—¿Puedo acompañarle?
El hombre de estatura media con ropa corriente y rostro inexpresivo y anónimo levantó la vista hacia Pettigrew, que, vaso de cerveza en mano, estaba de pie frente a él al otro lado de la pequeña mesa del rincón. Pettigrew, alto, guapo y de rasgos perfectamente definidos, tenía un aire resuelto, casi animado, que, en circunstancias distintas, podría haber provocado una respuesta negativa, pero en este caso el otro dijo amigablemente:
—Faltaría más. Por favor, siéntese.
—¿Puedo invitarle a algo?
—No, gracias —dijo el hombre de estatura media señalando el vaso casi lleno que tenía delante. De fondo, el ambiente típico de un bar: el camarero, gente bebiendo sola o en parejas… Nada que llamara la atención.
—No nos conocemos, ¿verdad?
—No que yo recuerde.
—Bien, bien. Me llamo Pettigrew, Daniel R. Pettigrew. ¿Y usted?
—Mason. George Herbert Mason, si quiere el nombre completo.
—Creo que es mejor, ¿no? George… Herbert… Mason. —Pettigrew pronunció las tres palabras como si las estuviera memorizando—. Ahora dígame su número de teléfono.
De nuevo, la actitud exigente de Pettigrew podría haber provocado en Mason una reacción hostil, pero se limitó a decir:
—Lo encontrará usted fácilmente en la guía telefónica.
—No se crea, puede que haya varios con su mismo apellido… No podemos perder tiempo. Por favor.
—Bien, de acuerdo… Al fin y al cabo, es información pública. Dos-tres-dos-cinco…
—Espere, va demasiado rápido. Dos… tres… dos…
—Cinco-cuatro-cinco-cuatro.
—¡Qué golpe de suerte! Debería ser capaz de recordarlo.
—Si tan importante es para usted, ¿por qué no lo escribe?
Como respuesta, Pettigrew le dedicó una sonrisa cómplice que finalmente, al no obtener réplica alguna, acabó por desdibujarse.
—¿No sabe aún que no sirve de nada? De todas formas: dos-tres-dos-cinco-cuatro-cinco-cuatro. Yo también podría darle el mío. Siete…
—No quiero su número, señor Pettigrew —dijo Mason, ya un poco impaciente—, y debo confesar que me arrepiento bastante de haberle dado el mío.
—Pero ¡debe saber mi número!
—Tonterías. No puede obligarme.
—Una frase, entonces. Elijamos una frase para intercambiar por la mañana.
—¿Le importaría decirme a qué viene todo esto?
—Por favor, se nos acaba el tiempo.
—No para de repetir lo mismo. Esto se está volviendo…
—Todo puede cambiar en cualquier momento y puede que yo me encuentre en un lugar completamente distinto, al igual que usted, supongo, aunque no puedo evitar tener dudas con respecto a…
—Señor Pettigrew, o se explica inmediatamente o hago que le echen de aquí.
—De acuerdo —dijo Pettigrew, cuya mirada de decepción se había vuelto más profunda—, aunque me temo que lo que voy a contarle no le hará ningún bien. Mire, cuando empezamos a hablar, pensé que usted debía de ser una persona real, por el modo en que…
—Vaya al grano, por el amor de Dios. ¡Así que no soy una persona real! —exclamó Mason de manera ofensiva.
—Me ha malinterpretado usted, lo he dicho del modo más literal posible.
—Ay, Dios mío. ¿Está usted loco, borracho o qué?
—Nada de eso. Estoy dormido.
—¿Dormido? —La anodina cara de Mason denotaba una incredulidad absoluta.
—Sí. Como le decía, al principio le tomé por otra persona real en la misma situación que yo: profundamente dormido, soñando, consciente de estarlo, y deseoso de intercambiar nombres, números de teléfono y demás datos con el objetivo de ponernos en contacto al día siguiente para confirmar la experiencia compartida. Eso probaría que es posible que las personas se comuniquen a través de sus sueños. Es una lástima que uno casi nunca se dé cuenta de que está soñando: solo he sido capaz de hacer el experimento cuatro o cinco veces en los últimos veinte años, y nunca he tenido éxito. O bien olvido los detalles, o bien descubro que la persona no es real, como en este caso. Pero seguiré…
—Está usted enfermo.
—¡Oh, no! Por supuesto que es posible que exista una persona como usted. Poco probable, no obstante, o habría reconocido usted la situación real inmediatamente, creo, en vez de argumentar en su contra como está haciendo. Como le digo, puede que esté equivocado.
—Bueno, al menos reconoce que puede estarlo. —Mason, más calmado, encendió un cigarrillo con tranquilidad—. No sé mucho de estas cosas, pero si admite que puede estar en un error, tal vez no esté tan mal como parece. Ahora, permítame asegurarle que no he nacido hace cinco minutos dentro de su cabeza. Me llamo, como le he dicho, George Herbert Mason. Tengo cuarenta y seis años, casado, tres hijos, trabajo en el sector del mueble… Mierda, solo darle los detalles de mi vida hasta este momento me llevaría toda la noche, como le pasaría a cualquiera con una memoria media. Acabémonos las bebidas y vayamos a mi casa, y allí podremos…
—Usted no es más que un hombre dentro de mi sueño que dice eso —dijo Pettigrew en voz alta—. Dos-tres-dos-cinco-cuatro-cinco-cuatro. Llamaré a ese número si existe, pero usted no estará al otro lado. Dos-tres-dos-cinco…
—¿Por qué está usted tan nervioso, señor Pettigrew?
—Por lo que va a pasarle a usted en cualquier momento.
—¿Qué…? ¿Me está usted amenazando?
Pettigrew respiraba muy rápido. Su cara finamente dibujada comenzó a difuminarse y el dibujo de su chaqueta de tweed se volvió borroso.
—¡El teléfono! —gritó—. ¡Debe de ser más tarde de lo que pensaba!
—¿Teléfono? —repitió Mason, parpadeando y restregándose los ojos al tiempo que la forma de Pettigrew continuaba cambiando.
—¡El que hay sobre mi mesita de noche! ¡Me estoy despertando!
Mason agarró al otro por el brazo, pero ese brazo había perdido la mayor parte de su contorno, se había convertido en una mancha difusa de luz que ya se estaba desvaneciendo, y cuando Mason miró la mano que lo había agarrado, su propia mano, vio con dificultad que esta, igualmente, ya no tenía dedos, ni palma ni reverso, ni piel, ni nada en absoluto.
Ficha bibliográfica
Autor: Kingsley Amis
Título: La vida de Mason
Título original: Mason’s Life
Publicado en: The Sunday Times, 1972
Traducción: Raquel Vicedo
[Relato completo]