En «Luto», cuento publicado en Pelea de gallos (2018), María Fernanda Ampuero relata la cena de dos hermanas, Marta y María, tras la muerte del único hombre de la casa. A medida que comparten vino y pollo, la aparente libertad de la escena contrasta con los oscuros y violentos recuerdos de su pasado familiar. En un ambiente cargado de simbolismo, las hermanas reflexionan sobre el peso del dolor y los abusos sufridos, mientras intentan aferrarse a una intimidad restauradora. Ampuero explora con crudeza las cicatrices de la violencia patriarcal y el poder de la sororidad, entrelazando los ecos del luto con la risa liberadora de una noche estrellada.
Luto
María Fernanda Ampuero
(Cuento completo)
Por primera vez en su vida, Marta se sentó en la cabecera de la mesa e hizo sentar a su hermana, limpia, vestida de lino blanco y ungida con aceites perfumados, a su diestra. Trajo más vino antes de que se acabara el botijo anterior y, sin decir las oraciones, se devoró el pollo, las patas gordas del pollo con su corteza crujiente, acaramelada, sabrosa, que nunca jamás habían sido para ella. Miró a María que parecía una bárbara arrasando con los colmillos pechuga, muslos, rabadilla, y le entró risa floja. La risa del vino y de la libertad. La risa que nada más puede salir de una cabecera de la mesa y de comer la dorada gordura del pollo y de ver a la hermosa María: la boca y las manos sucias y con esas mismas manos grasientas agarrar la copa para beber una gran buchada de vino con la boca llena. Vino. Par de libertinas. Tuvo ganas de decirle a María míranos, míranos, qué poco nosotras, tan llenas de goce, hoy que deberíamos guardar un luto tieso, hoy que la casa debería estar cubierta de liencillo negro. Nos quedamos solas, hermana mía, más que solas: sin un hombre en casa, y tendríamos que estar tiritando como cachorros de perra muerta.
Pero nada dijo. Le sonrió. Y María le devolvió la sonrisa con los dientes cubiertos de trocitos de carne oscura. Se saciaron y siguieron comiendo nada más por ver qué pasaba y ya con los vientres inflados salieron al patio abrazadas por las caderas. La noche estaba estrellada. Las bestias dormían, también la servidumbre. Dormía el mundo entero un sueño ronco, intoxicado. Había comida, había agua, había tierra, había techo. Marta casi pudo olfatear en el aire el mar de las vacaciones, cuando los padres vivían, cuando él no era él, sino uno más: tres niños corriendo por la playa y regresando a cada rato, mira mamá una concha, mira papá un cangrejo. Tiempos buenos, sí, el aire olía a días buenos cuando papá no volvía agrio y azotaba a todo el que se ponía por su camino con una vara de cuero delgadita que abría la piel en silencio, como si nada, hasta que salía la sangre como una sorpresa roja y el dolor aguijoneaba. Empezaba por mamá, seguía por el hermano y por Marta que se las arreglaba por esconder a María de la varilla. Ese papá los convertía en otras personas, en otra familia. Tal vez ni siquiera habría que usar esa palabra sagrada: familia. Los días de papá hediondo, fermentado, ellos se metían debajo de la cama y mamá gritaba y a veces él cambiaba la vara por el látigo y ese sí que avisaba que venía el dolor con un tchas, tchas, tchas en el aire.
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Pelea de gallos
María Fernanda Ampuero
Marta abrazó más a su hermana María, ahora frente a frente, ahora mirándola a su cara de niñita envejecida, tan bella sin embargo, con esos ojos raros, verdes, tan turbadores. Le enjugó las lágrimas con los labios y le dijo que la quería y le dijo también que la perdonara. María sabía a qué se refería. Entonces María, llena de vino y de pollo y de noche libérrima, se quitó el vestido y cerró los ojos y se abrió de brazos para que su hermana la viera entera, desnuda, en cruz. Para que viera lo que es capaz de hacer la gente cuando nada la detiene. Para que entendiera en los tajos en la piel que ante la indefensión triunfa siempre la crueldad. Alguien había escrito con un objeto punzante la palabra zorra en su estómago, alguien había pisoteado su mano derecha hasta convertirla en un colgajo, alguien había mordido sus pezones hasta dejarlos arrancados, guindando de un trocito de piel de sus pechos redondos, alguien le introdujo aperos del campo por el ano dejándole una hemorragia perenne, alguien le produjo un aborto a patadas, alguien, nadie, hizo nada durante esos días que quedó inconsciente y las ratas, con sus dientecitos empeñosos, comenzaron a comérsela por las mejillas, por la nariz, alguien, seguramente su hermano, le dejó la espalda como el mimbre de tantos latigazos. Tchas, tchas, tchas.
E infecciones, llagas, podredumbre, sangre, fracturas, anemias, males venéreos, pústulas, dolor.
Marta se arrodilló ante su hermana. Elevó sus brazos abiertos hacia ella y le susurró diez, treinta, cien veces, nunca más, nunca más, nunca más. Y se arrepintió de estar lozana, de estar virgen, de estar viva. Y lloró y escupió en el suelo y maldijo al hermano. Maldijo la tumba del hermano y su maldito nombre y su maldita verga y su maldito cuerpo que ya estaría empezando a pudrirse. Y abrazada a las rodillas flacas, llenas de apostillas, de su hermana dijo:
—No tengo otro dios que tú, María.
Entonces la puerta trasera se cerró de un golpe y dieron un grito. Carajo, el viento. María se vistió y entraron a la casa, de repente inhóspita y helada como una cueva. Al acercar la vela a la mesa, se dieron cuenta de que esa especie de corteza sobre los restos del pollo eran decenas de cucarachas grandes de color tostado que empezaron a correr por la mesa haciendo un ruido crujiente de hojas secas. Las dos gritaron como si hubieran visto un aparecido. Marta dijo que en esos casos, y solo en esos casos, es cuando se necesita un hombre en la casa y María, que estaba subida a una silla y con las faldas arrebujadas hasta la cintura, empezó a reírse como una posesa y a responder que no, que prefería a las cucarachas, todas las del mundo, a tener a un hombre en casa. Entonces saltó con los dos pies desnudos al suelo y cayó, precisa, un pie sobre cada una, sobre dos cucarachas que se destaparon como una cajita y soltaron un jugo blanquinoso. Marta le decía que se callara, que las iban a escuchar, pero también se reía de que una estupidez como esa las hubiera hecho gritar así y de que su hermana no llevara ropa interior en mitad del comedor y de que no necesitaban a un hombre, menos a ese hombre y, mientras tanto, no paraba de mover las piernas y de sacudirse el vestido por si a algún bicho se le ocurriera trepársele y parecía que estuviera bailando y si alguien las hubiera visto: la una desnuda de cintura para abajo, pura risa, matando cucarachas y la otra bailando como una cualquiera, nunca hubiera pensado que hace apenas cuatro días, cuatro, un hermano, el único hermano, se les murió a esas dos mujeres.
Pero así era.
Llevaba tiempo enfermo, decían que era algún mal que se había traído del desierto. Que se había traído de alguna mujer del desierto, pensaba María, pero jamás lo comentó con su hermana ni con nadie. Ella había visto cosas así: hombres sanos al pie de la tumba en cuestión de meses, con las vergüenzas negras, quemadas como la paja del arroz y delirando sobre el demonio o el sabor dulcísimo de los dátiles de alguna tierra que no existe. María estaba segura de que su hermano había muerto de pecado, pero ¿quién lo creería? Ella era la que arrastraba esa carga, no su hermano, sí, claro, su perfecto hermano: limpio como las aguas del cielo. María era memoriosa. Recordaba el día en el que su hermano la echó de la casa principal y la puso a dormir más allá de los esclavos y de las cuadras, en un establo oscuro, apenas cubierto. Su hermana puta no merecía dormir en lino ni en seda bordada como Marta, la hermana buena, la hermana mística. La puta merecía dormir entre ratas y sobre jergones hediondos. La puta, aliada del maligno, se tocaba entre las piernas y gemía. En eso consistía ser puta: en gustar del gusto. Una vez la vio. Entró a la habitación y encontró a María con la mano entre las piernas. En esta casa no va a haber putas, dijo. Eso fue todo. Esa noche la ató a un abrevadero y bajo las estrellas preciosas le partió la cara a patadas. Cuando Marta salió a pedir piedad, él levantó la mano y le dijo que si daba un paso más la mataría. Te haré lo mismo, le dijo, pero además te mataré. Quien defiende a una puta es una puta, le gritó. Y entonces Marta se quedó arrodillada sobre el polvo del patio viendo a su hermano romper a su hermanita a golpes.
Ahora estaban las dos solas. Marta se había pasado a la habitación del hermano y la suya, exquisita, había quedado para María. Ahora era tiempo de mimarla, de adorarla, de glorificarla. Allá en ese establo la habían violado, a ella, que era virgen, todos los esclavos, incluso los que hasta la semana anterior le decían niña María. Por ahí desfilaban los hombres, jóvenes y ancianos. Allí, sobre ella, nacía y moría la sexualidad del pueblo. Allí la había maltratado y penetrado por el ano y la vagina y torturado él, que se hacía llamar puro, que se hacía llamar hombre de dios, que era querido amigo de aquel, el más santo de los santos, ese que cuando venía a casa levantaba una actividad torrencial y al que María lavaba los pies polvorientos y callosos con perfumes exóticos, divinos, suyos.
Marta lo sabía porque más de una noche lo había seguido y lo había observado todo con los ojos templados de terror. Y después, cuando los cerraba, volvía a verlos otra vez y otra vez y otra vez. Hermano sobre hermana. María como un cuerpo muerto, los ojos cerrados, moviéndose con la inercia del impulso, como un blanco cadáver —una mosca salvaje siempre recorriéndole la boca, los ojos, las fosas nasales— todavía manchado de sangre y él, él mirando para todos lados como un delincuente, caminando bajo la luna de vuelta a la casa mayor, con la verga manchada de esa misma sangre. ¿Tendría la regla María? ¿O es que estaba tan devastada por dentro que ya no había carne sino hemorragia? Ni el cielo ni la tierra volverían a ser iguales. Hermano sobre hermana, como en lo más profundo de las tinieblas.
Eso pasó muchas muchas muchas noches.
El catre donde yacía su hermana —casi muerta, apenas viva— era un muladar de excreciones donde los bichos proliferaban y que para algunos hombres, aunque gratis, aunque fácil, ya resultaba demasiado repulsivo. Un cuerpo putrefacto, desagradable, pestilente. María, la dulce y hermosísima María, la de los ojos como gemas de montañas remotas, hija del mar y del desierto, resultaba ahora asquerosa para el más mugriento de los forasteros. A veces, alguien muy urgido le tiraba un balde de agua por encima y así, mojada, se cuidaba de no tocarla demasiado mientras la penetraba rápido, con violencia, como a una cabra.
Marta no podía cuidar a su hermana. Las paredes tenían ojos y bocas y lenguas parecidas a las de las serpientes. Se lo dirían a él inmediatamente y él le haría lo mismo: pondría a las dos, una al lado de la otra, en el mismo catre, en el mismo infierno. Podía dar una moneda a alguna sirvienta para que llevara un cubo de agua y una esponja y lavara el cuerpo amoratado, gris y sanguinolento de su hermana, pero no era seguro que lo hiciera. Había que tener fe. Fe en la sirvienta. Fe en el esclavo que le llevaría un trozo de pescado y leche y pan. Fe en el guarda que impediría, también por monedas, que siguieran usándola todos los hombres del pueblo. Al menos durante esos días del mes. Al menos durante las fechas santas. Al menos hoy. Fe en el niño que le daría una nota que dijera aguanta, nos iremos de aquí las dos. Pero nada más fe, el más enclenque de los sentimientos. La fe no sirvió, por ejemplo, cuando los visitó el amigo del hermano, el más santo de los santos, y preguntó por María y sus ojos de piedra rara y hubo excusas y volvió a preguntar por María y sus ojos de un verde de otro mundo y el hermano no pudo hacer más que llevarlo al establo inmundo donde la tenía tirada, medio desnuda y manchada de toda excreción, abierta, en una postura más infame que la de un animal destazado y aquel hombre, santísimo de toda santidad, empezó a llorar y a gritar y a preguntar y a agitar al hermano como diciendo nadie podrá perdonarte por lo que aquí hiciste, suéltala ahora mismo, estúpido sádico maldito loco. Pero el hermano nada más dijo ella es pecadora, señor, ella es la más pecadora de las mujeres. Yo la he visto. Goza del pecado carnal, señor. No me lo han dicho. Tuve la desdicha de presenciarlo, señor, es repugnante. Y si la suelto, señor, entonces las otras creerán que eso se puede sin consecuencias, que se puede ser así y no.
Y entonces el hombre, al que María había lavado los pies con su propio pelo, se puso de rodillas, rezó por ella un rato, unos minutos, y entró a la casa a cenar y a beber con los muchachos. Cuando se iba, después de abrazarlo, dijo al hermano: deberías soltarla. La voz sonaba llorosa, tal vez borracha. Y el hermano moviendo mucho la cabeza, mirando hacia abajo, dijo que sí, señor, se hará tu voluntad. Marta salió a su encuentro, se puso de rodillas: por favor. Es la casa de tu hermano, le contestó el santo a Marta, y no puedo imponerme a él, el respeto a un hombre se demuestra en el respeto a su casa, pero ya le he dicho que debe soltarla y rezaré porque así se haga. Debes tener fe, le dijo a Marta, fe, Marta, fe, antes de desaparecer en el desierto.
A Marta esa palabra ya le sabía a mierda en la lengua.
Y María siguió en el establo.
Cuando el hermano enfermó, Marta, a la que todos alababan su entrega, su disponibilidad, sus habilidades, sus guisos, sus ternuras, sus infusiones, se volcó a cuidarlo. Lo alimentaba, limpiaba, medicaba e incluso aplicaba ungüento blanco en sus partes privadas en carne viva. Todo aquello que un observador hubiese podido confundir con cariño, era realizado con un odio profundo. Ante el ojo ajeno, Marta era pura delicadeza, pero a solas lo alimentaba con caldos fríos, gelatinosos, siempre con algo de estiércol fresco, arena o gusanos que recogía en los patios y que metía, cuidándose de que la vean, en una cajita. El momento de la limpieza que realizaba al cuerpo del hermano, que se había convertido en una sola llaga púrpura, sanguinolenta y llena de pus, empezaba siendo tierna, con agua tibia, aceite de coco y esponja marina y, de pronto, sin aviso, sin cambios en la respiración, se volvía feroz. Marta cambiaba la esponja de mar por lana de acero y arrastraba los brazos arriba y abajo como se lija la madera. Finalizaba su pulimento con alcohol de quemar. Era imaginativa, tanto vertía cera caliente en las heridas como alcanfor, ortiga o limón. Después salía de la habitación y se quedaba sentada en una silla al pie de la puerta, con sus manos cruzadas sobre el regazo, piadosas, y los ojos muy cerrados, mientras dentro su hermano se retorcía de dolor y hacía ruidos espantosos, sordos, porque ya no podía gritar: la enfermedad le había arrebatado la lengua y en su lugar le había dejado una especie de papilla rosa que se movía dentro de la boca desdentada con algo de monstruoso y de lascivo.
Cualquiera que hubiera visto a Marta hubiese creído que rezaba por la mejoría de su hermano enfermo, pero estaba rezando porque muriera lento, con el mayor dolor posible.
Un día el hombre murió. No fue fácil ni fue rápido, los estertores horrorosos duraron horas. Estaba sediento y nadie le dio de beber. Marta cerró puertas y ventanas y, como si fuera un espectáculo, se sentó a verlo morir. Lo dejó agonizar en soledad, a pesar de que el hermano estiraba su mano esquelética hacia ella, tal vez pidiendo compañía, contacto. Que pusiera una mano viva, como poner un pajarito, sobre su mano casi muerta, que enjugara sus sudores y que vertiera sobre su frente al menos un par de lágrimas, dos diamantes pequeños, para dárselas a lo que sea que estuviera del otro lado de la muerte. Los agónicos gimen, se agitan, lloran: temen a que todo lo que se ha dicho sobre el cielo y el infierno sea mentira. O que sea verdad.
Cuando el hombre al fin se quedó inmóvil, la boca desencajada y los ojos muy abiertos, como si le hubieran contado algo graciosísimo, Marta se levantó muy despacio, abrió la puerta, recorrió los salones, salió al patio y con toda la teatralidad del mundo se tiró al suelo y chilló y chilló y chilló hasta que vinieron todos los vecinos. Se tapaba la cara con las manos, no había llanto. Estaba iluminada como un astro. María escuchó el grito y el corazón se le paralizó. Luego cerró los ojos, infestados de lagañas, y los volvió a abrir muy despacio como un recién nacido. Y como un recién nacido empezó a berrear llamando a su hermana.
A los cuatro días, cuatro, apareció por el pueblo el amigo, el santo hombre, y entonces Marta tuvo que fingir, decir no, no, no, y llorar su llanto sin lágrimas por el hermano muerto. Si hubieras estado aquí, le dijo porque no se le ocurrió otra cosa. Si hubieras estado aquí. Pero sabía que esas palabras eran tan ridículas como un pésame, como una plegaria. Lo que fue, fue. Lo que es, es. Entonces el amigo, el santo hombre, pidió que lo llevaran al sepulcro y ahí lo dejaron, de rodillas, llamando al muerto como se llama a alguien desde el portal de su casa, como si al otro lado de la piedra quedara todavía alguna vida para escuchar.
Marta se encogió de hombros ante semejante insensatez y volvió a su casa, a la fiesta de su hermana libre, a la vida.
Esa noche, mientras Marta y María cenaban cordero, un golpe en la puerta las sobresaltó. Debe ser el viento. El viento en esta época, tan terrible. Siguieron comiendo hasta que Marta y María al escuchar el gemido de la puerta levantaron la cabeza y vieron que cedía a la presión de una mano. Se abría.
Primero entraron las moscas y enseguida el hermano muerto, rodeado de un olor nauseabundo. Abría y cerraba la boca, como llamándolas por sus nombres, pero ningún sonido, nada más gusanos, salían de su boca desdentada.
FIN
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Pelea de gallos
María Fernanda Ampuero