Acaba con mis fuerzas
húndeme de frente
abandóname en la
criminalidad…
M. JAGGER / K. RICHARDS
Tumbling Dice
En la fecha que supongo no muy tradicionalmente fatídica de un 23 de diciembre, me recibí de licenciado en Literatura. Mis costumbres solitarias, de poquísimo trato con los intelectuales, me habían preservado de toda ponzoña en el alma, y al no conocer aún el éxito precoz (digamos Scott Fitzgerald a los veintitrés años, o en nuestro medio el caso más prosaico de este muchachito Lemos que a los dieciséis publicó, antes de degollarse, una extensa novela sobre dos niños que descubren el amor por medio de la Benzedrina) me sentía impune a cualquier clase de desencanto, melancolía o el común arrepentimiento del hombre de letras que al madrugar sabe que la bohemia tropical o la vagabundería echaron a perder su pasado día. Nada: mi salud física era perfecta, altura mayor de la normal en este país de cafres, rosadita la piel, ausencia total de ojeras, pelo abundantísimo, sistemáticas escaladas a picos no demasiado peligrosos de la cordillera Occidental andina y siete piscinas —formato olímpico— todas las mañanas; en cuanto a mi salud mental, alimentado como fui con frondosa coliflor, pescado bien escogido y pan moreno, se fue fortaleciendo por una disciplinadísima lectura de los poetas clásicos, los filósofos agnósticos y los novelistas de descripción psicológica y escueta crítica social; fundamental es advertir que me abstuve de concederle importancia a la dulzarrona mortandad de los románticos y que refuté, en discusiones que fueron grabadas, mimeografiadas y ampliamente difundidas en mi universidad, los cultores del «fantastique» y de sus torcidas ramificaciones horroríficas (por no decir horrorosas) o policíacas, generillo este que parece inventado para la KGB y que yo consideraba último refugio de los mediocres, de los frustrados fácilmente y de los decadentes a conciencia, pecado que aseguró san Ambrosio, en su Séptimo misterio de la llave, ser el peor ante los ojos de Dios en el infierno.
Tenía, eso sí, unas ganas terribles de que mi carrera en formación pudiese disponer del tiempo completo. No me pareció mejor opción que alquilar un localcito en un edificio más o menos destartalado y decididamente polvoriento de la calle Novena con carrera Octava, frente a ese baluarte de la educación marista que hoy ha sido convertido en juzgado para criminales de la peor estofa. El precio del alquiler era tirando a razonable aunque un tanto no muy módico pero sí bastante comprensible sabiendo como van las cosas: dos mil pesos al mes sin contar agua y luz. La oficina era de color ocre recién pintado, techos altos (ahora paso las noches durmiendo en las calles y soñando que el techo desciende hasta aplastarme y allí despierto, con los huesos fríos y tragando polvo) y puertas de caoba. Me la imaginé toda llena de libros y uno que otro afiche. Sonreí al pensar cuántos de mis compañeros de grado no empapelarían las paredes con afiches de la revista OCLAE, que mudarían puntualmente a cada nuevo envío. No: yo colgaría, mirando hacia la amplitud más allá de la ventana, el macizo, implacable, un tanto stalinista perfil del gran Giovanni Guareschi.
Entonces firmé contrato por un año (he perdido la cuenta del tiempo que ha transcurrido desde aquello hasta ahora cuando escribo estas líneas con pluma desgastada y mano temblorosa y vengativa: han sido meses o años, no lo sé, el tubo de la perdición no tiene fondo) con ayuda estrictamente parcial de mi madre, la pobre viejecita que hoy se niega a verme y que recluida está en la cama, su pena triplicada por mi pena o al revés, su dolor sosegado por puntuales dosis de morfina que le administra el médico, mi tío Enrique. Menos mal.
Instalé mi amplísimo, limpísimo y fervoroso escritorio de roble americano, sala de espera con muebles comprados a crédito, todos mis libros, y con clavos de acero coloqué muy correctamente, en la puerta de entrada, el aviso que en macizas y convincentes letras de molde rezaba:
MARCO CAPURRO G.
LICENCIADO EN FILOSOFÍA Y LETRAS.
UNIVERSIDAD DEL VALLE.
ESCRITOR.
SE REDACTAN MEMORÁNDUM DEFINITIVOS, TEXTOS PUBLICITARIOS, ARTÍCULOS VARIADOS PARA MAGAZINE, ALEGATOS JURÍDICOS, ARGUMENTOS FILOSÓFICOS EN ORDEN PRIMERO DE COMPLEJIDAD, POEMAS DE AMOR Y DE GESTA, CUENTOS Y NOVELAS.
Dispuesto todo así me senté a esperar, y a los dos minutos de impaciencia, a escribir la primera línea de la página 101 de la novela que preparaba entonces y que hoy he perdido, compuesta por diez larguísimas reflexiones de un clérigo transportado a lomo de indio desde el puerto de Buenaventura hasta el Valle del Cauca, con un epílogo, no menos vasto y en tercera persona, de las formas crecientes del delirio que se apoderaba del carguero de turno al divisar la tierra que pondría fin a su pena. Escribía: «Un día te acordarás de mí, tú, te lo prometo…» (sería extenderme demasiado resumir aquí la historia de los amores que el clérigo dejó en España), cuando tocaron a la puerta, toc, y en mis malas noches lo he seguido oyendo. Con la perplejidad un tanto ginecocrática del que se dispone a abrir cualquier puerta, interrumpí mi labor, refilé el mosaico y con excesiva torpeza abrí.
Ante mí se encontraba una señorita de pelo color platino tapándole por completo el ojo derecho, en clarísimo estilo de «peek-a-boo bang», popular y prohibido allá por los años cuarenta, y yo enrojecí tanto o más que la boina que ella lucía de sólo pensar el terminillo, que me introdujo, no sé cómo y a una rapidez extraordinaria, en terrenos de una literatura (y aún más: de su bochornosa adaptación al cinematógrafo) que yo, sin desconocerlos, los juzgaba perniciosos y de interés social nulo. Tropecé con las cosas (ahora no recuerdo cuáles, ¿una valija? ¿La suya o la mía?) y no había terminado de decirle «¿A la orden?» cuando ella, muy segura y de piernas largas, entró y cerró la puerta con un ¡clam! que ahora es el que me despierta.
Se demoró en sentarse, pero habló todo el tiempo. Me temo que no me queda otra opción que consignar la escena en diálogo directo, recurso y no necesidad de estilo que siempre he considerado ligero, tramposo y que atenta precisamente con la que yo creo —o creía— función primordial de la literatura: la densidad de efecto. Pero el hombre que ha caído no tiene por qué hacerse exigencias.
Con voz que espero no me haya salido de pífano le pregunté su nombre.
—Verónica —contestó, apretando los labios.
—Lake… ¿acaso? —dije yo, porque el parecido y el talante con aquella antigua actriz de cine era enorme, y porque, en ese caso, yo he debido estar vestido más de acuerdo a las películas de gangsters que hacía ella, por lo menos con sombreros (pero ¿con este clima?) y con cigarrillo pegado a los labios, pero no fumo.
Además, he detestado el cine desde pequeño.
Ella me miró un tanto asombrada, no mucho, no muchito.
—Nonis —dijo—. Pero no le quiero dar mi verdadero nombre. Por lo menos en este momentico no. Pongamos que mi apellido es Urdinola. Venía de comprar un papel sellado y vi su anuncio. Al lado de esta oficina queda una dentistería —y se rio entre «Ji, ji» y un «Jeeee» profundo. Continuó:
—El hecho es que tengo una hermana que sufre mucho de una enfermedad muy grave. Muy grave pero eso sí: muy digna.
Y yo la adoro. Entonces lo que quiero es escribirle una dedicación bien bonita, si fuera posible larga. Digamos unas ciento veinte páginas a doble espacio. Ella en realidad es una escritora. Lo que pasa es que ya no escribe, la enfermedad no la deja.
—¿Ha publicado algún título?
—Publicar no. Tampoco creo que tenga calidad de publicación. Tiene diecisiete años. Sabe usted, nosotras pasamos la niñez en los páramos del acantilado del océano Pacífico. Mi padre explotaba una mina de mármol. Crecimos en casa confortable, pero el clima era malsano. Me recuerdo jugando a las muñecas bajo la lluvia.
Aparté, espantado, la posibilitad de orientarme por la vertiente de la novela gótica para la dedicatoria que la señorita Verónica me pedía. Mi escalofrío ni la inmutó. Afuera rechinaba el sol implacable.
(¿Será posible una forma de escritura diferente a la verbalización, cada vez que un diálogo se interrumpe, digamos, por una reflexión?)
¡Ay, Dios! Continuó:
—Supongo, eso sí, que el clima era propicio para la descripción de la tristeza. Dejó de jugar conmigo a las muñecas y se encerró a escribir. Eso fue entre los nueve y los quince años. Unas doce mil páginas a mano, letra menuda como pata de torcacita recién nacida —se me hizo brillante la comparación (aunque no exenta del enojo de tener que acordarme de Leonardo Favio) y la apunté en mi cuaderno de notas—. Si pudiera escribir ahora —dijo— ya sería distinto. Tiene toda la experiencia de su enfermedad. Y supongo, joven, que estará de acuerdo conmigo en que mientras los puntos de vista de ustedes, los hombres —me señaló con el dedo meñique y yo me desempolvé el vestido—, alcanzan a madurar a los veinticinco (¿Qué edad tenía yo en la época de la entrevista que narro?) nosotras las mujeres los tenemos listicos a los dieciséis. ¿O es que va a decir que no?
—No —dije, menos intimidado que de sincero acuerdo. Sentí alegría. Ella ya se había sentado, pero no le gustó el cuero de mis muebles y volvió a pararse. Habló con nostalgia agitada y muy sufrida:
—Su inspiración constante, me acuerdo, voraz, habría cristalizado en un estupendo estilo y en una profunda complejidad argumental, pero ya ve (dijo ese ve con un tonito que me recordó antiguas pesadillas en las que al despertar encontraba frente a mí el croquis, la silueta de una figura por lo general bella y siempre femenina cuyos interiores bulbosos eran precisamente los que me habían atormentado en sueño), no escribe más. No puede.
Se sentó en mi asiento detrás del escritorio. Se llevó las manos a la cara. Suspiró demasiado profundo y se levantó de nuevo. El ojo izquierdo era negro y muy grande y con ojeras arriba y abajo. Recuerdo que pensé: «¿Pero qué enfermedad es? Y ¿no será contagiosa?». Mas sentí pena de preguntar. Resolví que era tuberculosis.
—Yo también me he sentido muy decaída —dijo, ya sin lamentarse, como si informara sobre un hecho—. Y sé que una dedicatoria bien bonita me levantaría el ánimo. Como una especie de biografía en la que yo —y casi se hunde la uña del dedo índice en su grandote corazón— llevaría el segundo papel en importancia.
—¿En tercera o en primera persona? —inquirí, en tono profesional. Y luego—: Ni me le acerco al tufillo pseudopoético de la segunda persona, difundido en nuestros medios por algunos malhadados mexicanos que estarían mejor cantando rancheras.
—En tercera —dijo, con mucha seguridad, y luego un tanto desafiante—: Usted firmaría el escrito, ¿no?
Torcí los ojos hacia un techo sin vida y el cuello me crujió y la miré de nuevo, doloroso, pensando: «Voy a acceder». Le pedí que se sentara, en tono más o menos definitivo. Me obedeció, pero estuvo palmoteándose todo el tiempo las rodillas, a mí que me pone zurumbático ese movimiento. Me explicó que era dos años mayor que su hermana, «aunque usted no lo crea».
—¿Cómo aunque usted no lo crea?
—Ja —gritó casi. Y después—: Es un modo de decir.
—Este es un asunto poco común, ¿sabe? —dije, pelando mi horrible empalizada de dientes amarillos—. Así que, antes de formalizarlo quisiera más explicaciones… por lo menos preliminares…
Pensé: «De no ser por los puntos suspensivos yo no tendría nada que envidiarle a Philip Marlowe», pero rechacé la idea o la enrevesé, mejor, con el recuerdo de la discusión que sobre este personaje sostuve, en el Auditorio Principal, con Orlando Toro, un alumno aventajado aunque un tanto histérico y decididamente colonizado, que murió a los tres meses en medio de una borrachera y con la cabeza bajo la triple rueda de un camión, ¡flap!, reventada como madura sandía.
Pero mi cliente ya venía diciendo:
—En realidad, todo el tiempo me la he pasado cuidándola. Quiero decir, desde que no seguimos jugando a las muñecas. Nadie me cree, pero cuando mi papá salía, hasta el tetero le daba. La recuerdo haciendo los últimos suspiros de delicia y luego yendo a escribir largos poemas sobre la experiencia de mamar la leche en tetero de plástico… ¡Ah, qué días aquellos!
—¿Podría echarle una ojeada a esos manuscritos? —pregunté, más con interés literario que detectivesco. ¿Cómo? ¿Fue que pensé lo que acabo de escribir? ¿Entonces qué es lo que soy ahora, un policía de película metido a relatar brevemente (las fuerzas no me dan para más) su desgracia?
—No, imposible. Si se da cuenta me-ma-ta. No puede pararse de la cama pero no sabe usted la de yerbas que conoce. Además ella guarda en secreto la llave del baulcito en donde están los manuscritos. Pero no se preocupe usted, que yo lo voy a dejar inventar, utilizar su imaginación. Tampoco podemos obligar a un escritor a plegarse a los caprichos de dos niñas ridículas.
Aquel podemos me preocupó más, pero después sus palabras me hicieron pensar en Los caprichos, porque le había salido como encrespadito como todo consentido y lindo. Ella compartía también mi ensoñación, pero la he debido sentir dentro de sí mucho más urgente e importante, porque fue la primera en interrumpirla para explicarla:
—Ay, se ve tan aristocrática así toda recostada (yo apunté la frase), con el pelo ¡tan largo y rubio! —Miró su reloj. Se levantó, asustada. Pensé que me hubiese gustado, en mis niñeces, jugar a las arañitas con ese par de rodillas. Estaba realmente muy nerviosa—. Bueno —explicó— (¿Qué más desea el lector?: ¿Explicó? ¿Contó? ¿Dijo? ¿Musitó? ¿Intercedió? ¿Requirió? ¿Sibiló?, esta última palabra para enriquecer el conocido y monotonísimo axioma del fanfarrón y pseudovanguardista J. Cortázar. ¡Ah, los caminos sin fin de la vana literatura!), supongo que vendré todos los días e iremos charlando con el señor Capurro.
—Dígame Marco, si no es molestia.
—Me da lo mismo Marco que Capurro. Ambos nombres me suenan a piscina.
Quise reír, pero memoricé la salida, para anotarla después. Todavía quedaba algo muy importante por tratar, así que dije, con el aire más angelical del mundo:
—Entonces, ¿me decía?
—Sí. Que no es sino acordar un horario. Y que ahora tratemos de los asuntos enojosillos pero de rigor, como los costos y las horas que usted tiene disponibles.
Casi le digo: «Para usted, todas», pero volteé un tantico el cuello hacia la ventana, olí el calor y puse ojos de indio divisando por primera vez el Valle.
—Trabajo en la novela que puede ver sobre el escritorio.
Hizo como una especie de aaaaaaaaaa de curiosidad y aprobación y progreso como en medias lunas hacia el manuscrito y ojeó, me parece, el párrafo más pobre de la página 101, mientras yo intentaba dar razones, diciendo:
—Eso lo hago de ocho a doce de la mañana. La hora en que me cogió usted. Y mire, ¿quiere la biografía para una fecha determinada?
—Me parece que en cuestión de quince días.
—Me parece correcto. Poseo una enorme capacidad de trabajo.
—Eso veo (¿Se burlaba?).
—Bueno —dije, como por no decir, y me senté. Ella miraba su reloj—. Por trabajo de mes entero cobro siete mil. A usted le voy a cobrar exactamente tres mil quinientos (ni sonrió siquiera). Me los paga en dos contados, si le queda mejor.
—Sí, pero el primero no hoy. Mañana por la tardecita. Entonces ¿estamos?
—Sí.
Me dio su mano, seca como pared exterior de acuario, y luego:
—Un consejo: no le hable de esto a nadie. Escritor que cuenta su obra antes de terminarla, se le quedará en veremos.
Y se despidió con el ¡clam!, el que pone fin a mis pobres sueños.
Al otro día volvió a la hora convenida, con el ojo un tanto más claro y agrandado por no sé qué emoción que me excluía. Yo la había esperado desde la una y media hecho un erizo de nervios después de pasar la noche en vela repasando mi Índice de libros prohibidos y, lo confieso, salvando, en concienzuda operación, algunos volúmenes del ostracismo.
Recuerdo que ese primer día de trabajo después de irse mi Dama Misteriosa, yo pasé por una alegría alborotadora de cerrar temprano la oficina para irme a mirar montañas pensando en el posible tema a escoger: mujer casi niña encamada antes de tiempo, consumida de aristocracia, precocidad, muerte prematura. La cosa no me gustaba ni cinco. Aquello me habría remitido al ejemplo más obvio de la familia Bronte, a Poe, tan ridículo en su suficiencia. Digo, ¿llegaría a aceptar como hecho normal el colmo de componer una novela con todos los elementos que yo había atacado tan lúcida, tan elocuentemente desde mis años de bachillerato? Resolví en todo caso y como salida extrema que los opiómanos y dipsómanos eran mejor y más digna opción que la novela tan pretenciosamente «re-descubierta» y llamada «negra» por críticos pasajeros y hasta con sus plumitas, y de la que eran autores principales Raymond Chandler, Dashiell Hammett y James M. Cain (al primero siempre lo relacioné con el belfo H. P. Lovecraft por esa afición definitivamente maricona hacia los gatos), para no hablar de Ross Macdonald, causante directo de que yo tajara mi larga relación epistolar con el español Miguel Marías (recuerdo, sobre todo, discusiones sostenidas sobre las sendas cartas entre Stevenson y James), cuando me espetó, en papel de treinta y cinco gramos y por ambas caras, que consideraba a aquel como «el mejor y más profundo escritor vivo». Gulp. En esa época yo me podía dar el lujo de sentir orgullo por no escribir.
Pero ella volvió, contenta por lo puntualita aunque con una amargura que me impresionó, por lo distinta y por lo que parecía tan esencial a ella, como si la hubiese tenido adentro desde que nació. Y yo, lo juro, no se la había notado el día anterior.
¿Sería porque se trataba del primer dinero ganado en mi profesión que le noté la mano un tanto más grande y áspera cuando me extendió el cheque correspondiente? No cometí la imprudencia de mirarlo.
El mechón color platino lo tenía igualmente dispuesto, aunque habían aparecido unas tanticas arrugas enhebrando las ojeras del ojo derecho, producidas, según me dijo, por la pésima noche que le hizo pasar su hermana (¿verdad que es curioso o imprudencia mía o signo del destino no haber preguntado nunca el nombre de la otra?), pues había gemido y se había jalado el pelo y dicho cosas muy horribles. Contenta estaba de verme, y mucho, pero enojada con su hermana. Y cuando le expliqué mis planes de crear una narración con base en una niña que renuncia al mundo por orgullo, porque el mundo no le alcanza, porque ella es mejor que la cultura a que pertenece, la misma que día por día desvirtúa conciencias, se mostró un poco reticente. Pero aseguré:
—Yo la haré parecer, en la cama y enferma y todo, mucho más bella que tantas peladitas que andan por allí voltiando.
Entonces gruñó (¿había gruñido el día anterior?). La nariz se le encrespó y me dijo, con el ojo llameando malignamente:
—Es que ahora no quiero hacerla parecer bella. Quiero castigarla por toditico lo que me ha hecho.
Y estiró el brazo hacia mí, subiéndose muy rápido la manga y yo miré, atajando la respiración. Había allí, desde las muñecas a las venas del codo, cinco clarísimos surcos de uñas furiosas que ni Ann-Margret en su peor película. Me avergonzó, de nuevo, la referencia involuntaria de mi pensamiento. No hay cosa que deteste más que la pseudocultura de trivia cinematográfica. En todo caso no supe qué decir, y con ganas de sobarle su bracito fui guardando las diez páginas que ya tenía escritas de alabanza a su querida hermana.
Afortunadamente ella comenzó a hablar, a darle forma parcial a una agitación que sufría ya desde mucho antes.
—Nadie sabe lo exigente, lo grosera, lo cruel que es… Que el cafecito con su menjurje raro, que la muñequita coja, que el lapicerito para escribir las melancolías diarias. Cuando al menos se ocupaba de algo, pero ahora no es sino pasársela mirándome a la cara, y con esa belleza que destella. Pero yo sé que me mira con envidia. Porque lo que yo tengo de especial ella no lo tuvo, ni lo tiene, ni lo tendrá jamás… Ella, claro, la mujer más bella…
Mi boca, mi cara, mi piel tan suave…
Empezó a darle una tembladera que la hizo ver tan frágil y tan desamparada, y como si se diera dentro de otra naturaleza, opuesta casi a la que yo había conocido el día anterior; así que fui y busqué en el pequeño pero básico botiquín uno, no, dos Valiums blues, pero sus pasos se acercaban y su respiración traqueteaba demasiado como para que mis dos manos obedecieran sin tumbar cosas, creo que una porcelana. Entonces una de sus manos, la derecha como zarpa, me agarró de la nuca y zarandeándome (he debido perder un millón de pelos) me obligó a alzar la cara para que viera todavía más: que con la izquierda se había apartado el mechón colgante y entonces era que me estaba exponiendo la costra, el pellejo tieso ¿la lepra?
—No. Ella me arrojó café hirviendo, y bien oscuro como es su gusto, en esta pobre cara mía. Porque yo no le traje a tiempo la muñeca que cojea.
No pude decir nada. Me tocó echar cara a mis recuerdos, de cuando en compañía de mi madre tuve oportunidad de observar The Big Heat, de Fritz Lang. ¿Habían copiado ellas de esa película la idéntica escena de atroz violencia? ¿O fue al revés?
—Entonces ¿por qué semejante sumisión? —pregunté—. ¿Por qué no se va a otra parte?, ¿por qué no la abandona de una vez?
—No —me dijo, con voz tan ronca que casi no reconozco como suya—. Quiero que tenga una larga vida y que usted escriba una novela más larga aún sobre las maldades que ella me hace. Quiero que usted la describa horrible e implacable. Y que esta desfiguración facial mía se le transmute a ella, pero por dentro. Que la vaya carcomiendo el alma. No me importa pagar veinte veces más. Quiero que cada semana me tenga un capítulo. Mi tortura se efectuará por el sistema de entregas.
Y dio un soplido y se fue, esta vez sin azotar la puerta.
No llevaba boina ni reloj y le habían crecido los pelos de las piernas. Parecía heroína de otro género, ya no sé de cuál, ni de qué calidad, ni de qué arte.
Me dolió quedarme tan solo. Me tomé los veinte miligramos de blues, y antes de que los sintiera apaciguar adentro, las ideas habían empezado a surgirme rápido y duro en la cabeza. Ya no sería Poe, ni Patrick B. Bronte, ni las desventuras de una especie de joven Werther hermafrodita. Prevalecería el doble punto de vista, ambiguo y no anulativo de Henry James, porque, ¿cómo poder estar seguro de que Verónica no le infligía maldades iguales o peores que las que su hermana administraba? Y si la menor se había visto obligada a guardar cama debido a terrible maquinación tipo ¿Qué pasó con Baby Jane? Que valga al menos como ejemplo, porque como exploración es ridícula. Y otra cosa: ¿acaso Henry James no escribió toda su vida novelas por entregas? Sí o no que ilustre predecesor tenía.
Otra cuestión era: ¿cuál de las dos alcanzaba a ser más importante como mujer, cuál en su niñez fue muchísimo más bella, antes de que empezaran las hostilidades? Concebí argumentos de incesto con el padre (¿difunto? ¿pródigo?), ¿por qué no?: un viejo fanático y dos jóvenes casaderas en la soledad de los últimos parajes de la cordillera Occidental, pensando todo el día en la visión del mar, allá, de la ciudad, acá. Obligativo paisaje para una pasión tenebrosa, única y excluyente. Pero entonces, ¿cuál de las dos era la preferida? Resolví que Verónica, única a la que conocía y que tantos momentos de gozo me había regalado con su presencia, ojo tapado o no. La otra, entonces, por odio, le quemó la cara después de intentar por todos los medios parecerse a ella.
Y aquí cerré las ventanas, salí alelado e indiferente al mundo que me rodeaba, pues estaba dándole mordisquitos al más sublime de los temas: el de la suplantación de personalidad. La hermana recluida había tratado de parecerse a la otra en su totalidad, física y espiritualmente, para ganarse los favores del padre, personaje que sufriría, como Lot, del prolongadísimo éxtasis de la paidofilia. La pequeña hermana trataría pues de suplantar a Verónica; y de conseguir con éxito ser su facsímil, una de las dos, muy posiblemente la que sirvió de modelo, se haría innecesaria y tendría que desaparecer. Ahora no me cuesta nada confesar que este tema de fuente kierkegaardiana del hurto de la personalidad me fue sugerido en primer instancia no por la lectura de los difíciles tomos del filósofo, sino por la obra maestra del cineasta que es primo hermano de Ingrid Bergman, y cuyo título no menciono para no pecar de esnobismo y pedantería.
Persona amilanada por las virtudes de la otra, persona reducida a la nada: he allí mi argumento.
En la calle me molestaron todos los niños ante mi aire lewisiano: una chica de lo más linda me aseguró, burletas, que si no cerraba la boca se me iban a entrar las moscas, y a punto de atropellarme estuvieron bicicletas, taxis, y un camión cuyo chofer venía maldiciendo todo el camino desde Buenaventura.
Así que me recluí de nuevo en mi oficina y escribí y escribí y me sentía como con ríos por dentro, y las piedras no chocaban o yo me deslizaba sobre ellas, y no tenía quejas para con el mundo y ni me di cuenta de la noche (a la que detesto), y así vinieron el primero y los otros nuevos días, y cuando me cansé de estar sentado adopté las posiciones de Hugo, del doctor Itard y de Balzac, de Hemingway, el Sumergido de Virginia Woolf, el llamado Sesenta y nueve de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, y como yo no participaba de la luz ni me arredraba la oscuridad, mi madrecita iba a socorrerme con sándwiches de queso y Pepsis, y en la mañana del viernes, un día antes de la hora en que se suponía debía visitarme Verónica, una botella de vino Santo Tomás rosado que degusté con fina dulzura y un tanto de borrachera, pero no me hice recriminaciones. Porque para el momento en que mi amor llegara yo le tendría, a modo de que fuera y atormentara a su hermana, doce entregas de mi obra maestra, en letra tan pulcra que los que por esto le dieron el Primer Premio al malnacido Edgar Poe por su Manuscrito encontrado en una botella, habrían hecho el rejejoy y la curvatura, de haber podido yo alterar el curso de la historia.
Entonces sucede. A las nueve de la mañana de un diciembre que, supongo, es el mes de la alegría, salgo a pasear con mi carpeta bajo el brazo, leyendo (sin marearme) las primeras palabras que me legarían a la posteridad.
Despreocupadamente me fui caminando hacia el leñoso Norte de la ciudad, más o menos llenecito de jóvenes que, revoloteando, se preparaban para siesta y fiesta. Todo eso —ellos, tal vez, no lo advertían— en el verano de las golondrinas arrebatadas por la luna, de las enchamarcadas. Y si me dejan, de mangos pintones y grosellas enracimadísimas. Pero concluyendo vamos, acortando el sano orden de las vidas.
Pues acontece que decido torcer esquina. Y antes de dar un paso en el otro lado, tropiezo con un resplandor que me obliga a apartar la vista hasta de mis palabras. Y hela ante mí, lector, y más bonita que nunca, a la Verónica del nombre falso. Y al ladito su hermana tan exacta a ella que tuve un acceso (hoy es absceso) de timidez primitiva y no supe a cuál de las dos saludar primero.
Venían cogiditas de la mano, ambas con boina y con el «peek-a-boo bang» y amándose a la luz pública con una descaradísima belleza, radiantes de admiración mutua.
Arruguitas alrededor del ojo sí tenía la hermana menor, la supuesta encamada. Sólo que sus piernas (a diferencia de las de Verónica) eran perfectas, no tosía ni esputaba ni a nadie odiaba.
Tenía, como dicen, el mejor genio del mundo. Y nunca persona alguna me dio tal aire de jamás haber escrito una sola línea de literatura.
Se parecían tanto que pudieron con toda comodidad alternar las visitas sin que yo notara diferencia alguna pues, de hecho, al término de la segunda visita quedé aún más enamorado de la primera persona.
No vieron mi carpeta desbordada de manuscritos sino el horror en ojos frente pelo nariz pescuezo boca, y en algunas personas expresión así les produce una risotada, dos en este caso particular. La segunda fue comunicada según emisión más ronca, es la pura verdad. No pensé siquiera en apartarles el peinado para comprobar cuál de las dos era la de la cara quemada, pues se me hizo una blasfemia interrumpir aquella fisicidad feliz dada en par, y tal exactitud y comprensión de propósitos ante la existencia toda.
Cuando se fueron de mí, dando largos pasos dignos, todavía se reían. Si ante un encarnamiento de perfección creo que insuperable, ya estaba dispuesto otro que lo reemplazara, ¿con qué objeto recrearlo por medio de palabras? ¿Qué haría entonces con ese paco de escritura, sólo para seguir con la más fácil de las preguntas? Lo he perdido, si quieren saber, lo he tirado, lo he canjeado por cerveza. ¿Podrá el lector más avispado ayudarme a resolver las otras dudas? ¿Por qué razón tuve que ser yo el escogido? ¿Mandato tallado antes del primero de los siglos o puro azar y capricho femenino de venir y comprar un papel sellado y morirse de la risa ante el aviso de mis aptitudes? ¿El plan fue concebido por ella? ¿Por las dos? ¿En qué medida contribuí yo, rumbo y corazón deshechos, a trazar el plan? ¿Por qué acceder a darme el cheque y a la vez tanto cariño? O el cariño no fue tanto, ¿cierto? Lo que pasa es que yo me imagino, invento, exagero un poco las cosas. ¿De qué sirve entonces la literatura? ¿Quieren que les haga más preguntas?
O mejor el que les informo soy yo. Que soy un loco de muy buena familia. Que he dado tanto escándalo por estas calles que mi madre se encamó de la pena y hoy amenazó con desheredarme. He pescado la tuberculosis y no tengo lecho ni pañuelitos dignos; pero a la larga no me importa. Pueden decirme que ya no soy ni mi sombra, que me ven y no me conocen, que ya no tengo remedio, que ya yo me perdí.
Pero lo que nadie sabe es que en estos últimos mil años yo no he hecho otra cosa que buscar a la parejita esa. Y cuando las encuentre, van a ver.
(1975)
Ficha bibliográfica
Autor: Andrés Caicedo
Título: En las garras del crimen
Publicado en: Destinitos fatales, 1984
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