras decía:
—Ese ruido que escucho, ¿qué es?
—El ruido de las rocas que avanzan como un alud por toda la ciudad.
—¿Son numerosos esos bribones?…
—Deben serlo.
—Sin duda, todos los bandidos de la costa se han reunido para ejecutar este ataque: los contrabandistas de Ronda, los pescadores de San Roque y los refugiados que pululan en todas las poblaciones…
—Es de temer, mi general.
—Y el gobernador… ¿ha sido prevenido?
—No. Ha sido imposible avisarle en su quinta de la Punta de Europa. Las puertas están ocupadas y las calles están llenas de asaltantes…
—¿Y el cuartel de la Puerta del Mar?…
—No hay manera de llegar hasta allí. Los artilleros deben hallarse sitiados en su cuartel.
—¿Con cuántos hombres cuenta usted?…
—Unos veinte, mi general. Son los infantes del tercer regimiento, que han podido escaparse.
—¡Por San Dunstán! —exclamó Mac Kackmale—, ¡Gibraltar arrebatada a Inglaterra por estos vendedores de naranjas!… ¡Eso no ocurrirá! No… ¡Eso no ocurrirá!
En ese momento, la puerta del cuarto dio paso a un extraño ser que saltó sobre los hombros del general.
IV
—¡Ríndase! —exclamó una voz ronca, que más tenía de rugido que de voz humana.
Algunos hombres, que habían llegado con el ayudante de campo, iban a abalanzarse sobre aquel hombre cuando, en la claridad del cuarto, lo reconocieron.
—¡Gil Braltar! —exclamaron.
Era él, en efecto, aquel hidalgo del que no se hablaba hacía mucho tiempo, el salvaje de las grutas de San Miguel.
—¡Ríndase! —volvió a gritar.
—¡Jamás! —contestó el general Mac Kackmale.
De repente, en el momento en que los soldados lo rodeaban, Gil Braltar emitió un silbido agudo y prolongado.
Inmediatamente, una masa invasora ocupó el patio de la vivienda y luego la propia vivienda.
¿Lo creerán ustedes? Eran monos, monos a centenares. ¿Vendrían a recuperar de los ingleses este peñón del que son los verdaderos dueños, esa montaña que ocupaban mucho antes que los españoles, mucho antes que Cromwell hubiese soñado conquistarla para Gran Bretaña? Sí, esa era la realidad. Y eran temibles por su número, estos monos sin colas, con los que no se vivía en buenos términos, sino a condición de tolerar sus merodeos; esos seres inteligentes y atrevidos a los que se evita molestar, pues sabían vengarse y lo habían hecho muchas veces haciendo rodar enormes rocas sobre la ciudad.
Y ahora, estos monos se habían convertido en los soldados de un loco, tan salvaje como ellos, este Gil Braltar que ellos conocían, que participaba de su vida independiente, de ese Guillermo Tell cuadrumanizado que había concentrado toda su existencia en un solo pensamiento: expulsar del territorio español a todos los extranjeros.
¡Qué vergüenza para el Reino Unido, si aquella tentativa tuviese éxito! Los ingleses, vencedores de indios, abisinios, tasmanios, australianos, hotentotes y de muchos otros, ahora serían derrotados por unos simples monos.
Si semejante desastre ocurriese, el general Mac Kackmale no tendría otro remedio que volarse los sesos. Es imposible sobrevivir a semejante deshonor.
Sin embargo, antes de que los monos, llamados por el silbido de su jefe, hubiesen invadido la habitación, algunos soldados habían podido atrapar a Gil Braltar. El loco, dotado de un vigor extraordinario, se resistió y costó no poco trabajo reducirlo. Su piel prestada le había sido arrancada en la lucha y se quedó amarrado, amordazado y casi desnudo en una esquina de la habitación, sin poder moverse ni emitir sonido alguno. Poco tiempo después, Mac Kackmale abandonó su casa con la firme resolución de vencer o morir, siguiendo la regla militar.
El peligro en el exterior no era menor. Al parecer, algunos infantes se habían reunido en la Puerta del Mar y avanzaban hacia la vivienda del general. Varios disparos se escucharon en los alrededores de Main Street y la plaza de Comercio. Sin embargo, el número de simios era tal que la guarnición de Gibraltar corría peligro de verse muy pronto obligada a ceder su posición. Y entonces, si los españoles hacían causa común con los monos, los fuertes serían abandonados, las baterías quedarían desiertas, las fortificaciones no contarían con un solo defensor y los ingleses que habían hecho inexpugnable aquella roca, no volverían a poseerla jamás.
De repente, se produjo un brusco giro en el curso de los acontecimientos.
A la luz de algunas antorchas que iluminaban el patio, pudo verse a los monos batirse en retirada. Al frente de la banda iba su jefe blandiendo su palo. Todos lo seguían a su mismo paso, imitando su movimiento de brazos y piernas.
¿Había podido Gil Braltar desatarse y arreglárselas para escapar de la habitación donde se encontraba prisionero? No había duda posible. Pero ¿a dónde se dirigía ahora? ¿Se dirigía hacia la Punta de Europa, hacia la villa del gobernador para atacarlo y obligarlo a rendirse, así como había hecho con el general?
No. El loco y su banda descendieron por Main Street. Luego de haber cruzado la Puerta de la Alameda, marcharon oblicuamente a través del parque y comenzaron a subir por la cuesta de la montaña.
Una hora después, no quedaba en la ciudad uno solo de los invasores de Gibraltar.
¿Qué había ocurrido, entonces?
Pronto se supo; en cuanto el general Mac Kackmale apareció en la linde del parque.
Había sido él quien, tomando el lugar del loco, se había envuelto en la piel de mono del prisionero y había dirigido la retirada de la banda. Este bravo guerrero se parecía tanto a un cuadrúmano que logró engañar por completo a los monos. No tuvo, por tanto, otra cosa que hacer que presentarse y todos lo siguieron.
Simplemente, una idea genial, que fue muy pronto recompensada con la concesión de la Cruz de san Jorge.
En cuanto a Gil Braltar, el Reino Unido, a cambio de dinero, lo cedió a un presentador ambulante que hizo fortuna exhibiéndolo en las principales ciudades del viejo y el nuevo mundo. El presentador incluso da a entender de buen grado que no es aquel salvaje de San Miguel a quien exhibe, sino al general Mac Kackmale en persona.
Esta aventura constituyó, sin embargo, una lección para el gobierno de Su Graciosa Majestad. Comprendió que si bien Gibraltar no podía ser tomada por los hombres, estaba a merced de los monos. En consecuencia, Inglaterra, de forma muy práctica, ha decidido, en lo sucesivo, enviar allí a los más feos de sus generales, de manera que los monos vuelvan a engañarse.
En realidad, esta medida le asegura, para siempre, la posesión de Gibraltar.