Saki: La reticencia de lady Anne

Egbert entró en el gabinete, espacioso y sucintamente iluminado, con el aire de un hombre que no está seguro de si se adentra en un palomar o en una fábrica de bombas y se halla preparado para ambas eventualidades. El insignificante altercado doméstico habido ante la mesa del almuerzo habíase disputado sin llegar a término definitivo y el problema era saber hasta qué punto lady Anne se hallaba en disposición de reiniciar o cesar las hostilidades. Su postura en el sofá, junto a la mesa del té, era de una rigidez un tanto artificiosa; en la penumbra de un atardecer de diciembre los quevedos de Egbert no le eran materialmente de gran utilidad para distinguir la expresión de su rostro.

En un intento por romper cualquier hielo que pudiera flotar en la superficie formuló una observación acerca de una tenue luz litúrgica. Lady Anne o él mismo solían hacer esta observación entre las 4.30 y las 6 de las tardes de invierno o de fines de otoño; formaba parte de su vida conyugal. No existía una réplica establecida para ella y lady Anne no dio ninguna. Don Tarquinio estaba tumbado sobre la alfombra, al amor de la chimenea, con una soberbia indiferencia ante el posible malhumor de lady Anne. Su pedigree era tan intachablemente persa como el de la alfombra y su piloso collarín entraba en la gloria de su segundo invierno. El joven criado, que tenía tendencias renacentistas, le había acristianado como Don Tarquinio. Abandonados a sí mismos, Egbert y lady Anne infaliblemente le habrían puesto Fluff, pero no eran obstinados.

Egbert se sirvió un poco de té. Como no había la menor traza de que el silencio se rompiera a iniciativa de lady Anne, se armó de valor para realizar otro yermáqueo esfuerzo[1].

—La observación que hice durante el almuerzo tenía una intención puramente académica —anunció—; pareces atribuirle una significación innecesariamente personal.

Lady Anne mantuvo su defensiva barrera de silencio. Displicentemente, el pinzón real colmó el intervalo con un aire de Ifigenia en Táuride. Egbert lo reconoció inmediatamente, ya que era el único aire que silbaba el pinzón y había llegado a sus manos con la reputación de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne hubieran preferido algo de The Yeoman of the Guard[2], que era su ópera favorita. En materia de arte tenían un gusto similar. Ambos se inclinaban por lo sincero y explícito en arte; un cuadro, por ejemplo, que lo dijera todo por sí mismo, con la generosa ayuda de su título. Un corcel de guerra sin jinete, con el arnés en evidente estrago que irrumpe dando tumbos por un patio lleno de pálidas y desfallecientes mujeres y con la anotación, al margen, de “Malas noticias”, sugería a sus mentes una meridiana interpretación de catástrofe militar. Les permitía apreciar lo que se trataba de transmitir y explicárselo a sus amigos de inteligencia más obtusa.

El silencio se prolongaba. Por regla general, el enojo de lady Anne se tornaba articulado y acentuadamente voluble al cabo de cuatro minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de la leche y vertió parte de su contenido en el platillo de Don Tarquinio; como el platillo ya estaba lleno hasta los bordes el resultado fue un patético rebosamiento. Don Tarquinio lo contempló con un sorprendido interés que se desvaneció en una artificiosa impasibilidad cuando fue requerido por Egbert para acercarse y engullir parte de la sustancia derramada. Don Tarquinio estaba preparado para desempeñar muchos papeles en la vida pero el de aspiradora en la limpieza de alfombras no era uno de ellos.

—¿No crees que nos estamos portando como unos tontos? —dijo Egbert jovialmente.

Si lady Anne lo creía así no lo dijo.

—Me atrevo a decir que en parte la culpa ha sido mía —prosiguió Egbert con una jovialidad que se evaporaba—. Después de todo, tan sólo soy humano, tú lo sabes. Pareces olvidar que tan sólo soy humano.

Insistía sobre este punto como si hubiera habido infundadas insinuaciones de que en su conformación había rasgos satíricos, con apéndices caprinos allí donde lo humano terminaba. El pinzón real comenzó de nuevo su aire de Ifigenia en Táuride. Egbert empezó a sentirse deprimido. Lady Anne no se tomaba su té. Tal vez se sintiera indispuesta. Sin embargo, cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reticente al respecto. “Nadie sabe lo que sufro a causa de la indigestión”, era una de sus aseveraciones favoritas; pero la falta de conocimiento sólo podía deberse a una defectuosa audición; el montante de la información disponible sobre el tema habría proporcionado material suficiente para una monografía. Evidentemente lady Anne no se sentía indispuesta.

Egbert empezó a considerar que estaba siendo tratado de un modo poco razonable; naturalmente, empezó a hacer concesiones.

—Me atrevo a decir —observó, adoptando una posición sobre la alfombra situada ante la chimenea tan centrada como logró persuadir a Don Tarquinio que le permitiese—, que se me puede censurar. Estoy dispuesto, si con ello puedo restablecer las cosas en una situación más feliz, a intentar enmendarme.

Se preguntaba vagamente cómo sería posible tal cosa. Las tentaciones se le presentaban, en su madurez, de forma esporádica y no muy acuciantes, como un desmañado aprendiz de carnicero que pide un regalo navideño en febrero sin una razón más halagüeña que el no haberlo recibido en diciembre. No tenía más intención de sucumbir a aquéllas que de comprar los cubiertos de pescado o las estolas de piel que las señoras se veían obligadas a sacrificar por medio de las columnas de anuncios a lo largo de los doce meses del año. Sin embargo, había algo de impresionante en esta renuncia no solicitada a unos excesos posiblemente latentes.

Lady Anne no dio la menor muestra de estar impresionada.

Egbert la miró nerviosamente a través de sus lentes. Llevar la peor parte en una controversia con ella no era una experiencia nueva. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.

—Iré a vestirme para la cena —anunció con una voz en la que intentó deslizar un cierto deje de severidad.

Ya en la puerta, un postrer acceso de debilidad le impulsó a hacer una ulterior apelación.

—¿No estaremos siendo muy tontos?

—Un memo —fue el comentario mental de Don Tarquinio al cerrarse la puerta tras la retirada de Egbert. Luego, alzó al aire sus aterciopeladas garras delanteras y brincó con agilidad a una estantería situada justamente debajo de la jaula del pinzón real. Era la primera vez que parecía advertir la existencia del pájaro, pero desplegaba un plan de acción preconcebido, con la precisión de una madura deliberación. El pinzón real, que se imaginaba a sí mismo como algo parecido a un déspota, súbitamente se confinó en una tercera parte de su radio de acción normal para sumirse luego en un desvalido aleteo y en un estridente piar. Había costado veintisiete chelines, jaula aparte, pero lady Anne no hizo el menor gesto de ir a intervenir. Llevaba muerta dos horas.


[1] A Yermak effort, en el original. Saki era un gran conocedor de la historia de Rusia, sobre el origen de cuyo imperio asiático escribió un libro. De aquí esta pedantesca y pintoresca referencia. Yermak Timofeyevich fue el jefe cosaco que en el siglo XVI comandó las avanzadillas de la penetración rusa en Siberia y consiguió algunas victorias parciales gracias a que sus hombres portaban armas de fuego, algo nunca visto por los tártaros armados de flechas que se les enfrentaron. Murió ahogado en el río Irtysh en agosto de 1584, durante una retirada ante las tribus locales, a causa del peso de la cota de malla que vestía, regalo del zar Iván IV. La expresión de Saki, obviamente irónica, podría tener su equivalente en nuestro “hercúleo” esfuerzo; de ahí el adjetivo con el que doy cuenta de ella. (N. del T.)

[2] Famosa opereta sentimental y patriotera de Gilbert y Sullivan, muy popular entre los ingleses y especialmente los londinenses (su acción transcurre en la Torre de Londres). (N. del T.)

Ficha bibliográfica

Autor: Saki (Hector Hugh Munro)
Título: La reticencia de lady Anne
Título original: The Reticence of Lady Anne
Publicado en: Reginald in Russia and Other Sketches (1910)
Traducción: Jesús Cabanillas

[Relato completo]

Saki (Hector Hugh Munro)
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