Ella jugaba con su gata
y era maravilloso ver
la blanca mano y la blanca pata
recrearse en la sombra de la tarde.
Ocultaba —¡la desalmada!—
bajo aquellos mitones de hilo negro
sus asesinas uñas de ágata,
cortantes y claras como una navaja.
La otra también se hacía la azucarada
y guardaba su garra acerada,
pero el diablo no perdía nada…
Y en el gabinete donde, sonora,
tintineaba su risa aérea,
brillaban cuatro puntos de fósforo.