Sinopsis: «El túnel adelante» (The Tunnel Ahead) es un cuento de Alice Glaser, publicado en noviembre de 1961 en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. En un futuro claustrofóbico, densamente poblado y rigurosamente controlado, una familia regresa de la playa por una autopista automatizada que conduce a la ciudad. Encerrados en un diminuto coche y rodeados por una multitud de automovilistas, los padres y sus hijos enfrentan la incomodidad del trayecto mientras se aproximan al Túnel, una estructura imprevisible cuya presencia despierta ansiedad y temor entre los viajeros.

El túnel adelante
Alice Glaser
(Cuento completo)
El suelo del Topolino estaba lleno de arena. También había arena en los calzoncillos de Tom, y la arena húmeda le raspaba entre los dedos de los pies. «Maldita sea —pensó—. Construyen autopistas de seis carriles que bajan directamente hasta el océano, un gigantesco plato giratorio con capacidad para trescientos coches para mantener el tráfico moviéndose sobre la playa: eficiencia, organización, mecanización, cooperación… ¿y qué obtiene uno? Arena. Y dentro del coche, pese al aire acondicionado, el agrio olor del agua salada seca».
Los músculos de Tom empezaron a dolerle con aquel calambre tan familiar. Pasó inútilmente las manos alrededor del volante, deseando tener algo que hacer o que hubiera espacio para estirarse dentro de aquel diminuto coche; enseguida sintió vergüenza por ese deseo antisocial. Naturalmente, no había nada que hacer: la conducción, como en todas las autopistas, estaba puesta en modo Automático. Así lo dictaba la ley. Y aunque tenía que ir sentado, encorvado, con las rodillas casi a la altura de la barbilla y el techo presionándole la nuca como la tapa de una caja, y aunque sus cuatro hijos, apretados en el asiento trasero, parecían respirarle en la nuca… bueno, era algo a lo que uno simplemente tenía que adaptarse. Además, el Topolino tenía el metro y medio de distancia entre ejes que la ley permitía. No había motivo para quejarse.
Por lo demás, no había sido un mal día, considerando todo. Cinco horas para recorrer los sesenta kilómetros hasta la playa y, por supuesto, un par de horas más haciendo cola allí mismo, esperando su turno para meterse en el agua. El regreso siempre tomaba algo más de tiempo. El Túnel, además, era impredecible. Pongamos que llegarían a casa hacia las diez. Buena hora. Una forma tan válida como cualquier otra de matar un día de descanso, pensó. A veces parecía como si hubiera demasiado tiempo libre que matar.
Jeannie, en el asiento a su lado, miraba a través del parabrisas. Su pelo, casi tan claro como el de los niños, recogido en dos trenzas, le daba un aire juvenil, y aunque estaba embarazada otra vez no parecía demasiado mayor que diez años atrás. Pero había dejado de tejer, y Tom podía notar que su mente estaba en el Túnel. Siempre podía notarlo.
—¡Ay!
Algo golpeó la nuca de Tom y él se inclinó hacia adelante, chocando la frente contra el parabrisas.
—¡Eh!
Se giró a medias y atrapó la pala de juguete que agitaba Pattie, su hija de cuatro años.
—He nadado —anunció la pequeña, con sus ojos azules muy redondos—. He nadado bien y no golpeé a alguien.
—A nadie —la corrigió Tom.
Le quitó la pala, pensando con cansancio que «nadar», en aquellos tiempos, significaba simplemente «mantenerse a flote»: era lo único posible en la abarrotada zona de baño.
Jeannie también se había vuelto y miraba a su hija con el ceño fruncido, pero Tom negó con la cabeza.
—Cortemos —dijo simplemente.
Sabía que un viaje en coche implicaba una tensión extra para los niños, y Dios sabía lo poco que los veía, entre los turnos escolares, los turnos de juego y su propio turno de trabajo. Pero sus hijos iban a criarse como era debido. En cuanto veía un indicio de extraversión, lo aplastaba desde el principio: ésa era su teoría. Les evitaría muchos sufrimientos futuros.
Jeannie se inclinó hacia adelante y pulsó un botón del tablero. Se abrió el cajón de los tranquilizantes; eligió una píldora rosada, pero cuando volvió la cabeza Pattie ya se había calmado, con las manos pacientemente dobladas en el regazo y los ojos fijos en la pantalla del televisor trasero. Jeannie suspiró y, de todos modos, deslizó la píldora en su boca entreabierta.
Los otros tres niños no habían dicho una palabra en horas, como debía ser. Jeannie les había dado a propósito una comida muy pesada dentro del coche: steakopop y un cuenco humeante de sopa de algas rehidratadas que había sacado del termo; y cada uno había recibido una dosis extra de tranquilizantes para el regreso. David, de seis años, que estaba en una etapa especialmente difícil en su aprendizaje de la «introversión», miraba la pantalla jadeando ligeramente. David, su primogénito, nacido en la cabina de partos del supermercado en el año 2100, el 3 de abril a las 8:32. El año en que la población de Estados Unidos alcanzó los mil millones. El quinto niño nacido en esa cabina aquella mañana. Pero era su hijo. Las gemelas bicéfalas, Susan y Pattie, estaban muy erguidas, con expresiones solemnes fijas en la pantalla; y la pequeña Betsy, de dos años, tenía las piernecitas gruesas estiradas hacia adelante y, evidentemente, se quedaría dormida en unos minutos.
El coche avanzaba a su ritmo asignado, quince kilómetros por hora, una burbuja más en la cinta de cochecitos idénticos y brillantes, como botones de caramelo, que trepaban por la autopista Nueva Pulaski bajo el sol poniente. La distancia entre ellos, estrictamente regulada por Autodrive, no variaba jamás.
Tom sintió cómo el dolor apagado de la tensión se le asentaba detrás de los ojos. Todos sus músculos protestaban ya con punzadas de calambre. Miró disculpándose hacia Jeannie —a quien no le gustaban los deportes— y encendió la televisión del tablero. El tercer juego de la Serie Mundial ya había empezado. Malenkovsky, en rojas. Malenkovsky movió una ficha y se recostó. Las cámaras enfocaron a Saito, en negras. Iba a ser una buena partida. Más rápida que la mayoría.
Estaban a menos de un kilómetro del Túnel cuando la fila de coches se detuvo. Tom no dijo nada durante un minuto. Podía ser un accidente, o tal vez alguien, conduciendo ilegalmente en manual, se había salido del carril. Pasó otro minuto. Jeannie tensó las manos sobre la manta amarilla que estaba tejiendo.
Era una parada definitiva. Jeannie observó las hileras inmóviles de coches, frunciendo ligeramente el ceño.
—Me alegra que pase ahora. Nos da más posibilidades de cruzar, ¿no crees?
Era una pregunta retórica, y Tom sintió su habitual punzada de irritación. Jeannie era inteligente —no habría podido amarla tanto de otro modo—, pero explicarle las leyes de la probabilidad era inútil. El Túnel promediaba diez cierres por semana. Podían ocurrir los diez en segundos, o cada hora, o no ocurrir ninguno en un día entero. Así funcionaba. Que el cierre se produjera ahora no alteraba ni una pizca sus probabilidades.
—Alguna vez nos tocará, Tom —dijo Jeannie, pensativa.
Él se encogió de hombros sin responder. Fuera lo que fuese que les deparara el futuro, ahora estaba claro que tendrían al menos media hora de espera.
David se removió un poco, con una expresión de disculpa.
—Si el Túnel está cerrado… ¿puedo salir un momento, papá? Me duele.
Tom apretó los labios. Podía compadecerlo: él también recordaba la tortura de los calambres en los años de crecimiento, cuando todo lo que uno quería era correr a toda velocidad, sin rumbo. Chicos. Todos extrovertidos por naturaleza. Quizá en el siglo XX uno podía permitirse semejante impulso salvaje, cuando no había multitudes y sobraba espacio; ahora era imposible. David tenía que aprender a quedarse quieto, como todos los demás.
David había empezado a flexionar rítmicamente los músculos. Ejercicio pasivo. Así lo llamaban: uno de aquellos nuevos seudodeportes que no requerían espacio, enseñado con gran rigor científico en los turnos de juego. Tom lo miró con envidia. Era estupendo poder desahogarse así, sin tener que hacer cola para un turno en el gimnasio.
—Papá, en serio. Ahora tengo que ir.
David volvió a agitarse en su asiento. Eso parecía plausible. Tom miró por el parabrisas. Los miles de coches seguían inmóviles, así que abrió la puerta. Por suerte había un baño químico a pocos metros y la cola era corta. David bajó rápidamente. Tom lo observó estirar los brazos por encima de la cabeza, liberado por fin del techo bajo, y luego, recordando el comportamiento correcto, replegarse en la «marcha introvertida» aprobada.
«Está creciendo», pensó Tom, con una repentina ráfaga de impotencia.
Rogaba para que David heredara la estatura de Jeannie, y no su metro ochenta. Cuanto más espacio ocupaba uno, más difícil era todo, y cada día empeoraba. Tom ya había notado que, a veces, la gente lo miraba con resentimiento en la calle.
La familia italiana del Topolino azul brillante, inmediatamente detrás del suyo, también iba repleta de niños. Dos de ellos, al ver a David junto al baño químico, saltaron del coche y se pusieron en la cola detrás de él. El padre sonreía; Tom lo sorprendió mirándolo y apartó la vista. Recordó haberlos visto pasar una enorme botella de cara agua reciclada, bebiendo todos de ella como si el agua creciera en los árboles. Extrovertidos, toda aquella familia. Casi criminal permitir que gente así anduviera suelta, aumentando la incomodidad de todos. Ahora el padre también había salido del coche. Tenía el pelo negro y rizado, y era muy rechoncho. Cuando vio que Tom lo observaba, sonrió abiertamente, hizo un gesto hacia el Túnel y encogió los hombros con humor resignado.
Tom tamborileó los dedos sobre el volante. Los extrovertidos eran afortunados. Nunca parecían preocuparse demasiado por el Túnel. Tenían que sacar a los niños de la ciudad de vez en cuando, como todos; y el Túnel era la única vía de entrada y salida, así que se encogían de hombros y lo aceptaban. Además, había tantas reglas y regulaciones ahora que ya casi no se podían cuestionar. No se puede luchar contra el Ayuntamiento. Los extrovertidos no temerían el viaje como lo hacía Jeannie ni…
Los dedos de Tom se quedaron rígidos sobre el volante. Aplastó con fuerza el pensamiento que estaba a punto de formarse: que lo necesitaban, como lo necesitaba él.
David salió del baño químico y volvió al coche. Los vehículos acababan de empezar a moverse; en un momento reanudaron su lento avance.
A la izquierda de la autopista se acercaban a la urbanización que ya llamaban, con sorna, «Montaña de la Lata de Cerveza». De momento no había allí más que montañas de brillantes ladrillos metálicos —antiguas latas de estaño— que pronto se usarían para levantar otra urbanización urgentemente necesaria. Probablemente la construirían con techos aún más bajos y paredes aún más delgadas. Tom se estremeció involuntariamente. Incluso en su propia casa, en un barrio residencial mucho más antiguo, los techos eran tan bajos que nunca podía ponerse de pie sin inclinar la cabeza. El espacio individual se reducía más y más, continuamente.
Sobre la llanura situada a la derecha de la autopista se extendían, kilómetro tras kilómetro, interminables bloques de apartamentos, salpicados de gasolineras y aparcamientos. Y más allá se alzaban los suburbios de Long Island, con su suelo de cemento y sus rascacielos de colores alegres apilados en niveles.
A medida que se aproximaban a la ciudad, el aire se ensordecía cada vez más con el ruido de los transistores y los aparatos de televisión. La intimidad y la quietud habían desaparecido en todas partes, desde luego, pero ésa era una unidad de clase baja y resultaba tan ruidosa que el estrépito penetraba incluso a través de las ventanillas cerradas del vehículo. Los inmensos edificios de apartamentos —bloques de cemento iluminados con neones— llegaban casi hasta el borde de la autopista, con rampas entre ellos a todos los niveles. Las rampas, construidas en un principio para vehículos, estaban ahora repletas de gente regresando de sus turnos de trabajo o de hacer la compra, o simplemente ocupada en las interminables tareas del tiempo libre. Todos parecían muy apáticos, pensó Tom. Y no se les podía culpar. Había tanta seguridad que, en el fondo, ninguna de las tareas que realizaba la gente era realmente necesaria, y lo sabían. Probablemente sus trabajos eran incluso más monótonos y fútiles que el suyo. Todo lo que él hacía durante su turno era verificar cifras en un libro mayor y copiarlas en otro. Matar el tiempo, como todos. De un modo u otro, parecía que a esa gente no le importaba.
Pero mientras los observaba, vio un forcejeo súbito en la multitud, un estallido rápido de violencia. El zapato de un hombre había rozado el talón de la mujer que iba delante; ella se volvió y alzó su bolsa de la compra, raspándole una herida sangrante en la mejilla. Él le lanzó un puñetazo al estómago. Ella respondió con una patada. Un hombre detrás de ellos, con el rostro crispado, se abrió paso a empujones para continuar. La pareja se separó, murmurando entre dientes. A su alrededor, otros grupos de gente empezaron también a murmurar. La irritación se propagaba, como sucedía a veces, como si todos desearan, más que nada, la oportunidad de golpear algo —o a alguien.
Jeannie había visto también la explosión de violencia. Aspiró bruscamente y apartó la vista de la ventanilla, mirando con rapidez hacia los niños, que estaban ya dormidos. Tom tiró con suavidad de una de sus trenzas.
La silueta de la ciudad surgió ante ellos: un vasto cubo unificado de paredes de cristal, Manhattan entero. Los rayos del sol poniente se reflejaban en su superficie; las manchas de follaje —los jardines-bloque cuidadosamente planificados, uno por cada uno de los noventa y ocho niveles— brillaban de un verde oscuro. Tom, como siempre, bendijo la previsión de quienes los habían instalado. A cada uno de sus hijos se le asignaba su hora semanal sobre la hierba y la oportunidad de jugar cerca del árbol. Había incluso un zoo en cada nivel. No era el tipo de zoo elaborado que había en Washington, Londres o Moscú, pero al menos tenía un gato, un perro y un enorme tanque de peces dorados. En el fondo, lujos como aquel casi compensaban las multitudes, el ruido, las habitaciones minúsculas y la sensación permanente de que nunca había suficiente aire para respirar.
Estaban ya justo ante el Túnel. Jeannie había dejado su labor de punto y miraba intensamente hacia adelante, aunque más bien como si estuviera escuchando, no mirando. A pesar de sus propios argumentos racionales, Tom se dio cuenta de que sus dedos tamborileaban sordamente sobre el tablero de instrumentos. En la pantalla de televisión, Malenkovsky movió triunfalmente un rey.
Habían llegado a la entrada del Túnel. Jeannie guardaba silencio. Miró su reloj, con un gesto irracional. Tom presionó el botón del cajón de tranquilizantes, que se abrió, pero Jeannie negó con la cabeza.
—Odio esto, Tom. Creo que es una idea absolutamente horrible.
Su voz sonó casi salvaje, para ser Jeannie, y Tom se sintió algo sorprendido.
—Es lo más justo —argumentó—, y lo sabes perfectamente.
Los labios de Jeannie se tensaron en una línea obstinada.
—No me importa. Tiene que haber otra manera.
—Ésta es la única forma justa —repitió Tom—. Tenemos nuestras posibilidades igual que todos los demás.
Su propio corazón latía con fuerza y sentía las manos frías. Era la sensación que tenía siempre al entrar en el Túnel, y jamás había decidido si aquello era miedo o euforia, o ambas cosas a la vez. Desde luego, ya no estaba aburrido. Echó un vistazo a los niños en el asiento trasero. David volvía a mirar la televisión y se mordía una uña; los tres pequeños seguían dormidos, sentados erguidos como se les había enseñado, con las manos correctamente dobladas en el regazo. Tres ratoncillos ciegos.
El Túnel era frío y resonante. La luz blanca resbalaba sobre las paredes blancas de azulejos, limpias, pulidas y herméticas. El viento corría junto al coche con un sonido que daba la impresión de que avanzaran más rápido de lo que realmente iban. La familia italiana seguía detrás, a velocidad constante. Enormes ventiladores estaban incrustados en el techo del Túnel; su rugido reverberaba por encima del de las gigantescas unidades invisibles de aire acondicionado, sobre el lento viento generado por el movimiento de los coches.
Jeannie había dejado caer la cabeza hacia atrás sobre el respaldo, como si estuviera dormida. Los coches se detuvieron un instante y reanudaron la marcha. Tom se preguntó si Jeannie experimentaría la misma vívida emoción que él sentía. Entonces vio la línea de su boca y advirtió el miedo.
El Túnel tenía unos 2.600 metros de longitud. Cada vehículo ocupaba unos dos metros, parachoques con parachoques. Se permitía un metro y medio entre coche y coche. Unos setecientos vehículos en su interior, pues: más de tres mil personas. Cada coche tardaba unos quince minutos en atravesarlo. El suyo estaba ahora a medio camino.
Habían recorrido ya las tres cuartas partes. Las señales luminosas automáticas parpadearon desde la pasarela bajo el techo. El pie de Tom se movió hacia el acelerador antes de que recordara que el coche iba en automático. Fue un gesto atávico: sus manos y sus pies querían algo que hacer. Su cuerpo deseaba, por un momento, controlar la dirección de su descenso. Siempre le sucedía en el Túnel.
Ya casi habían salido. El cuero cabelludo le hormigueaba como si diminutas hormigas corrieran entre los cabellos. Movió los dedos de los pies, sintiendo el raspón de la arena en los nervios. Ya veía la boca del Túnel. Quizá dos minutos más. Un minuto.
Se detuvieron otra vez. Algún coche, más adelante, se había desviado del carril buscando la salida correcta. Una vez fuera del Túnel era legal volver a la conducción manual, ya que había que elegir entre diez salidas y era muy fácil dejarse arrastrar hasta el nivel superior de la Unidad Manhattan antes de encontrar un lugar donde desviarse.
Tom tamborileó con los dedos sobre el volante. El díscolo había vuelto al carril. Reanudaron la marcha. Aumentaron la velocidad. Habían salido del Túnel.
Jeannie recogió su tejido y lo sacudió con brusquedad. Luego la dejó caer, como si le hubiera mordido los dedos. Una campana sonaba sobre ellos, no demasiado fuerte, pero con nitidez. Justo detrás de su parachoques trasero, una compuerta descendió suavemente.
Jeannie miró hacia atrás, hacia el espacio donde habían estado la familia italiana y otros coches. Ya no había ninguno. Se volvió hacia adelante, pálida, con la mirada fija en el parabrisas.
Tom hacía cálculos. Dos minutos para que actuaran los rociadores del techo. Luego, los setecientos coches atrapados serían arrastrados fuera y vaciados. Pongamos diez minutos para eso. Se preguntó cuánto tardarían los ventiladores gigantes en dispersar el gas cianuro.
«Despoblación sin discriminación», así lo llamaban en época electoral. Nadie admitía haber votado a favor, pero casi todos lo habían hecho. En voz alta había que racionalizarlo: era la forma más justa de hacer algo necesario. Pero en los rincones inconfesos de la mente uno sabía que era más que eso: una apuesta, el único elemento imprevisible en el largo y tedioso proceso de la supervivencia. Un juego. Ruleta rusa. ¿Un juego que uno jugaba para ganar? ¿O quizá para perder? La respuesta no importaba, porque el Túnel era emoción. La única emoción que quedaba.
De repente, Tom se sintió extraordinariamente despierto. Cambió a conducción manual y dirigió el Topolino hacia la salida del cuarto nivel.
Empezó a silbar entre los dientes.
—A la playa de nuevo el próximo fin de semana, ¿eh, cariño?
Los ojos de Jeannie estaban fijos en su rostro. A la defensiva, él añadió:
—Nos viene bien a todos. Salir un poco de la ciudad, tomar un poco de aire fresco de vez en cuando…
La empujó con suavidad con el codo y tiró cariñosamente de una de sus trenzas.
FIN
