Manuel Rojas: El delincuente

Manuel Rojas

Yo vivo en un conventillo. Es un conventillo que no tiene de extraordinario más que un gran árbol que hay en el fondo de su patio, un árbol corpulento, de tupido y apretado ramaje, en el que se albergan todos los chincoles, diucas y gorriones del barrio; este árbol es para los pájaros una especie de conventillo; es un conventillo dentro de otro. Ignoro si la vida que se desarrolla en ese conventillo de ramas y hojas tiene algún parecido con la que se vive en el mío. Bien pudiera ser. He leído que algunos sabios han encontrado analogías entre la vida de ciertas aves y animales y la de los seres humanos. Si los sabios lo dicen, debe ser verdad. Yo, como soy peluquero, no entiendo de esas cosas.

Bien; a este conventillo, es decir, al mío, se entra por una puerta estrecha y baja, que tiene, como el conventillo, sólo una cosa extraordinaria: es muy chica para un conventillo tan grande. Se abre a un pasadizo largo y obscuro, pasado el cual aparece el gran patio de tierra, en cuyo fondo está el árbol de que le he hablado. Al pie del tronco de este árbol, en la noche, las piadosas viejecitas del conventillo encienden velas en recuerdo de un inquilino que asesinaron ahí un día dieciocho de septiembre. Con palos y latas han hecho una especie de nicho y dentro de él colocan las velas. De ahí se surten de luz los habitantes más pobres del conventillo.

Enfrente de este patio, y a la derecha del pasadizo, hay otro patio, empedrado con pequeñas piedras redondas, de huevo, como se las llama. En el centro hay una llave de agua y una pileta que sirve de lavadero. Alrededor de este último patio están las piezas de los inquilinos, unas cuarenta, metidas en un corredor formado por una veredita de mosaicos rotos y el entablado del corredor del segundo piso, donde están las otras cuarenta piezas del conventillo. A este segundo piso se sube por una escalera de madera con pasamanos de alambre, en los cuales, especialmente los días sábados, los borrachos quedan colgando como piezas de ropa puestas a secar.

Como usted ve, mi conventillo es una pequeña ciudad, una ciudad de gente pobre, entre la cual hay personas de toda índole, oficio y condición, desde mendigos y ladrones hasta policías y obreros. Hay, además, hombres que no trabajan en nada; no son mendigos ni ladrones, ni guardianes ni trabajadores. ¿De qué viven? ¡Quién sabe! Del aire, tal vez. No salen a la calle, no trabajan, no se cambian nunca de casa, en fin, no hacen nada; por no hacer nada ni siquiera se mueren. Vegetan, pegados a la vida agria del conventillo, como el luche y el cochayuyo a las rocas.

Bueno; veo que me he excedido hablándole a usted del conventillo y sus habitantes, cuando en realidad éstos y aquél no tienen nada que ver con lo que quería contarle.

Discúlpeme; es mi-oficio de peluquero el que me hace ser inconstante y variable en la conversación.

Yo vivo en la primera pieza que hay a la entrada del patio, a la salida del pasadizo. Debido a esto, soy el primero que siente a las personas que entran desde la calle. Conozco en el paso a todos los habitantes del conventillo; sé cuándo vienen borrachos y cuándo sin haber bebido, cuándo alegres y cuándo de mal humor, cuándo la jornada ha sido buena y cuándo ha sido mala. De noche, echado en mi cama, los cuento uno a uno. Y la otra noche, día sábado, como a eso de las doce y media, en momentos en que estaba por acostarme, oí las voces de dos personas que discutían a la salida del pasadizo. Me sorprendí, pues no las había sentido entrar y desconocía las voces. Escuché. Una voz era alta y llena, sonora; la otra, delgada, empezaba las palabras y no las terminaba o las terminaba sin que se entendieran.

“¡Ah! —me dije—. He ahí dos compadres, uno más borracho que otro, que han entrado al conventillo equivocadamente y que ahora discuten si éste es o no es el conventillo donde viven.”

Diciéndome estaba estas palabras, cuando uno de los amigotes dio con su cuerpo contra mi puerta y casi la abre hasta atrás. Juzgué prudente intervenir en la discusión y abrí la puerta, saliendo en mangas de camisa al patio. En ese mismo momento un carpintero que vive en el segundo piso, el maestro Sánchez, venía entrando de la calle. Me tranquilicé al verlo venir, y digo me tranquilicé porque la mirada que eché a los dos compadres no me produjo ningún sentimiento de confianza. Debajo del chonchón de parafina que hay a la salida del pasadizo, chonchón que el mayordomo enciende solamente los días sábados, veíase a dos personas, dos hombres; uno muy delgado, con sombrero de paja echado hacia atrás; los ojos azules, pero un azul claro, trémulo, desvanecido, un color de llama de alcohol; la frente muy alta; la nariz larga y delgada, un poco roja en la-punta. La cara, es decir, la nariz y los ojos, era lo único notable en ese individuo. Lo demás iba vestido con un traje obscuro y calzado con unos zapatos largos y puntiagudos. Todo él daba la impresión de una persona que se iba andando de puntillas, con aquellos ojos azules, esa nariz delgada y larga y esos zapatos puntiagudos… iAh!, además llevaba un enorme cuello que parecía no ser de él y una corbata negra con un nudo muy grande. Hablaba con una voz que no tenía nada que ver con su débil aspecto físico, ni con sus ojos ni con su nariz, una voz enérgica, fuerte, constructiva, parecía persuadir…

Este individuo sostenía, haciendo un gran esfuerzo, a su acompañante, que, en contraste con él, daba la impresión de algo que se quedaba, que no se iba a ninguna parte. Más alto que el otro, ancho y derecho de hombros, grueso todo su cuerpo, llevaba un sombrero claro, achatado de copa y de alas cortas; rostro moreno, con bigote negro hacia abajo; camisa sin cuello, traje obscuro, zapatos manchados de cal o de pintura. Toda su persona parecía saturada o llena de algo que no lo dejaba moverse.

Cuando el hombre delgado me vio aparecer, hizo un movimiento como para soltar al otro y marcharse, pero la presencia del maestro Sánchez lo detuvo. Yo seguí examinándolos hasta que el carpintero llegó donde estábamos. Dio una mirada al grupo y preguntó:

—¿Qué pasa, maestro Garrido?

—Lo ignoro; me estaba acostando, sentí discutir a estas dos personas y he salido a ver lo que sucedía. Este señor nos lo dirá.

El hombre de la nariz delgada retrocedió y pareció hundirse en la muralla, al mismo tiempo que el gordo, al ser soltado por su compañero, se dobló violentamente hacia el suelo. Lo sujetamos, enderezándolo. Estaba borracho hasta la idiotez.

—¿Qué pasa? Conteste —dije al hombre delgado.

Se encogió de hombros, sonriendo, y estiró una mano que parecía una ganzúa, larga y fina.

—Nada, pues, señor; ¿qué va a pasar? El maestro que me convidó a su casa, diciéndome que había unas niñas que cantaban, y ahora se está echando para atrás.

El gordo resoplaba ruidosamente, como si el vino ingerido luchara dentro de él con el aire que aspiraba. Lo sacudí por un brazo; enderezó la cabeza, abrió un ojo y haciendo un esfuerzo poderoso buscó dentro de sí algo que no estuviera saturado de alcohol y que le permitiera responder. Por fin, dijo con una voz de falsete:

—Sí, échale no más…

La frase fue más larga, pero no le entendimos más que eso; lo demás se enredó y ahogó entre su bigotazo negro, haciendo un ruido de borboteo.

En ese momento el maestro Sánchez dijo:

—¡Bah! ¿Y esto?

Y acercándose al hombre gordo tomó un pedazo de cadena que pendía de su chaleco.

—¿Y esto? —repitió, mirando al hombre del ojo azul desvanecido.

Este retrocedió un paso más y abriendo los brazos contestó:

—¡Chis! ¿Qué sé yo?

Nos quedamos un instante silenciosos. Yo, francamente, no tengo nervios para soportar esos momentos expectantes que se alargan y me estaba sintiendo molesto.

—¿Qué hacemos? —pregunté al maestro Sánchez.

Le tomaba el parecer nada más que por cortesía y por el interés que demostraba. Al estar solo hubiera procedido de la siguiente manera: habríale dado un puntapié al hombre delgado, diciéndole: “¡Vete, ladrón!” Y otro al gordo, agregando: “¡Ándate, idiota!” Y entrándome al cuarto me habría acostado, quedándome dormido tan ricamente. Pero el maestro Sánchez, que es demócrata, no tiene iniciativas ni ideas propias y prefiere siempre acogerse a lo acostumbrado. Contestó:

—Vamos a buscar un guardián y se los entregaremos. Acompáñeme, maestro…

Estuve tentado de echarlo al diablo, meterme en mi cuarto y cerrar la puerta; pero, no sé si se lo he dicho: soy un hombre tímido; mis iniciativas, al encontrarse en oposición con otras, quedan siempre en proyecto; no sé discutir ni me gusta imponer mis ideas.

—Bueno; espérese…

Entré a mi cuarto, me eché un revólver al bolsillo trasero del pantalón —ignoro por qué motivo hice esto, ya que el arma estaba descargada y tampoco la necesitaría—, me puse el saco, desperté a mi mujer, y después de decirle que iba a salir y que tuviera cuidado con la puerta, me reuní con el maestro Sánchez, quien estaba parado en medio del pasadizo, dominando con su alto y musculoso cuerpo a los dos pobres diablos que allí estaban.

—Vamos, en marcha, y sí intenta arrancarse le daré un puntapié que le va a juntar la nariz con los talones.

Al oír esta terminante declaración, el hombre delgado pareció encogerse. En seguida, malhumorado, tironeó de un brazo al borracho, y éste desprevenido, dio una brusca media vuelta y se fue de punta al suelo. Lo levantamos como quien levanta un barril de vino, mientras gimoteaba, quejándose amargamente de que la policía procediera de ese modo pon él, que era un obrero honrado y trabajador.

¿Para qué voy a contarle, detalle por detalle, paso por paso, el horrible viaje de nosotros tres, el maestro Sánchez, el ladrón y yo, en la noche, en busca de un guardián, empujando a aquel hombre borracho que caía y levantaba, gritando y quejándose como un niño, con aquella voz que parecía no pertenecerle? Teníamos el aspecto de descargadores de mercaderías. Yo tuve que quitarme el paleto; sudaba como un jornalero.

Anduvimos cuatro o cinco cuadras de ese modo, sin encontrar un solo policía. Hubo un momento en que los tres, sentados en el cordón de la vereda, descansando, olvidamos el martirio de nuestra diligencia y conversamos como viejos camaradas, hablando de los inconvenientes de beber hasta ese extremo. El borracho, tirado sobre los adoquines, roncaba plácidamente, como si estuviera durmiendo en su cama.

Eran ya como las dos de la mañana. Quise proponer que dejáramos al borracho sentado en el umbral de una puerta, y los demás nos lanzáramos cada uno a su casa, pero en el momento en que iba a hacerlo, el maestro Sánchez se levantó y dijo:

—Iremos hasta la comisaría…

—¿A qué? —pregunté, distraído; pero en seguida repuse—: ¡Ah, sí!…

Me parecía tan estúpido todo aquello, y tan triste; las calles solitarias, obscuras, llenas de hoyos, con unas aceras deplorables, y los tres cansados, sudorosos, los tres aburridos de aquella faena extraordinaria que nos había tocado. Sentía ira y desprecio contra aquel cuerpo inerte, fofo, tendido entre nosotros, que resoplaba como un fuelle agujereado, inconsciente, feliz tal vez, y que obligaba a tres hombres a andar a esas horas por las calles, llevándolo con tanta delicadeza como si se tratara de un objeto de arte o de un mueble frágil.

La comisaría quedaba a ocho cuadras de distancia. ¡Ocho cuadras! Eso era la fatiga, la angustia, el desmayo… En fin, andando, andando. Levantamos al borracho, que se despertó gritando y protestando que ni en su casa lo dejaran descansar tranquilo. Recurrimos a las buenas palabras.

—Camina, pues, ñatito; ya vamos a llegar.

—Ya, hermanito; váyase, por aquí.

Entre dos lo tomamos de los brazos y otro marchó detrás, sujetándolo por la espalda. Resbalaba, se tumbaba ya a un lado, ya a otro, se echaba hacia atrás, se inclinaba. ¡Dios mío! Eran inútiles las buenas palabras y los cariñosos consejos. De pronto ocurrió algo inaudito: el maestro Sánchez, de ordinario tan paciente y tan constitucional, largó al borracho, echó un tremendo juramento y le soltó un puntapié, gritando:

—¡Camina, animal!

Yo quedé helado. En cambio, el ladrón se puso a reír a gritos. Reía con una risa asnal, estruendosa. Me contagió esa risa y de repente nos encontramos riendo los tres a grandes carcajadas y dándonos, unos a otros, golpecitos en la barriga y en los hombros.

—¡Ja, ja, ja!

Con la risa se nos espantó el cansancio; pero volvió de nuevo cuando reanudamos la marcha con aquella preciosa carga. Nuestro viaje no tenía ya sentido real. Nadie se acordaba de lo sucedido en el conventillo. Allí no había ni ladrones ni hombres honrados. Sólo un borracho y tres víctimas de él.

—¿A dónde me llevan? —preguntó de improviso el ebrio.

—¿A dónde? Al Hotel Savoy, viejo mío —contestó el ratero.

—Sí. Allí te servirán una limonada y en seguida te acostarás en una cama con colchones de pluma —agregó el maestro Sánchez.

Nos sentamos los tres a reír, dejando al borracho afirmado en un farol.

Así marchamos, unas veces silenciosos, otras riendo, pero ya mecánicamente, sin ganas de nada. Nos sentíamos vacíos de todo.

Llegamos por fin a la comisaría. Estaba cerrada. Golpeamos. Se sintieron pasos, alguien abrió una pequeña ventanilla y por ella asomaron un casco y un rostro de guardián. Nos echó una mirada de inspección.

—¿Qué quieren?

¿Qué queríamos? Ninguno supo contestar.

—Abra usted; ya le explicaremos.

Se oyó el descorrer de una barra y la puerta se abrió pesadamente. Apareció un ancho zaguán y más allá de él un patio amplio y obscuro; ruido de cascos de caballos.

—Adelante. ¡Cabo de guardia!

Acudió un hombre alto y moreno.

—Pasen por aquí.

Nos introdujo en un cuarto en el que había un escritorio, delante de éste una barandilla de madera y varias bancas afirmadas en la pared. Una luz en el techo.

—Vamos a ver, ¿qué pasa?

Yo tomé la palabra y conté lo acaecido. Había encontrado a esos dos hombres en tal y cual circunstancia y no sabiendo qué resolver, decidimos venir a la comisaría para que la autoridad tomara conocimiento y resolviera el caso. El cabo guardó silencio; después dijo:

—Mi inspector no está aquí en este momento; ha salido de ronda. Tendrán que esperar un rato.

Después, con voz de trueno, gritó:

—Y vos, siéntate en ese rincón. Tienes cara de pillo. ¿Cómo te llamas?

—Vicente Caballero, mi cabo.

—Caballero… ¡Miren qué trazas de caballero! ¿Has estado preso alguna vez aquí?

—Nunca, señor.

—¡Hum! Eso lo vamos a ver. Espérate que llegue el inspector.

Hizo ademán de retirarse, pero yo lo detuve.

—Dígame, ¿qué hacemos con este hombre?

—¿Con el borracho? Déjenlo ahí sentado que duerma.

Y salió. Sentamos en una de las bancas al borracho, que inmediatamente se tumbó, subió las piernas a la banca y se dispuso a dormir. Procedía Como persona acostumbrada.

Y ahí nos quedamos los otros tres, mirándonos, examinándonos, viéndonos a plena luz por primera vez en esa noche, tomando cada uno la impresión que el otro le producía.

Todo quedó en silencio en la comisaría. Pasó una media hora, marcada minuto a minuto en un gran reloj colgado en la pared. Nadie hablaba; los tres pensábamos en nuestros asuntos, indiferentes al sitio donde nos encontrábamos y al motivo de nuestra estada allí.

Pasó otra media hora. Las tres y media de la mañana. Ya no podía más. Tenía los ojos pesados y el cuerpo todo dolorido. El maestro Sánchez empezó a cabecear. Solamente el ladrón, aquel hombre delgado, de ojo azul, permanecía imperturbable. Parecía acostumbrado a las largas y pacientes esperas y a los amaneceres sin sueño. Sentado, con las espaldas afirmadas en la pared, los brazos cruzados, miraba, parpadeando rápidamente, el reloj, las tablas del techo, las del suelo, la ampolleta eléctrica, parecía contar una y otra vez los barrotes de la ventana que daba a la calle y los travesaños de la barandilla de madera.

El cansancio y el sueño me rendían. Pensé fumar para distraerme y busqué en mis bolsillos el paquete de cigarrillos que siempre guardo en ellos; no los encontré. Con el apresuramiento de la salida se me habían olvidado encima de la mesa de mi cuarto. El ratero, que me vio hacer todos esos movimientos, se incorporó preguntando:

—¿Qué quiere, patrón? ¿Cigarrillos? Aquí tiene.

Se levantó y avanzó hasta donde yo estaba, ofreciéndome sus cigarrillos; pero en ese momento una voz terrible salió de la obscuridad del zaguán y dijo:

—¿Para dónde vas? Siéntate ahí.

Detenido por aquella voz, el hombre quedó inmóvil en medio de la oficina, con el brazo extendido.

—Voy a darle un cigarrillo al caballero —explicó.

—Siéntate ahí, te digo.

Retrocedió el ladrón, aturdido y confuso. Yo quedé silencioso, avergonzado por aquel hecho, doliéndome de que mi calidad de hombre honrado impidiera a otro hombre acercarse a mí y convidarme un cigarrillo.

Patrón, uno procede siempre por estado de ánimo y no por ideas fijas. A veces les tengo rabia a los ladrones; otras, lástima. ¿Por qué los ladrones serán ladrones? Veo que siempre andan pobres, perseguidos, miserables; cuando no están presos andan huyendo; los tratan mal, les pegan, nadie puede estar cerca de ellos sin sentirse deshonrado. Cuando le roban a uno, le da rabia con ellos; cuando los ve sufrir, compasión. Lo mismo pasa con los policías cuando lo amparan y lo defienden a uno, les tiene simpatía y cariño; cuando lo tratan injustamente y con violencia, odio. El ser humano es así, patrón; tiene buenos sentimientos para con el prójimo, pero siempre que ese prójimo no le haga nada.

Así nos quedamos, mirándonos y sonriéndonos con simpatía. Él, entonces, sacó un cigarrillo del paquete y me lo tiró por el aire, y como le hiciese señas de que tampoco tenía con qué encenderlo, hizo lo mismo con una caja de fósforos. Pité, patrón, con ganas, gozando, echando grandes bocanadas de humo, regocijado, agradecido. ¡Aquel ladrón era muy simpático! Tan de buen humor, tan atento con las personas, tan buen compañero. Claro es que si me pillara desprevenido me robaría hasta la madre, y si yo lo pillara robándome le pegaría y lo mandaría preso, pero en aquel momento no era éste el caso. Yo estaba alegre fumando y esa alegría se la debía a él. Lo demás no me importaba.

Las cuatro. Y en el momento en que el reloj las daba, se sintió en la calle el paso de un caballo que se detuvo ante el portón. Abrieron y el caballo avanzó por el zaguán, deteniéndose ante la oficina. Una voz gritó:

—¡Cabo de guardia!

Se sintió correr a un hombre. Yo toqué en el hombro al maestro Sánchez, quien despertó e incorporóse sorprendido, diciendo:

—¡Ah! ¿Qué pasa?

Pero después de mirar hizo un gesto de hombre desilusionado y se sentó de nuevo. El cabo de guardia entró a la oficina y detrás de él el inspector, un joven alto, rubio, muy buen mozo. Se detuvo en medio del cuarto y mientras daba una mirada circular, examinando a todos los que allí estábamos, se quitó el quepis y los guantes. Después avanzó, abrió una puertecilla que había en la baranda de madera y se sentó ante el escritorio.

—Vamos a ver. ¿Qué pasa, señores?

Avancé y recité de nuevo la estúpida letanía: este hombre y aquél, etc. Luego que hube terminado, volví a mi sitio, y el oficial, estirando los brazos, juntó las manos sobre la mesa con un gesto de satisfacción.

—¡Ajá! Muy bien.

El asunto pareció interesarle. Después, sin mirar a nadie y levantando la voz, dijo:

—A ver, vos, ven para acá.

Cualquiera de los tres hombres despiertos que allí estábamos podía ser el llamado; pero el único que se movió fue el ladrón. Avanzó hasta quedar frente al oficial.

—Sácate el sombrero —dijo el oficial con una voz muy suave—. ¿No sabes cómo debes estar en una comisaría?

El infeliz, sacándose el sombrero, murmuró:

—Disculpe, señor…

Y descubrió su cabeza, una cabeza pequeña, calva hasta la mitad, con unos pocos pelos claros atravesados sobre ella; una cabeza humilde y triste.

El oficial le dirigió una mirada aguda, fina, que lo recorrió por entero.

—Tú eres Juan Cáceres —le dijo—. Alias “El Espíritu”, ladrón, especialidad en conventillos y borrachos. ¿No es cierto?

El hombre delgado bajó la cabeza y estuvo un momento silencioso, mirando la copa de su sombrero, como si viera en ella algo que le llamara la atención. Cuando levantó el rostro, su expresión había cambiado. La pequeña y alargada cabeza pareció llenarse de malicia y astucia, y los ojos azules, a la luz del alba que entraba por la ventana, achicados, tenían un tinte más obscuro.

Abrió los brazos y dijo:

—No, señor; yo me llamo Vicente Caballero, clavador de tacos de zapatos; no soy ladrón ni tengo ningún apodo.

—Bueno, eso lo dirás mañana en la Sección de Seguridad. ¿Dónde están el reloj y el pedazo de cadena que le faltan a ese hombre?

—No sé, señor.

—¿No sabes, no?

—No, señor; y para que el señor inspector vea que soy inocente y que no he intentado robar a ese hombre, le pido que ordene su registro. Ustedes me acusan del robo de un reloj, sin saber si ese reloj ha sido robado o no.

—¡Hum! Tú conoces demasiado las leyes para ser un hombre honrado… Cabo de guardia, registre a ese borracho.

El cabo tomó de un hombro al borracho y lo sentó. El hombre gordo, a quien el sueño dormido había espantado bastante la embriaguez, abrió los ojos y preguntó estupefacto:

—¿Qué pasa?

Eran sus primeras palabras conscientes. Hizo ademán de resistirse al registro, pero al ver el uniforme del que lo registraba, se quedó callado, con los brazos abiertos, observando sorprendido todos los movimientos del cabo. Este sacóle del ojal el pedazo de cadena que de allí colgaba y lo depositó en el escritorio. El borracho, al ver el resto de su cadena, dijo:

—¡Bah!

Y se miró el chaleco. En los bolsillos interiores del saco no tenía nada, ni una cartera, ni un papel, ni una caja de fósforos. Por fin, el cabo dijo:

—Aquí hay un reloj.

Y de un bolsillo exterior sacó un reloj negro, de acero, con un trozo de cadena colgando.

El ratero lanzó una exclamación de triunfo:

—¿No ve, señor, no ve? ¿Qué le decía yo?

Pero estas palabras fueron dichas de un modo tan exagerado y con un tono tan falso, que todos los que allí estábamos sentimos esa especie de vergüenza que produce el oír mentir descaradamente a una persona que se sabe que está mintiendo, y que ella misma lo sabe.

Este sentimiento nuestro alcanzó a ser percibido por el ratero. Miró nuestros rostros y viendo que en ellos no había sino compasión y piedad, se encogió de hombros, dejó caer el brazo que había extendido en demanda de aprobación y de ayuda y retirándose a un lado pareció entregarse.

—Cabo de guardia, registre a ese hombre.

El cabo de guardia puso una mano sobre el hombro de aquel pobre diablo y haciendo una pequeña presión sobre él lo hizo girar, y él giró con una condescendencia automática. Había perdido ya toda voluntad propia y el cabo de guardia hizo con él lo que quiso.

—Levanta los brazos.

Levantó los delgados brazos, seguramente tan ágiles y diestros en su oficio, pero en esos momentos tan tiesos como si hubieran estado sostenidos por resortes a los débiles hombros.

—Date vuelta.

A cada orden obedecida, el hombre empequeñecía más, perdiendo ante nuestros ojos, poco a poco, sus últimos restos de dignidad humana.

Una vez registrados todos los bolsillos, el cabo le ordenó nuevamente levantar los brazos, que había dejado caer cansados, e hizo correr sus manos a lo largo del cuerpo del ratero con un suave movimiento palpatorio, deteniéndose debajo de los brazos, hurgando alrededor de la cintura, entre las piernas. Y aquel movimiento recordaba el que hacen las lavanderas al estrujar una gran pieza de ropa, una colcha o una sábana, empezando por una punta, retorciendo, apretujando la tela hinchada de agua, que se estira, enroscándose, hasta reducirse a su mínimo volumen.

Cuando el cabo llegó a los zapatos, preguntó:

—¿Qué es esto?

—La llave de mi cuarto, señor.

—¿Llevas la llave de tu cuarto en los zapatos? Es una ganzúa, mi inspector.

—Colóquela sobre el escritorio.

Puso el cabo sobre la felpa verde del escritorio una ganzúa larga y fina, que brilló a la luz como un pececillo plateado al sol.

Hízose a un lado el cabo y en medio de la oficina sólo quedó Juan Cáceres, alias “El Espíritu”, ladrón, especialidad en borrachos y conventillos. Los mechones de pelo castaño, que detenían en mitad de la cabeza el avance de su calva, habían resbalado hacia abajo y aparecían estirados, pegados por el sudor sobre la alta frente. Los ojos habíanse redondeado y obscurecido, y la nariz, larga y colorada en la punta, avanzaba grotescamente, como pegada con cola a los pómulos demacrados. Con los forros de los bolsillos hacia afuera, el sombrero en la mano, el delgado pescuezo emergiendo del enorme cuello, el esmirriado cuerpo estrujado por las manos duras y hábiles del cabo, aquel ser no era ya ni la sombra del hombre que era cuando veníamos por la calle, alegres o fatigados, empujando a aquel otro hombre, el borracho, que sentado en la banca miraba la escena con ojos asombrados y tenía en el rostro la expresión del que oye narrar un cuento de ladrones y criminales.

El inspector dijo:

—Muy bien, compañero Cáceres, lo hemos pillado sin perros.

Después, dirigiéndose a mí, dijo:

—Pondremos en el parte que este individuo fue sorprendido en momentos en que robaba a otro y que al ser registrado se le encontró encima el reloj de la víctima y una llave ganzúa. Con eso tiene para un rato. ¡Cabo de guardia!

—Mande, señor.

—Sáquele a ese hombre el cuello y la corbata y échelo a un calabozo. Mañana irá con parte al juzgado.

El cabo despojó al ratero de su enorme cuello y su gran corbata negra.

—¡Andando!

Y el hombre del ojo azul desvanecido salió, seguido del cabo, como resbalando en la luz cruda del alba.

Después que el ratero hubo salido, se levantó el borracho y preguntó al oficial:

—Señor, ¿qué piensa hacer de mí?

—Espérate, borracho indecente.

Volvió el cabo.

—A este individuo métalo al calabozo junto con el otro. Le haremos parte por ebriedad y escándalo.

—¡Andando!

Y el hombre gordo fue a reunirse con el hombre flaco.

—Ustedes pueden retirarse, señores…

Salimos silenciosos de la oficina. Un policía, que dormitaba afirmado en el portón del zaguán, al vernos preguntó hacia adentro:

—¿Y estos individuos?

—Déjelos salir; van en libertad —contestó la voz del oficial.

Salimos.

Y después, el regreso en el alba, patrón, el regreso a la casa; cansados, con los rostros pálidos y brillantes de sudor, sin hablar, tropezando en las veredas malas, con la boca seca y amarga, las manos sucias y algo muy triste, pero muy retriste, deshaciéndose por allá dentro, entre el pecho y la espalda.

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Ficha bibliográfica

Autor: Manuel Rojas
Título: El delincuente
Publicado en: La Nación, 1º de mayo de 1927

[Cuento completo]

Manuel Rojas

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