Agatha Christie: Testigo de cargo

Agatha Christie - Testigo de cargo

En «Testigo de cargo», cuento de Agatha Christie, se narra un homicidio. Mister Mayherne, un abogado detallista y experimentado, se ve enfrentado al desafío de defender a Leonardo Vole, el único acusado. Vole, un joven aparentemente sincero, está envuelto en una compleja red de sospechas y pruebas circunstanciales tras el asesinato de la señora Emilia French, una anciana adinerada. Aunque Mayherne confía en la inocencia de su cliente, el principal obstáculo es la falta de pruebas que lo exculpen. No obstante, surge una esperanza cuando Vole asegura que su esposa, Romaine Heilger, puede confirmar que él estaba en casa al momento del crimen. ¿Testificará la Sra. Vole en favor de su esposo para salvarlo de la condena?

Agatha Christie - Testigo de cargo

Testigo de cargo

Agatha Christie
(Cuento completo)

El señor Mayherne se ajustó los lentes de pinza mientras aclaraba su garganta con su tosecilla seca tan característica en él. Luego volvióse a mirar de nuevo al hombre que tenía ante sí, un hombre acusado de homicidio voluntario.

El señor Mayherne era un hombrecillo menudo, de ademanes precisos, pulcro, por no decir afectado, en su modo de vestir, y con unos ojos grises de mirada astuta. No tenía un pelo de tonto; muy al contrario, era un abogado de gran prestigio. Su voz, cuando se dirigió a su cliente, fue seca, pero no antipática.

—Debo insistir y repetirle que se encuentra en grave peligro, y por ello es necesaria la mayor franqueza.

Leonardo Vole, que había estado mirando sin ver la pared que tenía frente a él, volvió sus ojos hacia el abogado.

—Lo sé —dijo con desaliento—. Usted no cesa de decírmelo. Pero todavía no puedo comprender que se me acuse de un crimen… un crimen. Y además de un crimen tan cobarde.

El señor Mayherne era un hombre práctico y poco impresionable. Volviendo a carraspear, se quitó los lentes, y después de limpiarlos cuidadosamente los colocó de nuevo sobre el puente de su nariz.

—Sí, sí, sí —dijo al fin—. Ahora, mi querido señor Vole, vamos a realizar un esfuerzo por salvarle… y lo conseguiremos… lo conseguiremos. Pero debo conocer todos los hechos. Tengo que saber hasta qué punto se halla usted comprometido. Entonces podremos determinar la mejor línea de defensa.

El joven continuó mirándolo con expresión de desaliento. Al señor Mayherne le había parecido el caso bastante negro, y segura la culpabilidad del detenido; ahora, por primera vez, dudaba.

—Usted me cree culpable —dijo Leonardo Vole en voz baja—. ¡Pero por Dios le juro que no lo soy! Comprendo que todo está contra mí. Soy como un hombre aprisionado en una red… cuyas mallas me van rodeando más y más, me vuelva hacia donde me vuelva. ¡Pero no fui yo, señor Mayherne, no fui yo!

En semejante posición un hombre ha de gritar su inocencia. Eso lo sabía el señor Mayherne. Sin embargo, a pesar suyo, estaba impresionado. Después de todo, ¿y si Leonardo Vole fuese inocente?

—Tiene usted razón, señor Vole —le dijo en tono grave—. Este caso se presenta muy negro para usted. Sin embargo, acepto sus protestas de inocencia. Ahora, pasemos a los hechos. Quiero que me diga exactamente, y a su modo, cómo conoció a la señorita Emilia French.

—La conocí un día en la calle Oxford. Vi a una señora anciana que cruzaba la calle cargada de paquetes, y cuando estuvo en medio se le cayeron y al tratar de recogerlos casi la aplasta un autobús. Solo tuvo tiempo de llegar a salvo a la acera, aturdida por los gritos de la gente. Yo recogí sus paquetes, les limpié el barro como pude y regresé a su lado para devolvérselos.

—¿Pero usted no le salvó la vida?

—¡Oh, no, pobre de mí! Todo lo que hice fue realizar un simple acto de cortesía. Ella se mostró muy agradecida y me dio las gracias calurosamente, diciendo que mis modales no eran como los de la mayoría de jóvenes en la actual generación… no recuerdo las palabras exactas. Entonces me despedí quitándome el sombrero y me marché. No esperaba volverla a ver nunca, pero la vida está llena de coincidencias. Aquella misma noche la encontré en una fiesta que daba un amigo mío en su casa. Me reconoció en el acto e hizo que nos presentara. Entonces supe que era la señorita Emilia French y que vivía en Cricklewood. Estuve hablando con ella un buen rato. Imaginé que se trataba de una de esas ancianas que sienten simpatías repentinas por las personas, lo que le había ocurrido conmigo por haber realizado una acción bien sencilla y que cualquiera hubiese llevado a cabo. Al marcharse me estrechó la mano cariñosamente y me rogó que fuera a visitarla. Yo, como es natural, repuse que con mucho gusto, y me instigó para que fijara un día. No tenía el menor deseo de ir, pero el rehusar hubiera parecido descortesía y quedé en ir al sábado siguiente. Cuando se hubo marchado, supe algunas cosas de ella por mis amigos… que era rica, excéntrica, que vivía sola con una doncella y que tenía ocho gatos por lo menos.

—Ya —exclamó el señor Mayherne—. ¿De modo que la cuestión de su posición económica surgió tan pronto?

—Si quiere usted insinuar que yo hice averiguaciones… —comenzó a decir Leonardo Vole con calor, mas el abogado le detuvo con un gesto.

—Tengo que ver cómo se presenta el caso para la otra parte. Un observador vulgar no hubiera supuesto que la señorita French tuviera medios económicos. Vivía pobremente, casi miserablemente, y a menos que le dijeran lo contrario, usted hubiera pensado que era pobre… por lo menos al principio. ¿Quién le dijo que gozaba de buena posición económica?

—Mi amigo Jorge Harvey, en cuya casa se celebraba la fiesta.

—¿Es probable que él lo recuerde?

—No lo sé, la verdad. Claro que ya ha pasado algún tiempo.

—Cierto, señor Vole. Comprenda, el principal interés de la parte fiscal será establecer que usted se encontraba falto de recursos… lo cual es cierto, ¿no es así?

Leonardo Vole enrojeció.

—Sí —dijo con voz apagada—. Desde entonces he tenido una suerte infernal.

—Cierto —repitió el señor Mayherne—. Y estando como digo, falto de recursos económicos, conoció a esta anciana acaudalada y cultivó su amistad asiduamente. Ahora bien, si estuviéramos en posición de poder decir que usted no tenía la menor idea de que era rica, y que la visitó únicamente por pura cortesía…

—Que es la verdad…

—Lo creo. No trato de discutírselo. Lo miro desde el punto de vista externo. Depende mucho de la memoria del señor Harvey. ¿Es probable que recuerde esa conversación? ¿Sí o no? ¿Podríamos convencerlo de que tuvo lugar más tarde?

Leonardo Vole reflexionó unos instantes, y luego dijo con bastante firmeza, pero muy pálido:

—No creo que eso surtiera efecto, señor Mayherne. Varios de los presentes oyeron su comentario, y un par de ellos bromearon diciéndome que había conquistado a una vieja rica.

El abogado procuró esconder su desaliento con un ademán.

—Es una lástima —dijo—. Pero le felicito por su llaneza, señor Vole. Es usted quien debe guiarme, y tiene razón. El seguir la pauta indicada por mí hubiera sido desastroso. Debemos dejar ese punto. Usted conoció a la señorita French, la visitó y su amistad fue progresando. Necesitamos una razón clara para todo esto. ¿Por qué un joven de treinta y tres años, bien parecido, aficionado a los deportes, popular entre sus amigos, dedicó tanto tiempo a una anciana con la que no podía tener nada en común?

Leonardo Vole extendió ambas manos en un gesto de impotencia.

—No sabría decirle… la verdad es que no sabría explicárselo. Después de la primera visita, me instó a que volviera, diciéndome que se sentía sola y desgraciada, y se me hizo difícil negarme. Me demostraba tan abiertamente su simpatía y afecto que me colocaba en una posición violenta. Comprenda, señor Mayherne, tengo un carácter débil…, soy de esas personas que no sabe decir que no. Y me crea usted o no, como prefiera, después de la tercera o cuarta visita descubrí que iba tomándole verdadero afecto. Mi madre falleció cuando era niño, y la tía que me educó murió también antes de que yo cumpliera los quince años. Si le dijera que disfrutaba sinceramente viéndome amparado y mimado, me atrevo a asegurar que usted se reiría.

El señor Mayherne no se rio. En vez de eso, volvió quitarse los lentes para limpiarlos, señal evidente de que estaba reflexionando intensamente.

—Acepto su explicación, señor Vole —dijo por fin—. Creo que es posible psicológicamente. Aunque otro asunto es que un jurado quiera aceptarlo. Por favor continúe. ¿Cuándo le pidió la señorita French que cuidara de sus asuntos?

—Después de mi tercera o cuarta visita. Ella entendía poco de asuntos económicos y estaba preocupada por ciertas inversiones.

El señor Mayherne alzó la cabeza con presteza.

—Tenga cuidado, señor Vole. La doncella, Janet Mackenzie, declara que su ama era una mujer muy entendida en cuestiones de negocios y que llevaba todos sus asuntos personalmente, cosa que ha sido corroborado por el testimonio de sus banqueros.

—No puedo remediarlo —repuso Vole con vehemencia—. Eso es lo que ella me dijo.

El señor Mayherne lo contempló en silencio unos instantes. Aunque no tenía intención de decírselo, en aquellos momentos se robusteció su fe en la inocencia de Leonardo Vole. Conocía algunos aspectos de la mentalidad de ciertas ancianas. Veía a la señorita French entusiasmada con el joven bien parecido, buscando pretextos para atraerlo a su casa. Era más que probable que hubiera fingido ignorancia en cuestiones de negocios y le suplicase que la ayudara en sus asuntos económicos. Ella tendría la bastante experiencia para comprender que cualquier hombre se sentiría halagado por aquella cuestión a su superioridad masculina. Y Leonardo Vole se había sentido halagado. Quizás, tampoco quiso ocultarle que era rica. Emilia French fue siempre una mujer voluntariosa, dispuesta a pagar cualquier precio por lo que deseaba. Todo esto pasó rápidamente por la imaginación del señor Mayherne, pero sin demostrarlo en lo más mínimo. Se dispuso a hacer otra pregunta.

—¿Y usted se ocupó de sus asuntos como ella le pedía?

—Sí.

—Señor Vole —dijo el abogado—. Voy a hacerle una pregunta muy seria, y es de vital importancia que me conteste con la verdad. Usted se encontraba en una difícil situación económica y tenía en sus manos la dirección de los asuntos de una anciana… una anciana que, según su propia declaración, sabía muy poco, o nada, de negocios. ¿Utilizó en alguna ocasión, o en algún asunto, los valores que usted manejaba en beneficio propio? ¿Realizó usted alguna transacción en su provecho pecuniario que no soportaría la luz del día? —Contuvo la respuesta del otro—. Espere un momento antes de responder. Ante nosotros se abren dos caminos a seguir. O bien podemos hacer hincapié en su probidad y honradez al llevar sus asuntos, poniendo de relieve la improbabilidad de que cometiera un crimen para lograr dinero cuando podía haberlo obtenido por medios mucho más sencillos, o bien, por otro lado, hizo algo que pueda ser probado por la parte fiscal… si, hablando claro, puede probarse que usted estafó a esa anciana en algún aspecto, podemos afianzarnos en la línea de defensa de que usted no tuvo motivos para cometer el crimen, puesto que ella representaba ya una renta beneficiosa para usted. ¿Ve la diferencia? Ahora le suplico que se tome tiempo antes de contestar.

Pero Leonardo Vole no necesitó pensarlo.

—Siempre llevé los asuntos de la señorita French con toda honradez y abiertamente. Actué en su interés lo mejor que supe, como podrá averiguar quien se lo proponga.

—Gracias —dijo el señor Mayherne—. Me ha quitado un gran peso de encima. Y le concedo el favor de creerlo demasiado inteligente para mentirme en un asunto de tanta importancia.

—Desde luego —replicó Vole con ansiedad—, el punto más fuerte a mi favor es la falta de motivo. Dando por supuesto que yo cultivara la amistad con una anciana rica con la esperanza de sacarle dinero… cosa que me figuro es en sustancia lo que usted ha estado diciendo… ¿su muerte no hubiera frustrado mis propósitos?

El abogado lo miró de hito en hito, y luego, deliberadamente, repitió la operación de limpiar sus lentes, no hablando hasta haberlos colocado de nuevo sobre su nariz.

—¿No sabe usted, señor Vole, que la señorita French ha dejado un testamento según el cual usted es el principal beneficiario?

—¿Qué? —El detenido se puso en pie de un salto. Su sorpresa era evidente y espontánea—. ¡Dios mío! ¿Qué está usted diciendo? ¿Me dejó su dinero?

El señor Mayherne asintió lentamente mientras Vole, volviendo a sentarse, escondía el rostro entre las manos.

—¿Pretende hacerme creer que no sabía nada de este testamento?

—¿Pretender? No hay pretensión que valga. Yo no sabía nada.

—¿Qué diría usted si le dijera que la doncella, Janet Mackenzie, jura que usted lo sabía? ¿Que su ama le confesó abiertamente haberle consultado acerca de este asunto comunicándole sus intenciones?

—¿Decir? ¡Que miente! No, voy demasiado de prisa. Janet es una mujer de edad. Estaba celosa y sospechaba de mí. Yo diría que la señorita French le confiaría sus intenciones, y Janet o bien entendió mal parte de lo que le dijo, o en su interior estaría convencida de que yo había persuadido a la anciana para que lo hiciera. Me atrevo a asegurar que ahora está convencida de que fue la señorita French quien se lo dijo realmente.

—¿No cree que pueda odiarle lo bastante para mentir deliberadamente en esta cuestión?

Leonardo Vole pareció sorprendido.

—¡No, por supuesto! ¿Por qué había de odiarme?

—No lo sé —repuso el abogado pensativo—. Pero está muy resentida con usted.

El desgraciado joven volvió a lamentarse.

—Empiezo a comprender —murmuró—. Es horrible. Dirán que yo la convencí para que me dejara su dinero, y luego fui allí aquella noche… no había nadie más en la casa… y al día siguiente la encontraron… ¡oh, Dios mío, es horrible!

—Se equivoca usted en lo de que no había nadie más en la casa —dijo el señor Mayherne—. Janet, como usted recordará, tenía la noche libre. Salió, pero a eso de las nueve y media regresó para buscar el patrón de la manga de una blusa que había prometido a una amiga. Entró por la puerta posterior, subiendo arriba a buscarlo, y luego volvió a salir. Oyó voces en el salón, aunque no pudo distinguir lo que decían, pero ella juraría que una era la de la señorita French, y la otra la de un hombre.

—A las nueve y media —dijo Leonardo Vole—. A las nueve y media… —Se puso en pie con presteza—. Pero entonces estoy salvado… salvado…

—¿Qué quiere usted decir? —exclamó el señor Mayherne estupefacto.

—¡A las nueve y media yo estaba en mi casa! Mi esposa puede probarlo. Dejé a la señorita French a eso de las nueve menos cinco, y llegué a mi casa cerca de las nueve y veinte. Mi esposa estaba esperándome. ¡Oh, gracias a Dios… gracias a Dios! Y bendito sea el patrón de manga de Janet Mackenzie.

En su exaltación, apenas se dio cuenta de que el semblante grave del señor Mayherne no había variado, pero sus palabras le hicieron bajar rápidamente de las nubes.

—Entonces, ¿quién cree usted que asesinó a la señorita French?

—Pues, un ladrón, desde luego, como se pensó al principio. Recuerde que la ventana había sido forzada, y la mataron golpeándola con una barra de hierro que se encontró en el suelo junto al cadáver; además faltaban varias cosas. A no ser por las absurdas suposiciones de Janet y su antipatía por mí, la policía no se hubiera apartado de la verdadera pista.

Eso no sirve, señor Vole —dijo el abogado—. Las cosas que desaparecieron eran meras insignificancias sin valor, que se llevaron para despistar. Y las huellas de la ventana no son nada convincentes. Además, piense por usted mismo. Dice que no estaba en la casa a las nueve y media. ¿Quién era entonces el hombre que Janet oyó hablar con la señorita French en el saloncito? No es probable que sostuviera una conversación amistosa con un ladrón.

—No —replicó Vole—. No… —parecía intrigado y abatido—. Pero de todas maneras —agregó con renovada energía—, yo quedo eliminado. Tengo una coartada. Debe usted ver a Romaine… mi esposa… en seguida.

—Desde luego —se avino el abogado—. Ya la hubiera visto de no encontrarse ausente cuando usted fue detenido. Telegrafié a Scotland en seguida, y tengo entendido que regresa esta noche. Pienso ir a verla en cuanto que salga de aquí.

Vole asintió mientras iba apareciendo en su rostro una expresión satisfecha.

—Sí, Romaine se lo dirá. ¡Dios mío, qué suerte he tenido!

—Perdone, señor Vole, ¿pero quiere usted mucho a su esposa?

—Desde luego.

—¿Y ella a usted?

—Romaine me quiere. Haría cualquier cosa por mí.

Habló con entusiasmo, pero el abogado sintió crecer su desaliento. ¿Darían crédito al testimonio de una esposa amante?

—¿Hubo alguien más que le viera regresar a las nueve y veinte? ¿Una doncella, por ejemplo?

—No tenemos servicio.

—¿Se encontró a alguien por la calle cuando regresaba?

—A nadie que yo sepa. Tomé el autobús. Es posible que el cobrador me recuerde.

El señor Mayherne meneó la cabeza con incertidumbre.

—Entonces, ¿no hay nadie que pueda confirmar el testimonio de su esposa?

—No. ¿Pero acaso es necesario?

—Creo que no. Creo que no —repuso el abogado apresuradamente—. Otra cosa más. ¿Sabía la señorita French que estaba usted casado?

—Oh, sí.

—No obstante, nunca le presentó a su esposa. ¿Por qué?

Por primera vez la respuesta de Leonardo Vole fue vacilante.

—Pues… no lo sé.

—¿Se da usted cuenta de que Janet Mackenzie dice que su ama le creía soltero y que esperaba casarse con usted en el futuro?

Vole se echó a reír.

—¡Es absurdo! Me llevaba cuarenta años.

—No hubiera sido el primer caso —replicó el abogado en tono seco—. Pero es un hecho que consta. ¿Su esposa no conoció a la señorita French?

—No.

—Permítame que le diga que me resulta difícil comprender su actitud en este asunto —dijo el señor Mayherne.

Vole enrojeció antes de contestar.

—Voy a hablarle con claridad. Yo andaba apurado de dinero, como usted sabe, y esperaba que la señora French me prestase un poco. Me apreciaba, pero le traían sin cuidado las dificultades de un matrimonio joven. Más adelante, descubrí que había dado por hecho que mi esposa y yo no nos llevábamos bien… que estábamos separados. Señor Mayherne… yo quería el dinero para Romaine. No dije nada y dejé que la vieja pensara lo que quisiera. Me habló de que yo era para ella como un hijo adoptivo. Nunca surgió la cuestión del matrimonio… debe ser cosa de la imaginación de Janet.

—¿Y eso es todo?

—Sí… eso es todo.

¿Hubo cierta vacilación en su respuesta? El abogado creía que sí, y levantándose le tendió la mano.

—Adiós, señor Vole. —Mirando el rostro descompuesto del joven le habló impulsivamente—. Creo en su inocencia a pesar de la multitud de factores en contra suya. Espero probarlo y rehabilitarle por completo.

Vole le correspondió con una sonrisa.

—Ya verá cómo mi coartada es cierta —dijo animado.

Y esta vez tampoco se dio cuenta de que el abogado no participaba de su optimismo.

—Todo el caso depende principalmente del testimonio de Janet Mackenzie —dijo el señor Mayherne—. Ella le odia. Eso está clarísimo.

—No puede odiarme mucho —protestó el joven.

El abogado salió meneando la cabeza. «Ahora a por la señora Vole», díjose para sus adentros. Estaba seriamente preocupado por el cariz que iba tomando la cosa.

Los Vole vivían en una casita destartalada cerca de Paddington Green, y a ella se dirigió el señor Mayherne.

Respondiendo a su llamada le abrió la puerta una mujer corpulenta y desaliñada, a todas luces la encargada de la limpieza.

—¿Ha regresado ya la señora Vole?

—Llegó hará cosa de una hora, pero no sé si podrá usted verla.

—Si quisiera enseñarle mi tarjeta estoy seguro de que me recibiría —dijo el abogado con toda calma.

La mujer lo miró indecisa, pero secándose las manos en el delantal cogió la tarjeta. Luego cerró la puerta en sus narices dejándolo en la calle.

Sin embargo, regresó a los pocos minutos hablándole con nuevo respeto.

—Pase, por favor.

Lo introdujo en un diminuto saloncito, y cuando el abogado estaba examinando un grabado de la pared, volvióse sobresaltado encontrándose ante una mujer alta y pálida que había entrado sin hacer ruido.

—¿El señor Mayherne? Es usted el abogado de mi esposo, ¿verdad? ¿Viene usted de verlo? ¿Quiere hacer el favor de sentarse?

Hasta oírla hablar no se dio cuenta de que no era inglesa. Ahora, observándola más de cerca, reparó en sus pómulos salientes, el negro intenso de sus cabellos, y el movimiento de sus manos que era netamente extranjero. Una mujer extraña… y muy reposada…, tanto, que ponía nervioso a cualquiera, y desde el primer momento el señor Mayherne tuvo el convencimiento de hallarse ante algo que no entendía.

—Ahora, mi querida señora Vole —empezó Mayherne—, no debe usted desanimarse…

Se detuvo. Era del todo evidente que Romaine Vole no tenía la más ligera sombra de desaliento. Conservaba la calma sin inmutarse.

—¿Quiere contármelo todo? —le dijo—. Debo saberlo, y no intente ocultarme nada. Quiero saber lo peor. —Vaciló antes de repetir en tono más bajo y con una curiosa entonación que el abogado no comprendió—: Quiero saber lo peor.

El señor Mayherne le refirió su entrevista con Leonardo Vole mientras ella lo escuchaba atentamente asintiendo de vez en cuando.

—Ya comprendo —dijo cuando el abogado hubo concluido—. ¿Quiere que yo diga que aquella noche vino a las nueve y veinte?

—¿Es que no llegó a esa hora? —preguntó el señor Mayherne extrañado.

—Eso no importa ahora —replicó en tono frío—. ¿Es que si yo dijera eso conseguiría su libertad? ¿Me creerían?

El señor Mayherne estaba sorprendido. Aquella mujer había ido directamente al fondo de la cuestión.

—Eso es lo que deseo saber —insistió ella—. ¿Sería bastante? ¿Hay alguien más que pueda apoyar mi declaración?

Había tal ansiedad en su actitud que se sintió intranquilo.

—Hasta ahora no hay nadie más —dijo de mala gana.

—Ya —exclamó Romaine Vole, quedando inmóvil unos instantes y sonriendo ligeramente.

El abogado sintió aumentar su recelo.

—Señora Vole… —empezó a decir—. Comprendo lo que debe usted sentir…

—¿Sí? —replicó—. ¿Está seguro?

—Dadas las circunstancias…

—Dadas las circunstancias… voy a jugar mis triunfos.

El abogado la contempló con desaliento.

—Pero, mi querida señora Vole…, está usted sobreexcitada. Estando tan enamorada de su marido…

—¿Cómo dice?

La dureza de su voz le sobresaltó, y se dispuso a repetir con menos seguridad:

—Estando tan enamorada de su marido…

Romaine Vole sonrió lentamente con la misma extraña sonrisa en los labios.

—¿Le dijo Leonardo que yo lo quería? —preguntó en voz baja—. ¡Ah, sí! Comprendo. ¡Qué estúpidos son los hombres! Estúpidos… estúpidos… estúpidos…

De pronto se puso en pie, y toda la intensa emoción que el abogado percibiera en la atmósfera ahora se concentró en su tono.

—¡Lo odio, se lo aseguro! Lo odio. Lo odio. ¡Lo odio! Me gustaría verlo colgado del cuello hasta que muriera.

El abogado retrocedió ante el apasionamiento que brillaba en sus ojos.

Ella, avanzando un paso más, continuó con vehemencia.

—Y quizás lo vea. Supongamos que yo digo que no llegó a casa aquella noche a las nueve y veinte, sino a las diez y veinte. Usted dice que él asegura no saber nada del dinero que iba a heredar, pues suponga que yo digo que lo sabía, que contaba con él, y que cometió el crimen para conseguirlo. ¿Y si le dijera que aquella noche al llegar a casa me confesó lo que había hecho, y que traía la americana manchada de sangre? ¿Entonces qué? Supongamos que me presento en el juzgado y digo todas estas cosas…

Sus ojos parecían desafiarle, y el abogado hizo un esfuerzo por disimular su creciente desaliento procurando hablar en tono normal.

—No pueden pedirle que declare contra su marido…

—¡No es mi marido!

El silencio fue tan intenso que podría haberse oído caer una hoja.

—Yo fui actriz en Viena. Mi esposo vive, pero se halla internado en un manicomio, por eso no pudimos casarnos. Ahora me alegro —terminó con aire retador.

—Quisiera que me dijese una cosa —continuó el señor Mayherne tratando de parecer tan natural como siempre. ¿Por qué está tan resentida contra Leonardo Vole?

Ella meneó la cabeza sonriendo ligeramente.

—Sí, le gustaría saberlo. Pero no se lo diré. Ese será mi secreto.

El señor Mayherne se puso en pie lanzando su tosecilla característica.

—Entonces me parece innecesario prolongar esta entrevista —observó—. Volverá a tener noticias mías en cuanto me haya comunicado de nuevo con mi cliente.

Se acercó a él mirándolo con sus maravillosos ojos oscuros.

—Dígame —le dijo—, ¿creía usted… con sinceridad… que él era inocente?

—Sí —replicó el señor Mayherne.

—Pobrecillo —rio ella.

—Y aún lo sigo creyendo —terminó el abogado—. Buenas noches, señora.

Y salió de la estancia llevando impresa en la memoria su expresión asombrada. «¡Vaya asunto endiablado!», díjose mientras enfilaba la calle.

Era extraordinario. Y aquella mujer…, tan peligrosa. Las mujeres son el diablo cuando se lo proponen.

¿Qué hacer? Aquel desdichado joven no tenía en dónde apoyarse. Claro que posiblemente habría cometido el crimen.

«No —se dijo el señor Mayherne para sus adentros—, hay demasiadas cosas en contra suya. No creo a esa mujer. Ha inventado esa historia y no se atreverá a contarla ante el jurado».

Pero hubiera querido poder estar más seguro.

Los procedimientos judiciales fueron breves y dramáticos. Los principales testigos de cargo eran Janet Mackenzie, doncella de la víctima, y Romaine Heilger, de nacionalidad austriaca, la amante del detenido.

El señor Mayherne escuchaba la historia condenatoria de esta última, según la línea que le indicara durante su entrevista.

El detenido reservó su defensa.

El señor Mayherne estaba desesperado. El caso contra Leonardo Vole estaba de lo más negro, e incluso el famoso abogado encargado de la defensa le daba muy pocas esperanzas.

—Si pudiéramos rebatir el testimonio de esa austríaca tal vez lográsemos algo —dijo sin gran convencimiento—. Pero es un mal asunto.

El señor Mayherne había concentrado sus energías en un solo punto. Suponiendo que Leonardo Vole dijera la verdad y hubiese abandonado la casa de la víctima, a las nueve, ¿quién era el hombre que Janet oyó hablar con la señorita French a las nueve y media?

El único rayo de luz era un sobrino incorregible de la víctima que tiempos atrás había acosado y amenazado a su tía para sacarle varias sumas de dinero. Janet Mackenzie, como supo el abogado, había sido siempre partidaria de ese joven apoyándolo en sus solicitudes. Parecía posible que fuese este sobrino el que visitara a la señorita French después de marcharse Leonardo Vole, especialmente cuando no se le encontraba en los lugares de costumbre.

En todas las demás direcciones las pesquisas del abogado fueron de resultado negativo. Nadie había visto a Leonardo Vole entrar en su casa o salir de la de la señorita French. Ni nadie vio a otro hombre entrar o salir de la casa de Cricklewood. Todas las averiguaciones fueron negativas.

Fue la tarde en que debía celebrarse la vista de la causa cuando el señor Mayherne recibió la carta que iba a dirigir todos sus pensamientos hacia una dirección enteramente nueva.

Llegó en el correo de las seis. Unos garabatos sobre papel común en un sobre sucio con el sello torcido.

El señor Mayherne la leyó un par de veces antes de asimilar su contenido.

Muy señor mío:
Usted es el abogado que representa a ese joven. Si quiere que esa tunanta extranjera quede descubierta, así como todas sus mentiras, venga esta noche al número dieciséis de Shaw’s Rents Stepney. Le costará doscientas libras. Pregunte por la señora Mogson.

El abogado leyó y releyó la extraña epístola. Claro que podía ser un engaño, pero cuanto más lo pensaba más se convencía de su autenticidad, así como de que era la única esperanza del detenido. El testimonio de Romaine Heilger lo había condenado por completo, y la línea que la defensa se proponía seguir…, hacer resaltar que el testimonio de una mujer que había confesado llevar una vida inmoral no era digno de crédito… era bastante floja.

El señor Mayherne tomó una resolución. Era su deber salvar a su cliente a toda costa. Tenía que ir a Shaw’s Rents.

Tuvo alguna dificultad en encontrar el sitio, un edificio destartalado en una barriada maloliente, mas al fin lo consiguió, y al preguntar por la señora Mogson lo enviaron a una habitación del tercer piso. Llamó a la puerta, y no obteniendo respuesta, repitió la llamada.

Esta vez oyó ruido en el interior y al fin se abrió la puerta cautelosamente, apenas unos centímetros, por donde atisbó una figura encorvada.

De pronto la mujer, porque era una mujer, lanzando una risita, franqueole la entrada.

—De modo que es usted —dijo con voz cascada—. ¿Viene solo? ¿No intentará ningún truco? Así está bien. Puede pasar, puede pasar.

Con cierta repugnancia el abogado traspasó el umbral, penetrando en una habitación sucia y reducida, iluminada por un mechero de gas. En un rincón veíase la cama sin hacer, una mesa sencilla y dos sillas desvencijadas; y por primera vez el señor Mayherne pudo contemplar a la inquilina de aquel hediondo departamento. Era una mujer de mediana edad, encorvada, con cabellos grises y alborotados y que ocultaba su rostro con una bufanda. Al ver que la observaba volvió a reír con aquella risa extraña y peculiar.

—Se preguntará usted por qué escondo mi belleza, ¿verdad? Je, je, je. Teme que pueda tentarlo, ¿eh? Pero ya verá, ya verá.

Y al quitarse la bufanda, el abogado retrocedió involuntariamente ante aquella masa de carne enrojecida y casi informe. La mujer volvió a cubrirse el rostro.

—¿De manera que no quiere besarme, querido? Je, je, no me extraña. Y sin embargo fui bonita… y de eso no hace tanto tiempo como usted se imagina. El vitriolo, querido, el vitriolo… me hizo esto. ¡Ah!, pero cuando haya terminado con ellos…

Lanzó un torrente de obscenidades que el señor Mayherne trató en vano de contener. Al fin quedó silenciosa mientras abría y cerraba los puños con gesto nervioso.

—Basta —dijo el abogado con dureza—. He venido aquí porque tengo motivos para creer que usted puede darme cierta información que ayudará a mi cliente, Leonardo Vole. ¿No es así?

Sus ojos lo miraron escrutadores.

—¿Y qué hay del dinero, querido? —susurró—. Acuérdese de las doscientas libras.

—Es su deber ayudar a la justicia y pueden obligarla a hacerlo.

—Eso no, querido. Soy una vieja y no sé nada, pero deme las doscientas libras y tal vez pueda darle una o dos pistas. ¿Qué le parece?

—¿Qué clase de pistas?

—¿Qué le parecería una carta? Una carta de ella. No importa cómo la conseguí. Eso es cosa mía. Yo se la daré, pero quiero mis doscientas libras.

El señor Mayherne mirándola fríamente tomó una determinación.

—Le daré diez libras, nada más. Y solo si esa carta es lo que usted dice.

—¿Diez libras? —gritó encolerizada.

—Veinte —replicó el abogado—. Y es mi última palabra.

Y se levantó como si fuera a marcharse; luego, sin dejar de mirarla, sacó su billetero y fue contando hasta veinte libras.

—Vea —dijo—. Es todo lo que llevo encima. Puede tomarlo o dejarlo.

Pero ya sabía que la vista del dinero seria demasiada tentación. Estuvo maldiciendo pero al fin lo tomó. Luego, yendo hasta la cama extrajo algo de entre los colchones.

—¡Aquí tiene, maldita sea! —gruñó—. La que usted quiere es la de encima.

Lo que le entregaba era un paquete de cartas que el señor Mayherne desató repasándolas con su aire frío y metódico. La mujer, mirándolo ansiosamente no pudo adivinar nada dado su rostro impasible.

Fue leyendo todas las cartas, y luego volviendo a coger la primera la leyó por segunda vez. Después ató de nuevo el paquete con todo cuidado.

Eran cartas de amor escritas por Romaine Heilger, y el hombre a quien iban dirigidas no era Leonardo Vole. La de encima estaba fechada el día antes de que este último fuera detenido.

—¿Ve cómo le dije la verdad, querido? —jadeó la mujer—. Esa carta la descubre, ¿no es cierto?

El señor Mayherne guardó las cartas en su bolsillo antes de hacer la siguiente pregunta:

—¿Cómo consiguió usted apoderarse de esta correspondencia?

—Eso es cosa mía —dijo mirándolo de soslayo—. Pero sé algo más. En el juzgado oí lo que dijo esa tunanta. Averigüé dónde estuvo a las diez y veinte, cuando según dice ella estaba en casa. Pregunte en el cine León. Recordarán a una joven tan atractiva como ella… ¡maldita sea!

—¿Quién es ese hombre? —quiso saber el señor Mayherne—. Aquí solo aparece el nombre de pila.

La voz de aquella mujer se hizo más pastosa y ronca y sus manos se abrieron y cerraron multitud de veces. Al fin se llevó una a los ojos.

—Es el que me hizo esto. Ya han pasado muchos años. Ella me lo quitó… entonces era una chiquilla. Y cuando fui tras él… para buscarlo… ¡me arrojó el ácido a la cara! ¡Y ella se rio, la muy condenada! Hace años que la voy siguiendo… espiándola… ¡y ahora la he vencido! Sufrirá por esto, ¿verdad, señor abogado, que ella sufrirá?

—Probablemente será condenada a cierto plazo de reclusión por perjura —replicó el señor Mayherne tranquilamente.

—Que la encierren… eso es lo que quiero. ¿Se marcha usted, verdad? ¿Dónde está mi dinero?

Sin una palabra, el abogado depositó los billetes encima de la mesa, y luego, con un profundo suspiro, salió de la triste habitación. Al volverse desde la puerta vio a la viejecita que se abalanzaba sobre el dinero.

No perdió tiempo. Encontró el cine León sin dificultad, y al mostrarle la fotografía de Romaine Heilger, el acomodador la reconoció en seguida. Aquella joven había llegado acompañada de un hombre poco después de las diez de la noche en cuestión. No se había fijado en su acompañante, pero recordaba que ella le preguntó por la película que se proyectaba en aquellos momentos. Se quedaron hasta el final, cosa de una hora más tarde.

El señor Mayherne estaba satisfecho. El testimonio de Romaine Heilger era una sarta de mentiras desde el principio hasta el fin producto de su odio apasionado. El abogado se preguntó si llegaría a saber lo que se escondía tras aquel aborrecimiento. ¿Qué le habría hecho Leonardo Vole? Pareció muy sorprendido cuando le dio cuenta de su actitud, declarando que era increíble…, aunque al señor Mayherne le pareció que pasada la primera sorpresa sus protestas no eran sinceras.

Lo sabía. El señor Mayherne estaba convencido de ello. Lo sabía pero no quiso revelarlo, y el secreto entre los dos, seguiría siendo un secreto. ¿Para siempre?

El abogado consultó su reloj. Era tarde, pero el tiempo lo era todo. Tomando un taxi indicó una dirección.

«Sir Charles debe saberlo en seguida», díjose mientras subía al vehículo.

La vista de la causa contra Leonardo Vole acusado del asesinato de Emilia French despertó un inmenso interés. En primer lugar, el detenido era joven y atractivo, había sido acusado de un crimen despiadado, y además otro personaje era Romaine Heilger, el principal testigo de cargo cuya fotografía había aparecido en muchos periódicos así como diversas historias acerca de su origen y pasado.

Los procedimientos preliminares transcurrieron normalmente. Primero se expuso la evidencia técnica, y luego llamaron a declarar a Janet Mackenzie, que contó la misma historia que antes poco más o menos. Durante el interrogatorio de la defensa se contradijo un par de veces al exponer las relaciones del señor Vole con la señora French; el abogado defensor recalcó con énfasis que ella creyó oír una voz masculina aquella noche en el saloncito, pero no había nada que demostrase que fuera Vole quien estuviera allí, consiguiendo la impresión de que sus celos y antipatía hacia el prisionero fueron el motivo principal de su testimonio.

Luego hicieron comparecer al testigo siguiente.

—¿Se llama usted Romaine Heilger?

—Sí.

—¿Es usted súbdita austriaca?

—Sí.

—¿Durante los últimos tres años ha vivido usted con el acusado haciéndose pasar por su esposa?

Por un momento los ojos de Romaine Heilger se encontraron con los del hombre sentado en el banquillo con expresión curiosa e impenetrable.

—Sí.

Las preguntas se fueron sucediendo, y palabra por palabra surgieron los factores acusadores. La noche en cuestión el acusado se llevó una barra de hierro y al regresar a las diez y veinte, había confesado haber dado muerte a la anciana. Sus puños estaban manchados de sangre y los quemó en el horno de la cocina. Luego, con amenazas, la obligó a guardar silencio.

Después de oírla, la impresión del jurado, que al principio fuera de simpatía hacia el prisionero, se convirtió en desfavorable. Él mismo tenía la cabeza inclinada y su aire de desaliento daba a entender que se veía condenado.

No obstante, pudo observarse que su propio consejero luchó por contener la animosidad de Romaine y que hubiera preferido que fuese más imparcial.

El abogado defensor, se puso en pie con aire grave e imponente.

La acusó de que su historia era una invención desde el principio al fin, que ni siquiera había estado en su casa a la hora en cuestión, que estaba enamorada de otro hombre y que pretendía deliberadamente condenar a muerte a Vole por un crimen que no había cometido.

Romaine negó todas estas acusaciones con la mayor insolencia.

Luego llegó la sorpresa: la presentación de la carta que fue leída en voz alta y en medio del mayor silencio.

¡Queridísimo Max, el destino lo ha puesto en nuestras manos! Ha sido detenido acusado de asesinato… sí, por el asesinato de una anciana. Leonardo, que no sería capaz de hacer daño a una mosca. Al fin lograré mí venganza. ¡Pobrecillo! Diré que aquella noche llegó a casa manchado de sangre… y que me lo confesó todo. Haré que lo ahorquen, Max…, y cuando penda de la cuerda comprenderá que fue Romaine quien lo condenó. Y después… ¡la felicidad, amor mío! ¡La felicidad por fin!

Los peritos se encontraban presentes para testificar que la letra era de Romaine Heilger, pero no fue necesario. Al terminar la lectura de la carta, Romaine se desmoralizó confesándolo todo. Leonardo Vole había regresado a su casa a la hora que dijo, las nueve y veinte, y ella había inventado toda la historia para perderlo.

Con la confesión de Romaine Heilger, el caso perdió interés. Sir Charles hizo comparecer a sus pocos testigos; y el propio acusado refirió su declaración con aire digno, resistiendo sin desfallecer todas las preguntas del abogado fiscal.

La parte fiscal trató inútilmente de seguir acusando, y aunque el resumen del juez no fue del todo favorable al acusado, el jurado no necesitó mucho tiempo para deliberar y pronunciar su veredicto:

—Inocente.

¡Leonardo Vole estaba de nuevo en libertad!

El menudo señor Mayherne se levantó apresuradamente para felicitar a su cliente, pero sin darse cuenta se encontró limpiando sus lentes. Su esposa le dijo precisamente la noche antes que aquello se había convertido en una costumbre. Son curiosas las costumbres de las personas… y uno mismo no se da cuenta de ellas.

Un caso interesante… interesantísimo… aquella mujer: Romaine Heilger. Le había parecido una mujer pálida y tranquila en su casa de Paddington, pero en la audiencia se había mostrado vehemente, inflamándose como una flor tropical.

Si cerraba los ojos volvía a verla, alta y apasionada, con su exquisito cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, y cerrando y abriendo inconsciente su mano derecha.

Son curiosas las costumbres. Aquel gesto de su mano debía serlo también, y no obstante había visto hacerlo a alguna otra persona últimamente… bastante últimamente. ¿Quién sería?

Contuvo el aliento al recordarlo de pronto. Aquella mujer de Shaw’s Rents…

Permaneció inmóvil mientras la cabeza le daba vueltas. Era imposible… Sin embargo, Romaine Heilger había sido actriz.

El abogado defensor se acercó a él por detrás y le puso la mano en el hombro.

—¿Todavía no ha felicitado a nuestro hombre? Lo ha pasado muy mal el pobre. Vamos a verlo.

Pero el abogado retiró la mano que se apoyaba en su hombro.

Solo deseaba una cosa… ver a Romaine Heilger.

No consiguió verla hasta algún tiempo después, y el lugar de su encuentro no hace al caso.

—De modo que usted adivinó —le dijo Romaine cuando él le hubo contado todo lo que pensaba—. ¿El rostro? ¡Oh!, eso fue bastante fácil, y la escasa luz del mechero de gas le impidió descubrir el maquillaje.

—¿Pero por qué… por qué…?

—¿Por qué quise jugarme el todo por el todo? —Sonrió.

—¡Una farsa tan complicada!

—Amigo mío… tenía que salvarlo. Y el testimonio de una mujer enamorada de él no hubiera sido suficiente…, usted mismo lo dejó entrever. Pero yo conozco un poco la psicología de las cosas. Dejando que mi testimonio quedara desvirtuado lograría una reacción favorable hacia el acusado.

—¿Y el montón de cartas?

—Una sola, la importante, hubiera podido despertar sospechas.

—¿Y el hombre llamado Max?

—Nunca existió, amigo mío.

—Todavía sigo pensando —dijo el señor Mayherne con pesar—, que podríamos haberle salvado por el… el… procedimiento corriente.

—No quise arriesgarme. Comprendo, usted pensaba que era inocente…

—Y usted lo sabía… Ya entiendo —dijo el abogado.

—Mi querido señor Mayherne —replicó Romaine—, usted no entiende nada. ¡Yo sabía… que era culpable!

Agatha Christie - Testigo de cargo
  • Autor: Agatha Christie
  • Título: Testigo de cargo
  • Título Original: The Witness for the Prosecution
  • Publicado en: Flynn’s, 31 de enero de 1925
  • Traducción: Sin datos

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