Mark Twain: La decadencia del arte de mentir

Ensayo para ser leído y discutido en la reunión del Club de Historiadores y Anticuarios de Hartford, propuesto para el premio de treinta dólares.[1]

 

Observen bien, no pretendo insinuar que la costumbre de mentir haya sufrido decadencia o interrupción algunas…, no. Y es que la mentira, en tanto virtud y principio, es eterna; la mentira, en tanto recreación, consuelo y protección en tiempos de necesidad, la Cuarta Gracia, la Décima Masa, la mejor y más fiel amiga del hombre, es inmortal, y no desaparecerá de la faz de la Tierra mientras exista este club.

Mi disertación se refiere únicamente a la decadencia del arte de mentir. Ningún hombre de principios, ninguna persona honrada, puede ser testigo de la forma de mentir torpe y descuidada de la época presente, sin condolerse de ver tan noble arte así prostituido. En presencia de tan nutrido grupo de expertos, lógicamente abordo el tema de modo experimental; soy como una solterona tratando de enseñar puericultura a quienes han sido madres a lo largo de milenios. No quedaría bien que yo les criticara a ustedes, caballeros, pues todos son mayores que yo —y superiores a mí en este asunto— y, por consiguiente, si de vez en cuando les da la impresión de que lo hago, confíen en que, en casi todos los casos, lo hago con espíritu de admiración más que por buscarles los fallos. Es más, si la mentira, la más bella de las bellas artes, hubiera recibido en otras partes la atención, el vigor, la práctica consciente y el desarrollo que han recibido en este club, no necesitaría yo exponer esta queja o derramar lágrima alguna. No lo digo para adularlos sino animado por un espíritu de reconocimiento y apreciación sinceros.

(En este punto había tenido la intención de mencionar nombres y ofrecer algunos ejemplos de determinados arquetipos, pero las señales que percibí a mí alrededor me aconsejaron evitar los detalles y limitarme a las generalidades).

No existe hecho más firmemente establecido que el de considerar la mentira como una necesidad de nuestras circunstancias… Por tanto, la deducción de que se trata de una virtud se da por supuesta. Ninguna virtud puede llegar a su máximo esplendor sin ser cuidadosa y diligentemente cultivada…; de modo que cae por su peso que ésta debería enseñarse en las escuelas públicas, al calor del hogar, y hasta en los periódicos. ¿Qué posibilidades tiene un mentiroso ignorante y poco cultivado al lado de uno competente y educado? ¿Qué posibilidades tengo yo con respecto a Mr. Pe…, un abogado? Lo que el mundo necesita son mentiras juiciosas. A veces pienso que sería mejor y más seguro no mentir en absoluto, que hacerlo con falta de juicio. Una mentira torpe y poco científica suele ser tan poco efectiva como la verdad.

Veamos ahora qué opinan los filósofos. Analicen este venerable proverbio: «Los niños y los tontos siempre dicen la verdad». La deducción es obvia: «Los adultos y los sabios nunca la dicen». Parkman, el historiador, comenta: «El principio de la verdad se puede llevar hasta el absurdo». En otro pasaje del mismo capítulo escribe: «Es viejo el dicho de que no se debe decir la verdad siempre, y aquéllos cuya conciencia enferma se lo impide y los lleva al incumplimiento habitual de la máxima son imbéciles y fastidiosos». Las palabras son fuertes, pero verdaderas. No se podría vivir con alguien que todo el tiempo anduviera diciendo la verdad; pero, afortunadamente, nadie tiene que hacerlo. Alguien que a todas horas dice la verdad es simple y llanamente un ser imposible e inexistente; jamás ha existido.

Hay personas que creen que jamás mienten: pero se equivocan…, y esta ignorancia es uno de los aspectos que nos hacen sentir vergüenza de nuestra mal llamada civilización. Todo el mundo miente, todos los días, a todas horas; despierto, dormido, en sueños, en momentos felices, en su hora de dolor; aunque no mueva la lengua, ni las manos, ni los pies, ni los ojos, con la actitud expresa el engaño…, y lo hace intencionadamente. Incluso en los sermones… Pero basta ya de cantinelas.

En un lejano país, donde viví hace tiempo, las mujeres solían salir a hacer visitas con la noble y humanitaria excusa de dejarse ver, y cuando regresaban a sus casas exclamaban la mar de contentas:

—Visitamos dieciséis casas y en catorce de ellas no había nadie.

Con este comentario no querían expresar que les hubiera parecido mal que las catorce hubieran salido; no, era sólo una manera de querer decir que no estaban en casa… y su modo de decirlo expresaba lo mucho que les había gustado el hecho. Ahora bien, su pretensión de querer ver a las catorce —y a las otras dos con las que habían tenido menos suerte— es la forma de mentira más común y más suave, que se ha descrito muchas veces como desviación de la verdad. ¿Fue justificable? Claro que sí: fue hermosa y fue noble, pues su objetivo no fue obtener beneficios propios sino procurar un placer a las dieciséis personas.

El traficante de verdades empedernido manifestaría con franqueza que no quería ver a esas personas… y sería un necio, pues infligiría un dolor del todo innecesario. Y, además, esas mujeres de aquel remoto país…, pero, no importa, tenían miles de agradables maneras de mentir, producto de sus nobles impulsos, que daban crédito a su inteligencia y honor a sus corazones. ¡Qué importancia tienen los detalles!

Los hombres de aquel alejado país eran, sin excepción, mentirosos. Hasta su saludo era una mentira, ya que a ellos poco les importaba cómo estuviera uno, a no ser que fueran empresarios de pompas fúnebres. Al preguntón normal le daban también una respuesta mentirosa, pues uno no hace un diagnóstico concienzudo de su estado sino que contesta al azar, y por lo general se equivocaba de cabo a rabo. Le mentían al empresario de pompas fúnebres, diciéndole que la salud les estaba flaqueando…, mentira totalmente loable, pues no cuesta nada y complace al otro. Si recibían la visita de un extraño que les interrumpía en sus tareas, pronunciaban con los labios un caluroso: «Encantado de verte» y con el corazón, un más caluroso aún: «Ojalá estuvieras con los caníbales y fuera hora de la cena». Cuando alguien se despedía, se decía con lástima: «¿Ya te tienes que marchar?», seguido por un «Nos vemos pronto», pero no se hacía ningún daño con ello, porque no se engañaba a nadie ni se infligía ofensa alguna, en tanto que la verdad los habría hecho desgraciados a ambos.

Considero que esta forma educada de mentir es un arte amable y fascinante, que debe ser cultivado.

La perfección más elevada de la cortesía no es más que un hermoso edificio, construido, desde la base hasta el techo, con las características venturosas y amables del embuste altruista y caritativo.

Lo que me parece execrable es la incidencia, cada vez mayor, de verdades brutales. Hagamos lo que esté en nuestras manos para erradicarlas. Una verdad injuriosa no vale más que una mentira injuriosa. Ninguna de ellas debe ser pronunciada jamás. El hombre que dice una verdad injuriosa por miedo a perder su alma si hace lo contrario, debería pensar que esa clase de alma, estrictamente hablando, no vale la pena salvarse.

El hombre que dice una mentira para sacar a un pobre diablo de un lío, es aquel del que los ángeles sin duda dicen: «He ahí un alma heroica que arriesga su propio bienestar para socorrer al vecino. Alabado sea este mentiroso que muestra tanta magnanimidad».

Una mentira injuriosa no es digna de encomio; así como tampoco lo es una verdad injuriosa…, hecho reconocido por la ley del libelo.

Entre otras mentiras comunes tenemos la silenciosa: el engaño que se hace simplemente quedándonos callados y ocultando la verdad. Muchos defensores a ultranza de la verdad caen en tal defecto, al imaginarse que no están siendo mentirosos si no dicen expresamente una mentira. En aquel país lejano donde antaño residí, había una persona encantadora, una dama cuyos impulsos eran siempre elevados y puros, y cuyo carácter les hacía honor. Un día en que me hallaba almorzando en su casa, comenté, como de pasada, que todos mentimos. Ella se sorprendió y repuso:

—No todos.

Como esto sucedía en tiempos posteriores al Pinafore, no respondí lo que naturalmente haría, sino que dije con franqueza:

—Sí, todos…, todos somos mentirosos. No hay excepciones.

Aparentando estar muy ofendida, preguntó:

—¿Eso me incluye también a mí?

—Por supuesto —aseveré—. Creo incluso que es usted una experta.

En ese momento exclamó:

—¡Cállese! ¡Los niños! —De modo que cambiamos de tema en consideración a la presencia de los pequeños, y seguimos hablando de otras cosas. Pero tan pronto se retiraron éstos, la dama, muy entusiasmada, retomó el asunto y dijo:

—Tengo por norma de vida no decir nunca una mentira, y jamás me he apartado de ella, ni en una sola ocasión.

Yo le contesté:

—No pretendo herirla o faltarle al respeto en absoluto, pero es imposible haber dicho más mentiras que las que he oído de sus labios desde que estoy aquí. Y me ha ocasionado mucho dolor, porque yo no estoy acostumbrado a eso.

Ella me pidió un ejemplo…, sólo uno. Entonces proseguí:

—Bien, aquí tiene una copia sin cumplimentar de un formulario que el hospital de Oakland le envió a través de una enfermera que vino aquí a cuidar a su querido sobrino durante su grave enfermedad. En este impreso le hacen toda clase de preguntas relacionadas con la conducta de la enfermera: ¿Se durmió alguna vez en su vigilia? ¿En alguna ocasión olvidó darle su medicina?, etc. Le ruegan que sea muy meticulosa y franca en sus respuestas, porque la buena marcha del servicio depende de que las enfermeras sean inhabilitadas o se les castigue por las faltas cometidas. Usted me contó que estaba encantada con esa enfermera, ya que tenía mil cualidades y un solo defecto: que no podía confiar en que arropara a Johnny lo suficiente mientras él esperaba, pasando frío, a que ella le preparara la cama caliente. Usted rellenó el duplicado de este papel y lo devolvió al hospital por medio de la enfermera. ¿Cómo respondió usted a la pregunta?: «¿Fue culpable alguna vez la enfermera de un acto de negligencia que pudiera dar como resultado que el paciente se resfriara?». Vamos, aquí, en California…, todo se resuelve con una apuesta: diez dólares contra diez centavos a que usted mintió cuando contestó esa pregunta.

—¡No la contesté; la dejé completamente en blanco! —repuso ella.

—Eso mismo…, usted dijo una mentira silenciosa; permitió que se dedujera que no había encontrado ningún defecto en lo que a dicha señorita se refería.

—¿Acaso era eso una mentira? ¿Y para qué mencionar su único defecto siendo como era tan competente…? Habría sido cruel —se justificó ella.

Contesté:

—Uno siempre debe mentir cuando puede hacer un bien con la mentira, y su intención fue recta, pero su juicio pobre; es decir, el resultado de una práctica poco inteligente. Pasemos ahora a analizar el resultado de una actitud tan ingenua de su parte. Ya sabe usted que Willie, el hijo de Mr. Jones, está gravemente enfermo de escarlatina. El caso es que su recomendación fue tan entusiasta que esa enfermera está en su casa, cuidándolo, y sus familiares que estaban exhaustos, confiaron en ella y se quedaron profundamente dormidos las últimas catorce horas, dejando a su amado hijo con plena confianza en esas manos fatales, porque usted, al igual que el joven George Washington, tiene reputación de… De modo que si no tiene usted un plan mejor, mañana paso a recogerla para que asistamos juntos al entierro, porque, claro está, supongo que usted sentirá un interés especial en el caso de Willie…; un interés personal, de hecho, por ser la persona que lo ha llevado a la tumba.

Pero antes de que yo llegara a la mitad de mi relato, la mujer se montó en un coche y a treinta millas por hora se dirigió a la mansión de los Jones para salvar lo que quedara de Willie y comunicarles cuanto sabía de la enfermera fatal. Todo lo cual era innecesario, ya que Willie no estaba enfermo. Yo había mentido. Pero, en cualquier caso, aquel mismo día envió unas letras al hospital con las que rellenar la casilla que había dejado en blanco, y aclaró los detalles, además, de la manera más franca y directa.

Bien; como ustedes pueden ver, el problema de esta mujer no estaba en que mintiera, sino en que no lo hiciera de manera cabal. En ese caso debió haber contado la verdad, y haber compensado a la enfermera con un fingido elogio más adelante. Podría haber dicho: «En un aspecto, la enfermera es el non plus ultra de la perfección: cuando está de guardia, jamás ronca». Cualquier mentirijilla amable le habría quitado el veneno a esa complicada pero necesaria formulación de la verdad.

La mentira es universal… Todos mentimos; todos tenemos que hacerlo. Por tanto, lo inteligente es educarnos con esmero para que mintamos de manera juiciosa y considerada; para que mintamos con un buen propósito y no con uno pérfido; para que mintamos en beneficio de los demás y no en el nuestro; para que nuestras mentiras sean balsámicas, caritativas y humanitarias, y no crueles, letales o maliciosas; para que mintamos de manera agradable y simpática, no torpe y estúpida; para que mintamos con decisión, franqueza y desfachatez, con la cabeza alta, sin vacilaciones ni torturas, sin actitudes pusilánimes, como si nos avergonzara el gran deber que tenemos de hacerlo. Sólo así nos desharemos de la verdad hedionda y pestilente que está corroyendo la Tierra; sólo así seremos valiosos, buenos y bellos, habitantes meritorios de un mundo en el que incluso la naturaleza benigna suele mentir, excepto cuando promete mal tiempo. Sólo entonces…, pero no soy más que un humilde aprendiz de este arte gracioso, y no soy quién para instruir a los veteranos miembros de este club.

Hablando en serio, creo que es imprescindible examinar con inteligencia qué tipos de mentiras son las mejores y más saludables, dado que todos tenemos que mentir y que todos mentimos; y qué tipo de mentira es mejor evitar. Considero que esto es algo que, con toda confianza, puedo dejar en manos de este club de expertos, una entidad madura, a la que puede ponérsele el epíteto a este respecto, y sin adulación inmerecida, de «Maestra Emérita».


[1] No acepté el premio.

© Mark Twain: On the decay of the art of lying (La decadencia del arte de mentir). Publicado en The Stolen White Elephant, Etc. (1882). Traducción de Carlota Martín Aparicio.

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