Debo haber escrito este artículo a mediados de 1985, cuando llevaba un año de trabajo en A sus plantas rendido un león. En ese momento me había quedado empantanado, con miles de dudas y unas pocas certezas sobre lo que tenía que rehacer o tirar al cesto de los papeles. De acuerdo con mi estado de ánimo, a veces seguía los pasos del cónsul Bertoldi, otras los de Quomo, Lauri y sus amigos. Pero llegó un momento en el que la novela no avanzaba y yo echaba mano a todos mis trucos y supersticiones: tenía cerca a los gatos (el Negro Vení, casi todos los del barrio que llegaban a auxiliarme, pero sobre todo el Peteco, que acompañó toda la novela antes de morirse), tenía una araña preferida, pero sobre todo tenía miedo. Todos los miedos de un narrador que se enfrenta a sus fantasmas y a los fantasmas de sus personajes.
A las doce de la noche empezaba el trabajo y seguía hasta la madrugada, pero no siempre las cosas salían como yo quería. Entonces recordé aquel artículo de García Márquez, cuando se empantanó en medio de El amor en los tiempos del cólera, y escribí este otro para ver si me servía de algo. Supongo que comprender los apuros de los otros me facilitó la comprensión de los míos.
Ahora, con un poco de distancia, me arrepiento de haber jurado frente a los gatos que nunca más me metería en un lío semejante. Por ahí anda dando vueltas otro personaje, una nueva historia, y no tendré más remedio que sentarme, meses y meses, uno o dos años tal vez, para escribirla y de nuevo despertar la santa cólera de los críticos.
* *
En 1984, seguramente en apuros, Gabriel García Márquez publicó un artículo en el que se preguntaba cómo se escribe una novela. Su testimonio dejaba entrever un trasfondo de angustia: no hay escritor —al menos de cuantos se tenga noticia— que no se haya encontrado alguna vez con la temible sospecha de que ha perdido el don de la palabra.
Mientras escribía las primeras páginas de A sus plantas rendido un león, me hice mil veces la misma pregunta: ¿cómo demonios se hace para escribir algo que merezca llamarse literatura?
Los pánicos revelados por García Márquez me daban vueltas en la cabeza. Entonces me di cuenta de que en mi desasosiego yo estaba haciendo lo mismo que hacen todos los escritores (aunque uno cree ser el único y se avergüenza), cuando la novela —o simplemente una idea— se empantana: correr a la biblioteca y buscar el auxilio del libro más amado. El escritor impotente saca, por ejemplo, Tifón, de Conrad, y empieza a recorrer al azar las páginas por las que ruge la tempestad y se advierte la incompetencia del capitán MacWhirr. Pero, claro, Conrad fue marino y ha vivido todo lo que cuenta. No sirve como modelo. Entonces uno toma a Simenon, La escalera de hierro, sin ir más lejos, y al cabo de unos pocos capítulos se da cuenta de que no pasa gran cosa, de que la historia fluye y se acumula como la arena de los relojes. El personaje es un pobre tipo, seguramente uno de los más estupendos pobres tipos descritos en este siglo, pero tampoco eso es lo que uno está intentando hacer.
A ver, probemos con uno nuestro. Julio Cortázar. Rayuela, o más simplemente, Final del juego. No, nada que hacer: el hombre tiene una música propia, intransferible, tan mezcla de jazz y de tango que uno se queda atrapado en el relato y olvida su propia novela trunca. No hay caso; no hay libro ajeno que sirva.
Entonces, el escritor vacío va y prueba con los libros propios, si es que ya tiene alguno.
Peor todavía. Cada vez que uno repasa algo ya publicado se tropieza con la dificultad de reconocer que alguna vez fue mejor, o bien de que nunca fue lo suficientemente bueno como para que valga la pena seguir adelante.
Conozco muchos escritores —en realidad la mayoría— que trabajan con un plan previo. Manuel Puig me contó un día que nunca se sentaba a escribir hasta que no sabía lo que iba a ocurrir en la novela paso a paso, capítulo a capítulo, con un comienzo y un final insustituibles.
Otros toman apuntes. En servilletas de papel, en blocks que esconden en los bolsillos del saco, al dorso de la última carta de la amante, o sobre un rollo de papel higiénico.
En general, me dice Antonio Dal Masetto, los apuntes sirven. Como yo estaba impresionado por la precisión del montaje de Siempre es difícil volver a casa, le pregunté cómo había trabajado para lograrlo. Fue así: una noche se sentó a la mesa con una damajuana de vino y una caja de zapatos vacía. Sacó o copió todos los apuntes que había juntado en los fondos de los bolsillos, en los bordes de las sábanas y hasta en las paredes del departamento y dispuso cuatro pilas, como si fueran naipes. En una puso todos los apuntes que, se le ocurría, cabrían al personaje A; en otra los del B, en la siguiente los del C y en la última los del D. Planchó pacientemente los papeles con el dorso de la mano, los enrolló como un matambre y ató a cada uno con un trozo de piolín. Después los metió en la caja de zapatos y la guardó en un armario hasta que le vinieran ganas de escribir. El día que la pereza lo abandonó, metió la mano en la caja y empezó a sacar los rollos al azar. Personaje que salía, personaje que entraba en acción. «Es un método como cualquier otro», me dijo al final y sacó del bolsillo los arrugados apuntes que está juntando para su próximo libro.
Francis Scott Fitzgerald, en cambio, era un hombre meticuloso y la prueba está en el apéndice de El último magnate. Como Raymond Chandler, el gran Scott reescribía cada capítulo hasta el hartazgo y supongo que esa fue una de las causas para que los dos se dieran a la bebida con tanto fervor.
En cambio, Erskine Caldwell, a quien me acerqué en París para agradecerle algunos de mis mejores momentos de soledad, era bastante desprolijo y los más inolvidables momentos de El camino del tabaco se deben al fino olfato con el que captaba el idioma y los gestos de los granjeros del sur. De joven, Scott Fitzgerald despreciaba lo que Caldwell hacía, pero terminó admirándolo. Lo cierto es que el autor de La chacrita de Dios nunca tuvo problemas para sentarse a trabajar y allí quedan más de cincuenta libros —de lo mejor a lo peor— que lo prueban.
Quien resultó un verdadero caso de empantanamiento fue Samuel Dashiell Hammett. Ya en 1931 tuvo que encerrarse en el hotel que regenteaba Nathanael West para poder entregar a tiempo El hombre flaco, que le habían pagado por anticipado. Después se empacó como una mula y en treinta años solo consiguió escribir una docena de páginas.
Yo no sé si a Juan Rulfo le pasó algo similar. Escribió un libro de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro Páramo, que son obras maestras. Luego, durante tres décadas guardó silencio. En un bar de Berlín, Rulfo me dijo que estaba escribiendo algunos cuentos. Pero ya mucha gente tenía la sospecha de que se burlaba de nosotros, y sobre todo de Octavio Paz, su blanco preferido.
Rulfo no creaba expectativas sobre obras futuras y esto fue aprovechado por los editores que se hacían un deber en no pagarle sus derechos de autor. Yo le propuse en otro bar, el Suárez de Buenos Aires, que hiciéramos circular la voz de que estaba terminando una novela. Automáticamente, sus editores del mundo entero correrían a pagarle los derechos atrasados para tener alguna posibilidad de publicar la nueva novela que, sin duda, sería un acontecimiento para las letras del continente. Sin embargo, Juan Rulfo solo parecía preocupado, ese día, por comprar toneladas de aspirinas fabricadas en la Argentina porque, me decía, las de México son malas y escasas.
Creo que he leído Pedro Páramo veinte veces y mi admiración por Rulfo no tiene límites. Sé que él gustaba de mis novelas, pero cada vez que me pongo a escribir pienso que si él había dejado de hacerlo debía ser porque creía que no valía la pena. Y si Rulfo pensaba eso, ¿qué cuernos hago yo frente a la máquina de escribir?
Más tarde, sentado frente a doscientas páginas llenas de ruidosos guerrilleros que parecían ir al fracaso, ante un cónsul argentino que la cancillería olvidó en un lugar perdido del África, me preguntaba cada día qué hacer ahora, de qué manera seguir mañana, cómo terminaría esa historia que escribía a ciegas llevado de la mano de un puñado de personajes que parecían divertirse como si vivieran por su cuenta.
Tarde o temprano, a casi todos los escritores nos persigue el síndrome de Dashiell Hammett. Salvo que no se tenga el menor sentido autocrítico y uno decida que todo lo escrito bien escrito está, van a parar a la basura decenas o cientos de páginas que uno sabe irrescatables aun para los amigos más fieles. Y con cada página se va un pedazo de corazón. No porque la literatura esté perdiendo algo: simplemente porque para escribir cualquier cosa que tenga algún sentido hay que encorvar la espalda y entabacarse, y vomitar el café recalentado de la madrugada. Y cada vez que algo va al cesto de los papeles y uno pone en la máquina otra página en blanco con la esperanza de que el ángel iluminador pase ante sus ojos, vuelve a aparecer el fantasma de Dashiell Hammett.
Por supuesto, hay escritores que no se empantanan jamás. Son, casi siempre, los más prolíficos y vanidosos. No hay en ellos la menor duda sobre las bondades de lo que acaban de enviar a su editor. Conozco a varios. En general, le entregan a uno el original de una novela (o de un cuento, o de un poema), con un gesto severo y esta frase en los labios: «Estoy seguro de que te va a gustar».
Sin embargo, mi breve experiencia de novelista me dice que no hay manera de convencer a todo el mundo de que lo que uno hace está destinado a la posteridad.
Cuando le envié Triste, solitario y final a Julio Cortázar, recibí una de las más bellas cartas de elogio que he tenido en mi vida. Al mismo tiempo la leyó Juan Carlos Onetti, quien me la devolvió con el gesto adusto que siempre lleva puesto y mientras viajábamos en un ascensor, me comentó, despectivo: «Esa cosa va andar muy bien en Estados Unidos».
Onetti es uno de los más grandes escritores de este continente y una de las personas menos sociables del oficio. En 1979, en Barcelona, presentó esa obra cumbre que es Dejemos hablar al viento. El salón estaba colmado de público que asistía a una mesa redonda para oír hablar al maestro. Era hora de salir a hacer cada uno un discurso sobre ya no recuerdo qué tema, cuando nos informaron que estaba prohibido fumar en la sala. Allí no más Onetti se plantó. Sin un cigarrillo en los labios él no podía hablar. Como a mí me sucede algo similar, apoyé su rebeldía y estuvimos media hora negociando en vano mientras la gente batía palmas para recordarnos que estaba allí. El bombero de la sala, como buen catalán, no quiso dar el brazo a torcer y entonces yo disimulé un cenicero entre el saco y la camisa y le avisé a Onetti —que se había atrincherado en un rincón— que bien podíamos desafiar a la fuerza pública. El asunto lo entusiasmó y cuando apareció en la sala la gente lo aplaudió tanto que encendimos diez cigarrillos cada uno sin que el bombero pudiera impedirlo. Lo que más turbaba al catalán era que alguien hubiera colocado un cenicero sobre la mesa y con ello legitimara nuestra transgresión. Desde entonces, Onetti acepta tomar el teléfono cuando lo llamo, una vez por año, o cuando estoy de paso por Madrid. A veces pienso que hasta me tiene alguna simpatía porque hemos bebido juntos, compartimos el amor por Chandler y por los diluidos suburbios de Montevideo y Buenos Aires.
Pues bien, Juan Carlos Onetti es de esos escritores que se empacan pero insisten. En aquel 1979 me dijo que estaba escribiendo una novela de cien capítulos cortos y que nunca el trabajo le había salido tan rápido y tan bueno. Sin embargo, esa novela se quedó empantanada en alguna parte y Onetti la cambió por Cuando entonces, esa maravilla. Como él tiene una envidiable capacidad para matar personajes y resucitarlos cuando se le da la gana, no hay manera de tomarlo como modelo. Igual que a Borges, solo se puede admirarlo, nunca usarlo de referencia.
Jorge Musto, otro uruguayo, me reprochó por carta que yo, como jurado, no hubiera votado por su novela en un concurso que ganó en La Habana en 1977. Luego trabamos relación y me contó su manera de escribir: Musto nunca pasa a otra página antes de haber dejado terminada, impecable, la que está escribiendo. Si comete un error de máquina tira el papel y vuelve a empezar. Entonces entendí por qué su novela no me había invitado a premiarla. Tengo para mí que la escritura tiene un ritmo y una respiración que solo se sostienen cuando el autor se desliza por ella como por sobre una correntada. Es imposible detenerse a contemplar el río sin que a uno se lo lleve al agua. Hay que nadar sin pausa y corregir la dirección a medida que se dan brazadas. Por supuesto, hay que ir hacia la costa sin perder el estilo: «Deben pelearse los personajes, no las palabras», ha dicho García Márquez y tiene razón.
Ese maravilloso mecanismo de relojería que es Crónica de una muerte anunciada fue escrito a una página por día, sudando, metiéndose en la piel de Santiago Nasar y en los odios de sus asesinos. Es posible que el «mierda», al final de El coronel no tiene quién le escriba, haya demandado años de maduración.
Lo cierto es que cuando García Márquez se quedó empantanado, me di un susto mayúsculo y me gustó leer aquel artículo en el que pedía auxilio cuando él sabía, como sabemos todos, que no hay Dios ni poderoso señor sobre la tierra capaz de sacarlo a uno de semejante atolladero.
Es frecuente, también, que el escritor se sienta acabado después de cada libro. Le pasaba a Scott y creo que le pasaba a Italo Calvino como también me pasa a mí.
Cuando lo conocí, Calvino acababa de terminar Si una noche de invierno un viajero, y aún no sabía que había hecho un libro magistral. Recuerdo que me animé a preguntarle si estaba conforme con la novela, e hizo un gesto de duda sincera. Como Calvino era de poco hablar y yo tenía veneración por él, siempre que lo visitaba me guardaba las preguntas que hubiera querido hacerle. Me pasa lo mismo con casi toda la gente que hace lo que yo soy incapaz de hacer. Creo que con Juan Gelman he hablado muy poco de poesía porque me intimida su talento. Lo mismo me ha ocurrido con Bioy Casares. Con Giovanni Arpino hemos visto fútbol y hemos tomado copas sin mencionar La monja joven. Cuando me animé a decirle al brasileño João Ubaldo Ribeiro todo el placer que me había dado leer Sargento Getulio me contestó que en Brasil hay otro escritor joven mejor que él y que se llama Marcio Souza, el autor de Mad María.
Los brasileños son un capítulo aparte. Se quieren mucho entre ellos y eso los distingue del resto de los mortales, pero sobre todo de los argentinos. Cuando conocí a Souza, me dijo que Ribeiro es el mejor de todos ellos y hasta Jorge Amado y Nélida Piñón proclaman que lo suyo no es tan bueno como lo que hacía Guimaraes Rosa. Tengo para mí que los brasileños no se empantanan nunca.
Porque de eso se trataba al principio, de los escritores que alguna vez nos hemos quedado mirando por la ventana esperando a que Dios provea. En mi caso son siempre los gatos quienes me traen las buenas noticias. Es una constante y una certeza en mi vida y algún día escribiré sobre ellos.
Así como Triste, solitario y final existe gracias a un gato, otro —blanco y negro— llegó ese año a sacarme del apuro cuando no sabía hacia dónde ir con el cónsul que José María Pasquini Durán me había revelado en una charla de madrugada.
El verano de 1985, mientras estaba en aprietos, dejaba a cada rato la máquina para ir a darle de comer a la araña que vive en el resquicio de la puerta de mi escritorio. Eso me distraía de mi empantanamiento y me gustaba verla salir a buscar su alimento deslizándose sobre la transparente tela que rodea su cueva. A cada momento me decía que iba a aplastarla, pero algo, una burda superstición, me detenía.
Luego, en pleno invierno, salía a pasear por el marco de la puerta, satisfecha porque le sobraba comida para llegar a la primavera. En ese momento, yo estaba escribiendo la página doscientos de mi historia y ya me llevaba bien con los personajes. Entonces les avisé a los gatos que esa araña no se tocaba, porque tenía que acompañarnos en ese cuarto hasta que la novela estuviera terminada y le encontráramos un buen título.
© Osvaldo Soriano: Escritores en apuros. En Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988)