Kazuo Ishiguro: El cantante melódico

La mañana que vi a Tony Gardner entre los turistas, la primavera acababa de llegar a Venecia. Llevábamos ya una semana trabajando fuera, en la piazza, un alivio, si se me permite decirlo, después de tantas horas tocando en el cargado ambiente del café, cortando el paso a los clientes que querían utilizar la escalera. Soplaba la brisa aquella mañana, los toldos se hinchaban y aleteaban a nuestro alrededor, todos nos sentíamos un poco más animados y frescos, y supongo que se notó en nuestra música.

Pero aquí estoy yo, hablando como si fuera un miembro habitual de la banda. En realidad, soy un «zíngaro», como nos llaman los demás músicos, uno de los tipos que rondan por la piazza, en espera de que cualquiera de las tres orquestas de los cafés nos necesiten. Casi siempre toco aquí, en el Caffe Lavena, pero si la tarde se anima puedo actuar con los chicos del Quadri, ir al Florian y luego cruzar otra vez la plaza para volver al Lavena. Me llevo muy bien con todos —también con los camareros— y en cualquier otra ciudad ya me habrían dado un puesto fijo. Pero en este lugar, obsesionado por la tradición y el pasado, todo está al revés. En cualquier otro sitio, ser guitarrista sería una ventaja. Pero ¿aquí? ¡Un guitarrista! Los gerentes de los cafés se ponen nerviosos. Es demasiado moderno, a los turistas no les gustaría. En otoño del año pasado compré un antiguo modelo de jazz, con el orificio ovalado, un instrumento que habría podido tocar Django Reinhardt, de modo que era imposible que me confundieran con un roquero. El detalle facilitó un poco las cosas, pero a los gerentes de los cafés sigue sin gustarles. La cuestión es que si eres guitarrista, aunque seas Joe Pass, no te dan un trabajo fijo en esta plaza. Claro que también está la pequeña cuestión de que no soy italiano y menos aún veneciano. Lo mismo le pasa al checo corpulento que toca el saxo alto. Simpatizan con nosotros, los demás músicos nos necesitan, pero no encajamos en el programa oficial. Tú toca y ten la boca cerrada, eso es lo que dicen siempre los gerentes de los cafés. De ese modo, los turistas no sabrán que no somos italianos. Ponte traje y gafas negras, péinate con el pelo hacia atrás y nadie notará la diferencia, siempre que no te pongas a hablar.

Pero tampoco me va tan mal. Las tres orquestas, sobre todo cuando tienen que tocar al mismo tiempo en sus quioscos rivales, necesitan una guitarra, algo suave, sólido, pero amplificado, que subraye los acordes al fondo. Supongo que pensáis que tres bandas tocando al mismo tiempo en la misma plaza tiene que ser un auténtico jaleo. Pero la Piazza San Marco es lo bastante grande para permitirlo. Un turista que se pasee por ella oirá apagarse una melodía mientras sube el volumen de otra como si cambiara el dial de la radio. Lo que los turistas no soportan mucho rato es el repertorio clásico, esas arias famosas en versión instrumental. Sí, esto es San Marco, no esperan los últimos éxitos discotequeros. Pero de vez en cuando quieren algo que reconozcan, una canción antigua de Julie Andrews o el tema de una película famosa. Recuerdo que el verano pasado, yendo de una banda a otra, toqué El padrino nueve veces en una tarde.

En cualquier caso, allí estábamos aquella mañana de primavera, tocando para una nutrida muchedumbre de turistas, cuando vi a Tony Gardner sentado solo con un café, casi en línea recta delante de nosotros, a unos seis metros de nuestro quiosco. Siempre había famosos en la plaza y nunca hacíamos alharacas. A lo sumo, al finalizar un número, corría un callado rumor entre los miembros de la banda. Mira, es Warren Beatty. Mira, es Kissinger. Aquella mujer es la que salía en la película de los hombres que intercambiaban la cara. Estábamos acostumbrados. A fin de cuentas, esto es la Piazza San Marco. Pero cuando me di cuenta de que Tony Gardner estaba allí, fue diferente. Me emocioné.

Tony Gardner había sido el cantante favorito de mi madre. Allá en mi tierra, en los tiempos del comunismo, era realmente difícil encontrar discos como los suyos, pero mi madre los tenía casi todos. Cuando era pequeño hice un arañazo en uno de aquellos valiosos discos. La vivienda era muy pequeña y un chico de mi edad, bueno, a veces tenía que moverse, sobre todo en los meses de frío, cuando no se podía salir a la calle. Y a mí me gustaba jugar a dar saltos, saltaba del sofá al sillón y una vez calculé mal el salto y golpeé el tocadiscos. La aguja resbaló por el disco con un chirrido —fue mucho antes de los compactos— y mi madre salió de la cocina y se puso a gritarme. Me sentí fatal, no sólo porque me gritase, sino porque sabía que era un disco de Tony Gardner, y comprendía lo mucho que significaba para ella. Y sabía que a partir de entonces también aquel disco emitiría crujidos cuando Gardner cantase sus melodías americanas. Años después, mientras trabajaba en Varsovia, acabé conociendo el mercado negro de los discos y reemplacé todos los viejos y gastados álbumes de Tony Gardner de la colección de mi madre, incluido el que yo había raspado. Tardé tres años, pero se los conseguí, uno por uno, y cada vez que volvía para visitarla, le llevaba otro.

Seguro que ahora se entiende por qué me emocioné tanto cuando lo reconocí, apenas a seis metros de donde me encontraba. Al principio no me lo podía creer y es posible que me retrasara un intervalo al cambiar de acorde. ¡Tony Gardner! ¡Lo que habría dicho mi querida madre si lo hubiera sabido! Por ella, por su recuerdo, tenía que acercarme y decirle algo, y no me importaba que los demás músicos se rieran y dijesen que me comportaba como un botones de hotel.

Pero tampoco era cuestión de correr hacia él, derribando mesas y sillas. Teníamos que terminar la actuación. Fue un sufrimiento, os lo digo yo, otras tres, cuatro piezas, y cada segundo que pasaba me parecía que iba a levantarse e irse. Pero siguió sentado allí, solo, mirando su café, removiéndolo como si le desconcertara el motivo por el que se lo había servido el camarero. Era como cualquier otro turista estadounidense, con pantalón informal gris y un polo azul claro. El pelo, muy negro y muy reluciente en la carátula de los discos, era casi blanco ahora, aunque seguía siendo abundante, y lo llevaba inmaculadamente esculpido, con el mismo estilo de entonces. Cuando me fijé en él al principio, llevaba las gafas negras en la mano —si no, dudo que lo hubiera reconocido—, pero mientras interpretábamos las piezas yo no apartaba los ojos de él, y se las puso, se las quitó y volvió a ponérselas. Parecía preocupado y me decepcionó que no prestara atención a nuestra música. Cuando terminó nuestra actuación, me fui del quiosco sin decir nada a los demás, me acerqué a la mesa de Tony Gardner y tuve un momento de pánico, porque no sabía cómo iba a empezar la conversación. Me puse detrás de él. Guiado por un sexto sentido, se volvió a mirarme —supongo que por haber estado acosado por sus fans durante años— y, casi sin darme cuenta, me presenté, le conté que lo admiraba, que mi madre había sido fan suya, todo de un tirón. Me escuchó con cara seria, asintiendo con la cabeza cada tantos segundos, como si fuera mi médico. Yo seguí hablando y él se limitó a decir de vez en cuando: «¿De veras?» Al cabo del rato me pareció que era hora de irse, y cuando ya me alejaba me dijo:

—Así que es usted de uno de esos países comunistas. Tuvo que ser duro.

—Eso pertenece ya al pasado —dije, encogiéndome de hombros con despreocupación—. Ahora somos un país libre. Una democracia.

—Me alegra oír eso. Y quienes tocaban hace un momento eran los de su grupo. Siéntese. ¿Le apetece un café?

Le dije que no quería que se sintiera obligado, pero hubo una vaga y amable insistencia por parte del señor Gardner.

—De ningún modo, siéntese. Decía usted que a su madre le gustaban mis discos. —Así que tomé asiento y le conté más cosas. De mi madre, de nuestra vivienda, de los discos del mercado negro y aunque no recordaba el nombre de los álbumes, le describí las carátulas tal como me venían a la memoria, y cada vez él levantaba el dedo y decía más o menos: «Ah, seguro que ése era Inimitable. El inimitable Tony Gardner.» Creo que los dos disfrutábamos con aquel juego, pero entonces me di cuenta de que dejaba de mirarme y me volví en el instante en que una mujer se acercaba a la mesa.

Era una de esas señoras americanas con mucha clase, con un peinado, una ropa y una figura de primera, y que cuando las ves de cerca te das cuenta de que no son tan jóvenes. De lejos habría podido tomarla por una modelo de las que salen en las revistas de lujo dedicadas a la moda. Pero cuando tomó asiento al lado del señor Gardner y se levantó las gafas negras hasta la frente, advertí que debía de tener unos cincuenta años, quizá más.

—Le presento a Lindy —me dijo el señor Gardner—, mi mujer.

La señora Gardner me dirigió una sonrisa algo forzada y se volvió a su marido.

—¿Y quién es éste? ¿Has hecho un amigo?

—Así es, querida. Y he pasado un buen rato charlando aquí con…, lo siento amigo, pero no sé cómo se llama.

—Jan —dije con rapidez—. Pero mis amigos me llaman Janeck.

—¿Quiere decir que su apodo es más largo que su nombre verdadero? —dijo Lindy Gardner—. ¿Cómo es posible?

—No seas impertinente, cariño.

—No soy impertinente.

—No te burles de su nombre, cariño. Es una buena chica. —Lindy Gardner me miró con cara de algo parecido a la indefensión.

—¿Sabe de lo que habla mi marido? ¿Le he ofendido acaso?

—No, no —dije—, en absoluto, señora Gardner.

—Siempre me dice que soy impertinente en público. Pero no lo soy. ¿He sido impertinente con usted? —y volviéndose al señor Gardner—: Yo hablo en público con naturalidad, querido. Es mi forma de expresarme. Nunca soy impertinente.

—Está bien, cariño —dijo el señor Gardner—, no hagamos una montaña de esto. De todos modos, este hombre no es el público.

—¿Ah, no? ¿Qué es entonces? ¿Un sobrino que desapareció hace años?

—Sé amable, cariño. Este hombre es un colega. Un músico, un profesional. Hace un momento nos estaba deleitando a todos. —Señaló vagamente hacia nuestro quiosco.

—Ay, qué bien. —Lindy Gardner se volvió otra vez hacia mí—. ¿Estaba usted tocando hace un momento? Pues ha sido muy bonito. Usted era el del acordeón, ¿verdad? Ha sido realmente precioso.

—Muchas gracias. En realidad, soy el guitarrista.

—¿Guitarrista? Me toma el pelo. Pero si lo he visto hace sólo un minuto. Sentado allí, al lado del contrabajo, tocando el acordeón que era una delicia.

—Discúlpeme, pero el del acordeón era Carla. El tipo calvo y corpulento…

—¿Seguro? ¿No me toma el pelo?

—Te lo repito, querida. No seas impertinente con él.

No lo dijo exactamente gritando, pero en su voz hubo una inesperada veta de dureza e irritación, y a continuación se produjo un extraño silencio. Lo rompió el propio señor Gardner, hablando a su mujer con amabilidad.

—Perdona, cariño. No quería ser brusco.

Estiró el brazo y asió la mano de su mujer. Yo medio esperaba que ella rechazara el gesto, pero acercó la silla y puso la mano libre sobre las dos enlazadas. Estuvieron así unos segundos, el señor Gardner con la cabeza gacha, ella mirando al vacío por encima del hombro del marido, mirando hacia la basílica, aunque no daba la impresión de que viera nada. Durante aquellos instantes fue como si se hubieran olvidado no sólo de que yo estaba allí con ellos, sino también de toda la gente que había en la piazza.

—Está bien, querido —dijo ella entonces, casi susurrando—. Ha sido culpa mía. Os he fastidiado.

Siguieron en la misma posición otro poco, con las manos enlazadas. La mujer dio entonces un suspiro, soltó la mano del señor Gardner y me miró. Ya me había mirado, pero esta vez fue otra cosa. Esta vez sentí su encanto. Era como si tuviera un dial, numerado del cero al diez, y en aquel momento hubiera decidido ponerlo en el seis o el siete, porque yo lo sentí con fuerza, y si me hubiera pedido algún favor —por ejemplo, que cruzara la plaza para comprarle unas flores—, se lo habría hecho con alegría.

—Janeck —dijo—. Se llama así, ¿no? Le pido disculpas, Janeck. Tony tiene razón. Es imperdonable haberle hablado como lo he hecho.

—Señora Gardner, por favor, no tiene importancia…

—Y he interrumpido la conversación que sosteníais. Una conversación de músicos, seguro. ¿Sabéis qué? Voy a dejaros solos para que sigáis hablando.

—No tienes por qué irte, querida —dijo el señor Gardner.

—Claro que sí, cariño. Me muero por ir a ver la tienda de Prada. Sólo he pasado para decirte que tardaré más de lo previsto.

—Está bien, querida. — Tony Gardner se sentó derecho por fin y respiró profundamente—. Siempre que estés segura de que es eso lo que te apetece.

—Me lo voy a pasar de fábula en esa tienda. Así que vosotros hablad todo lo que queráis. —Se puso en pie y me tocó en el hombro—. Cuídese, Janeck.

La vimos alejarse y entonces el señor Gardner me hizo algunas preguntas sobre ser músico en Venecia, sobre la orquesta del Quadri en particular y quién estaría tocando en aquellos momentos. Parecía prestar poca atención a mis respuestas, y estaba a punto de disculparme e irme cuando dijo inesperadamente:

—Quisiera proponerle algo, amigo. Permítame decirle primero lo que se me ha ocurrido y luego usted, si lo decide así, lo rechaza. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. Permítame explicárselo. La primera vez que Lindy y yo vinimos a Venecia fue para pasar nuestra luna de miel. Hace veintisiete años. Y a pesar de los felices recuerdos que nos atan a esta ciudad, no habíamos vuelto hasta ahora, por lo menos juntos. Así que cuando planeamos este viaje, este viaje tan especial para nosotros, nos dijimos que debíamos pasar unos días en Venecia.

—¿Es su aniversario, señor Gardner?

—¿Aniversario? —Pareció desconcertado.

—Perdone —dije—. Me ha pasado por la cabeza, porque ha dicho que era un viaje especial para ustedes.

Siguió un rato con aquella cara de desconcierto y se echó a reír, con una risa profunda y resonante, y entonces me acordé de una canción que mi madre ponía en el tocadiscos continuamente, una canción con un pasaje hablado en que venía a decir que no le importaba que cierta mujer lo hubiera abandonado, y entonces lanzaba una carcajada sarcástica. La risa que resonaba en la plaza en aquel momento era igual. Entonces dijo:

—¿Aniversario? No, no es nuestro aniversario. Pero lo que voy a proponerle no anda muy lejos. Porque quiero hacer algo muy romántico. Quiero darle una serenata. Totalmente al estilo veneciano. Y aquí es donde entra usted. Usted toca la guitarra, yo canto. Lo hacemos en una góndola, nos ponemos al pie de su ventana y yo le canto. Hemos alquilado un palazzo no lejos de aquí. La ventana del dormitorio da al canal. Lo ideal sería por la noche. Hay una luz arriba, en la pared. Usted y yo en la góndola, ella se acerca a la ventana. Todas sus canciones preferidas. No hace falta que estemos mucho rato. Todavía hace fresco por la noche. Tres o cuatro canciones, ésa es la idea que tengo. Le compensaré debidamente. ¿Qué me dice?

—Señor Gardner, para mí será un honor. Como ya le dije, usted ha sido una figura importante en mi vida. ¿Cuándo ha pensado hacerlo?

—Si no llueve, ¿qué le parece esta misma noche? ¿Hacia las ocho y media? Cenaremos pronto y a esa hora ya habremos vuelto. Yo pondré una excusa, saldré de la casa y me reuniré con usted. Tendremos una góndola amarrada, volveremos por el canal, nos detendremos debajo de la ventana. Será perfecto. ¿Qué me dice?

Como cualquiera puede imaginar, fue como un sueño hecho realidad. Además, me parecía algo muy bonito que aquella pareja —él sesentón, ella cincuentona— se comportara como dos adolescentes enamorados. En realidad, era una idea tan bonita que casi me hizo olvidar la escena que habían tenido antes. Lo que quiero decir es que, incluso en aquella fase, yo sabía en lo más hondo que las cosas no iban a salir tan bien como él planeaba.

El señor Gardner y yo seguimos allí sentados, comentando todos los detalles, las canciones que le interesaban, la clave que prefería, cosas por el estilo. Pero entonces se me hizo la hora de volver al quiosco para la siguiente actuación, así que me puse en pie, le di la mano y le dije que aquella noche podía contar conmigo absolutamente para todo.

Las calles estaban silenciosas y a oscuras cuando fui a reunirme con el señor Gardner. En aquella época me perdía en Venecia cada vez que me alejaba un poco de la Piazza San Marco, así que aunque me puse en marcha con tiempo de sobra, y aunque conocía el puentecito donde me había emplazado el señor Gardner, llegué con unos minutos de retraso.

Estaba al pie de una farola, con un traje oscuro arrugado y la camisa abierta hasta el tercer o cuarto botón, enseñando los pelos del pecho. Cuando me disculpé por llegar tarde, dijo: — ¿Qué son unos minutos? Lindy y yo llevamos casados veintisiete años. ¿Qué son unos minutos?

No estaba enfadado, pero se mostraba serio y solemne, todo menos romántico. Detrás de él estaba la góndola, meciéndose suavemente en las aguas del canal, y vi que el gondolero era Vittorio, un sujeto que no me acababa de caer bien. Delante de mí siempre se muestra cordial, pero sé —lo sabía ya por entonces— que anda por allí diciendo toda clase de calumnias, todo mentira, sobre los tipos como yo, los que él llama «extranjeros de los nuevos países». Por eso, cuando aquella noche me saludó como a un hermano, yo me limité a saludarle con la cabeza y aguardé en silencio mientras él ayudaba al señor Gardner a subir a la góndola. Luego le alargué la guitarra —había llevado la guitarra española, no la que tenía el orificio oval— y subí yo también.

El señor Gardner no hizo más que cambiar de postura en la proa y en cierto momento se sentó con tanta brusquedad que casi volcamos. Pero él no pareció darse cuenta y mientras avanzábamos no dejó de mirar el agua.

Guardamos silencio durante unos minutos, deslizándonos junto a edificios y sombras y por debajo de puentes bajos. Entonces salió de su abstracción y dijo:

—Escuche, amigo. Sé que hemos quedado en tocar esta noche una serie de canciones. Pero he estado reflexionando. A Lindy le gusta aquella que se titulaba «By me Time I Get to Phoenix». La grabé hace mucho tiempo.

—Claro, señor Gardner. Mi madre decía siempre que su versión era mejor que la de Sinatra y que aquella tan famosa de Glenn Campbell.

El señor Gardner asintió con la cabeza y durante un momento dejé de ver su rostro. Cuando fue a doblar una esquina, Vittorio dio el grito tradicional de aviso, que retumbó entre los muros de los edificios.

—Antes se cantaba mucho —dijo el señor Gardner—. Entiéndame, creo que le gustaría oírla esta noche. ¿Conoce la melodía?

Yo ya había sacado la guitarra de la funda y toqué unos compases.

—Suba —dijo—. A mi bemol. Así la grabé en el álbum.

Toqué en aquella clave y, tras dejar pasar toda una estrofa, el señor Gardner empezó a cantar, de un modo muy suave, casi inaudible, como si sólo recordara la letra a medias. Pero su voz sonaba bien en el silencio del canal. En realidad, sonaba estupendamente y durante un momento volví a ser niño, allá en aquella vivienda, acostado en la alfombra mientras mi madre estaba sentada en el sofá, agotada, o quizá desconsolada, mientras el disco de Tony Gardner daba vueltas en el rincón.

El señor Gardner interrumpió la canción de pronto y dijo:

—De acuerdo. Tocaremos Phoenix en mi bemol. Luego tal vez I Fall in Love Too Easily, tal como planeamos y terminaremos con One for My Baby. Será suficiente. No tendrá ganas de oír más.

Tras decir aquello pareció volver a sus meditaciones y seguimos adelante en medio de la oscuridad y entre los suaves chapoteos del remo de Vittorio.

—Señor Gardner —dije al cabo del rato—, espero que no le moleste que le haga una pregunta. Pero ¿espera la señora Gardner este recital? ¿O va a ser una sorpresa maravillosa? —Dio un profundo suspiro y dijo:

—Supongo que tendríamos que ponerlo en la casilla de las sorpresas maravillosas. —Luego añadió—: Sólo Dios sabe cómo reaccionará. Puede que no lleguemos a One for My Baby.

Vittorio dobló otra esquina y de súbito oímos risas y música, y pasamos por delante de un restaurante grande, brillantemente iluminado. Todas las mesas estaban ocupadas, los camareros corrían de aquí para allá, los comensales parecían muy contentos, aunque no era precisamente calor lo que se sentía tan cerca del canal y en aquella época del año. Después de desplazarnos entre la oscuridad y el silencio, el restaurante resultaba un poco inquietante. Como si los inmóviles fuéramos nosotros y observáramos desde el muelle el paso de un resplandeciente barco de atracciones. Vi que algunas caras se volvían hacia nosotros, pero nadie nos prestó particular atención. El restaurante quedó atrás y entonces dije:

—Es gracioso. ¿Se imagina lo que harían esos turistas si supieran que acababa de pasar una embarcación con el legendario Tony Gardner a bordo?

Vittorio no sabía mucho inglés, pero pilló el mensaje y rió levemente. El señor Gardner guardó silencio durante un rato. Habíamos vuelto a la oscuridad e íbamos por un canal estrecho y flanqueado de portales mal iluminados. Entonces dijo:

—Amigo mío, usted es de un país comunista. Por eso no entiende cómo funcionan estas cosas.

—Señor Gardner —dije—, mi país ya no es comunista. Ahora somos libres.

—Discúlpeme. No es mi intención hablar mal de su país. Son ustedes un pueblo valiente. Espero que alcancen la paz y la prosperidad. Lo que trato de decirle, amigo mío, lo que quiero señalarle, es que, viniendo de donde viene, es del todo natural que haya muchas cosas que no entiendan ustedes todavía. Del mismo modo que tiene que haber muchas cosas en su país que yo no entienda.

—Supongo que tiene razón, señor Gardner.

—Esas personas que hemos dejado atrás hace un momento. Si usted se acercara a ellas y les dijese: «Eh, ¿se acuerda alguien de Tony Gardner?», es posible que algunos, o casi todos, le dijeran que sí. ¿Quién sabe? Pero pasando en góndola como hemos pasado, aun en el caso de que me reconocieran, ¿cree que se emocionarían? Yo creo que no. No soltarían el tenedor, no interrumpirían las charlas íntimas a la luz de las velas. ¿Para qué? No soy más que un cantante melódico de una época pasada.

—No puedo aceptar eso, señor Gardner. Usted es un clásico. Es como Sinatra o Dean Martin. Hay canciones clásicas que nunca pasan de moda. No es como las estrellas pop.

—Es usted muy amable por decir eso, amigo mío. Sé que su intención es buena. Pero esta noche, precisamente esta noche, no es el mejor momento para burlarse de mí. —Estaba a punto de protestar, pero hubo algo en su actitud que me aconsejó olvidarme del asunto. Así que seguimos avanzando, todos en silencio. Si he de ser sincero, empezaba ya a preguntarme en qué me había metido, de qué iba la historia aquella de la serenata. A fin de cuentas, eran americanos. Basándome en lo que yo sabía, cuando el señor Gardner se pusiera a cantar, la señora Gardner podía perfectamente salir a la ventana con una pistola y abrir fuego contra nosotros.

Puede que las lucubraciones de Vittorio siguieran la misma dirección, porque cuando pasamos bajo una farola, me miró como diciendo: «Vaya tío raro que llevamos, ¿eh, amico?» Pero no respondí. No iba a ponerme al lado de los de su clase y en contra del señor Gardner. Según Vittorio, los extranjeros como yo se dedican a estafar a los turistas, a ensuciar los canales y, en general, a arruinar toda la maldita ciudad. Los días que está de mal humor dirá que somos atracadores, incluso violadores. Una vez le pregunté directamente si era cierto que iba por allí diciendo estas cosas y me juró que todo era una sarta de mentiras. ¿Cómo podía ser racista él, que tenía una tía judía a la que adoraba como a una madre? Pero una tarde que me encontraba en Dorsoduro, matando el tiempo entre dos actuaciones, acodado en el pretil de un puente, pasó una góndola por debajo. Iban tres turistas sentados y Vittorio de pie, dándole al remo y proclamando a los cuatro vientos aquellas patrañas. Así que por mucho que me mire a los ojos, no obtendrá la menor complicidad de mí.

—Permítame contarle un pequeño secreto —dijo entonces el señor Gardner—. Un secretito sobre las actuaciones. De profesional a profesional. Es muy sencillo. Hay que saber algo, no importa qué, pero hay que saber algo del público. Algo que nos permita, interiormente, distinguir aquel público del otro ante el que cantamos la noche anterior. Pongamos que estamos en Milwaukee. Tenemos que preguntarnos: ¿qué es aquí diferente, qué tiene de especial el público de Milwaukee? ¿En qué se diferencia del público de Madison? Si no se nos ocurre nada, hemos de esforzarnos hasta que se nos ocurra. Milwaukee, Milwaukee. En Milwaukee preparan unas chuletas de cerdo excelentes. Eso serviría y eso es lo que utilizamos cuando salimos allí a escena. No es necesario decirles una palabra al respecto, pero es en lo que hay que pensar mientras se canta. Los que tenemos delante de nosotros, ésos son los que se comen las chuletas de cerdo. En cuestión de chuletas de cerdo tienen unos índices de calidad muy altos. ¿Entiende lo que le digo? De ese modo, el público se personaliza, pasa a ser alguien a quien se conoce, alguien para quien se puede actuar. Bueno, ése es mi secreto. De profesional a profesional.

—Pues gracias, señor Gardner. Nunca se me había ocurrido enfocarlo de ese modo. Un consejo de alguien como usted, no lo olvidaré.

—Pues esta noche —prosiguió— vamos a actuar para Lindy. Lindy es el público. Así que voy a contarle algo sobre Lindy. ¿Quiere oír cosas de ella?

—Claro que sí, señor Gardner —dije—. Me gustaría mucho oírlas.

El señor Gardner estuvo hablando alrededor de veinte minutos, mientras la góndola enfilaba canales. Unas veces su voz descendía al nivel del murmullo, como si hablara para sí. Otras, cuando la luz de una farola o una ventana iluminada barría la góndola, se acordaba de mi existencia y elevaba el volumen y decía: «¿Entiende lo que le digo, amigo mío?» o algo parecido.

Su mujer era de un pueblo de Minnesota, en el centro de Estados Unidos, y las maestras la castigaban mucho porque, en vez de estudiar, se dedicaba a hojear revistas de cine.

—Lo que aquellas señoras no entendieron nunca es que Lindy tenía grandes planes. Y mírala ahora. Rica, guapa, ha viajado por todo el mundo. ¿Y qué son hoy aquellas maestras? ¿Qué vida llevarán? Si hubieran hojeado más revistas de cine, habrían soñado más y a lo mejor tendrían también un poco de lo que Lindy tiene actualmente.

A los diecinueve años se había ido a California en autostop, con intención de llegar a Hollywood. Pero se quedó en las afueras de Los Ángeles, trabajando en un restaurante de carretera.

—Es sorprendente —dijo el señor Gardner—. Un restaurante normal, un pequeño establecimiento cercano a la autopista. Resultó ser el mejor sitio al que habría podido ir a parar. Porque era allí donde aterrizaban todas las chicas ambiciosas, de sol a sol. Eran siete, ocho, una docena, pedían los cafés, los perritos calientes, allí clavadas durante horas, hablando.

Aquellas chicas, algo mayores que Lindy, procedían de todos los rincones de Estados Unidos y llevaban ya en la zona de Los Ángeles por lo menos dos o tres años. Llegaban al restaurante para cambiar cotilleos e historias de mala suerte, comentar tácticas, vigilar los progresos de las otras. Pero la principal atracción del lugar era Meg, una mujer ya cuarentona, la camarera con la que trabajaba Lindy.

—Meg era la hermana mayor de todas, su fuente de sabiduría. Porque hacía muchos, muchos años había sido exactamente como ellas. Tiene usted que entender que eran chicas serias, chicas realmente ambiciosas y decididas. ¿Hablaban de vestidos, de zapatos y de maquillaje, como otras chicas? Seguro que sí. Pero sólo hablaban de los vestidos, los zapatos y el maquillaje que las ayudaría a casarse con una estrella. ¿Hablaban de cine? ¿Hablaban del mundillo de la música? Naturalmente. Pero hablaban de los actores de cine y los cantantes que estaban solteros, de los que eran infelices en su matrimonio, de los que se estaban divorciando. Y Meg, entiéndalo, podía hablarles de todo esto y de mucho más. Meg había recorrido aquel camino antes que ellas. Conocía todas las normas, todos los trucos, en lo referente a casarse con un astro de la pantalla. Y Lindy se sentaba con ellas y lo asimilaba todo. Aquel pequeño restaurante fue su Harvard, su Yale. ¿Una chica de Minnesota, de diecinueve años? Ahora tiemblo al pensar en la que habría podido ser de ella. Pero tuvo suerte.

—Señor Gardner —dije—, perdone que le interrumpa. Pero si esta Meg era tan lista en todo, ¿cómo es que no se había casado con una estrella? ¿Por qué servía perritos calientes en aquel restaurante?

—Buena pregunta, pero es que usted no entiende cómo funcionan estas cosas. Es cierto, esta mujer, Meg, no lo había conseguido. Pero lo importante es que había observado a las que sí. ¿Lo entiende, amigo mío? En otra época había sido como aquellas chicas y había sido testigo del éxito de unas y del fracaso de otras. Había visto las dificultades, había visto las escalinatas de oro. Podía contarles todo lo bueno y todo lo malo, y las chicas escuchaban. Y algunas aprendían. Por ejemplo, Lindy. Ya se lo he dicho, fue su Harvard. Allí se gestó todo lo que ella es hoy. Le dio la fuerza que le iba a hacer falta después, y vaya si le hizo falta, chico. Pasaron seis años hasta que se le presentó la primera oportunidad. ¿Se lo imagina? Seis años de gestiones, de planificación, de esperar el turno en la cola. Sufriendo reveses una y otra vez. Pero es igual que en nuestra profesión. No puedes dar media vuelta y desistir por unos cuantos golpes iniciales. Las chicas que se conforman, a ésas se las puede ver en todas partes, casadas con hombres grises en ciudades anónimas. Pero unas cuantas, las que son como Lindy, ésas aprenden con cada golpe, se hacen más fuertes, más duras, y vuelven replicando con furia. ¿Cree que Lindy no sufrió humillaciones? ¿A pesar de su belleza y su encanto? Lo que la gente no entiende es que la belleza no es lo más importante. Úsala mal y te tratarán como a una puta. El caso es que al cabo de seis años le llegó la oportunidad.

—¿Fue cuando lo conoció a usted, señor Gardner?

—¿A mí? No, no. Yo aparecí un poco después. Se casó con Dino Hartman. ¿No ha oído hablar de Dino? —El señor Gardner rió por lo bajo con un ligero matiz de crueldad—. Pobre Dino. Sospecho que sus discos no llegaban a los países comunistas. Pero Dino tenía un prestigio por aquel entonces. Cantó mucho en Las Vegas y ganó algunos discos de oro. Como le digo, fue la gran oportunidad de Lindy. Cuando la conocí, estaba casada con Dino. La vieja Meg le había explicado que las cosas suceden siempre así. Desde luego, una chica puede tener suerte la primera vez, ir derecha a la cumbre, casarse con un Sinatra o un Brando. Pero no es lo habitual. Una chica tiene que estar preparada para salir del ascensor en el primer piso, para abandonar. Necesita acostumbrarse al aire de ese piso. Entonces, quizá, un día, en ese primer piso, conocerá a alguien que ha bajado del ático unos minutos, quizá a recoger algo. Y el tipo le dice a la chica: oye, ¿por qué no te vienes arriba conmigo, al último piso? Lindy sabía que las cosas suelen suceder así. No había aflojado al casarse con Dino, no había bajado el listón de sus ambiciones. Y Dino era un tipo decente. Siempre me cayó bien. Por eso, aunque me enamoré perdidamente de Lindy en el instante en que la vi, no hice ningún movimiento. Fui el caballero perfecto. Luego descubrí que era esto lo que había determinado la decisión de Lindy. No hay más remedio que admirar a una mujer así. No hace falta que le diga, amigo mío, que entonces yo era una estrella rutilante. Calculo que la madre de usted me escucharía por aquella época. Pero la estrella de Dino se estaba apagando muy aprisa. Muchos cantantes lo pasaron muy mal por entonces. Todo estaba cambiando. La gente joven escuchaba a los Beatles, a los Rolling Stones. El pobre Dino sonaba ya casi como Bing Crosby. Probó a lanzar un álbum de bossa nova y la gente se rió de él. Decididamente, para Lindy había llegado el momento de salir del ascensor. Nadie habría podido acusarnos de nada en aquella situación. Creo que ni siquiera Dino nos lo reprochó. Y entonces di el paso. Así fue como Lindy subió al ático.

»Nos casamos en Las Vegas, pedimos que nos llenaran la bañera de champán. Esa canción que vamos a interpretar esta noche, I Fall in Love Too Easily. ¿Sabe por qué la he elegido? ¿Quiere saberlo? Poco después de casarnos fuimos a Londres. Después de desayunar subimos a la habitación y la camarera estaba limpiándola. Pero Lindy y yo follamos como conejos. Y al entrar oímos a la camarera pasando la aspiradora por el salón de la suite, no la veíamos, porque había un biombo por medio. Así que entramos de puntillas, como si fuéramos críos, ¿se da cuenta? Entramos de puntillas en el dormitorio y cerramos la puerta. Vimos que la camarera había arreglado ya el dormitorio, así que no era probable que volviese, pero no estábamos seguros. En cualquier caso, no nos importaba. Nos desnudamos aprisa, hicimos el amor en la cama y todo el rato la camarera al otro lado del tabique, moviéndose por la suite, sin la menor idea de que estábamos allí. Ya le digo, estábamos cachondos, pero al cabo del rato encontramos graciosa la situación y nos entró la risa. Por fin terminamos y nos quedamos abrazados, y la camarera seguía allí, ¿y sabe qué? ¡Se puso a cantar! Había apagado la aspiradora y se puso a cantar a pleno pulmón, y qué voz tan horrorosa tenía. Nosotros no parábamos de reír, pero procurábamos no hacer ruido. ¿Y sabe lo que pasó después? Que dejó de cantar y encendió la radio. Y de pronto oímos a Chet Baker. Cantaba I Fall in Love Too Easily, lento, suave, meloso. Y Lindy y yo allí acostados en la cama, oyendo cantar a Chet. Un momento después también yo me puse a cantar, en voz muy baja, al ritmo que seguía Chet Baker en la radio, con Lindy acurrucada entre mis brazos. Así fue. Y por eso vamos a interpretar esa canción esta noche. Aunque no sé si ella se acordará. ¿Quién diablos lo sabe?

El señor Gardner dejó de hablar y vi que se enjugaba las lágrimas. Vittorio dobló otra esquina y entonces me di cuenta de que pasábamos otra vez junto al restaurante. El local parecía más animado que antes y en el rincón tocaba un pianista, un conocido mío que se llamaba Andrea.

Volvimos a sumergirnos en la oscuridad y dije:

—Señor Gardner, ya sé que no es asunto mío. Pero entiendo que las cosas no han ido muy bien últimamente entre usted y la señora Gardner. Quiero que sepa que comprendo esas cosas. Mi madre solía estar triste, más o menos como usted ahora. Creía que había encontrado a alguien y se ponía muy contenta cuando me hablaba del tipo que iba a ser mi padre. La creí las dos primeras veces. Después supe que no resultaría. Pero mi madre nunca dejó de creer. Y cada vez que se deprimía, quizá como usted esta noche, ¿sabe lo que hacía? Ponía sus discos y cantaba las canciones. Todos aquellos largos inviernos en aquella estrecha vivienda, se quedaba allí, con las piernas encogidas, con un vaso de cualquier cosa en la mano, cantando en voz baja. Y a veces, de esto me acuerdo, señor Gardner, los vecinos de arriba daban patadas en el suelo, sobre todo cuando cantaba usted aquellas fabulosas canciones rápidas, como High Hopes o They All Laughed. Yo observaba a mi madre, pero era como si no oyera nada más, sólo le oía a usted, siguiendo el ritmo con la cabeza, moviendo los labios para reproducir la letra. Señor Gardner, quería decírselo. Su música ayudó a mi madre a pasar aquellos años y seguramente ayudó a millones de personas. Y sería magnífico que también le ayudara a usted. —Reí ligeramente, para darme confianza, pero hice más ruido del que pretendía—. Puede contar conmigo esta noche, señor Gardner. Pondré en ello todo lo que llevo dentro. Lo haré tan bien como la mejor de las orquestas, ya lo verá. Y la señora Gardner nos oirá, ¿y quién sabe? Puede que las cosas vuelvan a normalizarse entre ustedes. Todas las parejas pasan por momentos difíciles.

El señor Gardner sonrió.

—Es usted un buen tipo. Le agradezco que me eche una mano esta noche. Pero no podemos seguir hablando. Lindy ha llegado ya. Hay luz en su habitación.

Estábamos ante un palazzo junto al que ya habíamos pasado por lo menos dos veces y entonces comprendí por qué Vittorio nos había tenido dando vueltas. El señor Gardner había estado pendiente de que se encendiera la luz en determinada ventana y, cada vez que la veía a oscuras, dábamos otra vuelta. En esta ocasión, sin embargo, la ventana del segundo piso estaba encendida, los postigos abiertos, y desde donde estábamos divisábamos un fragmento del techo, cruzado por oscuras vigas de madera. El señor Gardner hizo una seña a Vittorio, pero éste ya había dejado de remar y nos deslizamos lentamente hasta que la góndola quedó bajo la ventana.

El señor Gardner se puso en pie, otra vez haciendo escorar peligrosamente la góndola, y Vittorio dio un salto para estabilizarnos. El señor Gardner llamó a su mujer, casi en voz baja.

—¿Lindy? ¿Lindy? —Por último, gritó—: ¡Lindy! Una mano empujó los postigos y apareció una figura en el estrecho balcón. En la pared del palazzo, un poco por encima de nosotros, había una farola, pero apenas iluminaba y la señora Gardner era poco más que una silueta. Pese a todo, advertí que no llevaba el mismo peinado de antes, se lo había arreglado, quizá para cenar.

—¿Eres tú, querido? —Se apoyó en la barandilla—. Ya creía que te habían secuestrado. Estaba al borde de un ataque de nervios.

—No seas tonta, cariño. ¿Qué podría ocurrir en una ciudad como ésta? Además, te dejé una nota.

—No he visto ninguna nota, querido.

—Pues te dejé una nota. Para que no te pusieras nerviosa.

—¿Dónde la dejaste? ¿Qué decía?

—No lo recuerdo, cariño. —El señor Gardner parecía irritado—. Era una nota normal y corriente. Ya sabes, de las que dicen he ido a comprar tabaco o algo parecido.

—¿Y eso es lo que haces ahí abajo? ¿Comprar tabaco?

—No, cariño. Es otra cosa. Voy a cantar para ti.

—¿Es una broma?

—No, cariño, no es una broma. Estamos en Venecia. Aquí la gente hace estas cosas. —Hizo un movimiento circular, para señalarnos a Vittorio y a mí, como si nuestra presencia demostrara su argumento.

—Querido, hace un poco de frío aquí fuera.

El señor Gardner dio un profundo suspiro.

—Escúchanos entonces desde dentro de la habitación. Vuelve a la habitación, cariño, ponte cómoda. Deja las ventanas abiertas para oírnos bien.

La mujer lo miró fijamente durante un rato y él le devolvió la mirada, sin que ninguno de los dos abriera la boca. La mujer entró en la habitación y el señor Gardner pareció desilusionarse, aunque la mujer se había limitado a seguir sus indicaciones. Abatió la cabeza con otro suspiro y me di cuenta de que dudaba si seguir adelante. Así que dije:

—Vamos, señor Gardner, manos a la obra. Interpretemos By the Time I Get to Phoenix. —Hice un floreo suave, sin ritmo todavía, el típico rasgueo que lo mismo invita a seguir adelante que a abandonar. Procuré que sonara a cosa americana, bares de carretera tristes, autopistas largas y anchas, y creo que también pensé en mi madre, en cuando yo había entrado en la habitación y la había visto mirando fijamente la carátula de un disco en que había una carretera americana, o quizá fuera el cantante, sentado en un coche americano. Lo que quiero decir es que me esforcé por tocar de un modo que mi madre hubiera reconocido como procedente de aquel mismo mundo, el mundo de la carátula de su disco.

Entonces, sin que me diera cuenta, y antes de coger yo un ritmo estable, el señor Gardner se puso a cantar. De pie en la góndola, su postura era muy inestable y tuve miedo de que en el momento más inesperado perdiera el equilibrio. Pero su voz brotó tal como la recordaba, suave, casi ronca, pero con mucho cuerpo, como si cantara con un micrófono invisible. Y, al igual que los mejores cantantes americanos, cantaba con un rastro de cansancio en la voz, incluso con un punto de titubeo, como si no estuviera acostumbrado a abrir su corazón de aquel modo. Así trabajan los grandes.

Nos enfrascamos en la canción, abundante en desplazamientos y despedidas. Un americano abandona a la mujer con la que está. Sigue pensando en ella mientras recorre ciudades,— una por una, estrofa a estrofa, Phoenix, Albuquerque, Oklahoma, un largo viaje que mi madre nunca pudo emprender. Ojalá pudiéramos alejarnos de las cosas con tanta facilidad; supongo que es lo que mi madre habría pensado. Ojalá pudiéramos alejarnos así de la tristeza.

Al terminar, el señor Gardner dijo:

—Vale, pasemos directamente a la siguiente, I Fall in Love Too Easily.

Como era la primera vez que tocaba con el señor Gardner, tuve que adaptarme a él sobre la marcha, pero nos salió bastante bien. Después de lo que me había contado sobre aquella canción, no aparté los ojos de la ventana en ningún momento, pero no hubo el menor signo de vida de la señora Gardner, ningún movimiento, ningún sonido, nada. Terminamos y quedamos en silencio y rodeados de oscuridad. Un vecino cercano abrió los postigos, quizá para oír mejor. Pero en la ventana de la señora Gardner, nada. Atacamos One for My Baby muy quedos, prácticamente sin ritmo. Y después todo volvió a quedar en silencio. Seguimos mirando la ventana, hasta que por fin, tal vez al cabo de un minuto entero, lo oímos. Apenas se percibía, pero era inconfundible. La señora Gardner sollozaba.

—Lo conseguimos, señor Gardner —exclamé en voz baja—. Lo conseguimos. Hemos llegado a su corazón.

Pero el señor Gardner no parecía complacido. Cabeceó con cansancio, se sentó e hizo una seña a Vittorio.

—Da la vuelta y llévanos al otro lado. Ya es hora de volver.

Nos pusimos en marcha y me pareció que el señor Gardner evitaba mirarme, casi como si se avergonzara de lo que acabábamos de hacer, y empecé a recelar que todo aquel plan había sido una especie de broma malintencionada. Por lo que yo sabía, aquellas canciones estaban cargadas de connotaciones nefastas para la señora Gardner. Dejé la guitarra a un lado y tomé asiento, tal vez un poco mohíno, y así seguimos un rato.

Salimos a un canal más ancho e inmediatamente nos cruzamos con un vaporetto que venía en sentido contrario y cuya estela zarandeó nuestra góndola. Estábamos ya muy cerca de la fachada principal del palazzo del señor Gardner y mientras Vittorio nos acercaba al muelle, dije:

—Señor Gardner, usted ha desempeñado un papel importante en mi educación. Y esta noche ha sido muy especial para mí. Si nos despidiéramos ahora y no volviéramos a vernos, sé que pasaría el resto de mi vida haciéndome preguntas. Le pido, pues, por favor, que me lo aclare, señor Gardner. ¿Lloraba la señora Gardner hace un momento porque se sentía feliz o porque estaba disgustada?

Pensé que no iba a responderme. En aquella semioscuridad, el hombre era simplemente un bulto encorvado en la proa. Pero mientras Vittorio amarraba la góndola, dijo:

—Supongo que le ha gustado oírme cantar así. Pero seguro que estaba disgustada. Los dos lo estamos. Veintisiete años es mucho tiempo y después de este viaje nos separaremos. Es nuestro último viaje juntos.

—Lamento mucho oír eso, señor Gardner —dije en voz baja—. Supongo que muchos matrimonios se terminan, incluso después de veintisiete años. Pero ustedes, por lo menos, son capaces de separarse así. Vacaciones en Venecia. Canciones en góndola. Pocas parejas se separan de un modo tan civilizado.

—¿Y por qué no íbamos a portarnos civilizadamente? Todavía nos queremos. Por eso lloraba. Porque todavía me quiere tanto como yo a ella.

Vittorio estaba ya en el embarcadero, pero el señor Gardner y yo seguimos sentados en la oscuridad. Esperaba que me contara más cosas y, efectivamente, al cabo de un momento prosiguió:

—Como ya le dije, me enamoré de ella en cuanto la vi. Pero ¿me correspondió entonces? Dudo que la pregunta le haya pasado alguna vez por la cabeza. Yo era una estrella y eso era lo único que le importaba. Yo era la materialización de sus sueños, lo que había planeado conquistar en aquel pequeño restaurante. Amarme o no amarme no estaba previsto. Pero veintisiete años de matrimonio pueden engendrar cosas curiosas. Muchas parejas se quieren desde el principio, luego se cansan y terminan odiándose. Pero a veces es al revés. Tardó unos años, pero poco a poco Lindy acabó queriéndome. Al principio no me atrevía a creerlo, pero con el tiempo ya no fue necesario creer. Un ligero roce en mi hombro cuando nos levantábamos de una mesa. Una sonrisa generosa desde el otro lado de la habitación cuando no había nada por lo que sonreír, sólo sus ganas de bromear. Apuesto a que se sintió tan sorprendida como la que más, pero eso es lo que ocurrió. Al cabo de cinco o seis años nos dimos cuenta de que nos sentíamos cómodos juntos. De que nos preocupábamos por nosotros, nos cuidábamos. Como ya he dicho, nos queríamos. Y nos seguimos queriendo.

—No lo entiendo, señor Gardner. ¿Por qué se separan entonces?

Dio otro suspiro de los suyos.

—¿Y cómo quiere entenderlo, amigo mío, siendo de donde es? Pero ha sido amable conmigo esta noche y trataré de explicárselo. La cuestión es que yo ya no soy la figura de primera línea que fui en otra época. Proteste todo lo que quiera, pero en el lugar de donde yo soy es un hecho consumado. Ya no soy una figura de primera línea. Ahora me toca aceptarlo y desaparecer. Vivir de las glorias pasadas. O puedo decir no, aún no estoy acabado. En otras palabras, amigo mío, podría regresar. Muchos lo han hecho, en mi situación y en situaciones peores. Pero los regresos son apuestas arriesgadas. Tienes que estar preparado para hacer muchos cambios y algunos son difíciles. Cambias tu forma de ser. Cambias incluso algunas cosas que amas.

—Señor Gardner, ¿me está diciendo que usted y la señora Gardner tienen que separarse porque usted prepara su regreso?

—Mire a los otros, a esos que vuelven bañados en éxito. Mire a los de mi generación que todavía están en pie. Absolutamente todos han vuelto a casarse. Dos veces, en ocasiones tres. Absolutamente todos tienen una esposa joven del brazo. Lindy y yo estamos a punto de convertirnos en el hazmerreír del público. Además, hay una damisela a la que le he echado el ojo y que me ha echado el ojo a mí. Lindy sabe lo que pasa. Lo sabe desde hace más tiempo que yo, quizá desde la época en que estaba en aquel restaurante, escuchando a Meg. Hemos hablado de esto. Comprende que ha llegado el momento de seguir por caminos separados.

—Sigo sin entenderlo, señor Gardner. El lugar de donde son ustedes no puede ser muy diferente de cualquier otro. Por eso, señor Gardner, por eso, las canciones que ha cantado usted durante todos estos años han tenido sentido para gente de todas partes. Incluso para gente de donde yo vivía. ¿Y qué dicen todas esas canciones? Si dos personas dejan de amarse y se tienen que separar, eso es triste. Pero si siguen queriéndose, deberían estar juntas para siempre. Eso es lo que dicen las canciones.

—Entiendo a qué se refiere, amigo. Y sé que puede parecerle desagradable. Pero las cosas son así. Y escuche, también es por Lindy. Es mejor para ella que hagamos esto ahora. Aún no ha empezado a envejecer. Ya la ha visto, todavía es una mujer hermosa. Necesita escapar, ahora que tiene tiempo. Tiempo para encontrar otro amor, para casarse otra vez. Tiene que escapar antes de que sea demasiado tarde.

No sé qué le habría respondido, porque entonces dijo por sorpresa:

—Su madre. Supongo que no escapó.

Medité aquello y dije con voz tranquila:

—No, señor Gardner. No escapó. No vivió lo suficiente para ver los cambios del país.

—Una lástima. Estoy seguro de que era una mujer estupenda. Si lo que dice es cierto, y mi música le sirvió para sentirse feliz, eso significa mucho para mí. Lástima que no escapara. No quiero que le pase eso a mi Lindy. No señor. A mi Lindy no. Quiero que mi Lindy escape.

La góndola golpeaba suavemente contra el muelle. Vittorio nos llamó en voz baja, alargando la mano, ya los pocos segundos el señor Gardner se puso en pie y bajó. Cuando puse los pies en el embarcadero, con la guitarra —no pensaba mendigar un paseo gratis a Vittorio—, el señor Gardner tenía la billetera en la mano.

Vittorio pareció contento con lo que recibió y, con la delicadeza que caracterizaba a sus expresiones y sus gestos, volvió a su góndola y se alejó por el canal.

Lo vimos desaparecer en la oscuridad y, cuando me di cuenta, el señor Gardner me estaba poniendo un montón de billetes en la mano. Le dije que era demasiado, que al fin y al cabo había sido un gran honor para mí, pero no quiso que le devolviera nada.

—No, no —dijo, agitando la mano delante de su cara, como si quisiera terminar, no sólo con lo del dinero, sino también conmigo, con la noche, quizá con aquella parte de su vida. Echó a andar hacia el palazzo, pero tras dar unos pasos se detuvo y se volvió para mirarme. La calle, el canal, todo estaba ya en silencio y sólo se oía a lo lejos el rumor de una televisión. —Ha tocado bien esta noche, amigo —dijo—. Tiene un sonido delicioso.

—Gracias, señor Gardner. Y usted ha cantado de un modo magnífico. Como siempre.

—Puede que antes de irnos me acerque otra vez por la plaza. A oírle tocar con su grupo.

—Espero que sí, señor Gardner.

Pero no volví a verlo. Meses después, en otoño, me enteré de que se había divorciado de la señora Gardner: un camarero del Florian lo leyó no sé dónde y me lo contó. Me acordé de todo lo que había sucedido aquella noche y volver a pensar en aquello me entristeció un poco. Porque el señor Gardner me había parecido un tipo muy decente, y se mire como se mire, con regreso o sin regreso, siempre será uno de los grandes.

© Kazuo Ishiguro: Crooner (El cantante melódico). En Nocturnes: Five Stories of Music and Nightfall, 2009. Traducción de Antonio Prometeo Moya.

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