«El cuentista», cuento de Hector Hugh Munro (Saki) publicado en 1914, nos sitúa en una vívida escena en un vagón de tren donde viajan tres niños, su tía y un hombre que el autor describe como un “solterón”. Ante el fracaso de la tía por mantener quietos a los niños, y harto del bullicio infantil, el hombre interviene y les narra una peculiar historia que captará toda la atención de los pequeños.
El cuentista
Saki
(Cuento completo)
Era una tarde calurosa, en el vagón del tren pacía el correspondiente bochorno y la próxima parada sería en Templecombe, a casi una hora de camino. Los ocupantes del coche eran una niñita, otra todavía más pequeña y un niño. Una tía, propiedad de estos niños, ocupaba un puesto de esquina; y en el otro extremo, al frente, había un solterón ajeno al grupo. Pero lo cierto es que las niñitas y el niño ocupaban rotundamente aquel compartimiento. Tanto la tía como los niños eran locuaces de una manera limitada e insistente, que hacía recordar las cortesías de una mosca que se rehúsa a ser disuadida. La mayoría de las observaciones de la tía parecían comenzar con un “¡No!”, y casi todas las de los niños con un “¿Por qué?”. El solterón no decía nada en voz alta.
—¡No, Cyril, no! —exclamó la tía, al ver que el niño empezaba a dar palmadas a los cojines del asiento, levantando una nube de polvo a cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —agregó.
El niño se acercó con desgano a la ventanilla.
—¿Por qué están sacando las ovejas de ese campo? —preguntó.
—Me imagino que las llevan a otro con más hierba —dijo la tía, no muy convincente.
—¡Pero si hay montones de hierba en ese campo! —protestó el niño—. Allá no hay nada más que hierba. Tía, ¡hay montones de hierba en ese campo!
—Tal vez la del otro sea mejor —sugirió la tía, tontamente.
—¿Por qué es mejor? —fue la instantánea e inevitable pregunta.
—¡Oh, mira las vacas! —exclamó la tía.
En casi todos los campos a lo largo de la carrilera había vacas o novillos, pero había hablado como si señalara una rareza.
—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —insistió Cyril.
El ceño fruncido del solterón empezó a volverse mirada amenazante. «Un tipo duro y antipático», juzgó la tía para sí. En cuanto a ella, era totalmente incapaz de alcanzar una conclusión satisfactoria acerca de la hierba del otro campo.
La más pequeña de las niñas creó una distracción cuando empezó a cantar On the road to Mandalay. Tan sólo se sabía el primer verso, pero daba a aquel conocimiento limitado el más amplio uso posible. Lo repetía una y otra vez, con voz soñolienta pero resuelta y muy audible. Al solterón se le hizo como si alguien hubiera apostado con ella a que no era capaz de repetir dos mil veces ese verso en voz alta y sin parar. Quienquiera que hubiera hecho la apuesta corría el riesgo de perderla.
—Vengan acá y escuchen este cuento —dijo la tía, cuando el solterón le hubo clavado la mirada dos veces a ella y una vez al cordón de alarma.
Los niños se arrimaron apáticos al extremo que ocupaba la tía en el vagón. Era claro que no tenían muy en alto su reputación de narradora.
En voz baja y confidencial, interrumpida a ratos por las sonoras e impertinentes preguntas de sus escuchas, empezó un cuento tímido y deplorablemente insípido sobre una niñita buena que hacía amistad con todo el mundo debido a su bondad y que al final fue rescatada del ataque de un toro enfurecido por un grupo de personas que admiraban sus dotes morales.
—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —inquirió la mayor de las niñas.
Esa era precisamente la pregunta que el solterón habría querido formularle.
—Bueno, sí —admitió la tía, no muy persuasiva—; pero no creo que hubieran corrido tan rápido a ayudarla si no les hubiera agradado tanto.
—Es el cuento más estúpido que he oído en mi vida —dijo la niñita mayor, con absoluta convicción.
—No le puse atención después del principio, de lo estúpido que era —dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario pobre el cuento, pero hacía rato había iniciado una repetición susurrada del verso preferido.
—No parece tener mucho éxito contando cuentos —dijo de pronto el solterón desde su esquina.
La tía se erizó de inmediato, a la defensiva contra este ataque inesperado.
—Es muy difícil inventar historias que los niños puedan entender y apreciar al mismo tiempo —dijo, con tiesura.
—No estoy de acuerdo —replicó el solterón.
—Quizás a usted le gustaría contarles uno —le contestó la tía.
—Cuéntenos un cuento —exigió la mayor de las niñas.
—Érase una vez —comenzó el solterón— una niñita llamada Bertha, extraordinariamente buena.
El interés de los niños, que se había despertado por un momento, se vino al suelo de inmediato. Todos los cuentos eran terriblemente parecidos, sin importar quién los contara.
—Hacía todo lo que le ordenaban, siempre decía la verdad, mantenía limpia la ropa que llevaba, comía postres de leche como si fueran tartas de mermelada, se aprendía las lecciones a la perfección y tenía buenos modales.
—¿Era bonita? —preguntó la niña mayor.
—No tanto como ustedes —dijo el solterón—; pero era horriblemente buena.
Hubo una reacción general a favor del cuento. La palabra horrible conectada a la palabra buena era una novedad loable de por sí. Parecía haber en ello un dejo de verdad, ausente en los cuentos infantiles que la tía inventaba.
—Era tan buena —prosiguió el solterón—, que ganó varias medallas a la bondad que a todas horas llevaba prendidas al vestido. Llevaba una a la obediencia, otra a la puntualidad y una tercera al buen comportamiento. Eran unos medallones de metal que producían un tintineo cuando entrechocaban al andar la niñita. Ningún otro niño del pueblo donde vivía tenía tres medallas, así que todo el mundo sabía que tenía que ser una niña extraordinariamente buena.
—Horriblemente buena —corrigió Cyril.
—Todo el mundo hablaba de lo buena que era, hasta que su fama llegó a oídos del príncipe de aquel país, quien dijo que, puesto que era tan buena, tendría permiso de pasearse una vez por semana por su parque, que quedaba en las afueras de la población. Era un hermoso parque y no se permitía jamás la entrada de ningún niño, de modo que era un gran honor para Bertha tener permiso de entrar allí.
—¿Había ovejas en el parque? —preguntó Cyril.
—No —dijo el solterón—, no había ovejas.
—¿Y por qué no? —fue la inevitable pregunta suscitada por aquella respuesta.
La tía se dio el gusto de esbozar una sonrisa que casi era una mueca.
—No había ovejas en el parque —dijo el solterón— porque la madre del príncipe había soñado una vez que a su hijo lo iba a matar una oveja, o un reloj que le caería encima. Por esa razón el príncipe no tenía ni una oveja en su parque ni un reloj en su palacio.
La tía reprimió un resuello de admiración.
—¿Y al príncipe sí lo mató una oveja o un reloj? —preguntó Cyril.
—Sigue vivo, así que no sabemos si el sueño se va a cumplir —dijo el solterón sin inmutarse—. En todo caso, no había ovejas en el parque pero había montones de cerditos que corrían por todos lados.
—¿De qué color eran?
—Negros con caras blancas, blancos con manchas negras, negros del todo, blancos con motas grises y algunos blancos por completo.
El narrador hizo una pausa para dejar que la imaginación de los pequeños se formara una idea de los tesoros de aquel parque, y luego prosiguió:
—Bertha se llevó una decepción al descubrir que no había flores en el parque. Les había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no cortaría ninguna de las flores del amable príncipe, y tenia la intención de cumplir su promesa, así que por supuesto se sintió como una tonta al encontrarse con que no había flores que cortar.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerditos se las habían comido todas —dijo enseguida el solterón—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no se podía tener juntos flores y cerditos, así que él decidió tener los cerdos y quedarse sin flores.
Sonó un murmullo de aprobación por el excelente criterio del príncipe. Era mucha la gente que habría decidido lo contrario.
—Había muchas otras cosas encantadoras en el parque. Había estanques con pececitos verdes, azules y dorados, y árboles con lindas loras que respondían cosas graciosas en un santiamén, y colibríes que al zumbar tocaban las tonadas más populares del momento. Bertha iba de un lado para otro y se divertía como loca, mientras pensaba: «Si yo no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este hermoso parque a disfrutar de todo lo que hay para ver aquí», y con sus pasos las tres medallas tintineaban al entrechocar y le ayudaban a recordar lo muy buena que era en realidad. En ese preciso instante un lobo enorme se escabulló en el parque, a ver si podía atrapar un gordo chanchito para la cena.
—¿De qué color era? —preguntaron los niños, habiéndose avivado de inmediato su interés.
—Todo café, con una lengua negra y ojos grises claros que soltaban destellos de una crueldad atroz. Lo primero que vio allí fue a Bertha. Su delantal era tan inmaculadamente blanco que se podía divisar desde muy lejos. Bertha vio al lobo y vio que se arrastraba hacia ella, y empezó a desear que jamás le hubieran permitido entrar a ese parque. Echó a correr tan rápido como pudo y el lobo la persiguió dando saltos enormes. Ella alcanzó a llegar a un matorral de mirtos y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo empezó a olfatear las ramas, con la lengua negra colgándole del hocico y los ojos grises relumbrando de furia. Bertha estaba asustadísima, y pensó para sí: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena, en este momento estaría a salvo en el pueblo». Con todo, el olor de los mirtos era tan fuerte que el lobo no podía detectar dónde se escondía Bertha, y los arbustos eran tan tupidos que se habría podido quedar rondándolos durante mucho tiempo sin descubrirla, así que decidió más bien salir en busca de un cerdito. Bertha se puso a temblar mucho cuando sintió que el lobo olía y resollaba tan cerquita de ella; y al temblar hizo que la medalla de obediencia chocara con las de buena conducta y puntualidad. El lobo estaba a punto de marcharse cuando oyó el tintineo de las medallas, y aguzó las orejas. Volvieron a sonar en un arbusto junto a él. De un salto se metió al arbusto, con los ojos grises brillantes de crueldad y de victoria. Arrastró a Bertha afuera y se la devoró hasta el último bocado. Solo quedaron los zapatos, pedacitos de ropa y las tres medallas ganadas por ser buena.
—¿Y mató algún cerdito?
—No, todos escaparon.
—El cuento empezó mal —dijo la menor de las niñas—, pero el final fue lindo.
—Es el cuento más lindo que he oído —sentenció la mayorcita, con suma decisión.
—Es el único cuento bonito que he oído —dijo Cyril.
La tía emitió una opinión disconforme:
—¡Qué cuento más impropio para contarles a los niños! Usted acaba de minar los resultados de años de enseñanza cuidadosa.
—Sea como fuere —dijo el solterón, mientras recogía sus pertenencias antes de abandonar el coche—, los tuve quietos durante diez minutos, lo cual es más de lo que usted pudo.
«¡Pobre mujer! —se dijo para sí mientras recorría el andén de la estación de Templecombe—. Durante los próximos seis meses esos niños la van a abochornar en público pidiéndole que les cuente un cuento impropio.»