«Destructor negro« (Black Destroyer) es un influyente relato de ciencia ficción de A. E. van Vogt, publicado en la revista Astounding Science-Fiction en julio de 1939. La historia sigue a Coeurl, una criatura alienígena inteligente y feroz, que vaga por un planeta desolado en busca de alimento. Cuando una nave de exploradores humanos aterriza, Coeurl detecta una sustancia vital que despierta su insaciable hambre y activa sus instintos asesinos. A medida que observa a los humanos con astucia, se prepara para aprovechar cualquier oportunidad. La historia, considerada el inicio de la Edad de Oro de la ciencia ficción, es reconocida también por haber inspirado la película Alien de Ridley Scott.
Destructor negro
A. E. van Vogt
(Cuento completo)
Coeurl merodeaba de un lado a otro. La noche negra, sin luna y casi sin estrellas, retrocedía reluctante ante el rojo amanecer que iba apareciendo por su izquierda. Era una luz vaga y difusa, que no daba sensación de que irradiara calor alguno, ni comodidad, sino apenas un resplandor frío, que descubría lentamente un paisaje de pesadilla.
Una llanura negra y sin vida, salpicada de rocas, tomó forma ante él a medida que un sol rojo y pálido se iba asomando por encima del grotesco horizonte. Fue entonces cuando Coeurl se dio cuenta de que se encontraba en territorio conocido.
Se detuvo. La tensión sacudió sus nervios. Sus músculos se apretaron con fuerza contra sus huesos. Sus grandes patas delanteras —dos veces el tamaño de las traseras— se movieron con una sacudida temblorosa, que arqueó sus garras afiladas. Los gruesos tentáculos que brotaban de sus hombros dejaron de ondular y se tensaron en estado de alerta.
Meneó la gran cabeza de gato de un lado a otro, ansioso, mientras los tendones peludos que formaban sus orejas vibraban frenéticamente, comprobando cada movimiento de la brisa, cada latido del éter.
Pero no hubo ninguna respuesta, ninguna vibración sacudió su intrincado sistema nervioso. No había la menor señal de que en alguna parte se encontrara el id tan necesario. Desesperanzado, Coeurl se agachó y su enorme sombra felina se recortó contra la línea roja del horizonte, como un reflejo distorsionado de un tigre negro que descansara sobre una roca negra, en un mundo de oscuridad.
Sabía que este día tenía que llegar. Se había acercado a través de siglos de una búsqueda incesante, cada vez más negro y amenazante. Se enfrentaba al momento inevitable en que tendría que regresar al punto de partida de su cacería sistemática, en un mundo casi desprovisto de criaturas-id.
La verdad le golpeó con una serie de dolores rítmicos e interminables. Cuando había comenzado la caza, había unas cuantas criaturas-id esparcidas por los alrededores. Ahora Coeurl sabía bien que no se le había escapado ninguna. No quedaba ninguna que comer. En los cientos de miles de millas cuadradas que había hecho suyas por derecho de conquista (pues ningún coeurl vecino se atrevía a cuestionar su soberanía), no quedaba ningún id que alimentara el motor inmortal que era su cuerpo.
Había surcado el territorio palmo a palmo. Reconocía las rocas y el puente que tenía delante, que formaba un extraño túnel a su derecha. En aquel mismo túnel se había agazapado durante días esperando a que la serpentina criatura id se acercase para descansar al sol. Había sido su primera víctima, antes de que se diera cuenta que era absolutamente necesario un exterminio organizado.
Se pasó la lengua por los labios recordando el momento en que sus mandíbulas la redujeron a pedazos. Pero el miedo a un universo desprovisto de id borró el dulce recuerdo, dejándole sólo con la certeza de la muerte.
Rugió diabólico, desafiante. El eco repitió su reto en el aire y en las rocas y un escalofrío bajó por sus nervios. Era una expresión instintiva de su deseo de vivir.
Y entonces, bruscamente, sucedió.
La vio surgir de la distancia, una mancha brillante que crecía hasta convertirse en una bola de metal. El gran globo resplandeciente silbó por encima de Coeurl, disminuyendo visiblemente su aceleración. Pasó por encima de una negra fila de colinas a la derecha, permaneció casi inmóvil en el aire un segundo y luego se perdió de vista.
Coeurl rompió su asombrada inmovilidad. Con la velocidad de un tigre corrió entre las rocas. Sus ojos negros y redondos ardían de deseo. Los tentáculos de sus orejas vibraban, transmitiendo la presencia de un id de cualidades tan tremendas que su cuerpo sintió los escalofríos de un hambre anormal.
Se ocultó tras una masa rocosa y, desde las sombras, contempló las gigantescas ruinas de la ciudad extendida ante él. El sol era una bola escarlata en el cielo negro y púrpura. El globo plateado, a pesar de su gran tamaño, parecía irrelevante entre la fantasmal extensión de las ruinas. Sin embargo, a su alrededor había movimiento, signos de vida que después de unos instantes dominaron el panorama. Era una cosa grande y metálica que descansaba en un cráter hecho por su propio peso en la llanura, que empezaba bruscamente en las afueras de la ciudad muerta.
Coeurl observó a los extraños seres de dos patas que se agrupaban en torno a la brillante apertura al pie de la nave. La garganta se le ensanchó con la urgencia de su necesidad. Su cerebro se ensombreció con el primer impulso de abalanzarse y aplastar a aquellas criaturas de aspecto débil cuyos cuerpos emitían vibraciones id.
Los recuerdos detuvieron este loco impulso cuando no era más que electricidad que surcaba sus músculos. Eran recuerdos que provocaban miedo y debilidad, y envenenaban las reservas de su fuerza. Tuvo tiempo de ver que aquellas criaturas tenían algo encima de sus cuerpos verdaderos, un material transparente y brillante que resplandecía emitiendo extraños destellos bajo los rayos del sol.
También recordó aquellos días en que la ciudad que se extendía a sus pies era el centro de una época gloriosa, que se disolvió en el transcurso de un solo siglo, bajo el poder de las armas, antes de que sus poseedores supieran que los supervivientes tendrían una reserva de id cada vez más pequeña.
Fue el recuerdo de aquellas armas lo que le hizo permanecer quieto. Una oleada de terror nubló su razón. Se vio aplastado por las bolas de metal y quemado por las llamas.
La astucia le hizo comprender la presencia de aquellas criaturas. Coeurl razonó por primera vez. Era una expedición científica procedente de otra estrella. En los viejos tiempos, los coeurls habían pensado en hacer viajes espaciales, pero el desastre había llegado demasiado pronto, convirtiendo aquello en poco más que un pensamiento.
Los científicos se dedicarían a investigar, no a destruir. Los científicos, a su modo, estaban locos. Envalentonado por esta idea, salió al descubierto. Vio que las criaturas advertían su presencia. Se dieron la vuelta y le miraron. Uno, el más pequeño del grupo, sacó una brillante barra de metal que llevaba en una funda y la blandió en la mano. Coeurl se detuvo, asustado por el gesto. Pero era demasiado tarde para retroceder.
El comandante Hal Morton oyó cómo el pequeño Gregory Kent, el químico, se reía con ese gorgoteo azorado con el que siempre anunciaba su inseguridad. Vio cómo Kent jugueteaba con su arma de metal brillante y anunciaba:
—No quiero correr riesgos con una cosa tan grande como ésa.
—Ésa es una de las razones por la que forma parte de esta expedición, Kent —rió el comandante Morton a través del comunicador—. Porque no corre ningún riesgo.
La risa se apagó. Instintivamente, mientras observaba al monstruo acercarse a ellos, se adelantó a los otros. Su corpachón hinchaba el traje de brillante metal transparente. Los comentarios de los hombres resonaban en sus oídos a través de la radio.
—No me gustaría nada encontrarme a una cosa así en un callejón oscuro.
—No seas tonto. Evidentemente es una criatura inteligente. Probablemente un miembro de la raza gobernante.
—No parece más que un gato grande, si no nos fijamos en esos tentáculos que salen de sus hombros, ni en esas patas monstruosas.
—Su desarrollo físico —dijo una voz que Morton reconoció como la de Siedel, el psicólogo— sugiere una adaptación animal, no intelectual, al medio ambiente. Por otro lado, el hecho de que se acerque a nosotros no es un acto animal sino el de una criatura inteligente que es consciente de nuestra posible identidad. Habréis notado que sus movimientos son lentos y cautelosos. Eso demuestra que tiene miedo y que sabe que estamos armados. Me gustaría poder echar un buen vistazo a esos tentáculos. Si terminan en apéndices con los que pueda asir objetos, entonces podemos llegar a la conclusión de que es descendiente de los habitantes de esta ciudad. Nos sería de gran ayuda si pudiéramos entablar comunicación con él. Aunque por su aspecto parece que ha degenerado hasta un estado primitivo.
Coeurl se detuvo cuando se encontraba ya a unos pocos metros de la criatura más cercana. La sensación de id era tan abrumadora que su cerebro se tambaleó, al borde del caos. Notaba como si su cuerpo estuviera cubierto por un líquido fundido. Su visión era borrosa, y la cruda sensualidad de su deseo atravesaba todo su ser.
Los hombres, excepto el pequeño que tenía la barra de metal en las manos, se acercaron. Coeurl vio que le examinaban con atención y curiosidad. Sus labios se movían y sus voces resonaban en sus oídos con un ritmo monótono y sin sentido. Al mismo tiempo tuvo la impresión de que había ondas de frecuencia mucho mayores (las de su propio nivel de comunicación), pero sólo era un tintineo mecánico que sacudía su cerebro. Haciendo un esfuerzo por mostrarse amistoso, emitió su nombre por medio de los tendones de sus oídos mientras se señalaba con uno de los tentáculos curvos.
—Capto en la radio una especie de estática cuando agita esos pelos, Morton —dijo Gourlay, el jefe de comunicaciones—. ¿Cree usted…?
—Es posible —dijo el comandante, respondiendo a la pregunta antes de que la terminara—. Es trabajo para usted, Gourlay. Si habla a través de ondas de radio, puede que no le resulte imposible crear una especie de imagen televisiva de sus vibraciones, o enseñarle el código Morse.
—Ah —dijo Siegel—. Tenía razón. Los tentáculos terminan en siete fuertes dedos. Si el sistema nervioso es suficientemente complicado, esos dedos podrían manejar cualquier máquina con un poco de entrenamiento.
—Creo que lo mejor será entrar a almorzar —dijo Morton—. Tenemos trabajo después. Los encargados del material pueden emplazar sus máquinas y empezar a recopilar datos sobre las posibilidades metálicas de este planeta y todo lo demás. Los otros pueden dedicarse a explorar. Me gustaría hacer un estudio sobre la arquitectura y el desarrollo científico de esta raza, y particularmente sobre cuál fue la causa de su destrucción. En la Tierra las civilizaciones han ido destruyéndose, pero siempre ha habido una nueva que ocupara su lugar. ¿Por qué no ha sucedido eso aquí? ¿Alguna pregunta?
—Sí. ¿Qué hacemos con el gatito? Miren, parece que quiere venir con nosotros.
El comandante Morton frunció el ceño, lo que remarcó la palidez de su rostro.
—Ojalá hubiera algún medio de poderle llevar con nosotros sin tener que capturarle por la fuerza. ¿Qué le parece, Kent?
—Creo que primero tendríamos que decidir si es un animal o si tiene inteligencia. Yo creo lo segundo. Y en cuanto a llevarle con nosotros… —El pequeño químico sacudió la cabeza—. Imposible. Esta atmósfera está compuesta por un veintiocho por ciento de cloro. Nuestro oxígeno sería dinamita pura en sus pulmones.
El comandante se echó a reír.
—Aparentemente, él no lo cree así.
Vio cómo el monstruo gatuno seguía a los dos primeros hombres, que le miraban ansiosos, hacia la puerta. Morton hizo un gesto con la mano.
—De acuerdo. Abran la segunda escotilla y denle una bocanada de oxígeno. Eso le curará.
Un segundo después, maldecía sorprendido.
—¡Por todos los diablos, ni siquiera nota la diferencia! Eso quiere decir que no tiene pulmones, o que al menos no es el cloro lo que usa. ¡Déjenle pasar! ¡Pueden apostar a que entra! Smith, esto es un tesoro para un biólogo…, parece inofensivo si tenemos cuidado. ¡Qué metabolismo!
Smith, un hombre alto, delgado y huesudo, que tenía una cara larga y triste, dijo con una voz extrañamente fuerte:
—En todos nuestros viajes, sólo hemos encontrado dos formas de vida superior: las que dependen del cloro y las que dependen del oxígeno, los dos elementos que permiten la combustión. Estoy dispuesto a apostar mi reputación a que ningún organismo complicado podría adaptarse nunca a los dos gases de forma natural. A primera vista parece que nos encontramos ante una forma de vida extremadamente avanzada. Esta raza descubrió hace muchísimo tiempo leyes biológicas que nosotros estamos aun empezando a intuir. Morton, tenemos que evitar que esta criatura se marche.
—Parece que tiene muchas ganas de salirse con la suya —rió el comandante Morton—. El problema será deshacernos luego de él.
Entró en la escotilla con Coeurl y los dos hombres. El mecanismo automático zumbó y pocos minutos después se encontraron al pie de una serie de ascensores que conducían a los camarotes.
—¿Eso viene con nosotros? —preguntó uno de los hombres, señalando con un pulgar en dirección al monstruo.
—Mejor que suba solo si quiere entrar.
Coeurl no opuso resistencia hasta que oyó la puerta cerrarse tras él y la jaula metálica empezó a ascender. Se retorció dando un rugido salvaje. Su capacidad de razonar se convirtió en un caos. Saltó contra la puerta. El metal se dobló bajo su empuje y el dolor desesperado le enloqueció. Ahora no era más que un animal enjaulado. Golpeó el metal con sus zarpas, aplastándolo como si fuera de hojalata. Arrancó los grandes paneles con sus gruesos tentáculos. La máquina chirrió. Hubo una serie de sacudidas mientras la energía ilimitada impulsaba la jaula a pesar de los pedazos de metal que arañaban las paredes exteriores. Y entonces la jaula se detuvo y Coeurl arrancó el resto de la puerta y se precipitó en el pasillo.
Esperó allí hasta que Morton y los hombres se le acercaron, con las armas en la mano.
—Somos idiotas —dijo Morton—. Tendríamos que haberle enseñado cómo funciona. Ha pensado que le habíamos engañado.
Se acercó al monstruo y vio que el brillo salvaje desaparecía de aquellos ojos negros como el carbón, mientras abría y cerraba la puerta con elaborados gestos para mostrarle cómo funcionaba.
Coeurl dio por terminada la lección y se dirigió a una amplia habitación a su derecha. Se tumbó sobre el suelo alfombrado y trató de calmar la tensión eléctrica de sus nervios y músculos. Estaba furioso consigo mismo porque había dejado que el miedo le abrumara. Le parecía que había perdido la ventaja de parecer una criatura mansa y tranquila. Su fuerza tenía que haber asombrado y preocupado a aquellas criaturas.
Esto significaba un peligro mucho mayor que la tarea que tenía que llevar a cabo: matar a toda la tripulación y apoderarse de la nave para dirigirse a su mundo, donde habría ids ilimitados.
Coeurl contemplaba sin parpadear cómo dos hombres retiraban trozos de cascotes de una puerta de metal de un gran edificio antiguo. Todas las células de su cuerpo le dolían de hambre. La ansiedad fluía por sus músculos y latía en su cerebro como algo vivo. Todos sus nervios deseaban seguir a los hombres que se habían internado en la ciudad. Sabía que uno de ellos marchaba en solitario.
Los minutos fueron pasando lentamente. Coeurl seguía conteniéndose mientras miraba, consciente de que los hombres sabían que les observaba. Sacaron de la nave una máquina de metal y la llevaron flotando a una masa de roca que bloqueaba la gran puerta medio abierta. Nada escapaba de su fiera mirada y lentamente advirtió la simplicidad de la maquinaria.
Sabía lo que iba a suceder cuando la llama desató su violencia incandescente y devoró la dura roca. Pero, a pesar de que ya lo sabía, cuando surgió la llama blanca, saltó deliberadamente y rugió como si tuviera miedo.
Sus tentáculos auditivos oyeron la risa de los hombres y su extraño placer ante su aparente desazón.
La puerta había cedido y Morton se acercó a ella y entró junto con otro hombre, que sacudió la cabeza.
—Todo está en ruinas. Se puede deducir del estado. Obviamente, usaban energía atómica, pero en forma de rueda. Eso es un desarrollo peculiar. En nuestro desarrollo tecnológico, la energía atómica proporcionó las máquinas sin ruedas. Es posible que hayan progresado hasta un nuevo tipo de mecánica de ruedas. Espero que sus bibliotecas estén mejor conservadas, o no lo sabremos nunca. ¿Qué puede haberle sucedido a una civilización para desaparecer así?
Una tercera voz se inmiscuyó en los comunicadores.
—Habla Siedel. He oído tu pregunta, Pennos. Psicológica y sociológicamente hablando, la única razón que explica por qué un territorio queda deshabitado es la falta de alimento.
—Pero siendo tan avanzados científicamente, ¿por qué no desarrollaron el vuelo espacial y buscaron comida en otro sitio?
—Pregúntele a Gunlie Lester —intervino Morton—. Le he oído formular algunas teorías, incluso antes de que aterrizáramos.
El astrónomo contestó a la primera llamada.
—Aún tengo que comprobar todos los datos, pero este planeta desolado es el único que gira en torno a ese miserable sol rojo. No hay nada más. No hay luna. Ni siquiera un planeta menor. Y el sistema estelar más cercano está a novecientos años luz de distancia. Consideremos lo lento que fue nuestro propio desarrollo. Primero, la luna. Luego, Venus. Cada éxito nos condujo al paso siguiente, y después de varios siglos llegamos a las estrellas más cercanas. Y por fin llegamos al antiacelerador que nos permite el viaje galáctico. Considerando todo esto, sostengo que sería imposible para cualquier raza crear una maquinaria así sin ninguna experiencia práctica. Y ya que la estrella más cercana está tan lejos, no tuvieron ningún incentivo para aventurarse a ello.
Coeurl se dirigió hacia otro grupo. Pero ahora no prestó atención a lo que hacían. El hambre le consumía. Recuerdos de conocimientos pasados, sacudidos por lo que había visto, asomaron a su consciencia como un flujo cada vez más vivo.
Corrió de grupo en grupo, convertido en una dinamo nerviosa, cansado y enfermo de hambre. Un pequeño vehículo avanzó y se detuvo ante él, y una formidable cámara zumbó mientras le tomaba una fotografía. Un gigantesco telescopio apuntaba al cielo sobre un montón de rocas. Cerca, una máquina desintegradora lanzaba su fuego hacia un pozo que se iba agrandando cada vez más.
La mente de Coeurl se convirtió en un remolino de sensaciones mientras observaba con atención. Sabía que no podría soportar por más tiempo aquella tortura. Su cerebro luchaba contra una impaciencia irresistible. Su cuerpo ardía de furia y deseos de seguir al hombre que se había internado solo en la ciudad.
No pudo soportarlo por más tiempo. Una espuma verde llenó su boca, enloqueciéndolo. Se dio cuenta de que en ese momento no lo estaba mirando nadie.
Salió disparado como una bala. Corrió a grandes saltos y se ocultó entre las sombras de las rocas. En un minuto, el árido terreno escondió a la nave y los seres de dos patas.
Coeurl olvidó todo, excepto su propósito, como si su cerebro hubiera sido barrido por una escoba mágica que fuera capaz de borrar los recuerdos. Dio un amplio rodeo y luego corrió hacia la ciudad y se internó en las calles desiertas, tomando atajos con la facilidad que da el conocimiento del terreno, atravesando huecos abiertos en los muros de antaño, siguiendo corredores formados por los edificios destrozados. Redujo su avance cuando sus tentáculos captaron las vibraciones del id.
Se detuvo bruscamente y observó por encima de un montón de rocas caídas. El hombre estaba asomado en lo que una vez había sido una ventana, dirigiendo los rayos de su linterna al interior. La apagó. El hombre, un individuo robusto y fornido, se retiró dando pasos rápidos y cautelosos. A Coeurl no le gustó aquello. Presagiaba problemas. Significaba que podía reaccionar rápidamente ante el peligro.
Coeurl esperó hasta que el ser humano desapareció en una esquina y entonces salió de su escondite. Corrió mucho más rápido de lo que lo puede hacer un hombre, porque tenía un plan claramente preparado. Recorrió la calle siguiente como un fantasma y pasó por delante de un bloque de edificios. Giró la primera esquina a gran velocidad y entonces, arrastrando la panza, saltó al espacio abierto entre el edificio y el gran montón de escombros. La calle formaba una especie de valle de ruinas que terminaba en un estrecho cuello de botella, donde se apostó Coeurl.
Sus tentáculos auditivos recibieron las ondas de baja frecuencia de un silbido. El sonido le atravesó, y de pronto el terror atenazó con dedos helados su cerebro. El hombre tenía un arma. Si podía disparar un solo estallido de energía atómica antes de que sus músculos descargaran toda su furia asesina…
Una pequeña lluvia de rocas se deslizó bajo él cuando el hombre se colocó debajo. Coeurl asestó un zarpazo al brillante casco del traje espacial. Se oyó el sonido de metal desgarrado y el borboteo de la sangre. El hombre se dobló por la mitad. Durante un momento, sus huesos, piernas y músculos se combinaron de forma milagrosa para permitirle seguir en pie. Entonces se desplomó con un estrépito metálico.
Desaparecido el miedo por completo, Coeurl saltó hacia atrás y rápidamente aplastó la coraza de metal y redujo a pedazos el cuerpo que había dentro. Grandes trozos de metal y carne salpicaron el suelo. Los huesos se rompieron. La carne se abrió.
Era fácil localizar las vibraciones del id y crear la violenta desorganización química que la liberaba de los huesos aplastados. Coeurl descubrió que el id estaba principalmente en el hueso.
Se sintió aliviado, casi renacido. Aquí había más alimento del que había conseguido durante todo el año pasado.
Tres minutos más tarde, todo había acabado. Coeurl echó a correr como si huyera de un peligro. Se acercó con cautela al globo brillante por el lado contrario del que había marchado. Los hombres aún estaban enfrascados en su labor. Sin hacer ruido, Coeurl se deslizó sin que nadie se diera cuenta.
Morton contempló el horror de carne masacrada, metal y sangre que tenía a los pies y notó que la garganta se le secaba y le impedía hablar.
—¡Quiso ir solo, maldito sea!
La voz del pequeño químico contenía un sollozo, y Morton recordó que Kent y Jarvey habían sido buenos amigos durante muchos años.
—Lo peor de todo —tembló uno de los hombres—, es que parece un asesinato sin sentido. El cuerpo está convertido en montoncitos de gelatina, pero parece estar completo. Apostaría a que si lo pesáramos, contendría el peso exacto de Jarvis.
Smith intervino. Su cara alargada parecía sombría.
—El asesino atacó a Jarvey y luego descubrió que su carne era alienígena, incomestible. Como nuestro gato. No quiso comer nada de lo que le dimos.
Sus palabras se disolvieron de repente en un extraño silencio.
—Un momento —dijo lentamente—. ¿Y la criatura? Es lo suficientemente grande como para haber hecho esto con sus zarpas.
Morton frunció el ceño.
—Es posible. Después de todo, es el único ser vivo que hemos visto. Pero no podemos ejecutarlo solamente por una simple sospecha.
—Además —dijo uno de los hombres—, nunca le he perdido de vista.
—¿Estás seguro? —intervino Siedel, el psicólogo, antes de que Morton pudiera hablar.
El hombre dudó.
—Bueno, tal vez no lo haya visto durante un par de minutos. Se movía de un lado a otro, observándolo todo.
—Exactamente —dijo Siedel con satisfacción. Se volvió hacia Morton—. Ya ve, comandante, yo mismo he tenido la impresión de que ha estado siempre por los alrededores. Y sin embargo, al pensarlo, me doy cuenta de que hay momentos, probablemente largos minutos, en que le perdimos completamente de vista.
La cara de Morton se ensombreció mientras pensaba. Kent estalló.
—Muy bien, no corramos riesgos. Matemos al bicho antes de que cause más daños.
—Korita —dijo Morton lentamente—, usted ha estado investigando con Cranessy y Van Horne. ¿Cree que el gato es un descendiente de la raza dominante de este planeta?
El alto arqueólogo japonés miró al cielo como si al hacerlo ordenara sus pensamientos.
—Comandante Morton —dijo respetuosamente—, aquí hay un misterio. Miren la majestuosa línea del horizonte. Observen el perfil casi gótico de la arquitectura. A pesar de la magalópolis que crearon, esta raza estaba apegada al suelo. Los edificios no están ornamentados solamente. Son ornamentales en sí mismos. Aquí tenemos el equivalente de la columna dórica, de la pirámide egipcia, de la catedral gótica brotando del suelo, con orgullo, cumpliendo un destino. Si este mundo desolado puede ser considerado como una tierra madre, entonces la tierra tuvo un lugar espiritual en los corazones de esta raza.
»El efecto se enfatiza por lo tortuoso de las calles. Sus máquinas demuestran que eran matemáticos, pero antes eran artistas. Por eso no crearon las ciudades diseñadas geométricamente, como las metrópolis ultrasofisticadas del mundo. Hay un abandono artístico genuino, una profunda alegría escrita en la curva de las disposiciones antimatemáticas de las casas; un sentido de intensidad, de creencia divina en una certidumbre interna. No es una civilización decadente y hastiada, sino una cultura joven y vigorosa, confiada, llena de propósitos.
»Pero terminó. Bruscamente, como si en este punto la cultura tuviera su batalla de Tours y empezara a colapsarse como la antigua civilización musulmana. O como si de un salto hubiera franqueado siglos y entrado en el período de los Estados en guerra. En la civilización china, este período ocupó del 480 al 230 antes de Cristo, y cuando acabó el Estado de Tsin comenzó el Imperio Chino. Egipto experimentó esta fase entre los años 1780 y 1580 antes de Cristo; el último siglo de ésta era fue la época «hyksos», que quiere decir inmencionable. El mundo clásico la experimentó desde Queronea, en el año 338, y ya al borde del horror, desde Graco, en el 131, hasta Actio, en el 31, siempre antes de Cristo. Los europeos occidentales y los americanos fueron devastados por este período en los siglos diecinueve y veinte, y los historiadores modernos están de acuerdo en que, teóricamente, entramos en la misma fase hace cincuenta años; aunque, naturalmente, nosotros hemos resuelto el problema.
»Se preguntará usted, comandante, qué tiene todo esto que ver con su pregunta. Mi respuesta es que no existe constancia de una cultura que entre bruscamente en el período de los Estados contendientes. Casi siempre es un desarrollo lento. Y el primer paso comporta la duda implacable de todo lo que antes ha sido sagrado. Las convicciones profundas dejan de existir, se disuelven ante las pruebas de las mentes analíticas y científicas. El escéptico se convierte en el ser supremo.
»Sostengo que esta cultura terminó bruscamente en su época más floreciente. Los efectos sociológicos de tal catástrofe tienen que haber sido la súbita desaparición de la moral, una reversión a la criminalidad bestial, la falta de cualquier tipo de ideales, una total indiferencia ante la muerte. Si este gato es descendiente de esa raza, entonces debe de ser una criatura astuta, un ladrón nocturno, un asesino a sangre fría, que sería capaz de degollar a su propio hermano en su provecho.
—¡Eso es suficiente! —cortó Kent con voz crispada—. Comandante, estoy dispuesto a hacer de verdugo.
—Escuche, Morton, no va usted a matar al gato todavía, aunque sea culpable —interrumpió Smith bruscamente—. Es un tesoro biológico.
Kent y Smith se miraron con furia. Morton frunció el ceño, pensativo.
—Korita, estoy dispuesto a aceptar su teoría como base de trabajo —dijo finalmente—. Pero una pregunta: ¿el gato proviene de un período anterior al nuestro? Es decir, estamos entrando en una etapa de nuestra cultura altamente civilizada, mientras que él se quedó de repente sin historia en su momento más floreciente. Pero ¿es posible que su cultura sea posterior en este planeta que la nuestra en el sistema galáctico que hemos colonizado?
—Es muy posible. Puede que la suya sea la décima civilización de este mundo, mientras que la nuestra es la octava que surge de la tierra. Cada una de las diez, naturalmente, habrá sido edificada sobre las ruinas de la anterior.
—En ese caso, ¿el gato no sabría nada del recelo que nos ha hecho sospechar que es un criminal y un asesino?
—No. Sería literalmente magia para él.
Morton hizo una mueca.
—Entonces creo que se saldrá usted con la suya, Smith. Dejaremos vivir al gato. Si vuelve a ocurrir algo, ahora que le conocemos, será debido a nuestra falta de cuidado. Existe la posibilidad de que estemos equivocados. Como Siegel, también tengo la impresión de que siempre estuvo con nosotros. Pero ahora… no podemos dejar así al pobre Jarvey. Lo meteremos en un ataúd y lo enterraremos.
—¡Todavía no! —exclamó Kent. Se ruborizó—. Le pido disculpas, comandante. No era mi intención. Sospecho que el gato quería algo del cuerpo. Parece que está todo en él, pero puede que falte algo. Voy a averiguar qué es, y voy a acusarle de este asesinato hasta que usted se convenza de que fue obra suya, sin la menor sombra de duda.
Era muy tarde cuando Morton alzó la vista del libro y vio a Kent entrar por la puerta que conducía a los laboratorios de abajo.
Kent llevaba un gran cuenco en las manos; sus ojos cansados escrutaron a Morton.
—¡Ahora, observe! —dijo con voz dura y cansada.
Se acercó a Coeurl, que estaba tumbado sobre la alfombra, haciéndose el dormido.
Morton le detuvo.
—Espere un momento, Kent. En cualquier otra ocasión no pondría en duda sus intenciones, pero tiene usted mal aspecto. Está agotado. ¿Qué es esto que trae?
Kent se dio la vuelta y Morton vio que su primera impresión no había sido más que una leve sombra de la verdad. Tenía profundas ojeras, las mejillas hundidas y los ojos febriles.
—He encontrado el elemento que falta —dijo Kent—. Es el fósforo. No queda ni un miligramo de fósforo en los huesos de Jarvey. Se le ha extraído hasta la última gota. Ignoro por qué superquímica. Siempre hay medios de sacar el fósforo del cuerpo humano. Por ejemplo, recordemos lo que le sucedió al trabajador que ayudó a construir esta nave. Se cayó dentro de quince toneladas de metal fundido (o al menos eso reclamaron sus parientes), pero la compañía no quiso pagar los seguros hasta que se demostrara, tras un análisis, que en el metal hubiera un alto porcentaje de fósforo.
—¿Y qué es la comida de la vasija? —interrumpió alguien.
Los presentes iban dejando libros y revistas y miraban con interés.
—Un preparado de fósforo orgánico. El gato captará su olor, o lo que utilice en vez del olfato…
—Creo que percibe las vibraciones de las cosas —intervino Gourlay perezosamente—. A veces, cuando mueve esos tendones, recibo una onda estática en la radio. Después cesa, como si cambiara a diferentes longitudes de onda más altas o más bajas. Parece que controla las vibraciones a voluntad.
Kent esperó con visible impaciencia a que Gourlay terminara de hablar.
—Muy bien —dijo bruscamente—. Entonces, cuando capte la vibración del fósforo y reaccione ante ella como un animal…, bueno, podremos decidir según su reacción. ¿Puedo continuar, Morton?
—Hay tres cosas erróneas en su plan —dijo Morton—. En primer lugar, parece que asume usted que sólo es un animal; parece olvidar que puede que no tenga hambre después de haberse comido a Jarvey; parece pensar que no sospechará nada. Ponga el cuenco en el suelo. Tal vez su reacción nos diga algo.
Coeurl observó sin pestañear cómo el hombre colocaba el cuenco ante él. Sus tendones auditivos identificaron inmediatamente las vibraciones id de su contenido y no le dirigió ni una segunda mirada.
Reconoció a este ser de dos patas como el que le había apuntado con la pistola por la mañana. ¡Peligro! Se puso en pie con un rugido. Cogió el cuenco con los apéndices en forma de dedos de sus tentáculos y lo vació en la cara de Kent, quien retrocedió dando un alarido.
Coeurl arrojó a un lado el cuenco con furia y agarró al hombre por la cintura. No se preocupó por la pistola que colgaba del cinturón de Kent. Notaba que sólo era un arma de vibraciones, hecha con energía atómica, pero no un desintegrador. Arrojó a Kent contra el asiento más cercano y advirtió que tendría que haberlo desarmado.
No es que el arma fuera peligrosa, pero mientras el hombre se limpiaba la cara con una mano buscaba la pistola con la otra. Coeurl retrocedió. La pistola se alzó lentamente y un rayo blanco voló hacia su cabeza.
Los tentáculos auriculares temblaron mientras anulaban los efectos de la pistola vibradora. Sus ojos negros y redondos se estrecharon al captar el movimiento de los hombres en busca de sus armas. La voz de Morton rompió el silencio.
—¡Alto!
Kent apartó su arma y Coeurl se tumbó, temblando lleno de furia hacia este hombre que le había obligado a revelar parte de su poder.
—Kent —dijo Morton fríamente—, no es usted el tipo de persona que pierde los nervios. Ha intentado matar al gato deliberadamente, sabiendo que la mayoría está a favor de dejarle con vida. Sabe cuáles son las normas: si alguno se opone a mis decisiones, debe decirlo en el momento. Si la mayoría se opone, mis decisiones carecen de validez. En este caso nadie más que usted ha puesto reparos, y por lo tanto, su acción al tomarse la justicia por su mano es reprensible y automáticamente le hace perder su derecho al voto durante un año.
Kent miró sombrío al círculo de rostros que le rodeaba.
—Korita tenía razón cuando dijo que nosotros pertenecíamos a una época altamente civilizada. Es decadente. —La pasión ardía en su voz—. Dios mío, ¿no hay un sólo hombre aquí que pueda ver el horror de esta situación? Jarvey muerto hace solamente unas horas y esta criatura, a quien todos reconocemos como culpable está aquí, suelta, planeando su próximo crimen. Y la víctima está en esta misma habitación. ¿Qué clase de hombres somos? ¿Locos, cínicos, fantasmas? ¿O es que nuestra civilización es tan racional que podemos contemplar un asesinato con simpatía?
Clavó los ojos en Coeurl.
—Tenía usted razón, Morton. Esto no es un animal. Es un demonio surgido del más profundo infierno de este planeta moribundo.
—No se nos ponga melodramático —dijo Morton—. Su análisis, por lo que a mí respecta, está equivocado. No somos cínicos ni fantasmas. Somos simplemente científicos, y el gato va a ser sometido a estudio. Ahora que sospechamos de él, dudo de su habilidad para tendernos una trampa. No tiene una oportunidad entre cien. —Miró a su alrededor—. ¿Hablo en nombre de todos?
—¡Por mí no, comandante! —Fue Smith quien habló. Continuó explicándose mientras Morton le observaba sorprendido—. Con la excitación y la confusión del momento, nadie parece haberse dado cuenta de que cuando Kent le ha disparado con el vibrador, el rayo ha alcanzado a esta criatura directamente en la cabeza… y no le ha hecho daño.
La mirada de asombro de Morton pasó de Smith a Coeurl y a Smith de nuevo.
—¿Está seguro de que le ha alcanzado? Como dice, sucedió todo tan rápidamente… Al ver que el gato no tenía ninguna herida, supuse que Kent había fallado el tiro.
—Le dio en la cara —afirmó Smith—. Un arma de vibraciones, naturalmente, no puede matar a un hombre, pero sí herirle. Sin embargo, el gato no tiene ni rastro de heridas, ni un pelo chamuscado.
—Tal vez su piel sea un buen aislante contra el calor de cualquier tipo.
—Tal vez. Pero en vista de nuestra indecisión, creo que deberíamos encerrarle en una jaula.
—Eso es hablar con sentido, Smith —dijo Kent mientras Morton reflexionaba.
—¿Se quedará usted satisfecho, Kent, si le metemos en una jaula? —preguntó Morton.
Kent consideró la idea un momento.
—Sí —dijo por fin—. Si cuatro pulgadas de microacero no pueden contenerle, será mejor que le demos la nave.
Coeurl siguió a los hombres por el pasillo. Trotó dócilmente cuando Morton, inconfundiblemente, le hizo entrar por una puerta que no había visto antes. Se encontró en una habitación cuadrada y de metal sólido. La puerta se cerró tras él. Notó la corriente de energía cuando la cerradura eléctrica entró en funcionamiento.
Sus labios se abrieron con una mueca de odio al darse cuenta de la trampa, pero no dejó ver ninguna otra reacción. Comprendió que había progresado mucho de la criatura primitiva que, unas cuantas horas antes, había mostrado su miedo en el ascensor. Ahora, mil recuerdos despertaron en su cerebro. Cien siglos de astucia, después de años de olvido, formaban parte de su ser nuevamente.
Se sentó sobre las fuertes ancas en que terminaba su cuerpo. Examinó con sus tentáculos auriculares cuanto le rodeaba. Finalmente, se echó. Sus ojos brillaban llenos de desdén. ¡Idiotas! ¡Pobres idiotas!
Una hora más tarde, oyó al hombre —Smith— manejando algo sobre la jaula. Las vibraciones que emitía le hicieron sentir miedo por un instante. Se puso en pie de un salto, lleno de terror, y entonces se dio cuenta de que las vibraciones eran vibraciones, no explosiones atómicas. Alguien estaba tomando fotos del interior de su cuerpo.
Volvió a recostarse, pero sus tentáculos vibraban y pensó despectivo que el muy idiota se llevaría una sorpresa cuando intentara revelar aquellas fotos.
El hombre se marchó al cabo de un rato y durante largo tiempo oyó que los otros hacían algo a lo lejos. También ese ruido se fue perdiendo lentamente.
Coeurl se quedó tumbado, esperando, mientras sentía que el silencio se extendía por la nave. Mucho tiempo antes, antes del alba de la inmortalidad, los coeurls también habían dormido de noche. Lo había recordado el día anterior, cuando vio a algunos hombres dando una cabezada. Por fin, la vibración de dos pares de pies fue la única frecuencia humana que registraron sus tentáculos auditivos.
Escuchó el sonido de los dos centinelas. El primero caminaba lentamente junto a la puerta de la jaula. Unos metros después, venía el otro. Coeurl podía sentir que los dos hombres estaban alerta. Sabía que nunca podría sorprenderlos aunque caminaran por separado. Aquello significaba que tendría que ser doblemente precavido.
Volvieron quince minutos después. En el momento en que pasaron puso en funcionamiento sus sentidos hasta el grado más alto. La violencia latente de los motores atómicos comenzó a susurrarle su historia en el cerebro. Las dinamos eléctricas zumbaron su canción de energía pura. Sintió el susurro de la corriente, que recorría los cables de las paredes de su jaula y en la cerradura eléctrica de la puerta. Forzó su tembloroso cuerpo a una tensa inmovilidad mientras trataba de sintonizar aquella sibilante tormenta de energía. De repente, los tentáculos de sus orejas vibraron en armonía. Captó el cambio repentino de aquella onda de fuerza.
Hubo un chasquido de metal contra metal. Con un suave roce de un tentáculo, Coeurl abrió la puerta y salió al pasillo débilmente iluminado.
Durante un momento sintió desprecio, superioridad ante aquellas estúpidas criaturas que se atrevían a medir su inteligencia contra un coeurl. Y en ese momento, pensó súbitamente en los otros coeurls. Un exultante sentido de la raza atravesó su ser; el odio de siglos de despiadada competición remitió ante el orgullo de sentirse parte de los futuros conquistadores de todo el espacio.
De repente, se sintió abrumado por sus limitaciones, por su necesidad de otros coeurls, por su soledad… uno contra cien, con la eternidad en juego. El universo mismo sería la meta de su rapacidad, de su ilimitada ambición. Si fallaba, no habría otra oportunidad. No tendría tiempo de revivir la maquinaria e intentar resolver el secreto del viaje espacial.
Avanzó con cautela por el salón, recorrió los pasillos y llegó a la puerta del primer dormitorio. Estaba entreabierta. Una rápida sincronización de sus músculos, el chasquido de un tentáculo que agarraba la garganta de un hombre dormido y la cabeza sin vida se agitó locamente. El cuerpo se retorció una sola vez.
Siete dormitorios; siete hombres muertos. Fue al saborear el séptimo asesinato lo que le propició un irrefrenable deseo de matar, de recuperar un hábito de milenios por destruir todo lo que contuviera el precioso id.
Cuando el duodécimo hombre se sumergía convulsivamente en la muerte, Coeurl salió de la alegría sensual de la caza al oír pasos.
No estaban cerca… eso fue lo que hizo que oleadas de miedo cayesen sobre el caos en que, de pronto, se había convertido su cerebro.
Los centinelas se acercaban a la jaula donde le habían mantenido prisionero. Dentro de un instante, el primer hombre vería la puerta abierta y haría sonar la alarma.
Coeurl se aferró a los restos de su razón. Con frenética velocidad, sin preocuparse ya de hacer ruido, corrió a lo largo del pasillo de los dormitorios y llegó a la sala. Salió al siguiente pasillo, estremeciéndose por anticipado ante la llama atómica que temía sentir en la cara.
Los dos hombres estaban juntos, uno al lado del otro. Por un instante, Coeurl apenas pudo creer en su buena suerte. El segundo centinela había corrido como un tonto cuando había visto que el primero se detenía ante la puerta abierta. Alzaron la vista, paralizados ante la pesadilla de zarpas y tentáculos, la feroz cabeza gatuna y los ojos cargados de odio.
El primer hombre trató de sacar su pistola, pero el segundo, paralizado por el destino que se cebaba en él, emitió un grito de horror, que se multiplicó por los pasillos y terminó en un extraño gemido cuando Coeurl arrojó los dos cadáveres, con un movimiento irresistible, hasta el otro extremo del pasillo. No quería que encontraran los cuerpos cerca de la jaula. Ésa era su única esperanza.
Estremeciéndose de arriba a abajo, consciente del terrible error que había cometido, incapaz de pensar coherentemente, volvió a entrar en la jaula. La puerta se cerró con un suave clic tras él. La energía fluyó a través de la cerradura eléctrica.
Se acurrucó tenso, simulando dormir, mientras oía el sonido de muchos pies corriendo y captaba la vibración de muchas voces excitadas. Notó que alguien conectaba el audioscopio de la jaula y miraba al interior. Dentro de unos instantes descubrirían los cadáveres.
—¡Siedel muerto! —dijo Morton, anonadado—. ¿Qué vamos a hacer sin Siedel? ¡Y Breckenridge! Y Coulter y… ¡Es horrible!
Se cubrió la cara con las manos, pero sólo por un instante. Alzó la cabeza sombrío, la mandíbula firme, mientras miraba las caras ceñudas que le rodeaban.
—Si alguien tiene alguna explicación, que lo diga.
—¡La locura del espacio!
—Ya he pensado en eso. Pero hace cincuenta años que no se da un caso. El doctor Eggert nos examinará a todos, naturalmente. Ya está examinando a los cuerpos pensando en esa posibilidad.
Mientras decía esto, vio que el médico entraba por la puerta. Los hombres se apartaron para dejarle paso.
—Le he oído, comandante —dijo el doctor Eggert—, y creo que puedo decirle ahora mismo que la teoría de la locura del espacio queda descartada. Las gargantas de esos hombres han sido convertidas en gelatina. Ningún ser humano podría haber ejercido tanta fuerza sin usar una máquina.
Morton vio que los ojos del médico continuaban mirando el pasillo.
—No tiene sentido sospechar del gato, doctor —dijo, moviendo la cabeza—. Está en la jaula, moviéndose de un lado para otro. Obviamente ha oído el ajetreo y… ¡por todos los santos, no podemos sospechar de él! Esa jaula fue construida para contener literalmente cualquier cosa… Son cuatro pulgadas de microacero, y no hay ni un solo rasguño en la puerta. Kent, ni siquiera usted podrá decir que le matemos basándonos en la sospecha, porque aquí no cabe sospecha de ningún tipo, a menos que nos encontremos con una nueva ciencia más allá de lo que podamos imaginar.
—Al contrario —dijo Smith llanamente—, tenemos todas las evidencias que necesitamos. Utilicé el teleflúor con el gato. Ya sabe, el aparato que tenemos encima de la jaula. Intenté sacar algunas fotos. Salieron veladas. Pero el gato saltó cuando conecté el teleflúor, como si sintiera las vibraciones.
—¿Recuerdan lo que dijo Gourlay? Aparentemente, esta bestia puede recibir y enviar vibraciones de cualquier longitud de onda. La manera como neutralizó la energía del arma de Kent es la prueba definitiva de que tiene una habilidad especial para interferir la energía.
—En nombre de todos los infiernos, ¿qué es lo que tenemos aquí? —rugió uno de los hombres—. ¡Si puede controlar ese poder y emitir cualquier vibración, nada podrá impedir que nos mate a todos!
—Lo cual prueba —dijo Morton—, que no es invencible, o lo habría hecho hace tiempo.
Se dirigió deliberadamente al mecanismo que controlaba la jaula de la prisión.
—¡No va a abrir usted esa puerta! —jadeó Kent, buscando su arma.
—No, pero si acciono este interruptor, la corriente que circulará por el suelo electrocutará a cualquiera que esté dentro. Nunca hemos tenido que utilizarlo antes, así que posiblemente lo han olvidado ustedes.
Accionó el interruptor. Una chispa azul brotó del metal y una hilera de fusibles estalló con un estampido.
Morton frunció el ceño.
—Es curioso. ¡Estos fusibles no tendrían que haberse fundido! Ahora ni siquiera podemos mirar dentro de la jaula. También se ha estropeado el audio.
—Si el gato puede interferir la cerradura eléctrica lo suficiente para abrir la puerta —dijo Smith—, entonces es probable que se haya dado cuenta del posible peligro y haya podido anularlo cuando ha conectado usted el interruptor.
—¡Al menos, eso demuestra que es vulnerable a nuestras energías! —Sonrió Morton con una mueca—. Porque las ha dejado inservibles. Lo importante es que le tenemos detrás de cuatro pulgadas del metal más duro. En el peor de los casos podemos abrir la puerta y matarle con los rayos. Pero primero creo que deberíamos tratar de utilizar los cables de energía del teleflúor…
Un ruido procedente del interior de la jaula interrumpió sus palabras. Un cuerpo pesado se arrojó contra la pared, seguido de un golpe sordo.
—¡Sabe lo que intentamos hacer! —le dijo Smith a Morton—. Y apostaría a que está muy nervioso. ¡Ha sido un estúpido al volver a la jaula y ahora se da cuenta!
La tensión cedía; los hombres sonreían nerviosamente. Alguno incluso soltó una risita ante el cuadro que Smith había hecho del desconcierto del monstruo.
—Lo que me gustaría saber —dijo Pennons, el ingeniero—, es por qué el registrador del teleflúor ha oscilado y marcado el máximo de energía cuando el gato ha hecho ese ruido. ¡Lo tengo aquí, bajo mi nariz, y el dial saltó como un resorte!
El silencio reinó dentro y fuera de la jaula.
—Tal vez eso signifique que va a salir —dijo Morton—. Todo el mundo atrás, y tengan las armas preparadas. Ese gatito ha sido un estúpido al creer que podría vencer a un centenar de hombres, pero es, con diferencia, la criatura más formidable de todo el sistema galáctico. Preferirá salir por esa puerta antes de morir como una rata. Y es capaz de llevarse a algunos de nosotros por delante… si no tenemos cuidado.
Los hombres retrocedieron, convertidos en un solo cuerpo.
—Es curioso —dijo uno—, me ha parecido oír el ascensor…
—¿El ascensor? —repitió Morton—. ¿Está seguro?
—Lo estuve por un momento —dudó el hombre—. Estábamos moviéndonos todos y…
—Lleve a alguien con usted y vayan a ver. Traigan aquí a quien se atreva a ir por ahí solo…
Hubo una terrible sacudida cuando el gigantesco corpachón de la nave se inclinó bajo sus pies. Morton cayó al suelo con una violencia aturdidora. Luchó por recobrar la consciencia. Otros hombres yacían a su alrededor.
—¿Quién demonios ha puesto esos motores en marcha? —gritó.
La espantosa aceleración continuaba. Arrastrando los pies con un terrible esfuerzo, se acercó al audioscopio más cercano y apretó el número de la sala de máquinas. La imagen que apareció en la pantalla le hizo dar un grito.
—¡Es el gato! ¡Está en la sala de máquinas… y nos dirigimos al espacio!
La pantalla se apagó mientras hablaba y ya no pudo ver más.
Fue Morton quien se precipitó primero hacia la sala donde se guardaban los trajes espaciales. Después de colocarse tambaleante el suyo, anuló los efectos de la torturante aceleración y llevó los otros trajes a los hombres semiinconscientes. Instantes después, le ayudaban otros hombres. Y luego ya sólo fue cuestión de minutos antes de que todos estuvieran enfundados en metalita, con los motores antiaceleración a media marcha.
Después de mirar en la jaula, Morton abrió la puerta y vio que en la pared trasera había un agujero abierto en el metal, que aparecía retorcido y con varios bordes dentados. El agujero daba a otro corredor.
—Juro que eso es imposible —susurró Pennons—. El martillo de diez toneladas del taller no podría hacer más que una muesca de un solo golpe en cuatro pulgadas de microacero… y no oímos más que uno. Un desintegrador atómico tardaría por lo menos un minuto en hacer eso. Morton, ¡nos enfrentamos a un superser!
Morton vio que Smith examinaba el agujero.
—¡Si Breckenridge no hubiera muerto! —exclamó el biólogo—. Nos hace falta un metalúrgico que explique esto. ¡Miren!
Tocó el borde roto del metal. Un pedazo se le quedó en el dedo y cayó al suelo reducido a una fina lluvia de polvo. Morton advirtió entonces que había un pequeño montón de polvo y desechos metálicos.
—Tiene razón —asintió Morton—. No hay nada de magia en todo esto. El monstruo usó sus poderes especiales para interferir en las tensiones electrónicas que sustentan el metal. Eso explicaría también la oscilación del cable de energía del teleflúor que advirtió Pennos. Esa cosa usó la energía de su cuerpo como transformador, atravesó la pared, siguió el corredor hasta los ascensores y llegó a la sala de máquinas.
—Mientras tanto, comandante —dijo suavemente Kent—, nos encontramos ante un superser que controla la nave, domina completamente la sala de máquinas, su energía es casi ilimitada, y es dueño de la mayor parte de los talleres.
Morton notó el silencio mientras los tripulantes sopesaban las palabras del químico. Su ansiedad era algo tangible, que se reflejaba pesadamente en sus rostros; en cada cara se notaba que aquél era un momento crucial en sus vidas: su existencia estaba en juego, y tal vez mucho más. Morton expresó los pensamientos de todos.
—¿Y si nos vence? Es completamente despiadado, y probablemente se ha dado cuenta que tiene a su alcance un poder galáctico.
—Kent se equivoca —intervino el navegante jefe—. Esa cosa no domina la sala de máquinas. Aún tenemos la sala de mando, y eso nos da el control primario de todas las máquinas. Puede que no conozcan ustedes los dispositivos mecánicos que tenemos. Pero aunque eventualmente pueda desconectarnos, nosotros podemos desconectar en el acto todos los interruptores de la sala de máquinas. Comandante, ¿por qué no cortó usted la corriente en vez de ponernos los trajes espaciales? Al menos, podría haber ajustado la nave a la aceleración.
—Por dos razones: individualmente, estamos más seguros dentro del campo de fuerza de nuestros trajes. Y no podemos arriesgarnos a perder nuestra ventaja en un momento de pánico.
—¿Qué otras ventajas tenemos?
—Sabemos algunas cosas de él —replicó Morton—. Y ahora mismo vamos a hacer una prueba. Pennons, ponga cinco hombres en cada una de las entradas de la sala de máquinas. Usen desintegradores atómicos para abrir las puertas. Me he dado cuenta de que están todas cerradas. Se ha encerrado dentro.
»Selenski, suba a la sala de control y desconéctelo todo, menos los motores. Conéctelos con el interruptor principal y córtelos todos a la vez. Una cosa: deje la aceleración al máximo. No debe aplicarse antiaceleración a la nave, ¿comprendido?
—¡Sí, señor! —saludó el piloto.
—E infórmeme por los comunicadores si alguna de las máquinas vuelve a ponerse en marcha. —Se volvió hacia los demás hombres—. Voy a dirigir el grupo principal. Kent, tome usted el segundo. Smith, el tercero, y Pennons el cuarto. Vamos a averiguar si nos enfrentamos con una ciencia ilimitada o con una criatura limitada como cualquiera de nosotros. Apuesto por esto último.
Morton tuvo la sensación de que caminaba sin fin mientras se movía, gigantesco dentro de su armadura transparente, a lo largo del brillante tubo de metal que era el pasillo principal que conducía a la sala de máquinas. La lógica le decía que la criatura ya había demostrado tener pies de barro, aunque sentía que era invencible.
Habló por el comunicador.
—No tiene sentido disimular nuestro ataque. Probablemente es capaz de oír la caída de un alfiler. Ajusten sus unidades. No lleva el tiempo suficiente en la sala de máquinas como para poder hacer nada.
»No podemos permitirnos fallar ahora, antes de que tenga tiempo de prepararse. Pero, aparte de la posibilidad de que podamos destruirle inmediatamente, tengo una teoría.
»Más o menos es la siguiente: las puertas han sido construidas para poder soportar explosiones atómicas accidentales, y los desintegradores necesitarán al menos quince minutos para derribarlas. Durante ese período, el monstruo no dispondrá de energía. El motor, desde luego, estará en marcha, pero es una pura explosión atómica. Mi teoría es que no puede tocar cosas así. En unos minutos verán ustedes lo que quiero decir… espero.
Su voz se tornó crispada.
—¿Listo, Selensky?
—Listo.
—¡Corte el interruptor principal!
El pasillo (toda la nave, en realidad) quedó sumido en la oscuridad. Morton encendió la luz de su traje espacial. Los demás hicieron lo mismo. Sus rostros estaban pálidos y demacrados.
—¡Disparen! —rugió Morton a través del comunicador.
Los desintegradores zumbaron y entonces la pura llama atómica se cebó en el duro metal de la puerta. La primera gota de metal fundido empezó a resbalar lentamente, no hacia abajo, sino hacia arriba. La segunda fue más normal y siguió un tembloroso curso hacia abajo. La tercera rodó hacia ambos lados, pues se trataba de fuerza pura, no sujeta a la gravitación. Otras gotas las siguieron, hasta que una docena de rastros se esparció lentamente en todas direcciones. Eran gotas de fuego, brillantes como esmeraldas, vivas con la furia de los átomos torturados, y corriendo a ciegas, locamente.
Los minutos pasaron con la lentitud del ácido. Por fin, Morton preguntó roncamente:
—¿Selensky?
—Todavía nada, comandante.
—¡Pero debe de estar haciendo algo! —murmuró Morton—. ¡No puede estar esperando ahí dentro como una rata acorralada! ¿Selensky?
—Nada, comandante.
Pasaron siete minutos, ocho, doce.
—¡Comandante! —Era la voz de Selensky, preocupada—. ¡Ha puesto en funcionamiento la dinamo eléctrica!
Morton inspiró profundamente y oyó que uno de sus hombres decía:
—Es curioso. No podemos profundizar más. Jefe, eche un vistazo a esto.
Morton miró. Los arroyos tintineantes se habían congelado. La ferocidad de los desintegradores luchaba en vano contra un metal que se había vuelto de pronto invulnerable.
Morton suspiró.
—Nuestra prueba se acabó. Que dos hombres vigilen cada pasillo. Los demás, a la sala de control.
Pocos minutos después, se sentó ante el gran tablero de control.
—Hasta el momento, nuestra prueba ha sido un éxito. Sabemos que de todos los aparatos de la sala de máquinas, el más importante para el monstruo es la dinamo eléctrica. Tiene que haber trabajado lleno de terror mientras estábamos intentando abrir las puertas.
—Por supuesto, es fácil ver lo que hizo —dijo Pennons—. En cuanto dispuso de energía, incrementó las tensiones electrónicas de la puerta al grado máximo.
—Lo importante es que trabaja con vibraciones y que tiene que tomar la energía del exterior —intervino Smith—. No puede manejar la energía atómica en su forma pura, porque no es una vibración.
—En mi opinión, lo principal es que nos ha detenido en seco —dijo Kent sombríamente—. ¿De qué nos sirve saber que su control sobre las vibraciones fue lo que lo hizo? Si no podemos atravesar esas puertas con nuestros desintegradores atómicos, estamos acabados.
Morton sacudió la cabeza.
—Acabados, no. Pero tenemos que preparar un plan. Primero, pondré en marcha los motores. Le será más difícil controlarlos cuando estén funcionando.
Conectó el interruptor principal. Se oyó un zumbido y docenas de máquinas cobraron vida en la sala situada debajo. Los ruidos se apagaron al convertirse en una vibración de energía.
Tres horas más tarde, Morton se movía de un lado a otro ante sus hombres reunidos en el salón. Estaba despeinado y la típica palidez espacial de su rostro quedaba realzada por la agresividad de su mandíbula. Cuando habló, su voz profunda tenía un tono brusco.
—Para asegurarnos de que nuestros planes están perfectamente coordinados, voy a pedir a cada uno de los expertos que relate su parte en el ataque a esa criatura. Primero Pennons.
Pennons se levantó de inmediato. No era un hombre grande, pero lo parecía, tal vez por su aire de superioridad. Morton le había oído hablar del desarrollo de la maquinaria a través de su evolución, desde el simple juguete a los complicadísimos instrumentos modernos. Había estudiado el desarrollo de la maquinaria en un centenar de planetas, y no había nada que no supiera sobre ellas. Pennons podía hablar horas y horas sin haber tocado apenas la materia. Por eso fue extraño oírle decir brevemente:
—Hemos instalado un relé en la sala de control que pondrá en marcha y parará rítmicamente todos los motores. La palanca de conexión funcionará cien veces por segundo, y el efecto será crear todo tipo de vibraciones. Es posible que alguna de las máquinas acabe estallando, por el principio de los soldados al cruzar un puente marcando el paso. Sin duda conocen ustedes la historia. Pero en mi opinión no hay peligro auténtico de que un metal tan duro se rompa. El propósito principal es, simplemente, interceptar la interferencia de la criatura y derribar las puertas.
—A continuación, Gourlay —dijo Morton.
Gourlay se puso perezosamente en pie. Parecía soñoliento, como si todo el proceso le aburriera, aunque Morton sabía que le gustaba que la gente pensase que era un vago, que no servía para nada, que pasaba los días durmiendo. Era ingeniero jefe de comunicaciones, pero sus conocimientos se extendían hasta el campo vibratorio y era posiblemente, con la excepción de Kent, el pensador más rápido de toda la nave. Morton advirtió que cuando habló lo hizo con voz lenta, con aquel tono deliberado que tenía un efecto calmante sobre los hombres: las caras ansiosas se relajaron, los cuerpos se echaron hacia atrás, más relajados.
—Hemos instalado pantallas de vibración de fuerza pura que detendrán todo lo que emita. Funcionan por el principio de reflexión, de forma que todo lo que emita será reflejado de vuelta. Además, tenemos gran cantidad de energía eléctrica en reserva, que podremos transmitirle a través de conductores móviles de cobre. Tiene que haber un límite en su capacidad para manejar energía con esos nervios aislados que tiene.
—¡Selensky! —llamó Morton.
El piloto jefe estaba ya de pie, como si hubiera anticipado la llamada de Morton. Los nervios de aquel hombre, reflexionó Morton, tenían una firmeza pétrea que era el primer requisito necesario para poder controlar los movimientos de una nave; sin embargo, esa misma firmeza parecía dinamita dispuesta a explotar a voluntad de su poseedor. No era un hombre de grandes conocimientos, pero «reaccionaba» a los estímulos con tanta rapidez que siempre parecía estar anticipándose a todo.
—La impresión que tengo del plan es que tiene que ser acumulativo. En cuanto la criatura crea que no puede soportar más, ocurrirá otra cosa que aumentará su confusión. Cuando la tensión esté en su punto culminante, tengo que cortar los antiaceleradores. El comandante cree, junto con Gurnie Lester, que esta criatura no sabrá nada de la antiaceleración. Es un desarrollo puro y simple del vuelo interestelar, y no puede haber sido desarrollado de otra forma. Creemos que cuando la criatura sienta los primeros efectos de la antiaceleración (recuerden la sensación de vacío que experimentaron el primer mes), no sabrá qué hacer o pensar.
—Korita.
—Sólo puedo ofrecerles mi ánimo —dijo el arqueólogo—, en base a mi teoría de que el monstruo tiene todas las características de los criminales de las primeras eras de todas las civilizaciones, complicadas con una aparente regresión al estado primitivo. Smith sugiere que su conocimiento de la ciencia es asombroso, y eso podría significar que estamos tratando con un habitante verdadero y no un descendiente de los pobladores de la ciudad muerta que hemos visitado. Esto implicaría que nuestro enemigo es prácticamente inmortal, una posibilidad que en parte se apoya en su habilidad para respirar oxígeno y cloro, o nada. Pero eso no tiene ninguna importancia. Procede de una era determinada de su civilización, y ha degenerado tanto que sus ideas son meros recuerdos de aquella época.
»A pesar de todos los poderes de su cuerpo, perdió la cabeza en el ascensor la primera vez, hasta que recordó. Se colocó en una situación que le obligó a revelar sus poderes especiales contra las vibraciones. Hace unas pocas horas cometió todos esos asesinatos en masa. Todo esto se debe a la baja astucia de las mentes egoístas y primitivas que tienen poca o ninguna concepción de la vasta organización con la que se enfrenta.
»Es como el antiguo soldado germano, que se sentía superior al erudito romano, aunque éste formaba parte de una poderosa civilización ante la que los germanos de aquella época se maravillaban.
»Me dirán que el saqueo de Roma por los germanos poco después va en contra de mi argumento; sin embargo, los historiadores modernos están de acuerdo en que el «saqueo» fue un accidente histórico, y no historia en el sentido auténtico de la palabra. El movimiento de los «pueblos del mar», que se lanzaron contra la civilización egipcia desde el 1400 antes de Cristo sólo tuvo éxito en lo que se refiere a la isla de Creta…, sus poderosas expediciones contra las costas de Libia y Fenicia, acompañadas por las flotas vikingas, fracasaron igual que las de los hunos contra el Imperio Chino. En cualquier caso, Roma habría sido abandonada. La antigua y gloriosa Samarra quedó desolada en el siglo diez; Patali-putra, la gran capital de Asoka, era una enorme extensión de casas deshabitadas cuando el viajero chino Hsinan-tang la visitó hacia el 635 de nuestra era.
»Nos encontramos, por tanto, ante un ser primitivo, que ahora está en el espacio, completamente apartado de su hábitat natural. Digo que entremos y venzamos.
—Puede que usted hable del saqueo de Roma como un accidente —gruñó uno de los hombres—, y que ese ser es primitivo, pero los hechos son los hechos. Me parece que Roma está a punto de caer, y no será un primitivo quien lo haga. Esa cosa es peligrosa.
Morton sonrió al tripulante con una mueca.
—Ya lo veremos… ¡ahora mismo!
Coeurl trabajaba como un esclavo en la deslumbrante brillantez del gigantesco taller. La nave de doce metros y con forma de cigarro estaba ya casi terminada. Con un gruñido de esfuerzo, completó la laboriosa instalación de los motores y se detuvo a contemplar su nave.
El interior, visible a través de una apertura en el casco, era dolorosamente pequeño. No había sitio más que para los motores… y un estrecho espacio para él.
Volvió frenéticamente al trabajo al oír que los hombres se aproximaban y notar el cambio repentino del tronar de los motores: un zumbido rítmico que se conectaba y se desconectaba, agudo, estridente, más estremecedor que el ronco golpeteo que la había precedido. De repente, los desintegradores volvieron a golpear las grandes puertas.
Luchó contra ellos, pero sin apartarse de su tarea. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron mientras cargaba herramientas, máquinas e instrumentos y los introducía en su nave. No había tiempo para colocar nada en su sitio, no había tiempo para nada, no había tiempo… no había tiempo.
El pensamiento nublaba su razón. Se sintió extrañamente cansado por primera vez en su larga y vigorosa existencia. Con un último esfuerzo, colocó la gigantesca placa de metal en la abertura de la nave y se quedó allí durante un terrible minuto, balanceándose precariamente.
Sabía que las puertas iban a caer. Media docena de desintegradores concentrados sobre un punto devoraban irresistiblemente los pocos centímetros restantes. Concentró su atención en la pared exterior, de un metro de espesor, hacia la que apuntaba la proa de su nave.
Su cuerpo se estremeció por la energía que fluía de la dinamo eléctrica. Los tentáculos de sus orejas apuntaban hacia la pared que resistía. Todo su interior ardía, y sabía que estaba peligrosamente cerca del límite.
Y seguía allí, estremeciéndose de dolor, sosteniendo la plancha de metal con los tentáculos crispados. La enorme cabeza apuntaba hacia la pared, fascinado por la resistencia que le ofrecía.
Oyó que una de las puertas caía. Los hombres gritaron. Los desintegradores avanzaron, su energía era libre por completo. Coeurl oyó sisear el suelo de la sala de máquinas, protestando cuando los rayos atómicos se abrieron paso. Las máquinas se acercaron más; las siguieron pisadas cautelosas. Dentro de un momento estarían ante las puertas que separaban la sala de motores del taller.
De pronto, Coeurl se sintió satisfecho. Con un rugido de odio y un brillo de triunfo en sus ojos salvajes, saltó hacia su nave y colocó en su lugar la plancha de metal como si fuera una compuerta.
Los tentáculos de sus oídos zumbaron mientras reblandecía los bordes del metal sobrante. En un instante, la placa estuvo más que soldada, era parte de su nave, una parte del conjunto compuesto por metal opaco excepto dos zonas transparentes, delante y detrás.
Uno de sus tentáculos agarró la palanca de energía casi con ternura. La frágil máquina se lanzó hacia adelante, hacia la gran pared exterior de los talleres de la nave. La proa la tocó y la pared se disolvió convertida en una reluciente lluvia de polvo.
Coeurl sintió el movimiento retardado y luego la proa de la máquina salió al frío del espacio, se volvió y se lanzó en la dirección de donde la gran nave había venido horas antes.
Los hombres vestidos con las armaduras espaciales se asomaron a la abertura. Poco a poco iban haciéndose más pequeños. Luego desaparecieron y sólo quedó la nave con sus mil portillas iluminadas. La esfera se encogió increíblemente, demasiado pequeña para que fuera ya visible.
Casi frente a él, Coeurl vio una tenue y diminuta luz rojiza. Advirtió que era su propio sol. Se dirigió hacia él a toda velocidad. Allí habría cuevas donde podría esconderse y construir junto con otros coeurls una nave con la que pudieran explorar otros planetas, pues ahora sabía cómo hacerlo.
El cuerpo le dolía por la agonía de la aceleración, pero no se atrevía a frenar. Miró hacia atrás, temeroso. El globo seguía allí, un puntito de luz en la inmensa negrura del espacio. Súbitamente parpadeó y desapareció.
Durante un breve instante tuvo la inquietante impresión de que, antes de desaparecer, se había movido. Pero no podía ver nada. No podía evitar pensar que habían apagado las luces y le seguían en la oscuridad. Preocupado e inseguro, miró a través de la placa transparente de delante.
Un temblor de inquietud se apoderó de él. El sol al que se dirigía no se hacía más grande. Se hacía más pequeño a cada instante. Durante los siguientes cinco minutos se redujo de tamaño, convertido en un punto rojo en el cielo, y desapareció como la nave.
El miedo barrió su ser y le llenó de una sensación desconocida. Miró frenéticamente el espacio, buscando algún punto de referencia. Pero en el espacio sólo brillaban las remotas estrellas, puntos inmóviles contra un fondo aterciopelado de inconmensurable distancia.
¡Un momento! Uno de los puntos se hacía más grande. Con todos los músculos en tensión, Coeurl vio que el punto se convertía en una bola de luz roja que se hacía cada vez más grande. De repente, la luz titiló y se volvió blanca. Y allí, ante él, con todas las luces brillando por cada portilla, estaba la gran nave espacial, que había desaparecido a su espalda pocos minutos antes.
Algo le ocurrió a Coeurl en ese momento. Su cerebro giraba como una noria, cada vez más rápido, más incoherente. De repente, la noria se rompió en un millón de fragmentos dolorosos. Los ojos casi se le salieron de las órbitas y, como un animal enloquecido, descargó toda su furia contra su pequeña nave.
Sus tentáculos agarraron los preciosos instrumentos y los despedazaron insensatamente. Sus garras aplastaron llenas de furia las paredes de la nave. Finalmente, en un último destello de cordura, supo que no podría soportar el inevitable fuego de los desintegradores atómicos.
Era fácil crear la violenta desorganización que liberaría hasta la última gota de id de sus órganos vitales.
Le encontraron muerto en medio de un pequeño charco de fósforo.
—Pobre gato —dijo Morton—. Me pregunto qué pensó cuando nos vio aparecer ante él, después de que desapareciera su sol. Al no saber nada de los antiaceleradores, no pudo saber que podíamos detenernos en seco en el espacio, mientras que él necesitaría más de tres horas para desacelerar. Mientras tanto, se alejaba más y más del lugar al que quería ir. No pudo saber que al pararnos pasamos a su lado a millones de kilómetros por segundo. Naturalmente, no tenía la menor oportunidad desde el momento en que abandonó nuestra nave. El universo entero tuvo que parecerle trastornado.
—¡Dejémonos de compasiones! —Oyó que decía Kent tras él—. Tenemos trabajo… hemos de matar a todos los gatos de ese miserable mundo.
—Eso será fácil —murmuró Korita suavemente—. No son más que criaturas primitivas. No tenemos más que esperar sentados y vendrán a nosotros, esperando engañarnos astutamente.
—¡Me ponen ustedes enfermo! —estalló Smith—. El gato ha sido el tipo más duro con el que nos hemos enfrentado. Tenía todo lo necesario para derrotarnos…
Morton sonrió mientras Korita interrumpía suavemente.
—Exactamente, mi querido Smith, excepto que reaccionaba siguiendo los impulsos biológicos de su tipo. Su derrota estuvo escrita desde el momento en que le catalogamos, inequívocamente, como criminal de una cierta era de su civilización —añadió el arqueólogo japonés, con la antigua cortesía de su raza—. Fue la historia, honorable señor Smith, nuestro conocimiento de la historia lo que le derrotó.