Ana María Matute: El incendio

Cuando apenas contaba cinco años destinaron a su padre a Pedrerías, y allí continuaba aún. Pedrerías era una aldea de piedra rojiza, en las estribaciones de la sierra, más allá de los pinares: al pie de las grandes rocas horadadas por cuevas de grajos y cuervos, con extraños gritos repitiéndose en las horas calmas de la siesta; como aplastada por un cielo espeso, apenas sin nubes, de un azul cegador. Pedrerías era una tierra alejada, distinta, bajo los roquedales que por la tarde cobraban un tono amedrentado, bañados de oro y luces que huían. En la lejanía del camino había unos chopos delgados y altos, que, a aquella hora, le hacían soñar. Pero su sueño era un sueño sobresaltado, como el lejano galope de los caballos o como el fragor del río en el deshielo, amanecida la primavera. Pedrerías aparecía entonces a sus ojos como una tierra sorda, sembrada de muelas. Y le venían los sueños como un dolor incontenible: hiriendo, levantándole terrones de carne con su arado brutal.

En Pedrerías le llamaban «el maestrín», porque su padre era el maestro. Pero ni él sería maestro ni nadie esperaba que lo fuese. Él era sólo un pobre muchacho inútil y desplazado: ni campesino ni de más allá de la tierra. Desde los ocho a los catorce años estuvo enfermo. Su enfermedad era mala y cara de remediar. El maestro no tenía dinero. De tenerlo no andaría aún por Pedrerías, perdiéndose en aquella oscuridad. Y tenía un vicio terrible, que iba hundiéndole día a día: siempre estaba borracho. En Pedrerías decían que al principio no fue así; pero ya, al parecer, no tenía remedio. El maestrín, en cambio, aborrecía el vino: solamente su olor le daba vómitos. El maestrín amaba a su padre, porque aún estaban vivos sus recuerdos y no podía olvidar. A su memoria volvía el tiempo en que le sacaba en brazos afuera, al sol, y lo sentaba con infinito cuidado sobre la tierra cálida, y le enseñaba el vuelo lejano de los grajos en torno a los fingidos castillos de las rocas, entre gritos que el maestro le traducía, diciendo:

Piden agua, piden pan;
no les dan…

El maestro se reía, le ponía las manos en los hombros y le contaba historias. O le enseñaba el río, allá abajo. El sol brillaba alto, aún, y empezaba la primavera. El maestro le descubría las piernas y le decía:

—Que te dé el sol en las rodillas.

El sol bajaba hasta sus rodillas flacas y blancas, bruñidas y extrañas como pequeños cráneos de marfil. El sol le iba empapando, como un vino hermoso, hasta sus huesecillos de niño enfermo. Sí: el maestro no tenía dinero y sí el gran vicio de beber. Pero le sacaba al sol en brazos, con infinito cuidado, y le decía:

Piden agua, piden pan;
no les dan…

Los grajos se repetían, negros, lentos, con sus gritos espaciados y claros, en la mañana.

El maestrín no conoció a su madre, que, cuando llegaron a Pedrerías, ya había muerto. El maestro no tardó en amistanzarse con Olegaria, la de los Mangarota, que iba a asearles el cuarto y a encenderles la lumbre, y que acabó viviendo con ellos. Olegaria no era mala. Le contaba historias de brujas y le sacaba en brazos a la puerta trasera de la casa, contra el muro de piedras, cuando daba el sol. Y, con el líquido amarillo del frasco con un fraile pintado, le daba friegas en las piernas. Y cantaba, con su voz ronca:

San Crispín, San Valentín,
triste agonía la del colibrín…

Pero el párroco de La Central se enteró, y la sacó de allí. Desde entonces, vivían solos padre e hijo, en el cuarto, con su ventanuco sobre el río. Olía mal, allí dentro, pero sólo lo notaba si salía al aire puro de la tarde, a mirar hacia los chopos del lejano sendero, con la luz huyendo hacia el otro lado de los roquedales.

Exactamente el día de su cumpleaños, por la tarde, los vio llegar. Estaba apoyado en la angarilla del huerto de los Mediavilla, cuando por el camino del puente aparecieron los dos carros. Sus ruedas se reflejaban con un brillo último, claro y extraño, en las aguas del río.

Al poco rato ya chillaban los niños. Llegaban los cómicos. El maestrín temía siempre la llegada de los cómicos. Le dejaban una tristeza pesada, como de miel.

A las afueras de Pedrerías se alzaba la casa de Maximiliano el Negro, que tenía mala fama de cuatrero, y a quien la Guardia Civil había echado el ojo. Pero nunca se encontraron pruebas en contra, y Maximiliano vivía tan tranquilo, en su casa distante, con una vieja cuadra vacía, en la que se instalaba el «salón». En el «salón» se representaban las comedias, y, los domingos por la noche, se bailaba al son de una vieja guitarra. Como la luz era muy poca, colgaban grandes candiles de petróleo en las paredes.

Aquella noche, como de costumbre, el maestrín se sentó en la boca misma del escenario, simplemente urdido con unas colchas floreadas y pálidamente iluminado por el temblor de las luces llameando en las paredes. La comedia era extraña. Un teatro diminuto apareció tras el teatro grande, y unas pequeñas figuras de madera blanca o de cera, con largas pelucas muertas, representaban fragmentos de la Historia Sagrada. Adán y Eva, blancos como cadáveres, movían rígidamente sus brazos al hablar de la manzana y del pecado. Adán avanzaba hacia Eva, y, tras sus barbas de hombre muerto, decía con una rara voz de pesadilla:

—«Hermosa carne mía…».

El maestrín sintió un escalofrío en la espalda. Eva, desnuda y blanca, con su larga cabellera humana, atroz, se movía en el escenario como dentro de un mágico ataúd de niño recién nacido. Toda su blancura era del color blanco de los entierros de los niños.

Cuando aquello acabó se corrieron las cortinas, que de nuevo se abrieron para la rifa. Los objetos rifados eran una botella de coñac, un juego de copas, y alguna otra cosa que no pudo ver. Porque de pronto la vio a ella. Ella: que lo llenaba todo.

Era alta, delgada, con el cabello de un rubio ceniciento sobre los hombros. Tenía la frente distinta. Algo raro había en su frente, que él no podía comprender, por más que la miraba fascinado. Acabó la rifa, se corrieron las cortinas y empezó el baile. En lugar de marcharse, como acostumbraba, se quedó. Con la esperanza de verla de cerca. Y la vio. Ella también bailaba. Los mozos de Pedrerías la sacaban a bailar, torpes y rientes, colorados, debajo de sus boinas. Sentía un malestar agudo cada vez que veía las manazas de los campesinos sobre aquel cuerpo delgado. Una vez, pasó junto a él, y vio algo maravilloso: tenía la frente rodeada de estrellas.

Estuvo un rato quieto, apoyado en la pared. Llevaba el traje de los domingos, acababa de cumplir dieciséis años. Sentía un ahogo extraño, desconocido. No era de la tierra ni de la ciudad: era un ser aparente y desgraciado. Un enfermo. El hijo ignorante de un borracho. A veces leía libros, de los que había en un cajón debajo de la cama. Unos los entendía, a su modo. Otros no los entendía, pero también le abrían puertas. Tal vez equivocadas, pero puertas. No entendía nada de la tierra ni de los árboles. Sólo sabía: «Piden agua, piden pan; no les dan…».

El «salón» de Maximiliano el Negro estaba lleno del polvo levantado por los pies de los bailarines. De pronto, se fue ella. Y le pareció que temblaban más que nunca las llamas de petróleo:

—¿Favor?… —dijo, como oyó que pedían los otros.

Ella se volvió a mirarle, y sonrió. Luego, le tendió los brazos.

Danzaron unos minutos. Sintió que las manos le temblaban sobre aquel cuerpo fino, vestido de seda azul. Suponía que era seda, por lo suave. El cabello de ella, rubio, le cosquilleaba la mejilla. Ella volvió el rostro y le miró de frente. La luz iba y venía, no se estaba quieta ni un segundo. La guitarra no se oía. Apenas un raro compás, como un tambor sordo y lejano, marcaba un ritmo obsesivo, entre los empujones y las risas de los bailarines. Ella llevaba una diadema de brillantes que refulgían, cegadores, como llamas, al vaivén de los pasos. También su voz era una voz irreal. Se le apretó la garganta y tuvo prisa. Una prisa atroz, irreprimible, de que ocurrieran cosas: todas las cosas del mundo. Entonces, inaplazablemente, sólo para ellos dos.

Ella lo facilitaba todo. Era sabia, antigua y reciente como el mundo.

—Tú no eres como esos zafios…

Sonreía, a los vaivenes de la luz del candil alto, clavado en la pared como un murciélago. Su mano, blanca y dura como una piedra del río, se había posado sobre su corbata de los domingos, grasienta y acartonada.

Salieron de allí. Un viento suave alegraba la noche. La taberna estaba abierta. A pesar de su repugnancia, bebieron unos vasos.

—Mañana te pago, Pedro…

Salieron de nuevo. El viento era caliente, ahora. Un viento dulce y arrobado, espeso, como tal vez es el viento de la muerte. Era la noche de todas las cosas.

Allí estaba la era de los Cibrianes, con su paja aún tendida en gavillas. No sabía si aquello era amor o era una venganza. Contra la tierra, contra los gritos de los cuervos, contra sus rodillas de niño enfermo. No podía saberlo, pero sucedía. Y él deseaba que sucediera. No tenía miedo. Era algo fatal y repetido, eterno. Como el tiempo. Eso sí lo sabía.

Luego, ella le abandonó. Se fue deprisa, aunque él deseaba poderosamente retenerla allí, a su lado. No sabía por qué. Quizá para mirar al cielo alto y grande, tendidos en la paja. Pero ella se iba, clavándose de nuevo la diadema entre su cabello.

—Que me tengo que ir, que mañana nos vamos y hay que ir recogiendo…

«Que mañana nos vamos». De pronto, despertó. La vio irse, entre las sombras. Irse. No podía ser. No podía marcharse. Ahora, ya, los días serían distintos. Ya conocía, ya sabía otra cosa. Ahora, el tiempo sería duro, dañino. Los sueños de la tarde serían unos sueños horribles, atroces.

Algo como un incendio se le subió dentro. Un infierno de rencor. De rebeldía. «El maestrín, pobrecillo, que está enfermo…». ¿Adónde iba el maestrín con sus estúpidos cumpleaños sin sentido?

Los cómicos dormían en la misma casa de Maximiliano el Negro. Afuera, junto al puente del Cristo, estaban sus carros de ruedas grandes, que girarían al borde del río, otra vez, a la madrugada, para irse de allí. Para irse de aquel mundo que ni los cómicos podían soportar más de una noche. El incendio crecía y se le subía a los ojos, como ventanas lamidas por el fuego.

Igual que los zorros, traidores, conscientes de su maldad, se levantó. Por la puerta de atrás del «salón», se subía al cuartito de los aperos, en el que guardaba Maximiliano el bidón del petróleo. Como una lagartija, pegado a la pared, se fue a por él.

El incendio se alzó rozando las primeras luces del alba. Salieron todos gritando, como locos. Iban medio vestidos, con la ceniza del alba en las caras aún sin despintar, porque el cansancio y la miseria son enemigos de la higiene. Junto al puente del Cristo, los carros ardían, y uno de ellos se despeñaba hacia el río, como una tormenta de fuego.

Él estaba en el centro del puente, impávido y blanco, como un álamo. Iban todos gritando, con los cubos. La campana del pueblo, allá, sonaba, sonaba. Estaban todos medio locos, menos él.

Entonces la vio. Gritaba como un cuervo espantoso. Graznaba como un cuervo, como un grajo: desmelenados los cabellos horriblemente amarillos; la diadema de estrellas falsas con un pálido centelleo; el camisón arrugado, sucio, bajo la chaqueta; las piernas como de palo, como de astilla. Aullaba al fuego, despavorida. La luz del alba era cruel, y le mostró sus años: sus terribles años de vagabunda reseca. Sus treinta, sus cuarenta o cien años (quién podría ya saberlo). La terrible vejez de los caminos en las mejillas hundidas, en el carmín desportillado, como los muros del cementerio. Allí estaba: sin sueños, sin senderos de sueño, junto a los chopos de la lejanía. Se acercó a ella y le dijo:

—Para que no te fueras, lo hice…

Luego se quedó encogido, esperando. Esperando el grito que no llegaba. Sólo su mirada azul y opaca, y su boca abierta, como una cueva, en el centro de aquella aurora llena de humos y rescoldos. Estaba ya apagado el fuego, y ella, como las otras, con un largo palo golpeaba las brasas. Se quedó con el palo levantado, mirándole boquiabierta, vieja y triste como el sueño. En el suelo estaba el cuerpecillo de Eva, entre la ceniza caliente. Calva la cabeza, como una rodilla de niño enfermo. «No es combustible», pensó. Y se dio media vuelta, a esconderse bajo el puente.

Acababa de sentarse allí, rodeado por el gran eco del agua, cuando creyó oír los gritos de ella, arriba. A poco, unas piedras rodaron. Miró y vio cómo bajaban hacia él dos guardias civiles, con el tricornio brillando lívidamente.

Bajo las rocas, un cuervo volaba, extraño a aquella hora. Un cuervo despacioso, lento, negro.

Piden agua, piden pan;
no les dan…

Ficha bibliográfica

Autor: Ana María Matute
Título: El incendio
Publicado en: Historias de la Artámila, 1961

[Relato completo]

Ana María Matute
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