Almudena Grandes: Modelos de mujer

Almudena Grandes

A Juan Vida y a Felipe Benítez Reyes,
por ser como los hombres de la vida misma.

Cuando descolgué el teléfono para inaugurar una desconcertante mañana de plomo, pintada con esa luz húmeda y gris que tendría que estar prohibida siempre, y más cuando la primavera se prepara ya para desembocar en el verano, se me había olvidado que la declaración sobre la renta me había salido positiva, veinticuatro mil pesetas del primer plazo —jamás pago todos los impuestos de golpe, no vaya a ser que me muera en verano y Hacienda cobre de más— que habían abierto una herida nada sutil en mi modesto corazón de trabajadora tenaz y precarísima. Sin embargo, las condiciones de aquella asombrosa oferta me despejaron del sopor previo al desayuno con tanta eficacia como si el auricular transmitiera puñetazos en lugar de palabras, y cuando acepté, sin tomarme el trabajo de fingir que tenía que pensármelo, levanté una montera imaginaria al cielo para brindar a la memoria de esas veinticuatro mil pesetas de mi alma, que habían volado de una cuenta corriente tan congénitamente escuálida que el saldo parecía ya una broma de mal gusto.

Nunca me habría atrevido a pensar que nadie pudiera pagar tanto dinero a alguien por un trabajo. La cifra me daba vueltas en la cabeza mientras me duchaba, mientras me vestía, mientras pasaba de largo por la parada del autobús, repitiéndome que sería delicioso caminar por Madrid en una mañana tan fresquita, bajo un cielo de reflejos nacarados que nunca fue plomizo, sino blanco, de esa blancura viva y elegante que barniza la carne de las perlas. Pensaba solamente en la vuelta, después del verano, todos los días que podría vivir sentada encima de ese obsceno montón de pesetas, y en mi tesis doctoral, en mi pobre, amado y desatendido Yevgueni, al que nunca volvería a abandonar por la corrección tipográfica de setecientas galeradas de una guía ornitológica de los Pirineos, como la última vez, ni por la traducción de un manual completo de MS-DOS en doscientos cuarenta fascículos con su correspondiente disquete de regalo, como la penúltima. Es dura la vida del colaborador editorial, sobre todo cuando la declaración de la renta sale positiva, y la primera regla del oficio dice que hay que cogerlo todo, hasta la redacción de cursos acelerados de punto de cruz, así que no me consentí dudar ni por un momento de estar acertando, y sin embargo, cuando llamé a su puerta, en las puntas de mis nervios se enroscaba una inquietud casi vecina del miedo. Al fin y al cabo, nunca se me ha dado bien el trabajo en equipo.

—¡Hola! —me saludó con una sonrisa radiante para la que en realidad no había motivo alguno—. ¿Quién eres?

Si tardé tanto en contestar no fue solamente porque nunca he acertado muy bien a definirme en dos palabras. También pesó el asombro de tenerla delante, impecablemente maquillada, peinada, vestida, conjunto de mañana en punto de seda de tonos crudos, líneas amplias, generosas, que estilizan la silueta, acentuando la esbeltez de una figura etérea, espiritual casi, que se propone como un nuevo modelo de feminidad… Eso lo había escrito yo misma un par de años antes, al redactar los textos del catálogo de primavera-verano de unos grandes almacenes, recuerdo que me pagaron una miseria, y la recuerdo a ella, impecablemente maquillada, peinada, vestida, exactamente igual que ahora, cuando me abría la puerta de su casa a las once y media de la mañana de un martes normal y corriente, que ni siquiera era día trece. Lo peor fue que la encontré abrumadoramente guapa, una pura portada de número extra Todo Belleza, y aunque intenté infundirme seguridad por el bajo y rastrero procedimiento de ironizar para mí misma que, a juzgar por las que estaban a la vista, debía llevar gardenias de Chanel prendidas hasta en las bragas, al tender hacia delante el brazo derecho, rocé por accidente la base de uno de mis pechos, embutido en el sujetador de la talla 100 que me convierte en un monstruoso accidente natural cada vez que atravieso el umbral de una boutique, y me dije que aquello no iba a resultar nada fácil. Le ofrecí mi mano de todas formas, mientras me explicaba lo mejor que podía.

—Bueno, yo… Me han llamado esta mañana de tu agencia para que te acompañe a Estados Unidos. Hablo un ruso perfecto y mi inglés…

—¡Ah, sí! —me interrumpió, mientras seguía exhibiendo una sonrisa radiante para la que todavía no había motivo alguno—. Tú debes de ser mi… ¡Ay, no me acuerdo de la palabra!

Coach.

—¿Qué…?

—Co-ach —repetí más despacio, renunciando a cualquier acento, y por fin asintió—. Puedes llamarme entrenadora, si quieres, es más sencillo.

Hizo un gesto para invitarme a pasar y ya en el recibidor tuve la sensación de que acababa de cambiar de revista, como si hubiera caído por accidente dentro de las páginas de cualquier suplemento de decoración, de esos que regalan un par de veces al año todas las publicaciones llamadas femeninas. El salón que me acogió estaba tan impecablemente maquillado, peinado, vestido, que casi daba pena sentarse.

—¿Por qué hablas ruso? —me espetó a bocajarro, y por primera vez sospeché que quizá su radiante sonrisa no fuera más que el escudo de una perenne perplejidad.

—Porque estudié filología eslava. —Supuse que esta breve respuesta zanjaría la cuestión pero me equivoqué. Ella no solía tener bastante con una sola respuesta.

—¿Y por qué?

—Pues… porque me interesa mucho la literatura rusa del siglo XIX, y la Revolución del 17, y porque me atrae el este de Europa, y no sé… Porque el ruso es una lengua importante y me apetecía conocerla.

—Claro… —hizo una pausa, como si necesitara meditar—. No deberías usar Wonderbra, yo creo que te achaparra un poco.

—No uso Wonderbra —respondí muy despacio, procurando que cada sílaba sonara como un navajazo.

—Entonces eso es tuyo…

—Sí.

—Ya.

Veteatomarporculo, veteatomarporculo, veteatomarporculo, repetí para mí, muy deprisa, como una técnica para conservar la serenidad, porque, aun disparando al azar, me había acertado a la primera en el mismísimo centro de la sima más honda entre las que minaban los maltrechos cimientos de mi persona.

—¿Quieres tomar algo? —me ofreció a cambio.

—Una Coca-Cola… —y sintiéndome irremediablemente culpable para varios meses, añadí la coletilla odiosa— light, por favor.

—Es lo mismo que tomo yo.

Pues qué bien… pensé para mí, y me repetí que aquello no iba a ser nada fácil.

Mido casi un metro setenta, y eso está bien, pero la última vez que pesé cincuenta y cuatro kilos estaba a punto de cumplir quince años. Eso no tendría mucha importancia si no fuera porque casi siempre peso un poco —uno de esos «pocos» tan elásticos que parecen conceptos de goma— más de sesenta, que no es ya el peso ideal, sino apenas el normal, y eso está francamente mal cuando no tengo un buen día, que de unos años a esta parte es, más o menos, todos los días. Soy lo que la gente suele llamar «una mujer grande», y tengo tanto éxito con los albañiles que trabajan en la calle, como desprecio inspiro a las redactoras de páginas de moda. Mi cara me gusta, y me gusta mi piel, y mi pelo castaño, espeso y ondulado, aunque a veces preferiría ser más rubia, o morena del todo, para escapar de la apabullante mayoría estadística de los tonos marrones, que son los míos y los de casi todo el mundo, por mucho que yo me empeñe en subirme la moral de vez en cuando diciéndome que, en realidad, tengo los ojos de color avellana.

Eva también tenía los ojos castaños, y hasta se teñía el pelo de un caoba rojizo que no escapaba de la gama de los marrones, pero nadie se atrevería a confundir cualquiera de sus rasgos con los que comparte casi todo el mundo. Era diez centímetros más alta que yo, pero abultaba más o menos la mitad de mi cuerpo considerado a lo ancho, y cuando caminaba, su figura parecía animada por el espíritu de un animal extremadamente elegante, una gacela quizás, o un antílope de frágiles y larguísimas patas. Mientras la veía alejarse en dirección a la cocina, comprendí muy bien que una belleza semejante hubiera llamado la atención hasta en Hollywood, y cuando seguí sus pasos, mi autoestima se encontraba quizás en el más ínfimo de los niveles perceptibles. La visión del interior de su nevera, sin embargo, la hizo subir algunas décimas.

—Sólo queda una light… —me explicó con un bote en la mano y la consabida sonrisa radiante, más ridícula que nunca al brotar de un espectáculo tan penoso.

—No importa —la consolé, sin poder apartar los ojos del bote de espárragos, el par de tomates, los cuatro yogures y el deshabitado frutero que parecían niños perdidos entre las baldas de un inmenso frigorífico—. Podemos compartirla mientras hablamos, y luego bajar a comer algo en la calle.

Cuando nos sentamos en una mesa de la cafetería de comidas rápidas que había junto al portal de su casa, apenas había logrado averiguar algo de ella, aparte del exacto mecanismo de su perfeccionadísima sonrisa, que me propuse ensayar delante del espejo en cuanto volviera a casa. A Eva no le gustaba mucho el cine. Tampoco le gustaba mucho viajar. Quería ser actriz porque, casi diez años después de ser elegida Miss España, se estaba haciendo mayor para la pasarela y empezaba a estar muy vista como modelo fotográfico.

—¿Y qué hago yo si no, a ver, dime? —me preguntó.

—Mujer, hay muchas cosas.

—¿Por ejemplo?

—Pues no sé… La jardinería, la filatelia, poner una tienda, sacar unas oposiciones, trabajar en cualquier sitio, tener hijos, estudiar…

—¡Sí, estudiar! Con la memoria que tengo.

Intenté explicarle que para ser actriz hay que estudiar mucho, pero, sencillamente, no se lo creyó.

—Para eso estás tú —me dijo.

—No, Eva. Yo estoy para ensayar contigo el papel, para enseñarte a pronunciar bien en inglés, y para hacerte de intérprete en el rodaje. Pero yo no voy a hacer la película por ti.

Me contestó con una sonrisa radiante y me temí lo peor. A mí sí me gusta el cine. Mucho. Había visto todas las películas de Andrei Rushinikov, y conocía tan bien los escasos límites de su talento como la fama de director tiránico, perfeccionista hasta la crueldad, que había sembrado en dos continentes. Cuando le pregunté a Eva si sabía algo de esto, me contestó que ya había pensado en ver alguna película de Rushinikov antes de salir hacia Los Angeles, y que lo haría antes o después, pero de momento le daba mucha pereza.

—De todas formas, él me eligió, ¿o no? —fue su manera de defenderse—. Mi agente americano me contó que, al ver mis fotos, dijo que yo era exquisita…

Nunca en mi vida había sostenido una conversación tan parecida a un forcejeo, y al sentarme a la mesa me encontraba tan cansada como si hubiera pasado toda la mañana condenada a picar piedras. Sentía un hambre suficientemente atroz como para extinguir el mejor de los propósitos, y ni siquiera me tembló la voz al pedir un sándwich de tres pisos —pollo, jamón, queso, lechuga, huevo duro, tomate, bacon y mayonesa— y una cerveza. Eva se conformó con un sándwich de jamón de York y un botellín de agua mineral sin gas, y se enfrentó a la comida con la misma meticulosa precisión que desplegaría un cirujano antes de acometer una operación a corazón abierto. Primero respiró. Luego, desprendió la tostada superior y la apartó a un lado. Levantó el relleno con mucho cuidado para desprenderlo también de la tostada que estaba debajo, y colocó ésta encima de su compañera. Situó el jamón exactamente en el centro del plato, y volvió a respirar. Después, cortó un pedacito, se lo llevó a la boca, y empezó a masticar.

Un par de segundos más tarde, era yo quien no comía. Ella seguía moviendo las mandíbulas acompasadamente, sin figurarse siquiera hasta qué punto me estremecía aquella escena.

—¿Qué pasa? —preguntó todavía un rato después, cuando se consintió a sí misma ingerir el jamón—. ¿Por qué me miras así?

—Llevo casi diez años intentando terminar mi tesis doctoral —contesté, sin hacer ningún esfuerzo esta vez por bajar a su altura—, sobre un libro titulado Nosotros, que escribió a principios de siglo un autor ruso llamado Yevgueni Zamiatin. Es una novela de anticipación, una utopía totalitaria, Orwell se inspiró directamente en ella para escribir 1984. Se sitúa en un futuro cercano. El mundo está gobernado por un Estado único cuya fuerza reside en la anulación absoluta y completa de cualquier iniciativa individual. Todas las normas, todas las leyes, sirven para uniformar a las personas, para convertirlas en pequeños robots obedientes que no hacen preguntas, ni se las contestan. Cuando leí el libro, lo que más me impresionó fue la descripción de las comidas. La ley establecía que cada ciudadano estaba obligado a masticar cincuenta veces cada bocado antes de ingerirlo, bajo pena de sanción grave. En ese momento empecé a admirar a Zamiatin, a pensar seriamente en trabajar sobre él. No he vuelto a encontrar en ninguna parte un indicio tan sutil, y tan contundente al mismo tiempo, de la esencia de la tiranía.

—¿Y por qué tenían que masticar cincuenta veces?

—En teoría para digerir bien la comida. En la práctica, para advertir a la gente que el Estado tenía derecho a controlar incluso lo que ocurría dentro de su cuerpo, a regular hasta el funcionamiento de sus vísceras. Es sobrecogedor, ¿no?

—Yo mastico treinta veces cada bocado —respondió—. Para no engordar. Y otra cosa… ¿tú comes siempre así?

—¿A qué te refieres?

—A la cantidad.

—Pues… no siempre. A veces tomo dos platos. Y hasta postre, si estoy contenta.

—Ya —hizo una pausa, como si necesitara buscar las palabras para seguir, y me resigné a aceptar que, si es que había entendido algo, la historia que le acababa de contar no la había impresionado en lo más mínimo—. Vale, pues entonces, si no te importa, preferiría que no comiéramos juntas.

—¿Qué pasa, te doy envidia?

No me quiso contestar, y entonces, por primera vez, me compadecí de ella.

No volví a ver a Eva hasta que nos encontramos en la terminal internacional del aeropuerto de Barajas, unos veinte días más tarde. Eso significa que, durante veinte mañanas seguidas, el primer propósito que formulaba al levantarme consistía en llamarla, quedar, ir a verla, lo lógico habría sido mantener un contacto frecuente antes de partir, preparar bien el viaje, pero nunca llegué a descolgar el teléfono. Por un lado, ella no había mostrado ningún interés en que nuestro encuentro se repitiera, y por otro, yo era más que consciente de que teníamos por delante siete horas de vuelo hacia Nueva York, una larga escala en una zona de tránsitos, y otro vuelo interminable hasta llegar a Los Angeles, tiempo suficiente para agotar el repertorio del más brillante de los conversadores, que tampoco era precisamente el caso…

La verdad es que existía una causa más, un motivo residual y sin embargo determinante, aunque de una naturaleza tan vergonzosa que ni yo misma me atrevía a admitirlo, y es que cuando más predispuesta estaba a la bondad y la comprensión, a la compasión y la solidaridad que sólo se alcanza mientras un sándwich de tres pisos esmaltado con espuma de cerveza viaja libre y feliz a lo largo y ancho del organismo, un pequeño incidente del tamaño de la catedral de Burgos me precipitó de golpe en la más injusta y rencorosa de las arbitrariedades. Eva me pidió que la acompañara a recoger un vestido, y yo la seguí sin sospechar lo que me jugaba en aquel breve viaje. Al pasar por delante del escaparate, reparé en que se trataba exactamente del tipo de tienda en el que las mujeres como yo nunca se atreven a entrar, pero entré, y asistí impasible a la procesión de una cofradía de oligofrénicas desnutridas, que se acercaban con gesto reverencial al probador cada vez que ella aparecía, siempre igualmente deslumbrante, con un modelo nuevo, que como el anterior, y como el inmediatamente sucesivo, parecían cortados exactamente a la medida de su cuerpo. Llegué indemne a lo que parecía el final de aquella escena. Disuelto el coro de dependientas —¡qué mono te queda!, ¡te queda ideal!, de verdad, de verdad, ¡qué mono te queda!, la verdad es que te queda ideal, ¿eh?, de verdad, ¡es que te queda monísimo!, ideal, te queda ideal, ¿eh?, de verdad, de verdad…—, se hizo el silencio, y Eva se acercó a la caja con la intención de pagar, pero entonces, en un quiebro imprevisto, sospechoso, se acercó a un expositor repleto de perchas, escogió una, y se dirigió a mí, éste te sentaría muy bien, me dijo, es precioso, ¿no te parece? Debí de haber sido capaz de reaccionar, pero lo cierto es que el vestido era precioso —de verdad, de verdad—, y yo rica por primera vez en muchos años. Por eso no resistí la tentación de cogerlo, ponérmelo por encima y mirarme en un espejo, y no me fijé en la talla porque ni siquiera pensaba en comprármelo, no lo había escogido yo, aquello parecía simplemente un juego, hasta que escuché su voz, alta, rotunda, lo malo es que no tendréis talla para ella, claro, y un coro de risas del que se elevó un sonido agudo y sombrío a la vez, como el graznido de una corneja, pues es difícil desde luego, mejor que mire en otra tienda… Era su respuesta, su venganza, el exacto precio de su hambre, y procuré encajarla bien, sin consolarme a mí misma, sin alentar ningún rencor, pero presentí que aquel episodio establecía la dinámica que regularía definitivamente nuestras relaciones. Ella utilizaba su cuerpo como escudo frente a cualquier ofensa, y lo lanzaba al aire como una jabalina envenenada cuando pretendía ser la ofensora. Yo dejé de luchar contra mis prejuicios acerca de las modelos, y me propuse no ceder nunca más a la compasión. Para conquistar el primero de estos propósitos apenas tuve que vencer obstáculo alguno —aunque a veces ni yo misma me lo creía del todo, Eva encarnaba meticulosamente el resultado de lo que parecía—, pero en el segundo fracasé casi de inmediato, porque su aplomo no sobrevivía más allá de los estudios fotográficos y los talleres de los modistos, y nadie habría podido reconocer a una top model internacional camino del estrellato definitivo, en el pajarito miedoso, encogido y asustado que se me pegó a los talones al bajar del avión en Nueva York, y no me dejó sola un instante ni para ir al baño.

—Es que me da cosa que alguien me diga algo —me explicó—, como no les entiendo…

—Pues no contestes.

—Bueno, sí, pero prefiero que no me dejes sola.

El cansancio acumulado durante las horas de vuelo, la tensión y la impaciencia que acaban estallando antes o después en el curso de un viaje semejante, habían atacado con saña su maquillaje, cada vez más apagado en la superficie pero de una consistencia progresivamente blanda al contacto con la piel, y cuando llegamos a Los Angeles, los exactos límites de la máscara que recubría su rostro eran tan visibles como las incipientes patas de gallo, los granitos y las marcas de expresión que no existían por la mañana. Su cara se había descolgado, y se descolgaba su cuerpo, sus hombros, cansados de estirarse para disimular una tripita minúscula, y por ello quizá más llamativa en un cuerpo tan delgado, mientras sus tobillos protestaban hinchándose, igual que los míos. No era más que un ser humano, una mujer sola en un país extraño cuya lengua no entendía, una criatura derrotada por el cansancio y abocada a superar una prueba muy difícil antes de disponer del tiempo suficiente para recuperarse del todo, eso me parecía, y me propuse cooperar en todo lo posible para que triunfara, cubrirle las espaldas, ayudarla, aconsejarla, vendérsela a Rushinikov como la actriz de su vida…

Sin embargo, cuando abrí la puerta de mi bungalow unas pocas horas más tarde, la única que seguía teniendo un aspecto horrible era yo. Ella resplandecía, y su expresión no mudó un ápice ni siquiera al bajar del coche de producción, a una distancia considerable de la puerta del plató pero más que suficiente para escuchar los gritos de un energúmeno que estaba jurando sobre todo lo que es posible jurar en lengua rusa. A modo de despedida, el chófer nos dedicó una mirada incierta, hecha a medias de temor y desaliento, a la que yo correspondí puntualmente, pero Eva, la más perfecta de sus sonrisas radiantes tan bien asegurada que parecía cosida sobre sus labios rojos, me miró como si estuviera sorda, y empezó a caminar hacia su destino con esa especie de prisa serena que sólo está al alcance de quienes ya se saben propietarios de una parcela en el Paraíso.

Identifiqué a Andrei Rushinikov sin necesidad de preguntar a nadie. De pie en el centro del plató, con unos vaqueros desgastados y una camisa roja de algodón que parecía tener vida propia, tan violentamente gesticulaba con los brazos mientras chillaba, era lo más parecido a un oso enloquecido de furia que he visto en mi vida. Mientras me acercaba, reconocí en su rostro los rasgos de un eslavo típico, de esos que se aprenden en las ilustraciones de los libros, un cosaco de toda la vida, el pelo negro, los ojos claros, la piel blanquísima, cejas muy pobladas y una mandíbula imponente, casi cuadrada, Taras Bulba, Miguel Strogoff, Pedro el Grande, recordé, Dios nos coja confesados, me dije mientras me acercaba.

Please —le rogué, en un tono de voz casi inaudible al principio—. Please, Mister Rushinikov… —Y como no daba señales de haberme oído siquiera, me pasé al ruso—. Pozhaluista…

Sólo entonces se volvió para mirarme, y seguí en ruso, me presenté a mí misma, y presenté a Eva, hablé un par de minutos para un ceño fruncido, una frente huraña, un inconmovible muro de dos metros, y luego me aparté a un lado. Ella avanzó despacio, marcando los pasos con todo el cuerpo, le tendió la mano, ladeó la cabeza, imprimió a su sonrisa una variante que yo desconocía, le saludó en castellano con una voz tan acariciadora que se me olvidó traducir lo que estaba diciendo, y suspiró. La metamorfosis que se operó en él resultó todavía mucho más apabullante. Rushinikov se retiró el pelo de la cara con una torpeza casi juvenil, escondió las manos en los bolsillos del pantalón, sonrió, y contestó en inglés que la llegada de Eva era lo único agradable que le sucedía en muchos días, que estaba encantado de tenerla a su lado, y que le hacía feliz comprobar que, en persona, era mucho más exquisita aún que en las fotos. Esto sí lo traduje, y la sucesiva invitación para tomar un café y charlar un rato. Mientras los seguía hacia el exterior, había alcanzado ya ese estado propio de los intérpretes que permite traducir un discurso prestándole la mínima atención y pensar al mismo tiempo en otras cosas, y recuerdo perfectamente lo que me iba diciendo, misterios del alma eslava, hay que ver, jódete, Mari Loli…

Aunque a ratos me costaba trabajo distinguir entre Eva y mi propia sombra, y casi llegaba a echarla de menos cuando se encerraba en el baño para ducharse, enseguida tuve que admitir que mi protegida poseía, al menos, un talento instintivo: el de quitarse de en medio en los momentos críticos. Un segundo antes de que se desencadenara un problema de la especie que fuera, Eva olvidaba que estaba triste y muy deprimida, que nadie la comprendía y que yo era la única persona con la que podía hablar en el mundo, y se las arreglaba para desaparecer, abandonándome ante un enemigo polimorfo e implacable como un dragón de seis cabezas. Y a solas, como San Jorge, me pegaba yo con la script —porque llegábamos tarde a las citas—, con el maquillador —al que ella imponía productos y colores—, con la peluquera —que protestaba porque no se dejaba cardar el flequillo—, con el iluminador —que no iba a consentir que una actriz le prohibiera las luces laterales— y con la modista —porque se empeñaba en rodar con su propia ropa—. Añadir que también me pegaba con el director resultaría formalmente inexacto. Entre Rushinikov y yo había estallado la guerra.

Por las mañanas, cuando bajaba a desayunar, él estaba esperándome ya, siempre en la misma mesa. Así no podemos seguir, me saludaba, y antes del primer sorbo de café, ya me había tragado una bandeja de quejas y dos puñados de recomendaciones. Yo le daba la razón en silencio, porque no se puede ser actriz sin estudiar un guion, sin meterse en el personaje, sin acatar una disciplina de rodaje, pero me negaba a reconocerlo en voz alta, no tanto por eludir mi propio fracaso —aquellas larguísimas sesiones de entrenamiento de todas las noches, escamotearle horas de ensayo al sueño para machacar el papel palabra por palabra, gesto por gesto, indicación por indicación, y Eva rindiéndose siempre antes de echarse a llorar, no puedo, no puedo, es que, de verdad, no puedo más, tanto esfuerzo a cambio de nada— sino más bien para pagarle con su misma moneda, porque en el exacto instante en que la radiante sonrisa de Eva precedía a sus tacones en el umbral del restaurante, Rushinikov sonreía, se apartaba el pelo de la cara con cierta juvenil torpeza y dejaba que su voz reconquistara el territorio blando y bobalicón de los acentos adolescentes.

—La verdad es que es guapísima —me decía en ruso muy bajito, sin dejar de mirarla.

—Sí, es verdaderamente guapísima —asentía yo sin mucho interés.

—Buenos días —nos saludaba Eva, en un inglés perfecto, y luego proseguía, con mucha menos soltura—, ¿habéis lo dormido vosotros bueno?

—Desde luego —Rushinikov, en cambio, hablaba inglés mejor que yo—, aunque no nos ha sentado tan bien como a ti. Estás resplandeciente esta mañana.

—Dice que estás resplandeciente —traducía yo al castellano.

—¡Oh, qué amable! ¿A que es un encanto? De verdad… Muchas gracias.

—Dice que eres un encanto, que muchas gracias.

Los desayunos se parecían tanto a una batalla floral sobre un tablero de ping-pong que, cuando me levantaba de la mesa, casi me alegraba del trabajo suplementario que había aceptado a los tres días de mi llegada, el brevísimo plazo que resultó suficiente, sin embargo, para agotar las expectativas del director.

—He pensado que no conviene cansar demasiado a Eva —me sugirió discretamente, guardándose para sí las razones de su pensamiento—, que sería mejor reservarla para las tomas buenas… Si tú quisieras reemplazarla en los ensayos con los otros actores, en las pruebas de luces, en las de sonido…

Yo me sabía el papel de memoria, y cualquier tarea me parecía más gratificante que sufrir por ella desde detrás de la cámara. Además, estaba de acuerdo con él. Careciendo a partes iguales de método y de memoria, Eva corría el riesgo de perder la poca gracia que tenía si, durante el rodaje, se limitaba a repetir mecánicamente, sílaba por sílaba, un texto cuyo sentido no podía comprender. Por eso —por ella— no dudé en colaborar, pero mi nueva situación llegó a hacerme insoportable la arbitrariedad de aquel monstruo, que me corregía a gritos en las pruebas, para luego —después de haber gritado ¡cámara, acción!— limitarse a sonreír, quitando importancia a lo ocurrido, cada vez que ella se saltaba una frase, olvidaba la pronunciación de una palabra o se salía de plano por la izquierda en vez de por la derecha. Hasta que una tarde, en pleno ensayo, estallé.

Aquella mañana, durante el desayuno, Rushinikov había invitado a Eva —en realidad hablaba en segunda persona del plural, pero mirándola a los ojos tan desmayadamente que yo nunca llegué a sentirme aludida— a la fiesta que por la noche celebrarían todos los rusos del equipo.

—¿Qué te parece? —me comentó ella entre codazos y risitas al salir del restaurante, con la misma expresión de una niña pequeña que acaba de ganar un peluche gigantesco en una tómbola—, no, si ya sabía yo que éste iba a caer…

Desde ese momento, no se había separado un segundo de Andrei, como lo llamaba ahora, pero eso no habría tenido ninguna importancia si las perspectivas de una inminente conquista no hubieran inflamado su carácter hasta prestarle la congestionada apariencia de un soufflé a punto de reventar un horno. Y vale que ligar es estupendo, pero el último límite de mi resistencia no sobrepasaba la prueba de traducir al español, una por una y durante dos horas de ensayo, las infinitas pegas que él había ido encontrando en todo lo que yo hacía o decía, para escuchar a continuación que ella estaba absolutamente de acuerdo.

—Muy bien —dije en ruso, desafiándoles con la mirada mientras tiraba el guion al suelo—. Pues hemos terminado por hoy.

—Bueno, yo me tengo que ir —el misterioso instinto de conservación de Eva superaba, entre otras muchas, las barreras idiomáticas—, tengo que arreglarme para la fiesta…

Rushinikov y yo nos quedamos solos de repente, solos por primera vez en un gigantesco estudio vacío, y después de recorrer el techo con la mirada un par de veces, me agaché para recoger el guion porque no se me ocurría nada mejor que hacer. Entonces, él echó a andar muy lentamente en mi dirección y me habló sin levantar la voz por primera vez en mucho tiempo.

—Perdóname, lo siento mucho.

Tampoco supe qué contestar a eso. Dejé el guion encima de una silla, me atusé el pelo, recogí la americana que había colgado de una percha al entrar y, cuando lo miré de nuevo, lo encontré a mi lado.

—Lo siento de verdad, perdóname… —Rushinikov me hablaba en un tono desconocido, sobrio y, sin embargo, casi íntimo, tan alejado del vinagre de los rodajes como de la melaza de los desayunos—. Necesito que Eva sepa qué es exactamente lo que espero de ella, qué quiero que haga y cómo quiero que lo haga. Compréndelo, es muy importante que te vea, lo único que yo pretendía…

—¿Y por qué no le chillas a ella? —protesté, con tanta fiereza que el tono de mi voz llegó a asustarme.

—¿A ella? —Parecía perplejo— ¡Ah! ¿Pero es que tú crees que se puede hablar con Eva?

Za Pushkina! —exclamé sonriente, golpeando el tablero de madera con mi vaso y, antes de que la tónica mezclada con el vodka dejara de espumear, lo vacié de un trago.

—¡Por Cervantes! —contestó él con un acento más que pasable cuando los vasos estaban llenos de nuevo, y todos volvimos a beber alrededor de la mesa.

Creo que fue exactamente en aquel momento, entre Pushkin y Cervantes, cuando me di cuenta de que aquella chica tan alta, embutida en un vestido de noche de terciopelo negro —el pelo recogido hacia arriba en un moño muy elaborado, dos eternas cascadas de pedrería precipitándose en el vacío desde sus orejas, y guantes de raso largos hasta el codo—, que bostezaba aparatosamente contra una columna, no podía ser otra que Eva, y no dejó de asombrarme que al entrar en el bar, un local muy oscuro y con todo el aspecto de haber sido garaje hasta tiempos tan recientes que casi se echaban de menos un par de filas de coches aparcados a ambos lados, no sólo no la hubiera reconocido, sino que, más bien, se me hubiera olvidado que existiera.

En teoría, al salir del estudio, un montón de horas antes, Rushinikov y yo habíamos ido a tomar una copa para trazar su plan de trabajo, pero, en la práctica, él había empezado a hablarme de sus películas, y yo ya las conocía, y él se alegraba mucho, y yo había seguido hablando de Zamiatin, y él ya lo conocía, y yo me alegraba mucho, y luego me había contado su divorcio de una ciudadana norteamericana y yo le había explicado por qué había decidido dejar hacía unos meses a mi novio de toda la vida, y después él había enumerado las ventajas y desventajas de vivir en un país extranjero, y yo había recapitulado los pros y los contras de no moverse jamás de la misma ciudad en la que uno ha nacido, y él confesaba que había sido un niño muy malo, pero yo había sido una niña muy buena, aunque él sacaba muy buenas notas en el colegio, y yo también, y resultó que yo le parecía una mujer muy atractiva, y él a mí también me parecía muy atractivo, no, pero él lo decía en serio, ah… Y ahí me atoré, porque la única imagen del mundo que fui capaz de recuperar tenía el rostro de Eva, y el cuerpo de Eva, y la radiante sonrisa de Eva, y por eso me acordé de la fiesta, pero apenas fui capaz de retener algún dato más, porque la mirada de Andrei trazaba escalas minuciosamente equilibradas entre mis ojos y mi escote, y brillaba con una luz tal vez más intensa que la de la ebriedad, y contagiosa, que teñía mis mejillas de color, y cuando volvió a mirarme, en el interior del taxi, su rostro relucía como si estuviera iluminado desde dentro, reflejando el mío, y hasta llegó a sugerir que nos perdiéramos en cualquier bar, por el camino, para seguir hablando de cine, y de libros, y de niños buenos y malos, pero yo no me atreví a reaccionar, no dije nada, y así llegamos hasta la larga mesa donde todos los rusos de la película brindaban en voz alta antes de golpear la madera con los vasos y vaciarlos de un golpe después, riéndose sin parar, cantando a ratos, y nos unimos a ellos para brindar por Pushkin, y por Cervantes, y hasta entonces no escuchaba la música, pero cuando se apagó el eco del último brindis me puse a bailar yo sola, alrededor de la mesa, y bailé salsa, y cumbia, y hasta una rumba, y todos me aplaudían, me lo estaba pasando tan bien, y Andrei me abrazó cuando empezó a sonar un bolero de Olga Guillot, una canción muy lenta, y apenas nos movíamos, sin despegar los pies del suelo, cuando Eva, tan impecablemente maquillada, peinada, vestida, tan ridícula esta vez, se me acercó para pedirme por favor que la acompañara al hotel porque estaba muy cansada, y harta, y aburrida, y no le gustaba aquel trabajo, ni aquel bar, ni aquella gente, y no comprendía nada, y nadie la comprendía a ella, y ése fue el instante que él eligió para besarme en los labios, y mis labios besaron los suyos, y Eva estalló en sollozos, vámonos, por favor, vámonos, vámonos, por favor te lo pido, vámonos…

Cuando desperté, a la mañana siguiente, me encontraba como si mi cuerpo estuviera flotando en una piscina llena de una gelatina tibia y rosada, acogedora y húmeda, y era una resaca, pero era deliciosa, y me hubiera gustado apurarla del todo mientras la luz se filtraba con pereza entre las rendijas de la persiana, porque me había enamorado otra vez y no quería hacer ninguna cosa, sólo pensar en ello, sentirlo, acostumbrarme lentamente a la naturaleza de los prodigios.

Entonces, Eva abrió con su llave la puerta que comunicaba nuestras habitaciones, encendió la luz sin pedir permiso y taconeó enérgicamente hasta ganar el borde de la cama.

—No me zarandees, por favor, estoy despierta —supliqué con un hilo de voz—. Y apaga esa luz, ¿quieres? Hoy es sábado, no tenemos nada que hacer, no me pienso levantar…

—Tengo que hablar contigo, Lola —me interrumpió, y sólo entonces me devolvió a las adorables tinieblas que su irrupción había desvirtuado para siempre—. Quiero decirte que no me gustó nada lo de anoche. No deberías beber tanto. El alcohol es muy malo, ¿sabes? Apaga la piel y engorda. Cuando me preguntan qué hago para cuidarme, yo siempre contesto lo mismo. Dormir muchas horas, hacer una vida muy regular, no trasnochar, beber mucha agua…

—¿Por qué me vienes ahora con todo esto, Eva? Yo no soy modelo, ni actriz, ni nada. Puedo permitirme perfectamente cualquier irregularidad.

—Es que… —y su aplomo se deshizo en un puchero—, me siento muy mal, de verdad, estoy muy sola, yo… Me he equivocado aceptando este papel, no me gusta este sitio y Rushinikov se porta fatal conmigo, es un bestia, yo no sé…

Escuché infinitas variaciones del mismo discurso a lo largo del fin de semana, pero no llegué a impacientarme en ningún momento, porque la novedad estaba en mí misma. La compasión me había abandonado como suelen abandonar los amantes, las edades, los viejos amigos de la infancia: bruscamente y para siempre. Descubrí que mi repentina impasibilidad hacía mucho más fáciles todas las cosas, y el lunes por la mañana, mientras esperábamos al coche de producción en el vestíbulo del hotel, el espejo me devolvió una imagen inesperada, estrictamente opuesta a la que había obtenido hasta entonces, porque por primera vez, desde nuestra llegada, Eva no tenía muy buen aspecto. Yo resplandecía.

Sin embargo, durante toda la semana, Andrei siguió tratándola igual que antes, la misma dulzura, los mismos mimos, la misma paciencia infinita, el ligero e indefinible coqueteo que no llegaba a mejorar su humor, pero castigaba el mío como si cada palabra, y aún más, cada silencio, fuera un lento, oblicuo golpe de sable. A cambio, en los ensayos nos entendíamos muchísimo mejor, aunque no volvimos a hablar a solas, porque aquellos días coincidieron con los escogidos por la productora para abrir el rodaje a los medios de comunicación y cada noche teníamos un compromiso distinto, él en el punto de mira de todos los objetivos, yo sentada entre Eva y cualquier periodista en un sofá apartado, un cóctel para el equipo de televisión que estaba haciendo un reportaje, otro para los enviados de los diarios nacionales, otro para los corresponsales de la prensa especializada… Para el jueves por la noche, la organización no había previsto nada y yo tampoco, pero cuando ya estaba recogiendo mis cosas, a punto de marcharme, me detuvo una voz que hablaba en inglés, la suya.

—¡Eh, tú, chica española!

Me volví, y le encontré a mis espaldas, muy sonriente.

—¿Quieres cenar conmigo esta noche?

Mi cabeza se movió de arriba abajo sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, en el preciso instante que eligió el operador para cogerle del brazo y arrastrarle a la proyección.

—¡A las nueve en punto! —gritó—, ¡En la Steak House que hay detrás de tu hotel! —y añadió en español—: ¿Vale?

Vale, murmuré para mí, echándome a reír mientras recordaba hasta qué punto le había intrigado esa expresión que Eva y yo usábamos constantemente los primeros días, y apenas tuve tiempo de pensar en nada más, porque unos brazos frenéticos rodearon los míos desde atrás, anunciando el chillido agudo, histérico, que retumbó en mis tímpanos como las trompetas contra las murallas de Jericó.

—¿Has visto? —Eva me miraba con una expresión que no pude descifrar al principio, una especie de alegría simple y salvaje, el rostro de un perro que babea delante de un filete—. Si ya lo sabía yo, que éste iba a caer, ya te lo dije… ¿Dónde ha dicho que quedábamos?

—¿Qué? —pregunté, como si fuera imbécil.— Andrei, mujer… ¿No le has oído?

—Sí —no fui capaz de mejorar mi intervención anterior—. Le he oído.

—¡Lola, por Dios, pareces imbécil!

—Sí…

—Andrei me ha invitado a cenar, ¿verdad?

—No sé. ¿Estás segura? —La miré a los ojos y no encontré en ellos ni la más leve sombra de duda.

—¡Claro que estoy segura! Ya me lo había avisado hace un par de días, que me estoy esforzando mucho y está muy contento conmigo, y que un día de éstos teníamos que quedar, ¿no te acuerdas? —Asentí con la cabeza, aquello lo había traducido yo misma—. Y me lo acaba de decir ahora mismo… He entendido lo de cenar, dinner, ¿no?, y la hora, nine o’clock, le entiendo mucho mejor que a todos estos americanos, pero no he cogido el sitio donde hemos quedado.

—En la Steak House que hay detrás del hotel.

No quise preguntarle en qué idioma pensaba hablar durante la cena. Estaba segura de que, fuera cual fuera, lo dominaría mejor que yo.

Cuando sonó el teléfono, hacia las diez y diez, ya había bebido, fumado y llorado todo lo que tenía que beber, fumar y llorar, había maldecido todas las cosas aptas para ser malditas —mi sujetador, el aerobic, la herencia genética, Coco Chanel…—, y había repetido varias veces todas las frases hechas que conocía al respecto, desde todos los hombres son iguales, hasta yo lo que quiero ser es tonta, pasando por no aprenderé jamás, y ésta es la última vez, ¡lo juro!, pero todavía me quedaba un margen para el asombro.

—Es que no lo comprendo —Eva gemía desde el otro lado del hilo, su voz tiritaba con el desamparo de un niño pequeño que no acaba de comprender por qué le han castigado—, tenías que haberle visto… Cuando me vio llegar empezó a hacerme preguntas, en inglés, pero tan deprisa que no podía entender nada, y luego me preguntó por ti, y yo le dije, I am here, Lola no is here, y le sonreí, ¡pero se puso de una mala leche…! No ha querido cenar, ¿te lo puedes creer? Se ha tomado dos whiskies y luego se ha ido corriendo, en un taxi, porque tenía que ir a buscar a Serguei, creo, no sé, no le he entendido nada… Me ha dejado plantada en la puerta del restaurante y me he venido andando. ¿Qué me dices? Y ahora no sé qué hacer. Nunca me ha pasado una cosa así, con ningún tío, de verdad, nunca jamás…

Cuando colgué estaba tan nerviosa que no acertaba a hacer otra cosa que recorrer la habitación de punta a punta, andando tan deprisa como si tuviera que llegar a tiempo a alguna parte, hasta que me cansé, y me metí en la cama solamente para obligarme a estar quieta. Quizá llegué a dormirme un par de veces, pero sin lograr nunca abandonarme del todo, anclada en un muelle difuso que no era sueño, pero tampoco tierra firme, y por eso no reaccioné al escuchar las balalaikas, dulces y muy lejanas, y tampoco quise creer en aquellas voces, un armonioso concierto de susurros todavía, hasta que reconocí la melodía, inconfundible, cuando el volumen del canto ascendió de golpe, y las palmadas, los tacones que estallaban contra el suelo, marcaban el ritmo de una canción tan intensa, tan vigorosa, tan pura como si brotara de las mismas entrañas de la tierra.

Salté de la cama y corrí hacia la puerta cantando yo también, la emoción temblándome en los labios, kalinka, kalinka, kalin… Pero jamás, ni en sueños, me habría atrevido a imaginar un espectáculo semejante, tan grandioso que las lágrimas se escaparon de mis ojos sin que pudiera hacer nada por retenerlas. Estaba amaneciendo. Mientras el cielo se hinchaba lentamente, rindiéndose al calor, seis hombres locos cantaban para mí, y para que él bailara solo, el más loco de todos, una danza furiosa de cólera y deseo, soberbia como sus saltos y humilde como sus rodillas rozando el polvo, el baile de los cosacos, brazos que giran en el aire para impregnarlo de luz, y de vida, un cuerpo que se deshace en la música para imponer al mundo su sello, su ley y su fuerza. Eso sentía mientras le miraba, Taras Bulba, Miguel Strogoff, Pedro el Grande, y ojalá Dios no me coja confesada, y no podía dejar de llorar y de reírme al mismo tiempo, y mis ojos ardían, y ardía mi piel, y ardió mi alma cuando le vi saltar por última vez, y caer de rodillas ante mí, fatigado y poderoso, agitando el vuelo de mi camisón blanco.

Entonces escuché los aplausos, y todo volvió a empezar en un segundo, porque aquello no podía ser más que un sueño, un delirio estruendoso y benévolo, una trampa de mi amor dolorido, pero él rodeó mis muslos con sus brazos de carne verdadera, sentí el peso de su cabeza al apoyarse en mi vientre, y le escuché.

Skashi ej chtoby ona ushla… —dile que se vaya, traduje para mí, y entonces miré a mi izquierda y la encontré allí, en la puerta del bungalow contiguo al mío, las manos todavía alzadas, como congeladas en el último aplauso, mientras él seguía hablando—, ne muchaj meniá bolshe milaia —no me tortures más, amor mío…

Antes de arrastrarle conmigo al interior, me despedí del mundo. La última imagen que contemplé en él fue el rostro de Eva, su ceño fruncido, sus ojos dilatados, su boca abierta, una mueca de asombro ocupando la plaza de una sonrisa radiante.

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Ficha bibliográfica

Autor: Almudena Grandes
Título: Modelos de mujer
Publicado en: Modelos de mujer, 1996

[Relato completo]

Almudena Grandes

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