Jules Verne: Los amotinados del Bounty

«Los amotinados del Bounty» de Jules Verne es una narración basada en hechos reales que relata las consecuencias del famoso motín ocurrido en 1789 a bordo del HMS Bounty. La historia comienza cuando un grupo de marineros, hartos de los malos tratos, se rebela contra el mando del capitán Bligh. La narración sigue tres hilos principales: el peligroso viaje de supervivencia del capitán y los marineros leales abandonados en una pequeña embarcación; las peripecias de los amotinados liderados por Fletcher Christian en su búsqueda de un refugio seguro; y el sorprendente destino de estos últimos. Verne explora temas como la lealtad, la traición y la redención en esta fascinante recreación de uno de los episodios más célebres de la historia marítima.

Jules Verne - Los amotinados del Bounty

Creemos necesario advertir a nuestros lectores que esta narración no es una ficción. Todos los detalles han sido tomados de los anales marítimos de la Gran Bretaña. En algunas ocasiones, la realidad nos proporciona hechos tan novelescos que ni la propia imaginación podría añadir más.


I
El abandono

Ni el menor soplo de aire, ni una onda en la superficie del mar, ni una nube en el cielo. Las espléndidas constelaciones del hemisferio austral se destacan con una pureza incomparable. Las velas del Bounty cuelgan a lo largo de los mástiles, el barco está inmóvil y la luz de la Luna, que se va perdiendo ante las primeras claridades del alba, ilumina el espacio con un fulgor indefinible.

El Bounty, velero de doscientas quince toneladas con una tripulación compuesto por cuarenta y seis hombres, había zarpado de Spithead, el 23 de diciembre de 1787, bajo las órdenes del capitán Bligh, un rudo pero experimentado marinero que había acompañado al capitán Cook en su último viaje de exploración.

La misión especial del Bounty consistía en transportar a las Antillas el árbol del pan, que tan profusamente crece en el archipiélago de Tahití. Después de una escala de seis meses en la bahía de Matavai, William Bligh, luego de haber cargado el barco con un millar de estos árboles, zarpó con rumbo a las Indias occidentales, tras una corta estancia en las islas de los Amigos.

Muchas veces, el carácter receloso y violento del capitán había ocasionado más de un incidente desagradable entre algunos de los oficiales y él. Sin embargo, la tranquilidad que reinaba a bordo del Bounty, al salir el sol, el 28 de abril de 1789, no parecía presagiar los graves sucesos que iban a ocurrir. Todo parecía en calma cuando de repente una insólita animación se propaga por todo el navío. Algunos marineros se acercan, intercambian dos o tres palabras en baja voz y luego desaparecen sigilosamente.

¿Es el relevo de la guardia de la mañana? ¿Algún accidente imprevisto se ha producido a bordo?

—Sobre todo no hagan ruido, amigos míos —dijo Fletcher Christian, el segundo del Bounty—. Bob cargue su pistola, pero no tire si no le doy la orden. Usted, Churchill, tome su hacha y destruya la cerradura del camarote del capitán. Una última recomendación, ¡lo necesito vivo!

Seguido por una decena de marineros armados de sables, machetes y pistolas, Christian se dirigió al entrepuente, luego de haber dejado a dos centinelas custodiando los camarotes de Stewart y Peter Heywood, el contramaestre y el guardiamarina del Bounty. Se detuvo ante la puerta del camarote del capitán.

—Adelante, muchachos —dijo—, ¡derríbenla con los hombros!

La puerta cedió bajo una vigorosa presión y los marineros se precipitaron al camarote.

Sorprendidos primero por la oscuridad y luego, quizá al reflexionar sobre la gravedad de sus actos, tuvieron un momento de vacilación.

—¡Eh! ¿Quién anda ahí? ¿Quién se atreve a…? —exclamó el capitán mientras se bajaba de su catre.

—¡Silencio, Bligh! —contestó Churchill. ¡Silencio y no intentes resistirte, o te amordazo!

—Es inútil vestirse —agregó Bob—. De todos modos, tendrás buen aspecto cuando te colguemos del palo de mesana.

—Átele las manos por detrás de su espalda, Churchill —dijo Christian—, y súbalo a cubierta.

—Los capitanes más terribles se convierten en poco peligrosos una vez que uno sabe cómo tratarlos —observó John Smith, el filósofo del grupo.

Entonces el grupo, sin preocuparse de despertar a los marineros de la última guardia, aún dormidos, subió por la escalera y reapareció sobre el puente.

Era un motín con todas las de la ley. Solo uno de los oficiales de a bordo, Young, un guardiamarina, había hecho causa común con los amotinados.

En cuanto a los hombres de la tripulación, los vacilantes habían cedido por el momento, mientras que los otros, sin armas y sin jefe, permanecían como espectadores del drama que iba a tener lugar ante sus ojos.

Todos estaban en el puente, formados en silencio. Observaban el aplomo de su capitán que, medio desnudo, avanzaba con la cabeza en alto en medio de aquellos hombres acostumbrados a temblar en su presencia.

—Bligh —dijo Christian, con tono áspero—, queda destituido de su mando.

—No reconozco su derecho… —contestó el capitán.

—No perdamos el tiempo en protestas inútiles —exclamó Christian interrumpiendo a Bligh. Represento, en este momento, la voz de toda la tripulación del Bounty. Apenas habíamos zarpado de Inglaterra, cuando ya tuvimos quejas por sus insultantes sospechas y procedimientos brutales. Cuando digo nosotros, me refiero tanto a los oficiales como a los marineros. No solo nunca pudimos obtener la satisfacción que se nos debía, sino que siempre rechazaba nuestras quejas con desprecio. ¿Somos acaso perros que se injurian en todo momento? ¡Canallas, bandidos, mentirosos, ladrones! No había expresión e insulto lo suficientemente groseros que no nos dirigiese. En realidad, sería necesario no ser un hombre para soportar tal tipo de vida. Y yo que soy su compatriota, que conozco a su familia, que he navegado dos veces bajo sus órdenes, ¿me ha respetado? ¿No me acusó ayer nuevamente de haberle robado unas miserables frutas? ¡Y los hombres! Por una pequeñez, a los grilletes. Por una nimiedad, veinticuatro azotes. Pues bien, todo se paga en este mundo. Ha sido muy liberal con nosotros, Bligh. Ahora es nuestro turno. Expiará rigurosamente todas sus injurias, injusticias, dementes acusaciones y torturas morales y físicas con las que ha agobiado a su tripulación desde hace año y medio. Capitán, ha sido juzgado por aquellos a los que ha ofendido y ha sido condenado. ¿No es así, camaradas?

—¡Sí, sí, que muera! —exclamó la mayoría de los marineros, amenazando a su capitán.

—Capitán Bligh —continuó Christian—, algunos me han hablado de colgarlo del extremo de una cuerda entre el cielo y el agua. Otros propusieron desgarrarle los hombros con el gato de las nueve colas[1], hasta que sobreviniera la muerte. Les faltó imaginación. Encontré algo mejor. Además, no ha sido usted el único culpable aquí. Aquellos que siempre han ejecutado sus órdenes fielmente, por crueles que fuesen, se sentirían desesperados si estuviesen bajo mi mando. Merecen, por tanto, acompañarlo allá donde el viento los lleve. ¡Que traigan la chalupa!

Un murmullo de desaprobación acogió las últimas palabras de Christian, que no pareció preocuparse. El capitán Bligh, al cual estas amenazas no llegaron a perturbar, se aprovechó de un momento de silencio para tomar la palabra.

—Oficiales y marineros —dijo con voz firme—, en mi calidad de oficial de la Marina real y capitán del Bounty, protesto contra el tratamiento que se me quiere dar. Si desean quejarse sobre la manera en que he ejercido mi mandato, pueden juzgarme en una corte marcial. No han pensado, probablemente, en la gravedad del acto que van a cometer. Atentar contra su capitán es rebelarse contra las leyes existentes, imposibilitar su regreso a la patria y ser considerados piratas. Más tarde o más temprano les sobrevendrá la muerte ignominiosa, esa que se le depara a los traidores y rebeldes. En el nombre del honor y la obediencia que me juraron, les pido que cumplan su deber.

—Sabemos perfectamente a lo que nos exponemos —respondió Churchill.

—¡Suficiente! ¡Suficiente! —gritaron a coro los hombres de la tripulación, preparándose para pasar de las palabras a los hechos.

—Bien —dijo Bligh—, si necesitan una víctima, que sea yo, pero yo solamente. Aquellos de mis compañeros que condenan como a mí solo ejecutaron mis órdenes.

La voz del capitán fue ahogada por un concierto de vociferaciones. Tuvo que renunciar a la idea de conmover a estos corazones ahora despiadados.

Mientras, se habían tomado todas las medidas necesarias para que las órdenes de Christian fuesen ejecutadas.

Sin embargo, un intenso debate había surgido entre el segundo a bordo y algunos de los amotinados que querían abandonar en el mar al capitán Bligh y a sus compañeros sin darles un arma y sin apenas dejarles una onza de pan.

Algunos —y esta era la opinión de Churchill— manifestaron que el número de los que tenían que abandonar la nave no era lo suficientemente considerable. Era necesario deshacerse también de aquellos hombres que al no haber intervenido directamente en la rebelión, no estaban seguros de su posición. No se podía contar con aquellos que se contentaban con aceptar los hechos consumados. En cuanto a él, aún sentía en su espalda los dolores provocados por los azotes recibidos al haber desertado en Tahití. Lo mejor y la manera más rápida de curar, sería entregándole al capitán… Sabría, de esta forma, cómo tomar venganza por su propia mano.

—¡Hayward! ¡Hallett! —gritó Christian, dirigiéndose a dos de los oficiales, sin tener en cuenta las observaciones de Churchill—, desciendan a la chalupa.

—¿Qué le hice, Christian, para que me trate así? —dijo Hayward. Me envía a la muerte.

—Las recriminaciones son inútiles. Obedezca, o si no… Fryer, embarque usted también.

Pero estos oficiales, en lugar de dirigirse hacia la chalupa, se acercaron al capitán Bligh. Y Fryer que parecía ser el más determinado se dirigió hacia él diciéndole:

—Capitán, ¿quiere usted intentar retomar el barco? No tenemos armas, es cierto, pero estos amotinados sorprendidos no podrán resistir. Si algunos de nosotros resulta muerto, eso no importa. Se puede intentar. ¿Qué le parece?

Ya los oficiales tomaban sus disposiciones para lanzarse contra los amotinados, ocupados en desenganchar las chalupas, cuando Churchill, a quien esta conversación, por rápida que fuera, no se le había escapado, los rodeó con varios hombres bien armados y los obligó a embarcar.

—Millward, Muspratt, Birket, y ustedes —dijo Christian dirigiéndose a algunos de los marineros que no habían tomado parte en el motín—, vayan al entrepuente y escojan lo que consideren más útil. Acompañen al capitán Bligh. Tú, Morrison, vigila a estos tunantes. Purcell, tome sus herramientas de carpintero. Permito que se las lleve.

Dos mástiles con sus velas, algunos clavos, una sierra, un pedazo de vela de lona, cuatro pequeños envases que contenían unos ciento veinticinco litros de agua, ciento cincuenta libras de galleta, treinta y dos libras de carne de cerdo salada, seis botellas de vino, seis botellas de ron y la caja de licores del capitán. Esto fue todo lo que los abandonados pudieron llevarse.

Además tenían dos o tres sables viejos, aunque se les negó llevar cualquier tipo de armas de fuego.

—¿Dónde están Heywood y Steward? —preguntó Bligh, cuando se encontraba en la chalupa—. ¿También me traicionaron?

No lo habían traicionado, pero Christian había decidido dejarlos a bordo.

El capitán tuvo un momento de desaliento y debilidad perfectamente perdonable, que no duró mucho tiempo.

—Christian —dijo—, le doy mi palabra de honor de olvidarme de todo lo que ha ocurrido, si usted renuncia a su abominable proyecto. Se lo imploro, piense en mi esposa y mi familia. Muerto yo, ¿qué será de los míos?

—Si hubiera tenido honor —respondió Christian—, las cosas no habrían llegado a este punto. Si hubiera pensado más a menudo en su mujer, su familia, en las mujeres y las familias de los otros, no habría sido tan duro y tan injusto con todos nosotros.

Llegado su turno, el excapitán, en el momento de embarcar, intentaba convencer a Christian.

Era en vano.

—Hace mucho tiempo que sufro —contestó este último con amargor—. No sabe cuáles han sido mis torturas. No, esto no podía durar un día más. Además, no ignora que durante todo el viaje, yo, el segundo al mando de este navío, he sido tratado como un perro. Sin embargo, al separarme del capitán Bligh, al que probablemente no volveré a encontrar jamás, deseo, por piedad, no quitarle toda esperanza de salvación. Smith, descienda al camarote del capitán y traiga su vestimenta, su comisión, su diario y su cartera. Además, entréguele mis tablas náuticas y mi propio sextante. De esa manera, tendrá la oportunidad de poder salvar a sus compañeros y salir de apuros él mismo.

Se ejecutaron las órdenes de Christian no sin antes generar alguna protesta.

—¡Y ahora, Morrison, suelte la amarra —gritó el segundo de a bordo convertido ahora en primero—, y que Dios les acompañe!

Mientras los amotinados despedían al capitán Bligh y a sus infelices compañeros con irónicas expresiones, Christian, apoyado en la borda, no podía quitar los ojos de la chalupa que se alejaba. Este bravo oficial, de conducta, hasta entonces fiel y franca, había merecido los elogios de todos los capitanes a los que había servido y ahora se había convertido en el jefe de una banda de piratas. No le estaría permitido volver a ver a su vieja madre, ni a su novia, ni las playas de la isla de Man, su patria. Su autoestima había caído en un profundo vacío, deshonrada a los ojos de todos. ¡El castigo ya seguía a la culpa!

II
Los abandonados

Con sus dieciocho pasajeros, oficiales y marineros y las escasas provisiones que contenía, la chalupa que transportaba a Bligh estaba tan cargada que apenas sobresalía unas quince pulgadas sobre el nivel del mar. Con una longitud de veintiún pies y un ancho de seis, la chalupa parecía ser especialmente apropiada para el servicio del Bounty. Pero, para contener una tripulación tan numerosa, para hacer un viaje un poco largo, era difícil encontrar alguna embarcación más detestable.

Los marineros, confiados en la energía y la habilidad del capitán Bligh y los oficiales que compartían la misma suerte, remaban vigorosamente, haciendo avanzar la chalupa rápidamente sobre las olas del mar.

Bligh no tenía dudas sobre la conducta a seguir. Era necesario, en primer lugar, llegar lo antes posible a la isla Tofoa, la más cercana del grupo de las islas de los Amigos, y de la cual habían salido hacía algunos días. Una vez allí, sería necesario recolectar los frutos del árbol del pan, renovar la provisión de agua y luego dirigirse a Tonga-Tabou. Probablemente podrían abastecerse de provisiones en cantidades suficientes como para intentar la travesía hasta los establecimientos holandeses de Timor, si, por miedo a la hostilidad de los indígenas, no querían hacer escala en algunos de los innumerables archipiélagos existentes en esa ruta.

El primer día transcurrió sin incidentes y al anochecer se avistaron las costas de Tofoa. Desafortunadamente, la costa era tan rocosa y la playa tenía tantos escollos que no era posible desembarcar de noche por ese lugar. Era necesario esperar al día siguiente.

Bligh, a menos que hubiera una necesidad apremiante, no quería consumir las provisiones de la chalupa. Por tanto, era necesario que la isla alimentara a sus hombres y a él. Pero esto se antojaba algo difícil, ya que al desembarcar no encontraron ningún rastro de habitantes. Algunos, sin embargo, no se tardaron en aparecer y, al ser bien recibidos, llegaron otros, que les ofrecieron un poco de agua y algunas nueces de coco.

La turbación de Bligh era grande. ¿Qué decirles a estos indígenas que ya habían comerciado con el Bounty durante su última escala? Sobre todo, lo que más importaba era ocultarles la verdad para no destruir el prestigio que los extranjeros habían adquirido, hasta ese momento, en estas islas.

¿Decirles que venían en busca de provisiones y que la tripulación del barco los esperaba de vuelta? Imposible. El Bounty no era visible, incluso ni desde la más alta de las colinas. ¿Decirles que el navío había naufragado y eran los únicos sobrevivientes? Era quizás lo más verosímil. Quizás esto los conmovería y los animaría a completar las provisiones de la chalupa. Bligh se decidió por esta última explicación, sabiendo que era peligrosa, y se puso de acuerdo con sus hombres de manera que todos contaran la misma historia.

Mientras los indígenas escuchaban la narración, no se hacían visibles en ellos ni señales de alegría ni signos de tristeza. Su rostro solo expresaba un profundo asombro y fue imposible conocer cuáles eran sus verdaderos pensamientos.

El 2 de mayo, la cantidad de indígenas provenientes de otras partes de la isla aumentó de una manera inquietante y Bligh pronto comenzó a notar que sus intenciones eran hostiles. Algunos trataron de arrastrar la embarcación hacia la playa y solo se retiraron ante las enérgicas demostraciones del capitán que los amenazaba con su cuchillo. Mientras esto ocurría, algunos de los hombres que Bligh había enviado en busca de provisiones, regresaban con tres galones de agua.

El momento de abandonar esta isla inhospitalaria había llegado. Al atardecer, todo estaba listo, aunque no sería fácil llegar hasta la chalupa. La playa estaba cubierta por una turba de indígenas que hacían chocar entre sí algunas piedras, que se preparaban a lanzar. Era necesario, por tanto, que la chalupa se mantuviese a algunas toesas de la playa y solo abordarla en el momento en que los hombres estuvieran listos para embarcar.

Los ingleses, seriamente preocupados por la actitud hostil de los indígenas, se dirigieron a la playa, rodeados por doscientos salvajes, que solo esperaban una señal para lanzarse sobre ellos. Todos habían embarcado afortunadamente ya en la chalupa y fue entonces cuando Bancroft, uno de los marineros, tuvo la funesta idea de regresar a la playa para recoger un objeto olvidado. En un instante, este imprudente fue rodeado y recibido por los indígenas con una andanada de piedras, sin que sus compañeros, que no tenían armas de fuego, pudieran rescatarlo. Además, en ese mismo momento, también ellos comenzaron a ser atacados con una lluvia de piedras.

—¡Adelante, muchachos —gritó Bligh—, de prisa, a los remos y remen fuerte!

Los indígenas, entonces, se adentraron en el mar y comenzaron a lanzar una nueva lluvia de piedras sobre la embarcación. Hirieron a algunos hombres. Pero Hayward recogió una de las piedras que había caído dentro de la chalupa y se la lanzó a uno de los asaltantes en medio de los ojos. El indígena cayó de espaldas dando un gran grito, al que respondieron los hurras de los ingleses. Su infortunado camarada había sido vengado.

Mientras tanto, varias canoas aparecieron en la playa y comenzó la caza. Esta persecución solo podía terminar en una lucha cuyo final no prometía ser el más feliz. Fue entonces cuando el oficial mayor de la tripulación tuvo una idea luminosa. Sin sospechar que estaba imitando a Hipómenes en su lucha con Atalanta[2], se despojó de su chaqueta y la lanzó al mar. Los indígenas, dejando la presa por la sombra, tardaron en recogerla, artimaña que fue aprovechada por la chalupa para doblar la punta de la bahía.

Mientras, la noche había caído y los indígenas, ya sin esperanzas, abandonaron la persecución de la chalupa.

Esta primera tentativa de desembarco no había tenido un resultado muy exitoso y la opinión de Bligh era la de no volver a intentarlo.

—Ha llegado el momento de tomar una decisión —dijo—. Los sucesos ocurridos en Tofoa volverán a ocurrir, probablemente, en Tonga-Tabou, y en cualquier lugar donde pretendamos atracar. Numéricamente débiles y sin armas de fuego, estaremos absolutamente a merced de los indígenas. Sin objetos de intercambio, no podemos comprar víveres y nos es imposible procurárnoslos a través de la fuerza. Por tanto, solo dependemos de nuestros propios recursos. Sin embargo, amigos míos, saben tan bien como yo, cómo de miserables son ellos. ¿No es mejor conformarse con lo que tenemos y no arriesgar, en cada desembarco, la vida de muchos de nosotros? Bien es cierto que no quiero ocultarles el horror de nuestra situación. Para llegar a Timor, tendremos que viajar unas mil doscientas millas y contentarnos diariamente con una onza de galleta y un cuarto de pinta de agua. Este es el precio de la salvación, contando además con que tendré de ustedes la más absoluta obediencia. ¡Respóndanme sin segundas intenciones! ¿Están de acuerdo en llevar esta empresa hacia adelante? ¿Juran ustedes obedecer mis órdenes, cualesquiera que sean? ¿Prometen someterse sin protestar a estas privaciones?

—¡Sí, sí, lo juramos! —exclamaron a una sola voz los compañeros de Bligh.

—¡Amigos míos —dijo el capitán—, es preciso también olvidar nuestros mutuos resentimientos, nuestras antipatías y nuestros odios. En una palabra, sacrificar nuestros rencores personales por el interés de todos, es lo único que debe guiarnos!

—Lo prometemos.

—Si cumplen su palabra —agregó Bligh—, y si fuera necesario sabré cómo obligarlos a cumplirla, respondo por nuestra salvación.

La chalupa puso entonces rumbo al oeste-noroeste. El viento, que soplaba fuerte, desató una gran tormenta durante la noche del 4 de mayo. Las olas eran tan imponentes que la embarcación desaparecía entre ellas y parecía no poder mantenerse a flote. El peligro aumentaba a cada instante. Empapados y helados, aquel día, los pobres desgraciados solo tuvieron para reconfortarse una taza de ron y un cuarto del fruto de un árbol del pan medio podrido.

Al siguiente día y durante los próximos días, la situación no cambió. La embarcación pasó en medio de innumerables islas, de las que salían algunas piraguas.

¿Estaban estas preparadas para darles caza o para traficar? Ante la duda, hubiera sido imprudente detenerse. Además, la chalupa, cuyas velas se hinchaban por el fuerte viento, las dejaba rápidamente atrás a una buena distancia.

El 9 de mayo se desató una terrible tormenta. Los truenos y relámpagos se sucedían sin interrupción. La lluvia caía con tanta fuerza que las más violentas tormentas de nuestros climas no podrían dar una idea verdadera de la magnitud de esta. Era imposible que la ropa se secara. Bligh tuvo entonces la idea de mojar sus vestimentas con el agua del mar e impregnarlas de sal, con el propósito de devolver a la piel el calor que habían perdido por la lluvia. Sin embargo, estas torrenciales lluvias que causaron tantos sufrimientos al capitán y a sus compañeros los salvaron de una de las torturas más horribles que podrían sobrevenir debido al insoportable calor: la de la sed.

El 17 de mayo por la mañana, tras una espantosa tormenta, las lamentaciones eran unánimes.

—¡No tendremos la fuerza para llegar a Nueva Holanda! —exclamaron los pobres desgraciados—. Calados por la lluvia y agotados por el cansancio, no tendremos jamás un momento de descanso. Medio muertos de hambre, ¿no aumentará usted nuestras raciones, capitán? Poco importa que nuestros víveres se agoten. Los repondremos fácilmente cuando lleguemos a Nueva Holanda.

—Me niego —contestó Bligh—. Hacerlo implicaría actuar como un loco. ¡Cómo es posible! Hemos recorrido la mitad de la distancia que nos separa de Australia y ya no abrigan esperanzas. ¿Creen, además, que podremos encontrar fácilmente provisiones en las costas de Nueva Holanda? No conocen ni la región ni a sus habitantes.

Y Bligh comenzó a describir a grandes rasgos las características del suelo, las costumbres de los indígenas, las pocas probabilidades que había de recibir un caluroso recibimiento. Eso era lo que había llegado a conocer en su viaje con el capitán Cook. Por esta vez, sus compañeros de infortunio lo escucharon y permanecieron callados.

Los quince días siguientes estuvieron animados por un claro sol que les permitió secar sus vestimentas. El 27 franquearon los rompientes que bordean la costa oriental de Nueva Holanda. El mar estaba tranquilo detrás de este cinturón madrepórico y algunos grupos de islas, de exótica vegetación, hacían agradable la vista. Desembarcaron en la isla, avanzando con suma precaución. Las únicas huellas encontradas que denotaban la presencia de los indígenas eran algunos antiguos restos de hogueras.

Era posible, pues, pasar una buena noche en tierra. Pero era necesario comer. Afortunadamente, uno de los marineros descubrió un banco de ostras que significó un verdadero festín.

Al día siguiente, Bligh encontró en la chalupa un lente de aumento, un mechero y algo de azufre. Por tanto, fue posible hacer fuego y así cocer algunos moluscos y pescados.

Bligh planeó entonces dividir la tripulación en tres grupos. Uno de ellos debía poner en orden la embarcación y los otros dos ir en busca de víveres. Pero varios hombres se quejaron con amargura, declarando que preferían quedarse sin comer antes que aventurarse hacia el interior de la isla.

Uno de ellos, más violento o más irritado que sus camaradas, llegó a decirle al capitán:

—Un hombre vale lo mismo que otro y no veo por qué siempre está descansando. Si tiene hambre, vaya y busque algo que comer. Lo que hace aquí, yo también puedo hacerlo.

Bligh, comprendiendo que este intento de motín debía ser detenido al momento, sacó un cuchillo y, lanzando otro a los pies del rebelde, le gritó:

—¡Defiéndete o te mato como a un perro!

Esta enérgica actitud hizo replegarse al rebelde, y el descontento general se calmó. Durante esta escala, la tripulación de la chalupa recolectó una gran cantidad de ostras, moluscos y de agua dulce.

Un poco más lejos, en el estrecho de Endeavour, de los dos destacamentos enviados a la caza de las tortugas y los nodis[3], el primero regresó con las manos vacías y el segundo había cazado seis nodis, y habrían atrapado más si uno de los cazadores, al apartarse obstinadamente de los demás, no las hubiese espantado. Este hombre confesó, más tarde, que había capturado nueve de aquellos volátiles y que se los había comido crudos inmediatamente.

Sin los víveres y el agua dulce que habían acabado de encontrar en la costa de Nueva Holanda, seguro que Bligh y sus compañeros habrían perecido. Por demás, todos se encontraban en un estado miserable, flacos, demacrados y exhaustos. Parecían auténticos cadáveres.

El viaje por mar, para llegar a Timor, resultó ser la dolorosa repetición de los sufrimientos ya soportados por aquellos desventurados antes de alcanzar las costas de Nueva Holanda. La fuerza de resistencia había disminuido en todos, sin excepción. Al cabo de algunos días, sus piernas se hincharon.

En este estado de debilidad extrema, se sintieron agobiados por un incesante deseo de dormir. Eran las señales iniciales de un final que no podía tardar mucho más. Bligh, advirtiendo esta situación, distribuyó doble ración a aquellos que se encontraban más débiles y procuró darles un poco de esperanza.

Finalmente, en la mañana del 12 de junio, avistaron la costa de Timor, después de una travesía de tres mil seiscientas dieciocho millas recorridas en las más difíciles condiciones. La bienvenida que los ingleses recibieron en Coupang fue soberbia. Permanecieron en la ciudad durante dos meses para recuperarse. Luego, Bligh, que había comprado una pequeña goleta, llegó a Batavia, desde donde embarcó para Inglaterra.

Fue el 14 de marzo de 1790 cuando los abandonados desembarcaron en Portsmouth. La narración de las torturas que habían soportado alentó la simpatía universal y la indignación de todas las personas de buen corazón. Casi inmediatamente, el almirantazgo procedió a armar la fragata Pandora, de veinticuatro cañones y una tripulación de ciento sesenta hombres y la envió en persecución de los amotinados del Bounty.

Ahora se verá lo que había sido de ellos.


III
Los amotinados

El Bounty, después de haber abandonado al capitán Bligh en alta mar, partió hacia Tahití. Ese mismo día, avistaron Tubuai. El agradable aspecto de esta pequeña isla, rodeada de una gran cantidad de piedras madrepóricas, invitaba a Christian a desembarcar, pero las demostraciones de los habitantes parecían muy amenazantes y no se efectuó el desembarco.

Fue el 6 de junio de 1789 que anclaron en la bahía de Matavai. La sorpresa de los tahitianos fue grande al reconocer al Bounty. Los amotinados encontraron allí a los indígenas con los que habían comerciado durante una escala anterior. Les contaron una historia, en la cual tuvieron el cuidado de mezclar el nombre del capitán Cook, del que los tahitianos conservaban el mejor recuerdo.

El 29 de junio los amotinados volvieron a Tubuai y comenzaron a buscar alguna isla situada fuera de la ruta habitual de los barcos, cuyo suelo fuera lo suficientemente fértil para alimentarlos y en el que pudiesen vivir en completa seguridad.

Vagaron de archipiélago en archipiélago, cometiendo toda clase de saqueos y violencias que la autoridad de Christian podía raramente impedir. Cansados de buscar, se sintieron atraídos una vez más por la fertilidad de Tahití, por las sencillas y pacíficas costumbres de sus habitantes y regresaron a la bahía de Matavai. Una vez allí, las dos terceras partes de la tripulación descendieron inmediatamente a tierra. En la tarde de ese propio día, el Bounty levó el ancla y desapareció, antes que los marineros que habían desembarcado comenzaran a sospechar la intención de Christian de partir sin ellos.

Abandonados a su propia suerte, estos hombres se establecieron sin muchos problemas en diferentes distritos de la isla. Stewart, el contramaestre, y Peter Heywood, el guardiamarina, los dos oficiales a quienes Christian había excluido del castigo impuesto contra Bligh y que habían sido retenidos en contra de sus voluntades, permanecieron en Matavai cerca del rey Tippao, cuya hermana se casó, poco tiempo después, con Stewart. Morrison y Millward se presentaron ante el jefe Peno, que les dio la bienvenida. En cuanto a los otros marineros, penetraron al interior de la isla y no tardaron en casarse con algunas tahitianas.

Churchill y un loco furioso llamado Thompson, después de haber cometido todo tipo de crímenes, se fueron a las manos. Churchill murió en esta lucha y Thompson fue lapidado por los indígenas. Así perecieron dos de los amotinados que habían tomado una parte más activa en la rebelión. Los otros, por el contrario, supieron, por su buena conducta, cómo ganarse la estima de los tahitianos.

Sin embargo, Morrison y Millward veían siempre el castigo pendiendo sobre sus cabezas y no podían vivir tranquilos en esta isla donde podían ser fácilmente descubiertos. Entonces, tuvieron la idea de construir una embarcación, con la que tratarían de llegar a Batavia, con el propósito de desaparecer en el mundo civilizado. Con ocho de sus compañeros y con las herramientas de carpintero como único recurso, consiguieron, después de ardua labor, construir un pequeño velero que llamaron Resolución y lo fondearon en una bahía ubicada detrás de uno de los cabos de la isla, el de Venus. Pero la imposibilidad absoluta de proveerse de velas en el lugar en que se hallaban, les impidió hacerse a la mar.

Durante este tiempo, convencidos de su inocencia, Stewart cultivó un jardín y Peter Heywood reunió los materiales de un vocabulario que, más tarde, resultó de mucha utilidad a los misioneros ingleses.

Dieciocho meses habían transcurrido cuando el 23 de marzo de 1791, un velero bordeó el cabo de Venus y se detuvo en la bahía Matavai. Era la Pandora, que había sido enviada por el almirantazgo inglés en persecución de los amotinados.

Heywood y Stewart se apresuraron a subir a bordo, dijeron sus nombres y funciones, declarando que no habían tomado parte en el motín; pero no se les creyó y fueron encadenados inmediatamente, así como a todos sus compañeros, sin averiguar más detalles. Tratados con la inhumanidad más indignante, cargados de cadenas, amenazados con ser fusilados si usaban la lengua tahitiana para conversar entre ellos, se les encerró en una jaula de once pies de largo, ubicada en un extremo del castillo de popa, al cual un aficionado de la mitología identificó con el nombre de «caja de Pandora».

El 19 de mayo, la Resolución, que había sido provista de velas, y la Pandora se hicieron a la mar. Durante tres meses, estos dos veleros navegaron a través del archipiélago de los Amigos, donde se suponía que Christian y el resto de los amotinados podían haber buscado refugio. La Resolución, de un débil calado, había prestado eficaces servicios durante esta travesía, pero desapareció en las vecindades de la isla Chatam y aunque la Pandora permaneció durante varios días a la vista, nunca más se oyó hablar de la Resolución, ni de los cinco marineros que se encontraban a bordo.

La Pandora había tomado el camino a Europa con sus prisioneros cuando en el estrecho de Torres el barco chocó contra un arrecife de coral y se hundió inmediatamente con treinta y uno de sus marineros y cuatro de los rebeldes.

La tripulación y los prisioneros que habían escapado al naufragio pudieron llegar a un islote arenoso. Allí, los oficiales y marineros construyeron tiendas de lona. Mientras, los amotinados, expuestos a los ardores de un sol vertical, tuvieron que enterrarse en la arena hasta el cuello para así encontrar un poco de alivio. Los náufragos permanecieron en este islote durante algunos días. Luego, todos llegaron a Timor en las chalupas de la Pandora, pero la vigilancia tan rigurosa a la que fueron sometidos los rebeldes no se desatendió en ningún momento, a pesar de la gravedad de las circunstancias.

Al llegar a Inglaterra en el mes de junio de 1792, los amotinados comparecieron ante un consejo de guerra presidido por el almirante Hood. Los debates duraron seis días y terminaron con la absolución de cuatro de los acusados y la condena a muerte de otros seis, por el crimen de deserción y secuestro del navío confiado a su custodia. Cuatro de los condenados fueron colgados a bordo de un barco de guerra. Los otros dos, Stewart y Peter Heywood, cuya inocencia había sido finalmente reconocida, fueron perdonados.

¿Pero qué había ocurrido con el Bounty? ¿Había naufragado con los últimos rebeldes a bordo? Era algo imposible de saber.

En 1814, veinticinco años después de ocurridos los hechos con que comienza esta narración, dos buques de guerra ingleses navegaban por Oceanía bajo las órdenes del capitán Staines. Se encontraban al sur del archipiélago Peligroso, a la vista de una isla montañosa y volcánica que Carteret había descubierto en su viaje alrededor del mundo y a la que había dado el nombre de Pitcairn. Era solo un cono, casi sin playa, que se elevaba a pico sobre el mar, cubierto hasta su cúspide de bosques de palmeras y árboles del pan. Esta isla nunca había sido visitada. Se encontraba a doscientas millas de Tahití, a los veinticinco grados de latitud sur y los ciento ochenta grados y ocho minutos de longitud oeste. Su superficie no medía más de cuatro millas y media de circunferencia y una milla y media solamente en su parte más grande, y solo se conocían los datos que Carteret había suministrado.

El capitán Staines decidió reconocer la isla y comenzó a buscar un lugar apropiado para desembarcar.

Al aproximarse a la costa, le sorprendió ver algunas chozas, unas plantaciones y en la playa dos indígenas que, tras haber lanzado una embarcación al mar y franquear hábilmente la resaca, se dirigían hacia su barco. Pero su asombro llegó al máximo cuando escuchó, en excelente inglés, las siguientes palabras:

—Eh, ustedes, ¿nos tirarán una cuerda para subir a bordo?

Apenas llegaron a cubierta, los marineros rodearon a los dos robustos remeros a los que agobiaron con preguntas que no supieron contestar. Conducidos ante el comandante, se les interrogó formalmente.

—¿Quiénes son ustedes?

—Me llamo Fletcher Christian y mi compañero, Young.

Estos nombres no le decían nada al capitán Staines, que estaba muy lejos de pensar en los sobrevivientes del Bounty.

—¿Desde cuándo están aquí?

—Nacimos allí.

—¿Cuántos años tienen?

—Tengo veinticinco años —respondió Christian— y Young dieciocho.

—¿Fueron sus padres arrojados a esta isla por algún naufragio?

Entonces, Christian le hizo al capitán Staines la conmovedora confesión que sigue y de la cual estos son los principales hechos:

Al abandonar Tahití y dejar en ella a veintiuno de sus compañeros, Christian, que tenía a bordo del Bounty la narración del viaje del capitán Carteret, puso proa directamente hacia la isla Pitcairn, cuya posición juzgó conveniente para lograr sus propósitos. Veintiocho hombres componían aún la tripulación del Bounty. Estaba formada por Christian, el aspirante Young y siete marineros, seis tahitianos que se le habían unido en Tahití, entre los cuales habían tres acompañados de sus mujeres y un niño de diez meses, además de tres hombres y seis mujeres, indígenas de Tubuai.

La primera precaución de Christian y de sus compañeros, tan pronto como habían llegado a la isla Pitcairn, fue destruir el Bounty para no ser descubiertos. Sin dudas, se abstenían de cualquier posibilidad de abandonar la isla, pero el cuidado de su seguridad lo exigía.

El establecimiento de la pequeña colonia se hizo con dificultades, entre gentes a las que solo les unía la complicidad de un crimen. Pronto comenzaron las peleas sangrientas entre tahitianos e ingleses. En el año 1794, solo cuatro de los amotinados habían sobrevivido. Christian había sido acuchillado por uno de los indígenas que había secuestrado. Todos los tahitianos habían sido exterminados.

Uno de los ingleses, que había encontrado la forma de fabricar licores con la raíz de una planta indígena, terminó siendo víctima de su embriaguez y en un momento de delirium tremens, se precipitó al mar, lanzándose desde lo alto de una colina.

Otro, preso de un momento de furiosa locura, se había lanzado sobre Young y uno de los marineros, llamado John Adams, quienes se vieron forzados a matarlo. En 1800, Young murió durante una violenta crisis de asma.

John Adams era entonces el último sobreviviente de la tripulación de amotinados.

Solo y acompañado por varias mujeres y veinte niños, nacidos de la unión de sus compañeros con las tahitianas, el carácter de John Adams se modificó profundamente. Tenía entonces treinta y seis años. Al haber visto, en los últimos años, tantas escenas de violencia y crímenes, conocer la naturaleza humana bajo sus más tristes instintos y después de haber reflexionado, decidió enmendar el pasado.

En la biblioteca del Bounty, conservada en la isla, había una Biblia y varios libros de oraciones. John Adams, que frecuentemente los leía, se convirtió e inculcó excelentes principios a la joven población, que lo consideró como a un padre, y llegó a ser, forzado por los acontecimientos, el legislador, el gran sacerdote y, por así decirlo, el rey de Pitcairn.

Sin embargo, hacia 1814, las alarmas comenzaron a ser incesantes. En 1795, un barco se había acercado a Pitcairn y los cuatro sobrevivientes del Bounty se habían escondido en los inaccesibles bosques sin atreverse a regresar nuevamente a la bahía hasta que el barco se alejase. Este mismo acto de prudencia se repitió en 1808, cuando un capitán norteamericano desembarcó en la isla, donde encontró un cronómetro y una brújula que envió al almirantazgo inglés. Sin embargo, el almirante no parecía interesado por estas reliquias del Bounty. Es cierto que, por esta época, existían en Europa preocupaciones más graves.

Tal fue la narración que le hicieron al comandante Staines los dos indígenas, ingleses por sus padres, uno hijo de Christian, el otro hijo de Young. Cuando Staines pidió ver a John Adams, este se negó a subir a bordo sin saber qué ocurriría con él.

El comandante, después de haberle asegurado a los dos jóvenes que John Adams estaba amparado por la ley, puesto que ya habían transcurrido veinticinco años desde el motín del Bounty, descendió a tierra y fue recibido, al desembarcar, por una población compuesta por cuarenta y seis adultos y un gran número de niños.

Todos eran grandes y vigorosos, con una marcada fisonomía inglesa. Las jóvenes, sobre todo, eran admirablemente bellas y su modestia les imprimía un carácter realmente atractivo.

Las leyes puestas en vigor en la isla eran muy simples. En un registro se anotaba lo que cada uno ganaba por su trabajo. El dinero era algo desconocido. Todas las transacciones se hacían por medio del trueque, pero no había industrias, porque se carecía de materias primas. La vestimenta de los habitantes estaba solo conformada por inmensos sombreros y cinturones de hierba. La pesca y la agricultura eran sus principales ocupaciones. Los matrimonios solo se efectuaban con el permiso de Adams y solo cuando el hombre hubiese desbrozado y plantado un pedazo de tierra lo suficientemente grande para proporcionar el sostén de su futura familia.

El comandante Staines, después de haber recopilado los más curiosos documentos sobre esta isla, perdida en los parajes menos frecuentados del Pacífico, se hizo a la mar y regresó a Europa.

Por aquella época, el venerable John Adams terminó su azarosa vida. Murió en 1829 y fue reemplazado por el reverendo George Nobbs, que lo sustituyó en la isla en las funciones de pastor, médico y maestro de escuela.

En 1853, los descendientes de los amotinados del Bounty eran unos ciento setenta. Desde entonces, la población aumentó y llegó a ser tan numerosa que, tres años después, gran parte de ella debió establecerse en la isla Norfolk, que hasta ese momento había sido utilizada como cárcel para los convictos. Pero una parte de los emigrados echaban de menos Pitcairn, aunque Norfolk fuese cuatro veces más grande, y contase además con una tierra notable por su fertilidad y con condiciones de existencia más fáciles. Dos años después, varias familias regresaron a Pitcairn, donde continuaron prosperando.

Así fue la historia de una aventura que comenzó de una manera tan trágica. Al principio, los amotinados, los asesinos, los locos y ahora, bajo la influencia de los principios de la moral cristiana y de la instrucción impartidos por un pobre marinero convertido, la isla de Pitcairn se ha transformado en la patria de una población gentil, hospitalaria y feliz, donde se pueden encontrar las costumbres patriarcales de las edades primitivas.


[1] El gato de nueve colas es el látigo tradicional de las marinas del mundo. Consiste en un mango de soga o madera de alrededor de cuarenta y cinco centímetros con nueve colas de soga de unos sesenta centímetros con las puntas con hilo enrollado para que no se desarmen. Para delitos severos, como robo, las puntas podían tener nudos.

[2] Hija de un rey de Esciros, esposa de Hipómenes, mujer célebre por su habilidad en la carrera. Para librarse de sus pretendientes, declaró que se casaría con el que la venciese en la carrera. Hipómenes la venció al dejar caer, mientras corría tres manzanas de oro que la joven quiso recoger.

[3] Especie de ave marina.

Jules Verne - Los amotinados del Bounty
  • Autor: Jules Verne
  • Título: Los amotinados del Bounty
  • Título Original: Les Révoltés de la Bounty
  • Publicado en: Magasin d’éducation et de récréation, oct-dic 1879
  • Traducción: Ariel Pérez Rodríguez

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