María Esther Vázquez: El Elegido

María Esther Vázquez

Yo volví de la muerte muchas veces
a padecer la vida…

No he podido seguir leyendo. Comprendo —a lo largo de mi vida casi infinita he comprendido muchas cosas— que la imaginación del poeta lo lleve a fantasías como la de esos dos primeros versos del poema; pero yo me pregunto: ¿Puede algún hombre saber o intuir qué se siente cuando se vuelve de la muerte? En realidad, creo que yo mismo ya casi lo he olvidado.

El poema está firmado por alguien cuyo nombre he visto impreso a menudo en este país. Ahora leo únicamente los suplementos ilustrados de los periódicos. Cuando hace unos dos siglos salieron los primeros diarios me parecieron una novedad; leía todo lo que podía, política, editoriales, economía. Después también me cansé de eso y en los últimos cuarenta años, desde que llegué a la Argentina, leo únicamente los suplementos de los domingos; es una costumbre a la que me he obligado a aferrarme y que olvidaré también cuando deba irme de Buenos Aires. Creo que tendré que hacerlo pronto; ya hay demasiada gente que me conoce. Ahora las cosas son más difíciles que antes; policía internacional, pasaportes, telégrafo, radio, aviones.

Retomo el poema: Yo volví de la muerte muchas veces. ¡Qué estupidez! Con volver una es suficiente. Hace años que no pensaba en esas cosas. En la vida que me he hecho ahora, bastante solitaria, a veces por días enteros tengo la ilusión de ser realmente el hijo de un coleccionista de antigüedades, cuya casa y clientes he heredado. Clientes que han envejecido mientras yo conservo mi aspecto de hombre joven y prematuramente agobiado, cansado quizá; también en esto, dicen ellos, soy asombrosamente parecido a mi supuesto padre.

Creo que podré seguir unos años más así, luego desapareceré como siempre.

A veces olvido, me decía, pero cosas cotidianas, la lectura de un poema —por ejemplo— me devuelven a mi condena de siglos. A menudo ocurren hechos más terribles. La semana pasada, sin ir más lejos, mi vecino, que admira algunas de las baratijas que hay en mi casa, me invitó a un concierto. Era una función muy importante —aseguró— y me dejé llevar. En tales reuniones no suele verse nada interesante; claro que las esmirriadas ropas de este siglo no permiten el lucimiento de hombres ni mujeres. La música, en cambio, es más llevadera. En el entreacto mi vecino quiso salir; lo acompañé y, de pronto, la vi; era el mismo rostro de aquella muchacha que conocí en la corte de Lorenzo el Magnífico, cuando Florencia nacía para la belleza y para la gloria. Era un rostro extraño y espléndido. De todos aquellos que pasaron por mi vida recuerdo muy pocos, pero esa mujer me dio tantas felicidades y desdichas que creo tardaré, todavía, mucho en olvidarla. Ante la insistencia de mis miradas, la muchacha volvió los ojos hacia mí, la saludé con una inclinación de cabeza y ella, creyendo reconocerme, sonrió, como la otra, la italiana, a quien amé tanto y cuyo nombre, sin embargo, he perdido.

Después de mis hermanas, de Marta, sobre todo, de una egipcia que compré en Roma y de una galesa que murió en mis brazos, pocas mujeres me impresionaron como aquella italiana, cuyo rostro había vuelto a encontrar. Pero mi italiana, era más joven que esta argentina; tenía poco menos de veinte años cuando su marido la llevó de Florencia. La última noche que pasamos juntos me regaló un espejo de plata. Murió joven; feliz de ella.

El encuentro del teatro me trastornó y esa noche, en la oscuridad de mi cuarto, solo, recordé aquella época y otras más lejanas, remotas ya, y rostros y vidas que amé y odié; y a un hombre al que maté para robarle, en Córdoba, cuando Almanzor era califa; y a aquel Carlos de Inglaterra, que vi morir a manos del verdugo; y mi casa en Palestina; y a mi madre cociendo pan; y los ojos de aquel hombre que me llamó, para mi mayor honra y mi mayor desdicha, su amigo; y la piedra del sepulcro a mis espaldas.

No sé para qué escribo estas cosas. Nada espero de los hombres ni de mí mismo. Me conozco hasta el hartazgo y espero, sin embargo, que aquél, mi amigo, me permita descansar. A veces voy a la iglesia y le hablo. No me oye; he olvidado su lenguaje. Un día, en Santiago de Compostela —aún las torres de la catedral no habían sido levantadas—, me confesé con un padre peregrino; de todos los que me han escuchado, él fue el único que me creyó y me confortó sin pensar que era un poseso. Me aconsejó que buscara la compañía de los hombres, mis hermanos; que no envidiara su suerte mortal y que los amara, si fuera posible, como mi amigo los amó; no, no es posible. No me importa nada de los hombres. Antes, hace mucho, los buscaba en la desesperación, después en el tedio. Estoy cansado, he aprendido lenguas extrañas y las he olvidado; he visto casi todos los cielos del planeta y los he olvidado; he estudiado ciencias y la alquimia y la medicina y las estrellas y sus cambios a través de los tiempos; aprendí la antigua botánica y Emiliano Paladio Rutilio me enseñó agricultura; y conozco todos los animales de la tierra, hasta los insectos más minúsculos; desde la música a la poesía, las artes me cautivaron y he olvidado casi todo; solamente no he podido olvidar aquella terrible hora en que fue sellado mi destino. El tiempo se detuvo para mí, no envejece mi cuerpo, mi rostro conserva aquel color un poco pálido del momento en que me encontró; no hay sol que oscurezca mi piel, ni accidente físico que pueda dañarme, ni cataclismo que me aniquile; debo esperar indefectiblemente el día señalado.

Yo había enfermado después que él dejó mi casa, donde estuvo un tiempo; mis hermanas lo adoraban y yo también. Era noble y alegre, dueño de una alegría total, perfecta y sabia. Miraba con largueza los hombres y las cosas, aun las más ínfimas, y sabía decir maravillosamente, aunque no entendiéramos a veces sus palabras. Fuimos mucho tiempo amigos y a pesar de que nunca lo acompañé en sus viajes, me gustaba estar a su lado y oírlo hablar. Sin embargo, siendo su amigo, me sentía siempre asombrado y casi anonadado frente a él. Me imponían sus maneras, sus gestos; la majestad entera, puedo decir, que se desprendía de su paso cuando andaba, de su reposo cuando dormía, y, sobre todo, del aliento que alcanzaba aquello que lo rodeaba, iluminándolo.

Una noche, como digo, después que él dejó mi casa, se levantó una terrible tormenta. Una de mis hermanas estaba fuera y salí a buscarla. La lluvia y el frío me enfermaron y al día siguiente no pude levantarme. Me postró una fiebre cada vez más alta. Vinieron los doctores, se les dio una arroba de aceite fino y una libra de ungüento de nardo puro —el mejor perfume— a cada uno, pero yo languidecía. Se llamó al sacerdote y cuando ya no pude hablar, ni ver, ni sentir más que la oscuridad y el silencio, me prepararon para morir, y, como yo era el único varón de la casa, mis hermanas hicieron traer del templo un sudario de lino. Una de ellas, en su desesperación, lo mandó llamar con un mensajero que le dio la triste nueva. Su bondad y su sabiduría eran la única esperanza.

Guardo de aquella época el recuerdo que sobrevive a las pesadillas; noches de fiebre, angustia y delirio. Los rostros de mis hermanas sobre mí y las manos frescas en las mías sudorosas. Luego, la noche total; él, aparentemente, llegó tarde. Mis hermanas fueron a recibirlo, cuatro días después cuando entró en la aldea. Llorando se echaron en sus brazos; iban con las cabezas cubiertas con los mantos que estaban, por su duelo, manchados de ceniza. Él también lloró; ¡habían sido tan felices las horas de la clara amistad! Después, no tuvo amigos y yo tampoco. Alzó los ojos al cielo desolado del atardecer y quedó silencioso. Luego, lentamente, recogió su humilde hábito de predicador sin templo y marchó hacia la colina de los sepulcros. Allí se hizo mostrar, por quienes lo acompañaban, el mío. A la vista de la piedra que lo cubría volvieron a sus ojos las lágrimas, pero rehaciéndose, con voz clara y grave, pidió que movieran la piedra. Ante aquello que parecía insensato, algunas voces intentaron una protesta. Frente a su gesto adusto la tumba fue abierta.

El viento, lúgubre rumor, andaba sobre las ramas estrechas de los árboles, y la luna, recién aparecida, desolaba los montes. Elevándose por encima del viento, su voz dijo, tres veces, las necesarias palabras: Lázaro, sal afuera.

Alzado del túmulo, cubierto aún por el sudario y ligadas las manos por el cordón de los muertos, sumiso y ciego, salí a la noche de Betania. Su voz, ahora dulcísima, agregó: Desatadle y dejadle ir. Rescatado de la sombra silenciosa, el aire de la noche parecíame embriagador; no sabía yo qué había pasado por mí y conmigo, pero todo mi cuerpo, agradecido y espléndido, como recién vuelto del amor, latía en la vida.

Esa noche mi hermana lo ungió de nardo; no hubo noche más feliz para mí. Pero ha pasado tanto tiempo. ¡Jesús, príncipe del día! Por qué me abandonaste en esta tierra hostil, que no me deja cambiar ni envejecer; que no me deja morir… Y me pregunto, preguntándote, por qué y para qué yo, Lázaro, fui el elegido y el olvidado.

© María Esther Vázquez: El Elegido. Publicado en Cuentos Argentinos, 1986.

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