Julio Llamazares: Piloto suicida

Aquella mañana, mientras desayunaba en la cocina de su casa, a las siete y media en punto, igual que de costumbre, Antonio Segura no podía imaginar lo que el destino le tenía reservado en ese día.

Era un sábado radiante de verano, los pájaros cantaban detrás de la ventana, en el jardín, y las noticias de la radio apenas alcanzaban el nivel de violencia de cualquier otro día: un policía muerto en atentado en el País Vasco, un accidente ferroviario en Portugal, con resultado de seis muertos, y los acostumbrados muertos de las guerras de África y de las inundaciones de la India. Poca cosa, en verdad, como para pensar que aquél no habría de ser un día más, ni mejor ni peor, en el discurso sosegado y apacible de su vida.

Por lo demás, la mañana en el banco transcurrió con la monotonía y falta de emociones consabidas. Segura entró en el banco a las ocho y tres minutos, ni uno más ni uno menos, igual que de costumbre. Era un raro privilegio que solamente a él le permitían. Se lo había ganado tras una vida entera de honrado y ejemplar cumplimiento en el trabajo y a raíz de la refriega que tuvo una mañana, hacía ya treinta años, con un apoderado que cometió el error de llamarle la atención en público:

—Segura, ¿sabe usted qué hora es?

—Las ocho y tres minutos, señor Mele.

—Pues aquí se entra a las ocho, ¿entendido?

Segura no se amilanó. Pese a que aquéllos no eran tiempos para levantarle la voz a nadie, y menos a un apoderado, Segura no se amilanó. Antes, por el contrario, le sostuvo la mirada al señor Mele unos segundos y, luego, señalando a las mesas desde las que sus compañeros, ya en sus sitios, observaban la escena con morbosa e insolidaria expectación, le dijo:

—Entendido, señor Mele. Pero que conste que si llego tres minutos tarde al banco es porque un servidor, con perdón, desayuna y hace sus necesidades en su casa antes de venir aquí; no en el banco y en horas de trabajo como hace todo el mundo.

La respuesta de Segura fue tan clara, y la justificación de su retraso tan plausible, que no sólo el apoderado no volvió más a llamarle la atención en público, sino que, por expresa decisión del director, y de forma excepcional en la historia de aquel banco, se le permitió seguir llegando hasta tres minutos tarde a la oficina. Durante treinta años, la excepción jamás fue revocada, pese a que en ese tiempo la dirección del banco cambió de manos varias veces, y, durante treinta años, Segura respondió a esa deferencia aumentando el rendimiento en las horas de trabajo y retrasando por su cuenta, cuando era necesario, la salida. Pero jamás volvió a entrar a las ocho. Si era preciso, se quedaba en la calle haciendo tiempo hasta que su reloj, que siempre llevaba en hora, como buen empleado de banca, marcaba exactamente las ocho y tres minutos. Era, decía, una cuestión de orgullo.

La mañana de autos Segura la pasó sin apenas moverse de su sitio. Era sábado y treinta y uno y, ante su ventanilla, había grandes colas para cobrar las nóminas del mes antes de que los bancos cerrasen hasta el lunes. En esas ocasiones, Segura se crecía. Los compañeros del banco le llamaban Segurín o Toñín, como al ciego de la calle, por su facilidad para contar los billetes por el tacto, sin mirarlos, mientras hablaba a voces, a través del cristal blindado de la caja, con el cliente de turno.

Hacia las diez, le llamaron por teléfono. Era Elsa, su mujer, diciéndole que no se retrasase a la salida pues tenían invitados a comer: unos parientes de ella que acababan de llegar de la Argentina. Mientras decía que sí, que bueno, que tranquila, Segura pensó, resignado, que tampoco ese sábado podría dormir la siesta en el sofá mientras veía la película.

A las dos en punto, como todos los sábados, una hora antes que el resto de los días, sonó el timbre. Al instante, el banco entero se puso en movimiento, rugieron al unísono las mesas y las sillas y, como si acabasen de anunciar un bombardeo, la oficina quedó totalmente desierta en sólo unos segundos.

—Hasta el lunes, Segura. Y feliz fin de semana.

—Adiós —se despidió Segura mientras se dirigía en busca de su coche calculando las horas que faltaban hasta el lunes: exactamente, cuarenta y dos más tres minutos. Realmente, tenía motivos suficientes para sentirse un hombre afortunado a pesar de la visita de los parientes de Argentina (ignoraba todavía que, en ese mismo instante, alguien acababa de accionar el mecanismo de la bomba que le iba a estallar en medio de su vida).

Segura tardó en ver su coche. Lo había dejado en el sitio de costumbre, en el callejón de atrás del banco, junto a la cafetería Zúcar, pero un camión aparcado junto a él, en doble fila, le impedía su visión y la salida. Segura esperó junto a su coche a que el dueño del camión volviese a retirarlo. Probablemente estaría en cualquiera de las obras que había en aquella zona. La verdad es que allí no era fácil aparcar, y menos un camión de aquella envergadura.

Cinco minutos más tarde, Segura, impaciente, decidió tocar el cláxon. Pero lo único que consiguió fue alarmarse a sí mismo y a los clientes de la cafetería, que se asomaron un instante a la cristalera y, luego, continuaron tomando tranquilamente el aperitivo. En aquella ciudad, pensó Segura, la gente cada vez era más irresponsable y menos respetuosa con sus vecinos.

Hacia las dos y cuarto, Segura se empezó a poner nervioso. El dueño del camión seguía sin aparecer y, en su casa, Elsa tendría ya la mesa puesta, esperando a que él llegara para empezar a servirla. Le había prometido que no se entretendría a la salida.

Eran ya las dos y veinte, el tiempo seguía pasando y Segura seguía esperando junto a su coche sin que sus intermitentes e histéricos pitidos hubiesen producido ningún fruto. Al revés: el único que produjeron fue que un hombre gordo y calvo, con brazos de camionero y vestido con un mono azul marino, se asomase dando voces a la puerta de la cafetería:

—¡Cállese ya, hombre, que nos va a dejar sordos a todos!

Sorprendido, pero sin alterarse (siempre pensó que en esas ocasiones había que ser frío), Segura preparó mentalmente su discurso creyendo que era el dueño del camión que por fin se había enterado. Pero el otro entró de nuevo en la cafetería (después de recomendarle, eso sí, que se metiese el pito por el culo) y Segura se quedó solo en la calle, sin saber si emprenderla a golpes con el camión o si llamar directamente a la policía. Pero, por supuesto, a lo que ya no se atrevió fue a seguir tocando el pito.

Cinco minutos más tarde, Segura, desesperado, se decidió a llamar a la grúa. Le daba igual lo que pasara con el camión; él ya sólo pensaba en sí mismo. Pero el único teléfono que había en aquella calle era el de la cafetería y la idea de cruzarse con el hombre que acababa de insultarle sin atreverse (como sabía ya que no se atrevería) a darle dos bofetadas le hizo desistir de utilizarlo. Recordó que había una cabina en la otra calle, junto al banco, pero, para llamar, tenía que saber el número de la grúa y, para saberlo, tendría que preguntarlo en la cafetería. Por vez primera en su vida, Segura vio la sombra de Caín cruzarse tenebrosa en su camino.

A las tres menos veinticinco, Segura estaba ya convencido de que el dueño del camión, si es que existía, no iba a volver a por él hasta que hubiese terminado de comer y quién sabe si también de jugar la partida con los amigos. Pero, a pesar de ello, él seguía allí parado sin saber muy bien qué hacer. La idea de empujar el camión era impensable, ni aun cuando pidiese ayuda para ello a algún viandante, y la opción de volver a casa andando tampoco era muy buena pues, aparte de tener que volver a por el coche por la tarde, cosa que no le apetecía, tardaría en llegar veinte minutos. Demasiado tiempo teniendo en cuenta el que ya llevaba perdido.

Fue justo en ese instante, cuando de la cafetería algunos ya salían para dirigirse a sus casas a comer mientras él seguía esperando a que un milagro le permitiese hacer lo mismo, cuando Segura, sin saber bien por qué, se subió al estribo del camión y miró en el interior de la cabina.

Lo que vio le dejó paralizado. No sólo la palanca de las marchas estaba en punto muerto (constatación que, al fin y al cabo, y habida cuenta del peso del camión, tampoco le solucionaba nada), sino que el dueño, quizá sin darse cuenta, había dejado puesta la llave del contacto. Y, si la llave del contacto estaba puesta, consideró Segura con rápidos reflejos policíacos, ello quería decir que la puerta también estaba abierta.

En efecto. Bastó una mínima presión para que la manilla cediese entre sus dedos y la puerta se abriese bruscamente franqueándole el acceso a la cabina. Desde su posición en el estribo, Segura miró a su alrededor. Dos coches esperaban en la esquina la luz verde del semáforo, otros dos se acercaban por el fondo de la calle y, junto a él, casi rozándole con el retrovisor, un taxi intentaba abrirse paso entre el camión y el coche que se hallaba aparcado al otro lado. El taxi era tan grande, o el espacio que quedaba tan pequeño, que Segura pudo oír con claridad, y a sólo unos centímetros, cómo, al pasar, el taxista le llamaba hijo de puta.

Sin esperar un instante más, Segura se introdujo decidido en la cabina del camión. Él nunca había conducido un mastodonte como aquél (en realidad, jamás había subido nunca a la cabina de un camión), pero —pensó— tampoco debía de ser tan difícil. Al fin y al cabo, hacía veinte años que tenía carnet de conducir y jamás le había pasado nada a excepción de aquel golpe en Villadangos por culpa de la lluvia. Además, lo único que haría sería simplemente mover el camión algunos metros, sin meter la segunda, sin mover el volante siquiera, hasta dejar tras él el espacio suficiente para poder sacar su coche del lugar en que se hallaba aprisionado. Luego, marcha atrás, dejaría el camión nuevamente donde estaba. Aunque tenía motivos suficientes para hacerlo, no lo iba a dejar atravesado en plena calle. Pese a lo que creía el taxista, él no era ningún hijo de puta.

Cuando apretó el contacto, eran exactamente las catorce horas y cuarenta y tres minutos del 31 de julio de 1981: un día y una hora que Antonio Segura, empleado de banca, casado, sin un solo borrón en su expediente laboral ni en su conducta, jamás olvidaría. El camión rugió como una fiera que despertase de repente de un sueño profundísimo y un fragor de palancas y de hierros encogió el corazón de Segura. Pese a todo, se repuso. La impotencia y la rabia le habían transformado en otra fiera y, por si fuera poco, la imagen de su mujer y sus parientes de Argentina esperándole a la mesa desde hacía ya un buen rato le causaba más temor que el estruendo que el camión producía en la cabina.

El estruendo se convirtió en un auténtico tornado cuando Segura apretó el acelerador y comenzó a levantar el pie izquierdo lentamente del embrague. En el motor, un torrente batió bielas y engranajes y la cabina empezó a vibrar como si, en lugar de ponerse en marcha, el camión fuese directamente a despegar. Pero lo único que hizo fue salir disparado hacia el centro de la calle. Entre las prisas y los nervios, Segura no se había dado cuenta de que el volante estaba vuelto por completo hacia la izquierda.

Instintivamente, frenó. El camión se paró en seco y Segura estuvo a punto de romper el parabrisas con las gafas. Justo en ese momento, oyó un fuerte pitido y, por el retrovisor, mientras volvía a acomodarse en el asiento, vio el rostro lívido del automovilista que había estado a punto de romperse la cabeza contra el suyo al tener que frenar también en seco por su culpa. Estaba tan nervioso, y tan atareado en girar el volante al lado opuesto, que Segura ni siquiera se detuvo a disculparse. Pisó de nuevo el acelerador y levantó el embrague tan bruscamente que el camión volvió a salir lanzado, ahora hacia la derecha, dio un tirón incontrolado hacia adelante, se contrajo, volvió a dar otro tirón, ahora ya más débil, y se detuvo finalmente resoplando sin que a Segura, esta vez, le hubiera dado tiempo siquiera de frenarlo.

Se había calado. Había desembragado tan bruscamente que el camión se había calado y ahora estaba atravesado otra vez, aunque en posición contraria a la de antes. Mientras buscaba a tientas la llave, Segura trató de serenarse. Con la otra mano, hizo un gesto de disculpa al conductor de atrás, pero lo único que obtuvo a cambio fue un concierto de pitidos y de insultos que atronaron sus oídos y la calle. Aterrado, Segura vio por el retrovisor que ya eran tres los coches que esperaban. ¿Dónde estaba la llave? ¿Dónde coños estaba en aquel camión la llave del contacto? A ambos lados del volante, Segura la buscó con las dos manos mientras detrás los pitidos y los gritos arreciaban y en la cafetería algunos se asomaban ya a la puerta para ver lo que pasaba. Por fin halló la llave. La giró con rapidez y un áspero chasquido le hizo temer por un instante que había roto la llave y, con ella, los huesos de su mano. ¡Cómo podía ser tan burro! Era al lado contrario. Estaba girándola a la izquierda y las llaves siempre van a la derecha, igual que las agujas del reloj, recordó Segura al tiempo que comprobaba en el suyo que ya sólo faltaban diez minutos para las tres de la tarde. Lo hizo. Giró la llave hacia la derecha y lo único que obtuvo fue un ruidito sostenido, desmayado, incapaz de bombear el combustible suficiente hasta el motor. Atrás, los pitidos y los gritos arreciaron. Eran ya cinco los coches que esperaban y otros dos los que llegaban por el fondo de la calle. Mientras insistía inútilmente, una y otra vez, con la llave en el contacto, Segura sintió que también él se estaba ahogando.

De repente, el motor arrancó. Al enésimo intento, de repente una chispa invisible sacudió el camión, desde la llave del contacto hasta el motor y desde éste hasta el cerebro de Segura, y aquél se volvió a poner en marcha. Con el pie en el embrague, Segura nuevamente trató de serenarse. No podía volver a fallar. No podía dejar que el camión se le volviese a calar so pena que los otros le linchasen. En la cafetería, los clientes aguardaban divertidos su nueva maniobra con sus aperitivos en la mano y, detrás, los pitidos se habían acallado esperando que, en efecto, esta vez no fallara.

Inclinado hacia adelante, como si fuera un conductor en prácticas, Segura pisó el acelerador, comprobó que la marcha estaba puesta y el volante enderezado, levantó suavemente el pie izquierdo del embrague y comprobó aliviado que el camión se deslizaba suavemente, sin tirones, justo por el centro de la calle. Anduvo de ese modo varios metros, muy despacio, a medio embrague, y se detuvo finalmente a la derecha, justo al lado del semáforo.

Victorioso, Segura bajó la ventanilla y se asomó a mirar para ver cómo pasaban los de atrás por el espacio que les había dejado. Pero lo único que vio fue el rostro enfurecido del conductor del primer vehículo (el que segundos antes había estado a punto de matarse) y las sonrisas de los de la cafetería, que contemplaban la escena alborozados. Afligido, Segura comprobó que, en efecto, era imposible que ningún coche pasara por el espacio que había dejado. Trató de arrimar un poco el camión a la derecha, pero, en seguida, uno de los que miraban se abalanzó hacia él gritando ante el temor de que le aplastase el coche, que al parecer era el que estaba aparcado al lado.

Atrás, los pitidos y las voces arreciaron. El semáforo se había puesto en verde y todos, conductores, peatones, incluso los que miraban, le gritaban a Segura que pasara. Pero él seguía allí parado, inmóvil en su asiento, con el corazón temblándole. Por el retrovisor, entre las carrocerías y los tubos de escape de los otros, Segura vio su coche, aprisionado ahora por los que venían detrás esperando a que él dejara paso. Por un instante, Segura estuvo a punto de ponerse también él a gritar y a aporrear el cláxon.

Se contuvo, sin embargo. Cerró los ojos y apretó los dientes y levantó otra vez el pie izquierdo del embrague. Casi sin darse cuenta, como si fuera otro, y no él, el que estuviera conduciendo aquel camión, atravesó el semáforo (justo en el instante mismo en el que éste se ponía en rojo) y comenzó a girar penosamente en el sentido que la flecha le indicaba. Cuando volvió a mirar, Segura se quedó paralizado. No es que no lo supiera ni lo hubiera ya vivido nunca antes. En realidad, el que estaba haciendo era el mismo recorrido que hacía cada día con su coche al salir del banco, pero nunca hasta ese instante, subido en la cabina del camión y con la calle Ordoño II reducida a su mínima expresión al otro lado del volante, Segura había imaginado la enorme cantidad de coches y autobuses que podían circular por la calle principal de la ciudad a las tres menos cinco de la tarde.

Todos a un tiempo, incluidos algunos de los coches que, sin dejar de pitarle, cruzaron detrás de él, y ya con la luz en rojo, el semáforo, se abalanzaron al unísono hacia el hueco por el que Segura trataba de meter el morro del camión para coger el carril de la derecha de la calle. La algarabía de los pitidos se multiplicó por cuatro. El ruido de los motores retumbó en toda la calle mientras Segura, casi al tacto, conseguía a duras penas enderezar el volante y meter el camión por el carril sin llevarse varios coches por delante. Pero él ya no oía nada. O no oía o le daba ya igual que le pitaran. Con la vista nublada y al borde del infarto, anduvo todavía varios metros, bordeó la parada de autobuses y se detuvo finalmente ante un nuevo semáforo decidido a bajarse y dejar el camión allí parado. Si pitaban, que pitasen. Que vinieran el dueño o los guardias a llevárselo.

Eso creía Segura. Eso creía Segura en el semáforo principal de la ciudad a las tres menos cinco de la tarde. Pero, antes de que pudiera apearse, antes incluso de que encontrara la llave del contacto para quitarlo, un silbido se abrió paso entre los coches y se clavó en su corazón como un cuchillo, atravesándolo de parte a parte. Aterrado, Segura vio frente a él al guardia que le hacía gestos histéricos para que circulase. Segura se asomó para explicarle. Pero el guardia, enfurecido, volvió a tocar el silbato mientras con los dos brazos le indicaba que siguiera hacia adelante. Segura volvió a intentarlo. Pero lo único que consiguió fue que en la calle arreciasen los pitidos y que el guardia echase mano a su libreta para multarle.

Aunque lo que estaba claro es que él no iba a pagar la multa, Segura no tuvo otro remedio que seguir hacia adelante. Sin mirarle, pasó al lado del guardia, que escribía en su libreta mientras seguía tocando el silbato, y, encabezando una riada interminable de vehículos, entró en la plaza de Santo Domingo conduciendo como un sonámbulo. Ni sabía quién era, ni a dónde iba, ni dónde podría pararse.

En Santo Domingo, obviamente, tampoco pudo. Allí, los coches confluían en tropel desde todas las calles colindantes y Segura bastante suerte tuvo con poder abrirse paso en la marea dejando atrás tan sólo un par de golpes leves y tres o cuatro rozaduras laterales. Siempre en primera, con las rodillas temblándole, embocó la calle Ancha sin darse cuenta siquiera de que, al pasar el semáforo, había estado a punto de atropellar a un anciano. El anciano se quedó blanco, sin atreverse a cruzar, pese a que el semáforo seguía abierto para él, y Segura siguió su rumbo, siempre en primera, buscando el lugar propicio para dejar el camión y salir huyendo hacia su casa.

Pero ya era demasiado tarde. Junto al Hotel París, Segura oyó de pronto una sirena que silbaba a lo lejos acercándose y, justo en ese momento, al mirar por el retrovisor para ver si era una ambulancia, vio al hombre que corría por la acera sin dejar de gritar a los demás:

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Deténganlo, que se lleva mi camión!

Por un instante, Segura pensó que se iba a desmayar. Por un instante, Segura sintió que el corazón se le quedaba helado y que iba a quedar muerto encima del volante. Pero ni siquiera eso podía permitirse. Ni podía morirse, ni podía bajarse, ni podía, por supuesto, explicarle al del camión que no era lo que él imaginaba. Así que pisó el acelerador, metió a tientas la segunda (sin esperar a hacer lo mismo con el embrague) y se lanzó hacia adelante envuelto en un rugido tan enorme que sus perseguidores se pararon creyendo que el camión había explotado.

Al llegar a la Catedral, Segura ya se había llevado cuatro coches por delante. Uno salió despedido contra una casa, otro quedó empotrado entre dos señales y los otros acabaron circulando por la acera entre el terror de los peatones, que corrían a esconderse en los portales. Pero, de todo eso, Segura ni siquiera se enteró. De todo eso, y del crujido de la bicicleta que quedó triturada bajo el camión mientras su dueño se salvaba por milímetros (se tiró de la bici en marcha), Segura sólo percibió algún débil sonido —débil y muy lejano— entre el silbido de la sirena que le seguía y el rugido del camión que, más que conducir, él pilotaba.

En el Caño Badillo, ya eran varias las sirenas que trataban de alcanzarle. Segura las oía, pero no podía precisar dónde sonaban. No tenía tiempo de detenerse a mirarlo. Él seguía su carrera enloquecida, arrastrando vehículos y sembrando el pánico a su paso, sin otra idea en la mente que la de llegar hasta su calle para saltar del camión y esconderse como un niño en el cuarto de baño de su casa. Les diría a Elsa y a sus parientes que se había sentido indispuesto al salir del banco y que por eso había tardado tanto.

Pero no le dio tiempo. Ni siquiera le dejaron llegar hasta su casa. Frente al bar Montecarlo, en la calle San Juan, donde Segura se paraba cada día para tomar un vino cuando volvía del banco, las sirenas le alcanzaron. Una surgió por la izquierda, por la calle de arriba (pese a su situación, Segura aún tuvo tiempo de pensar que el coche de la policía venía por dirección prohibida), otra se le cruzó por un lado (a riesgo de que Segura se lo llevara también por delante) y el último apareció por detrás, consiguiendo frenar a duras penas en el último momento cuando Segura hizo lo mismo de repente al ver que el otro coche se le cruzaba delante.

Segura se entregó a la policía sin ofrecer resistencia y tratando de ocultarse la cara con las manos. Cuando le metieron en el coche de la policía, entre la curiosidad de los peatones y la estupefacción de los clientes y del dueño del bar Montecarlo, que conocían a Segura desde siempre y, por eso, no podían creer lo que veían, eran las tres de la tarde.

Justo en ese momento, cerca de allí, a apenas dos manzanas de donde él era esposado, su mujer y sus parientes de Argentina empezaban a comer, cansados de esperarle.

Ficha bibliográfica

Autor: Julio Llamazares
Título: Piloto suicida
Publicado en: El País, 27 de marzo de 1988

[Relato completo]

Julio Llamazares
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