«Vera», cuento de Auguste Villiers de L’Isle-Adam, es un relato que explora la intensidad del amor y el duelo. La historia nos traslada a París, a la mansión del conde d’Athol, quien tras la muerte de su esposa se sumerge en un profundo estado de alteración emocional que le impide asumir la realidad. El conde decide despedir a todos los trabajadores de su hogar y quedarse sólo con un fiel ayudante, a quien obliga a comportarse como si su esposa aún viviera. La historia se adentra en la lucha interna del conde entre la realidad y la ilusión, mostrando cómo su amor trasciende los confines de la vida y la muerte.
Vera
Auguste Villiers de L’Isle-Adam
(Cuento completo)
A la señora condesa d’Osmoy.
«La forma del cuerpo es más esencial que su sustancia.»
La Fisiología moderna
El Amor es más fuerte que la Muerte, ha dicho Salomón: sí, su misterioso poder es ilimitado.
Caía una tarde de otoño en París, en estos últimos años. Los carruajes rezagados del Bosque, iluminados ya, rodaban hacia el sombrío barrio de Saint-Germain. Uno de ellos se detuvo ante la puerta de un amplio hotel señorial, rodeado de jardines seculares; la cintra estaba coronada por un escudo de piedra con las armas de la antigua familia de los condes d’Athol, a saber, una estrella de plata en campo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona protegida por principesca funda de armiño. Los pesados batientes se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, de luto, con el rostro mortalmente pálido, descendió del vehículo.
Sobre la escalinata, taciturnos sirvientes portaban antorchas. Sin verlos, salvó las gradas y entró. Era el conde d’Athol.
Vacilante, subió los blancos escalones que conducían a la habitación donde, esa misma mañana, había depositado en un féretro forrado de terciopelo, envuelta en violetas y ondas de batista, a su dama de voluptuosidad, a Vera, su pálida esposa, su desesperación.
Arriba, la suave puerta giró sobre la alfombra; d’Athol descorrió las cortinas.
Todos los objetos estaban en el lugar donde la condesa los había dejado la víspera. La Muerte la había golpeado súbitamente. La pasada noche, su bien amada se había desvanecido en goces tan profundos, se había perdido en abrazos tan exquisitos, que su corazón, roto de delicias, había desfallecido: sus labios se habían bruscamente mojado de púrpura mortal. Apenas había tenido tiempo de dar a su esposo un beso de despedida, sonriendo, sin una palabra; después sus largas pestañas, como crespones fúnebres, descendieron sobre la bella noche de sus ojos.
El día sin nombre había pasado.
Hacia el mediodía, el conde d’Athol, tras la espantosa ceremonia en el panteón familiar, despidió en el cementerio a la enlutada escolta. Luego, encerrándose solo con la sepultada entre los cuatro muros de mármol, tiró tras sí de la puerta de hierro del mausoleo. Ardía incienso sobre un trípode, delante del féretro; una luminosa corona de velas constelaba la cabellera de la joven difunta.
Él, de pie, soñador, con el único sentimiento de una ternura sin esperanza, había permanecido allí todo el día. Hacia las seis, con el crepúsculo, salió del sagrado lugar. Al cerrar el sepulcro, había sacado de la cerradura la llave de plata y, alzándose sobre el último escalón del umbral, la había arrojado suavemente al interior de la tumba. La había lanzado sobre las losas interiores, por el arco trilobulado que remataba el pórtico. ¿Por qué lo hizo? Movido, seguramente, por alguna misteriosa resolución de no volver jamás. Y ahora contemplaba la habitación viuda.
La ventana, bajo las amplias colgaduras de cachemira malva recamadas de oro, estaba abierta. Un último rayo de tarde iluminaba, dentro del marco de madera antigua, el gran retrato de la muerta. El conde miró en torno suyo la ropa arrojada, la víspera, sobre un sillón; en la chimenea, las alhajas, el collar de perlas, el abanico a medio cerrar, los pesados frascos de perfumes que Ella no volvería a aspirar. Sobre el lecho de ébano, con columnas salomónicas, que había quedado deshecho, junto a la almohada en que la huella de la cabeza adorada y divina era aún visible entre los encajes, advirtió el pañuelo enrojecido con gotas de sangre donde su joven alma había aleteado por un instante; el piano abierto, sosteniendo una melodía para siempre inacabada; las flores indias recogidas por ella en el invernadero, muriendo sobre viejos jarrones de Sajonia; y, al pie del lecho, sobre una piel negra, las pequeñas chinelas de terciopelo oriental en las que brillaba, bordada en perlas, la risueña divisa de Vera: Quien ve a Vera la ama. ¡Los pies desnudos de la bien amada juguetearon en ellas ayer mismo, besados a cada paso por la pluma de cisne! Y allí, allí en la sombra, el reloj, cuyo resorte había roto para que no tocara otras horas.
¡Se había ido! ¿A dónde?… ¿Vivir ahora? ¿Para qué?… Era imposible, absurdo.
Y el conde se abismaba en pensamientos desconocidos.
Ensoñaba toda la existencia pasada. Seis meses habían transcurrido desde la boda. ¿No fue en el extranjero, en un baile de embajada, donde la había visto por primera vez?… Sí. Aquel instante resucitaba nítidamente ante sus ojos. Ella se le aparecía allí, radiante. Aquella noche sus miradas se habían encontrado. Se habían reconocido íntimamente como de naturaleza semejante y hechos para un amor eterno.
Las falaces conversaciones, las sonrisas que observan, las insinuaciones, todas las dificultades que el mundo suscita para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen, se habían desvanecido ante la tranquila certeza que tuvieron el uno del otro en el preciso instante de verse.
Vera, cansada de los insulsos galanteos de sus admiradores, había ido a su encuentro a la primera oportunidad, simplificando así de augusta manera los trámites banales en que se pierde el tiempo precioso de la vida.
A las primeras palabras, las vanas apreciaciones de los indiferentes se les antojaron un vuelo de pájaros nocturnos entrando en las tinieblas. ¡Qué sonrisas cambiaron! ¡Qué inefables abrazos!
Sin embargo, su naturaleza era en verdad de las más extrañas. Eran dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente terrestres. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una intensidad inquietante. Se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. Por contra, ciertas ideas, la del alma, por ejemplo, la del infinito, la de Dios mismo, estaban como veladas para su entendimiento. La fe de un gran número de seres vivientes en las cosas sobrenaturales no era para ellos sino un tema de vagos asombros: carta sellada de la que no se preocupaban, no teniendo calidad para condenar o justificar. Así, reconociendo que el mundo les era extraño, se habían aislado, inmediatamente después de su unión, en ese viejo y sombrío hotel, donde el espesor de los jardines amortiguaba los ruidos del exterior.
Allí, los dos amantes se sepultaron en el océano de esos goces lánguidos y perversos en los que el espíritu se mezcla a la carne misteriosa. Agotaron la violencia de los deseos, los estremecimientos y las ternuras locas. Confundieron mutuamente la palpitación de sus seres. En ellos el espíritu penetraba de tal modo en el cuerpo que sus formas les parecían intelectuales y los besos, como mallas ardientes, los encadenaban en una fusión ideal. ¡Qué largo desmayo! De repente, se rompía el encanto; el terrible accidente los desunía; sus brazos se habían desenlazado. ¿Qué sombra le había arrebatado a su querida muerta? ¡Muerta no! ¿Es que el alma de los violoncelos desaparece con el chasquido de una cuerda al romperse?
Pasaron las horas.
Miraba por la ventana cómo la noche avanzaba por el cielo. Y la Noche le parecía personal; se le antojaba una reina marchando, con melancolía, al exilio, y el broche de diamantes de su túnica de duelo, Venus, sola, brillaba por encima de los árboles, perdida en el fondo de azur.
—Es Vera —pensó.
A este nombre, pronunciado en voz baja, se estremeció como hombre que se despierta; después, irguiéndose, miró en torno suyo.
Los objetos de la habitación estaban ahora iluminados por una luz hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas y que la noche, desde lo alto del firmamento, hacía aparecer aquí como otra estrella más. Era la lamparilla, con olor a incienso, de un iconostasio, reliquia familiar de Vera. El tríptico, de una vieja madera preciosa, estaba suspendido por un cordel ruso de esparto entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los oros del interior caía vacilante sobre el collar, entre las joyas de la chimenea.
El nimbo de la Madona vestida de cielo brillaba en tonos rosas por efecto de la cruz bizantina, cuyas finas y rojas líneas, fundidas en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre el oriente encendido de las perlas. Desde su infancia, Vera contemplaba con sus grandes ojos el rostro maternal y tan puro de la hereditaria Madona, y no pudiendo, ¡ay!, de su naturaleza consagrarle otra cosa que un supersticioso amor, se lo ofrecía a veces, ingenua, pensativamente, cuando pasaba ante la lamparilla.
El conde, a su vista, conmovido por dolorosos recuerdos hasta lo más secreto de su alma, se levantó, sopló rápidamente la luz santa y, a tientas, en la oscuridad, extendiendo la mano hacia un cordón, llamó.
Apareció un sirviente: era un viejo vestido de negro; portaba una lámpara, que depositó frente al retrato de la condesa. Cuando se volvió, sintió un temblor de supersticioso terror al ver a su amo de pie y sonriente, como si nada hubiese pasado.
—Raymond —dijo tranquilamente el conde—, esta noche estamos agotados la condesa y yo; servirás la cena hacia las diez. Hemos resuelto voluntariamente aislarnos más desde mañana. Ninguno de los sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en el hotel. Les entregarás el sueldo de tres años, y que se retiren. Después cerrarás el portal; encenderás los candelabros abajo, en el comedor, tú nos bastarás. En adelante no recibiremos a nadie.
El viejo temblaba y le miraba atentamente.
El conde encendió un cigarro y bajó al jardín.
El sirviente pensó al principio que el dolor, demasiado profundo y desesperado, había trastornado el espíritu de su amo. Le conocía desde la infancia; comprendió en seguida que el choque de un despertar demasiado brusco podía serle fatal a aquel sonámbulo. Su deber, en principio, era respetar semejante secreto.
Reclinó la cabeza. ¿Una complicidad consagrada a este religioso ensueño? ¿Obedecer?… ¿Continuar sirviéndoos sin tener en cuenta a la Muerte? ¡Qué extraña idea!… ¿Se mantendría toda una noche?… Mañana, mañana… ¡Ah! ¿Quién sabe?… ¡Quizá!… ¡Proyecto sagrado, después de todo!… ¿Con qué derecho reflexionaba?…
Salió de la habitación, ejecutó las órdenes al pie de la letra y, aquella misma noche, la insólita existencia comenzó.
Se trataba de crear una ilusión terrible.
La molestia de los primeros días desapareció rápidamente. Raymond, primero con estupor, después con una especie de deferencia y de ternura, se las había ingeniado tan hábilmente en parecer natural, que no habían transcurrido tres semanas cuando se sintió, por momentos, casi engañado por su propia voluntad. ¡El pensamiento oculto palidecía! A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía necesidad de decirse que la condesa estaba positivamente difunta. Se tomaba en serio aquel juego fúnebre y olvidaba a cada instante la realidad. Muy pronto necesitó más de una reflexión para convencerse y reaccionar. Vio que terminaría por abandonarse del todo al pavoroso magnetismo con que el conde penetraba poco a poco la atmósfera que los rodeaba. Tenía miedo, un miedo indeciso, suave.
¡D’Athol, en efecto, vivía en la inconsciencia absoluta de la muerte de su bien amada! No podía sino encontrarla siempre presente: hasta tal punto la forma de la joven estaba mezclada a la suya. Unas veces, en un banco del jardín, los días de sol, leía en voz alta las poesías que a ella le gustaban; otras, al anochecer, junto al fuego, las dos tazas de té en un velador, charlaba con la sonriente Ilusión, sentada, a sus ojos, en el otro sillón.
Los días, las noches, las semanas transcurrieron. Ni uno ni otro sabían lo que estaban haciendo. Ahora ocurrían fenómenos singulares, en los que era difícil distinguir en qué punto la imaginación y lo real eran idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por transparentarse, por hacerse visible en el espacio, que se había hecho indefinible. D’Athol vivía doble, como un iluminado. Un rostro dulce y pálido, entrevisto como el relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde interpretado súbitamente en el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que iba a hablar; afinidades de pensamientos femeninos que se despertaban en él en respuesta a lo que decía; un desdoblamiento tal de sí mismo que sentía en su ser, como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada; y, por la noche, entre la vigilia y el sueño, palabras oídas en un susurro: todo lo advertía. ¡Era una negación de la Muerte, elevada por fin a una potencia desconocida! Una vez, d’Athol la sintió y la vio tan cerca de sí, que la tomó en sus brazos; pero ese movimiento la disipó.
—¡Pequeña! —murmuró, sonriendo.
Y se volvió a dormir como un amante enojado con su querida, risueña y soñolienta.
El día de su fiesta, colocó, por broma, una siempreviva en el ramo de flores que dejó en la almohada de Vera.
—Ya que se cree muerta… —dijo.
Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor d’Athol, quien, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en el hotel solitario, esta existencia había terminado por cobrar un encanto sombrío y persuasivo. El mismo Raymond no experimentaba ya ningún espanto, habiéndose habituado gradualmente a estas impresiones.
Un traje de terciopelo negro percibido al doblar un recodo del paseo; una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonar de la campanilla por la mañana, al despertarse, como antaño; todo esto se le había hecho familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba a hacerse invisible, como una niña. ¡De tal manera se sentía amada! Era muy natural.
Pasó un año.
La tarde del Aniversario, el conde, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, acababa de leerle un cuento florentino: Calímaco. Cerró el libro; después, sirviendo el té:
—Douschka —dijo—, ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, de las riberas del Lahn, del castillo de las Cuatro Torres?… ¿No te los ha recordado esta historia?
Se levantó y, en el espejo azulado, se vio más pálido que de costumbre. Tomó un brazalete de perlas y las miró atentamente. ¿No se las había quitado Vera de su brazo hacía un instante, antes de desvestirse? Las perlas estaban todavía tibias y su oriente más suavizado, como por el calor de su carne. ¡Y el ópalo de ese collar siberiano que amaba el bello seno de Vera hasta el extremo de palidecer mórbidamente en su engaste de oro cuando la joven lo olvidaba durante algún tiempo! Otrora la condesa amaba por eso a piedra tan fiel… Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara ella de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la bella difunta lo penetrara todavía. Dejando el collar y la piedra preciosa, el conde tocó por azar el pañuelo de batista, cuyas gotas de sangre estaban húmedas y rojas como claveles sobre la nieve… Allí, en el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de antaño? ¡Si hasta la lamparilla sacra había vuelto a encenderse en el relicario! Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el rostro con los ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales, recientemente recogidas, que se desmayaban en los viejos jarrones de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas? La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre. ¡Pero nada podía sorprender al conde! Todo le parecía de tal modo normal, que no prestó siquiera atención a que sonaba la hora en el reloj parado desde hacía un año. Aquella tarde, sin embargo, se hubiera dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba adorablemente por volver a la habitación embalsamada por su recuerdo. ¡Había dejado en ella tanto de sí misma! Cuanto había constituido su existencia la atraía hacia ella. Flotaba en aquel cuarto todo su encanto; las prolongadas violencias de la apasionada voluntad de su esposo sin duda habían desatado allí los vagos vínculos de lo Invisible en torno suyo.
Se la necesitaba allí. Estaba allí todo lo que amaba.
Deseaba venir a sonreírse una vez más ante el espejo misterioso donde había admirado tantas veces su rostro lilial. La dulce muerta, allá abajo, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas; la divina muerta había temblado, completamente sola, en el panteón, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡También ella quería volver con él! Y su voluntad se perdía en la idea del incienso y del aislamiento. La Muerte no es una circunstancia definitiva más que para aquellos que esperan el cielo; pero la Muerte, el Cielo y la Vida, ¿qué eran para ella sino sus abrazos? Y el beso solitario de su esposo atraía sus labios en la sombra. Y el pasado sonido de las melodías, las palabras embriagadas de antaño, las telas que cubrían su cuerpo y guardaban su perfume, esas piedras mágicas que la querían con oscura simpatía, y, sobre todo, la inmensa y absoluta impresión de su presencia, opinión compartida a la postre por las cosas mismas, todo la llamaba allí, la atraía allí desde hacía tanto tiempo y tan insensiblemente que, curada al fin de la durmiente Muerte, ¡sólo Ella faltaba!
¡Ah! ¡Las Ideas son seres vivos!… El conde había trazado en el aire la forma de su amor, y era preciso que ese vacío se llenara con el único ser que le era homogéneo; de otro modo, el Universo se hubiera venido abajo. En ese momento tuvo la impresión definitiva, simple, absoluta, de que Ella tenía que estar allí, en la habitación. Estaba tan tranquilamente seguro de ello como de su propia existencia, y todas las cosas que le rodeaban estaban saturadas de esta convicción. ¡Se la veía allí! Y, como sólo faltaba la propia Vera, tangible, exterior, era preciso que ella se encontrara allí y que el gran Sueño de la Vida y de la Muerte entreabriese por un instante sus puertas infinitas. ¡El camino de resurrección era enviado por la fe hasta ella! Un fresco estallido de risa musical iluminó con su alegría el lecho nupcial; el Conde se volvió. Y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdo, acodada fluidamente en la almohada de encaje, sosteniendo su mano los pesados cabellos negros, su boca deliciosamente entreabierta en una sonrisa de paradisíacas voluptuosidades, bella hasta enloquecer, la condesa Vera le miraba un poco adormecida aún.
—¡Roger! —dijo con una voz lejana.
Se acercó a ella. ¡Sus labios se unieron con júbilo divino, olvidadizo, inmortal!
Y entonces advirtieron que no eran, en realidad, sino un solo ser.
Las horas rozaban con su vuelo extraño aquel éxtasis donde se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo.
De pronto el conde d’Athol se estremeció, como conmovido por una reminiscencia fatal.
—¡Ah! ¡Ahora recuerdo!… —dijo— ¿Qué me sucede? ¡Pero si tú estás muerta!
Nada más decir estas palabras, la mística lamparilla del iconostasio se apagó. El pálido claror de la mañana —de una mañana banal, grisácea y lluviosa— se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las bujías palidecieron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojas; el fuego desapareció bajo un lecho de cenizas tibias; las flores se marchitaron y secaron en unos momentos; el péndulo del reloj recobró gradualmente su inmovilidad. La certidumbre de todos los objetos se fue súbitamente. El ópalo, muerto, ya no brillaba; las manchas de sangre se habían coagulado también en el pañuelo de batista, junto a la piedra; y, borrándose entre los brazos desesperados que querían en vano retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió en él. Un débil suspiro de adiós, distinto, lejano, llegó hasta el alma de Roger. El conde se irguió; acababa de advertir que estaba solo. Su sueño acababa de esfumarse de un golpe; había roto el magnético hilo de su radiante trama con una sola palabra. La atmósfera estaba ahora llena de difuntos.
Como lágrimas de vidrio, agrupadas ilógicamente y sin embargo tan sólidas que un mazazo sobre su zona espesa no las rompería, pero que se convierten en un súbito e impalpable polvillo si se rompe su extremidad, más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido.
—¡Oh! —murmuró—. ¡Todo ha terminado! ¡Perdida! ¡Completamente sola! ¿Cuál es ahora el camino para llegar hasta ti? ¡Indícame el camino que puede conducirme a ti!
De repente, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial, sobre la negra piel, con un ruido metálico. Un rayo del horrible día terrestre lo iluminó… El abandonado se inclinó, lo cogió, y una sonrisa sublime encendió su rostro al reconocerlo: era la llave de la tumba.