—Sí —dijo el narrador—, yo la conocí a la Gran Emperatriz, y porque la conocí les digo que los que la alaban y la lloran, los que escriben la crónica de su vida y sus hechos, los que cantan su memoria, no llegan a hacerle justicia. Y que es probable que no lleguen nunca, porque ella fue más grande que todos esos versos y esas endechas y esos capítulos en los libros de historia. No era joven ni hermosa ni letrada; tenía mal genio, era testaruda, brusca y áspera. Pero yo sé qué fue lo que la hizo tan grande. Fue la sabiduría que consiste en ver las cosas de una manera distinta y en aplicar lo que aprendía de una manera distinta. Y no es que nadie le hubiera dado lecciones jamás: no se educó Abderjhalda en los salones de los palacios ni en los colegios cerrados para jóvenes nobles sino en la calle. Y cuando hablo de la calle hablo de tugurios siniestros, hablo de agujeros promiscuos, viviendas colectivas; hablo de ruinosas casas de negocio con vidrieras empañadas y clientes furtivos, cafés a los que ningún hombre sensato hubiera entrado para pedir un vaso de agua, hoteluchos en donde la gente pasaba una noche apiñada y en cuyos sótanos se podía enterrar a más de uno que amaneciera con la garganta cortada accidentalmente. Allí nació, allí creció, allí aprendió: quizá ésa sea la más conveniente escuela de gobierno. Adviertan ustedes que digo gobierno y no digo poder. Bah, el poder, decía ella y torcía el gesto, solamente el que se olvida del poder gobierna bien, decía. Y era cierto. Ella olvidó el poder que tenía, que era muy grande, y el poder, abandonado, desdeñado, la cortejó y la buscó y se le brindó como una mujer fácil a un hombre bello y rico. Pero ella lo despreció una y otra vez y lo obligó a quedarse a las puertas del palacio, como un mendigo. Cualquiera podía acercarse a ella, cualquiera podía entrar al palacio y hablarle, que como ella no dependía del poder, no tenía miedo ni usaba el protocolo ni las ceremonias. Fue la primera ocupante del trono imperial en siglos y siglos que no tuvo un cuerpo de guardia personal, la primera que salió a la calle sin custodia, sin hombres armados a su alrededor, sin nada, en una silla de manos como una mujer rica, o a pie, como la mujer de un artesano o de un empleado. Así la conocí yo.
Yo era entonces un muchacho muy joven, casi un chico, y empezaba a contar cuentos en las plazas y en las esquinas de la ciudad capital. Nadie me conocía, nadie me había ofrecido siquiera un tinglado en las afueras para que contara ahí lo que tenía que contar. No soñaba con el futuro, no deseaba estar donde estoy ahora, sentado sobre almohadones que están sobre alfombras que están sobre pisos de mármol, paseando los ojos sobre los vitrales y las cortinas y las lámparas de cristal mientras recuerdo lo que voy contando. No saboreaba las reverencias y los murmullos que me acompañan cuando entro al Pabellón Principal. Contaba cuentos en las calles, eso era todo lo que hacía. Cada día, eso sí, cada día se reunía más gente a mi alrededor; y cuanta más gente había mejor hablaba yo, más seguro y contento me sentía, más colores, escenarios, hombres, paisajes y batallas tenía para describir. Y al otro día había más gente, y al otro día más aún, y cuando ya la policía protestaba porque no se podía pasar por las calles en las que yo contaba cuentos, tuve que irme a la Plaza de los Reinos del Norte, y al poco tiempo a la Plaza del Mercado. Me faltaban tres años para cumplir los veinte cuando un día se detuvo un coche al borde de la plaza. No me llamó la atención: ya estaba acostumbrado a que magistrados o militares o grandes señoras o familias enteras llegaran en coches y vinieran a sentarse cerca de mí. Una mujer bajó y yo ni siquiera la miré y seguí hablando. Contaba la historia, la verdadera, no la que se fraguó después, de la maldición de Ervolgerd IV, aquel Emperador de la dinastía de los Vlajanis que después de muerto protegió a sus amigos y se vengó atrozmente de sus enemigos, aquél que volvió loco a su asesino y lo obligó a mutilarse a las puertas del palacio, frente a los ojos espantados de todos los que se habían reunido a oírlo gritar su delirio. Yo estaba describiendo la primera aparición pública del Emperador muerto cuando esa mujer se sentó entre los que me escuchaban y me escuchó ella también. Hacía frío; bajaba del norte un viento cortante y el cielo estaba gris. La gente había traído braseros a la Plaza, y sobre los carbones encendidos se calentaban jarras con chocolate o con vino aromatizado o con sopas espesas. Algunos se cubrían con mantas, otros bajaban la cabeza y escondían las manos entre los vestidos. Alguien le ofreció a esa mujer una taza humeante y ella agradeció y bebió. Para cuando varias horas después terminé con el cuento, para cuando dije: y Ervolgerd el Muerto no volvió a caminar entre los vivos, ella compartía con una mujer arrugada y su nieto que habían estado allí desde el principio de mi historia, una manta vieja, deshilachada en los bordes y tantas veces lavada que se había gastado hasta la trama. Comí lo que me ofrecieron, recibí lo que me regalaron, y me quedé un rato escuchando lo que las gentes tenían que decir sobre lo que habían oído: yo era joven entonces, y débil, por eso los frutos de la vanidad tenían todavía sus atractivos. Por fin me levanté y golpeé con los pies en el suelo para desentumecerme y calentarme, y me fui. Tres calles más allá me alcanzó el coche y el cochero me llamó para que subiera. Dije que no, claro está: un contador de cuentos sabe desde el principio a qué peligros está expuesto, y si es un verdadero contador de cuentos los evita cuidadosamente, violentamente si es preciso. Yo no llevaba armas, nunca las he llevado y nunca me han hecho falta; dije simplemente que no y seguí caminando. La mujer que había estado entre mis oyentes tapada con una manta raída y ajena junto a una vieja y su nieto, se asomó:
—¡Vamos, jovencito estúpido! —me gritó—. ¡La Emperatriz te ordena que subas!
Yo no había visto nunca a la Gran Emperatriz, cómo podía haberla visto. Sin contar con que yo vivía en una casa humilde de un barrio humilde, sin contar con que tenía pocos amigos, como corresponde a mi profesión, y que los pocos que tenía eran tan oscuros y pobres como yo, hay que ver que un contador de cuentos no entra al palacio imperial, y que si entra es porque no es un contador de cuentos, es un poeta. Y bien, yo entré al palacio imperial. No era poeta, no lo soy y no lo seré, pero yo entré al palacio imperial. No había visto nunca a la Gran Emperatriz, no la había oído, no conocía su cara, pero en cuanto me gritó la orden supe que era ella y si me hubieran torturado para que lo negara, no hubiera podido: hubiera seguido diciendo que sí, que era ella.
El coche se detuvo y yo subí y me senté a su lado. Me preguntó cómo me llamaba y cuántos años tenía y se lo dije. No me preguntó ni me dijo nada más hasta que no llegamos al palacio, casi una hora después. Al principio tuve miedo: ¿qué quería conmigo esta mujerona que gobernaba el Imperio más inmenso que se haya conocido jamás? ¿Quería matarme? ¿Encerrarme en una celda? ¿Raptarme? ¿Hacer de mí su padrillo? ¿Convertirme en un sirviente, en un eunuco, en un lameculos de la corte? Claro que tuve miedo, pero ella estaba tan cómoda y tranquila, aceptaba tan naturalmente todo, el día gris, mi presencia, los bamboleos del coche, que se me pasó el miedo y hasta me adormilé.
—Te vas a sentar ahí y me vas a ir contando las vidas de todos los emperadores que me precedieron —me dijo.
—¡Qué!
—Lo que has oído, a menos que estés sordo.
—Su Majestad Imperial está loca —le dije.
Se rió a carcajadas. Con los brazos en jarras se rió a carcajadas, como una lavandera.
Estábamos en un salón del palacio que daba a un jardín del palacio. Había fuego en una chimenea y alfombras y un mueble dorado con un espejo redondo en el centro y flores por todas partes y hasta un pájaro de muchos colores que se hamacaba en un aro colgado del techo.
—A ver —me dijo—, ¿cómo es eso de que estoy loca?
—Su Majestad Imperial tendrá que hacer lo posible por perdonarme —le dije—, pero si Su Majestad Imperial cree que alcanza una vida para contar las hazañas de los gobernadores del Imperio, eso quiere decir que o Su Majestad Imperial no sabe nada de historia o está loca o las dos cosas.
Se sentó en un sillón de respaldo muy alto y muy recto:
—Te voy a decir tres cosas —me dijo—. La primera, que más cuerda no puedo estar. La segunda, que efectivamente, no sé nada de historia del Imperio ni de otras muchas cosas. Y la tercera, que en cuanto me digas una sola vez más Su Majestad Imperial te doy una cachetada que vas a ir a parar al medio del jardín.
En adelante le dije Señora, porque así era como le gustaba que la llamaran, como a las antiguas emperatrices de los tiempos heroicos o a las frágiles mujeres secretas de las dinastías del tercer Imperio Medio. Todos los días, durante años, me senté en ese mismo salón al caer la noche, y le conté a la Emperatriz lo que yo sabía, lo que me fue posible, sobre los emperadores y el Imperio. Puse dos condiciones, una muy tonta, la otra muy importante: que sacaran de allí ese pájaro amenazador y presuntuoso, y que nadie supiera que yo entraba al palacio imperial. Lo del pájaro no le importó; quizá a ella tampoco le gustaba, quizá le era indiferente. Pero quiso saber por qué yo no quería que se supiera que yo iba al palacio. Tuve que explicarle que un contador de cuentos es algo más que un hombre que recrea episodios para placer e ilustración de los demás; tuve que decirle que un contador de cuentos acata ciertas reglas y acepta ciertas formas de vivir que no están especificadas en ningún tratado pero que son tan importantes, o quizá más, que las palabras con las que construye sus frases. Y le dije que ningún contador de cuentos se inclina jamás ante el poder y que yo tampoco lo haría. Que si ella, que era Emperatriz, no sabía nada sobre el Imperio, yo podía enseñárselo y mi deber era hacerlo, para servir no al trono sino a las gentes que están por debajo del trono, pero que nadie tenía que enterarse porque si bien yo no sacaría provecho de lo que allí dijera, tampoco quería que se dijera de mí que había ganado nada, ni una moneda, ni la hebilla de un zapato, ni un grano de arroz, con otra cosa que no fueran los cuentos que contaba en las calles y en las plazas. Otras gentes, le dije, magistrados, capitanes, funcionarios, servidores, pueden entrar sin peligro al palacio porque no tienen nada que perder. Y un poeta puede, si lo es, porque estando más allá del poder, nada puede perder. Pero un contador de cuentos no es nada más que un hombre libre y ser un hombre libre es muy peligroso. Eso le dije y ella comprendió y nunca dijo nada sobre mi presencia allí y nunca encontré a nadie en mi camino desde la puerta lateral por la que entraba hasta el salón que daba al jardín. Y allí me esperaba ella, y allí me escuchó siempre con atención, haciéndome preguntas algunas pocas veces.
Durante los años que le quedaban de vida, que fueron muchos pero no los suficientes, le hablé del Imperio, y me alegra decir que ella entendió el significado de todo lo que le dije y supo distinguir entre los ejemplos a imitar adaptándolos a los tiempos, y los ejemplos a rechazar, olvidar o evitar cuidadosamente. Empecé con los tiempos oscuros de los Estados Divididos de los que no han quedado crónicas y ni siquiera nombres. Pasé a los Caudillos, a los Señores, a los Pequeños Reinos, con la mención de solamente algún guerrero, alguna batalla, algún golpe de estado, alguna conquista. Y pocos meses después ya le estaba hablando del primer Emperador, de aquél a quien se llamó el Emperador sin Imperio, ése que construyó un palacio en medio de un desierto, hizo fabricar un enorme sillón de oro, se sentó en él y dijo: Yo soy el Emperador. Le dije que ese día había nacido el Imperio. Y le hablé de la dinastía que le siguió, la primera, la que le permitió crecer y ponerse en pie. Para cuando llegué a los Kao’dao, esos emperadores furiosos y visionarios que enunciaron el primer cuerpo de leyes, que llevaron el trono del desierto a las ciudades, habían pasado dos años y yo ya no contaba cuentos a la intemperie, en las plazas, bajo el frío o las lluvias o el calor o la nieve. Los contaba en un pabellón de madera y seda al que se llegaba recorriendo una avenida bordeada de sicómoros que ya no existe, un pabellón que había construido para mí el Gremio de los Fraccionadores de Té. Pero yo no le hablaba de esas cosas a la Gran Emperatriz, y ella, aunque veía que yo llegaba mejor vestido y mejor calzado, no me preguntaba nada. Seguía escuchando. Y a veces me hablaba de sí misma, cuando yo había terminado con los reyes locos o sabios o enfermos o santos o peleadores o ambiciosos o lo que fuera, que toda clase de hombres y de mujeres ha apoyado sus nalgas en el trono del Imperio.
—Sí —dijo la Emperatriz—, sangre nueva siempre hace falta, en donde sea y en lo que sea y en el trono del Imperio también, y en esos años más que nunca. Pero por supuesto que no fue ese generoso propósito el que provocó mis ganas de subir hasta allí y sentarme en el sillón de oro. Si he de decirte la verdad, di mi primer paso hacia arriba para que el viejo Dudu tuviera donde morirse. Yo no quería que se muriera en la calle y que los basureros levantaran su cuerpo de la alcantarilla y lo llevaran a la fosa común entre restos de comida, gatos reventados y pedazos informes de cosas inservibles hasta para los mendigos. Yo quería que se muriera en una cama, tapado con una cobija, la cabeza sobre una almohada; y quería que lo bajaran a un hoyo cavado en la tierra, que lo cubrieran y que pusieran encima una piedra con su nombre que no era Dudu sino algo mucho más complicado. Pero claro que no te he dicho quién era el viejo Dudu. Vale la pena acordarse de él porque vale la pena acordarse de todo lo que uno tuvo en la vida, nada más que por eso. Él decía que era volatinero, pero jugar torpemente con piedras y bolitas y sombreros que habían sido de colores en alguna pocilga en donde se venden malas bebidas no hace volatinero a nadie. Era un gordo borracho lascivo y haragán, y eso es todo lo bueno que se puede decir de él. Cuando el agua de la Gran Inundación empezó a lamer las casuchas de barro y paja en las afueras, esa mujer que tal vez fuera mi madre me dijo que me quedara allí, quieta y callada, que ella iba a tratar de salir y volvería a buscarme. Yo no le creí, no tenía por qué creerle, pero me quedé quieta y callada porque a los diez años ya había aprendido muchas cosas. Solamente horas después me puse a llorar de frío y de miedo. Plop cloc plop plop hacían las ruedas del carrito del viejo Dudu en el agua que ya corría con fuerza por el callejón. Pero yo lloraba más fuerte que el agua y las ruedas: el plop cloc se detuvo, el viejo empujó las maderas que tapaban el hueco de la puerta y dijo: ¡ajá, una chica! Me llevó con él, me entregó los tirantes del carrito y me dijo que empujara. Yo lloraba y empujaba y el viejo iba adelante cantando:
—Ésta es la lluvia, señores,
trae sapos y comadrejas,
la lluvia es una puta vieja
que se mete por los huesos
y nos pudre hasta los seeesooooos.
Pero cuando se estaba muriendo ya no era gordo: era un esqueleto gris acostado entre andrajos sobre el carrito. Ya no era borracho porque los tumores que le crecían por todas partes habían aparecido también en la garganta y le impedían tragar, alcohol o lo que fuera. Ya no era lascivo: no tenía fuerzas para mover los ojos si quería mirar a una mujer, y menos para echarse sobre ella, y no le quedaba más que la sombra de lo que había usado tantas veces para conseguir vino sin pagarlo de las mujeres de los cantineros, para violarme en las casas semiderruidas que la inundación iba dejando deshabitadas, para dormir abrigado de contrabando en un burdel alguna noche de invierno. No era generosidad de mi parte querer que se muriera en la cama y no en la acequia, era todo lo contrario. Si el viejo se moría en la calle, yo iba a ir presa aunque más no fuera porque era joven, y los guardias iban a tener carne gratis hasta que algún funcionario pusiera un sello en un papel que decía que el viejo había muerto por causas naturales y echaran el cadáver medio podrido a la fosa. Y a mí me iban a largar de nuevo a la calle sin carrito y sin nada, peor que antes. De manera que empujé el carrito cargado con el viejo moribundo que ya ni cantar podía la canción procaz del du-du mama, du-du nena que le había valido el sobrenombre, y canté yo, bien fuerte:
—Éste es el amor, señores,
trae mieles y complacencias,
el amor es como un viento
que hace temblar los riñones
y apacigua el cooorazooooón.
Tenía tres posibilidades en vista, pero confieso que nunca esperé de veras que el dueño de la casa de compraventa fuera el que se ocupara finalmente de mí. Menos mal que se decidió a esperarme, ya de noche, disimulado en un hueco entre dos casas, a preguntarme qué quería decir mi canto, a proponerme que me fuera con él, y a escuchar mis condiciones que eran tan insignificantes que tuvo que sonreír. Menos mal porque los otros dos, un exsirviente de casa rica que vendía hierbas y jarabes por las calles, y un hojalatero, estaban casados, y las mujeres me hubieran hecho la vida imposible, seguro. Los tres tenían casa, que eso era lo que a mí me interesaba, pero la del compraventero era la mejor: hasta tenía dos ventanas. Se llamaba Boroimar, y él se agregaba un apostrofe antes de la última sílaba tratando de aparentar que tenía un origen señorial, y hasta contaba historias de grandezas pasadas que nadie le creía, o quizá alguien sí, pero no yo.
Si el viejo Dudu era gordo, Boroimar era flaco; si el mendigo era borracho, el compraventero no tomaba más que jugo de frambuesa o leche; si el chivo lujurioso se apoderaba de cualquier mujer en donde fuera y como fuera, este otro tenía un miedo cerval de las hembras y lo único que quería de ellas era mirarlas y mirarlas hasta tomar coraje para manosearlas un poco; si el viejo que se moría tenía entre las piernas algo que había sido muy sensible y eficiente, el de la casa con dos ventanas, que también se moría, tenía una cosa informe que no se alborotaba con nada; si aquél, en sus tiempos, asaltaba, aprovechaba y se saciaba, éste balbuceaba indeciso, y no estaba satisfecho jamás. Miraba, olía, tocaba, se babeaba, se meaba y sollozaba, y cinco minutos después empezaba todo de nuevo. Yo había soportado muchos tormentos físicos con el viejo y no estaba dispuesta a aprender a soportar otros tormentos de otra clase. El viejo murió en una cama blanda, abrigado con sábanas y mantas, la cabeza sobre un almohadón, tratando de canturrear el du-du mama, du-du nena, atendido por un médico de veras y no una curandera roñosa, y lo enterramos en un hoyo en la tierra bajo una piedra con su nombre verdadero. El compraventero siguió viviendo un tiempo más y yo hacía con una sonrisa todo lo que él quería, pensando en las paredes sólidas de la casa, en los pisos de madera, en las ventanas que miraban a la calle, soñando que me adueñaba de todo eso y que ya no tendría que pasar días y noches en la calle. Le sonreía, le cantaba, le daba de comer, y hasta lo lavaba y lo perfumaba y le palmeaba la cabeza que se le iba quedando calva. Y tanto soñé y tanto lo convencí de que mi indiferencia era bondad, que extendió ante escribano público un documento por el cual como no tenía hijos ni mujer ni hermano, me dejaba todo lo que le pertenecía. Y una semana después murió intoxicado. No, no lo maté yo. No lo maté porque no se me ocurrió. De habérseme ocurrido, quién sabe. Ahora que había probado casa, abrigo, cama, sopa caliente todos los días, podría haberlo matado. Pero se fue a comer con un hombrecito que venía de tanto en tanto a venderle mercadería, posiblemente robada porque todo se hacía en secreto y las cosas se guardaban mucho tiempo antes de ponerlas a la venta, y comieron pescado asado en una casa de comidas a orillas del río y a la mañana siguiente estaban muertos, ellos dos y otros muchos que también habían comido allí. La policía se llevó al dueño de la casa de comidas y a sus empleados, y a mí no me molestó, como no me había molestado a la muerte del viejo Dudu, y en cuanto enterré a Boroimar, me hice cargo de la casa de compraventa. Tenía quince años.
A los diecisiete vivía con un teniente que había ido a mi casa a vender un anillo para pagar una deuda de juego, decía él. Le di mucho menos de lo que el anillo valía y mucho menos de lo que él necesitaba, porque yo ya sabía hacer negocios y sabía cuándo un hombre quería más de lo que decía que quería. También sabía que los hombres no piensan. No, no te rías, no piensan. De vez en cuando alguno piensa, es cierto, y lo dice o lo escribe, y eso es tan extraordinario que nadie lo olvida. Las gentes unen esos fragmentos que otros han pensado, como pueden, a veces en formas muy convenientes, a veces en formas muy absurdas, repiten una serie de pensamientos ajenos mal relacionados para una situación, y otra serie de pensamientos ajenos no mejor relacionados para otra situación, y creen que son ellas las que piensan. El que más pensamientos ajenos puede recordar y retorcer para adaptar a más situaciones, ése pasa por más inteligente y los demás lo admiran. Aparece otro alguien que piensa, lo dice o lo escribe, las gentes sostienen que está loco y hasta puede ser que lo lapiden, pero lo que pensó queda y los que no piensan se apoderan al fin de eso, y así los pensamientos ajenos que las gentes usan como si fueran pañuelos o sobaqueras son cada vez más numerosos y a eso se le llama progreso. Yo tenía diecisiete años, no sabía leer ni escribir; no sabía mineralogía ni química ni geografía ni teología, pero hice del teniente un capitán y del capitán un coronel con el simple procedimiento de rechazar lo que las gentes decían que pensaban, y tratar de encontrar un pensamiento nuevo. Encontré dos. Uno de ellos gira alrededor de otro muy viejo que dice que todos estamos hechos del mismo barro. Del otro vamos a hablar enseguida.
El coronel se casó, porque yo le aconsejé que lo hiciera, con una mujer muy rica, que tenía una familia muy numerosa y muy bien relacionada. Se encontraba conmigo en una casa de piedra entre los árboles, más allá de las casas de campo de los nobles y los magistrados. Yo había vendido muy bien el negocio de compraventa, sin apuro, contemplando ese pensamiento que habla del barro del que todos estamos hechos, diciéndoles a dos o tres chismosos que no pensaba vender y sacrificando algunos artículos para que los posibles compradores creyeran que yo era boba y desconocía el valor de lo que tenía allí adentro, y ahora vivía ahí, en una casa de piedra con seis ventanas y un balcón en la planta alta y seis ventanas y una puerta de dos hojas en la planta baja. Me aburría, así que tuve tiempo para encontrar otro pensamiento. Decía: yo puedo.
Te das cuenta de lo que es un pensamiento nuevo, ¿no es cierto? Es algo que viene un poco, muy poco, de afuera, y mucho de adentro. Puede ser que las palabras y el orden en que se las dice sean viejos, eso no tiene nada que ver, casi te diría que es lo deseable, porque encontrar palabras nuevas u órdenes nuevos para las palabras puede ser algo muy asombroso pero casi siempre sirve solamente para esconder el vacío o la frivolidad. Ahora, si las viejas palabras están nombrando otra manera de mirar, ahí sí, ahí has encontrado un pensamiento nuevo, y eso no es algo que se consiga fácilmente, te lo puedo asegurar. Yo lo descubrí, yo dije: yo puedo. Y en cuanto lo descubrí lo junté con el otro, miré a mi alrededor, vi a todas las gentes que no piensan, y, no, no descubrí otro pensamiento, pero tomé una decisión. Así que presioné un poco al coronel. El pobre se estaba cansando de mí, o quizá no, quizá era solamente que le resultaba incómoda en su nueva posición y con sus nuevas responsabilidades: pero como no era un mal hombre, me estaba agradecido y no se atrevía a echarme. Utilicé lo que él creía que eran pensamientos que había pensado él y nos despedimos con lágrimas y puedo decirte que las de él eran sinceras. Salí de aquella casa entre los árboles en un coche, cargada de vestidos, vajilla, joyas, perfumes, ropas de cama, pieles y dinero.
Eran tiempos difíciles. Pero yo te pregunto ¿qué tiempos no han sido difíciles? A mí me convenía que lo fueran: la gente iba y venía, las clases sociales se mezclaban, no se hacían muchas preguntas, todo el mundo estaba preocupado por una u otra cosa, cualquiera podía decir que los papeles de su familia se habían perdido, o hablar de traición o de catástrofes o de ruina o de traslados desde regiones lejanas. Compré casi por nada una casa muy lujosa que había sido de un comerciante arruinado, en un barrio elegante. La hice amueblar y adornar, y me ocupé sobre todo de que la fachada y los jardines quedaran imponentes, como cuando vivía allí el comerciante y su mujer daba fiestas y sus hijos organizaban cacerías y excursiones gracias a la estupidez de los que compran por mil lo que no vale ni diez y que el comerciante, seguramente, había comprado por dos. Me vestí de negro, tomé sirvientes. Muy poco me quedaba del dinero de la venta del negocio y del que me había dado el coronel. ¿Qué hice entonces? ¿Salí a buscar seguridad y fortuna? No, no, por supuesto que no. Hice todo lo contrario, y pocos días después todos los ricos que vivían en ese barrio de ricos sabían por sus sirvientes, que lo sabían por los míos, que en esa casa vivía una joven viuda inconsolable que se negaba a salir, a recibir y a ver a alguien.
—Sí —dijo el narrador—, ella misma me contó lo que todos sabemos, eso que va cambiando, que se va embelleciendo poco a poco, y que de aquí a muchos años, cuando ya no gobiernen sus hijos sino los nietos de sus nietos, será algo tan falso e irreconocible como la falsa historia de Ervolgerd el Muerto o los falsos hechos de las emperatrices de más allá del desierto. Y tendrán que sentarse los contadores de cuentos en sus pabellones a contar la verdad, y si todavía se confía en ellos, alguien les creerá.
Yo ya no era un muchachito modesto que cuenta cuentos en las plazas. Era un hombre joven al que se le construían pabellones especiales para que fuera allí a sentarse a contar y al que se venía a escuchar desde muy lejos. Para entonces, yo creía haber alcanzado la sabiduría: vivía en la misma casa modesta del mismo barrio pobre, a la que sólo le había agregado algunas comodidades, estufas para abrigarme en invierno, vajilla, una alfombra para la habitación de los visitantes, lámparas en todos los cuartos; seguía teniendo pocos amigos, que eran casi los mismos que antes; no iba en coche sino a pie como siempre, como hasta hace poco cuando el reumatismo y no la vanidad me obligó a depender de una silla de manos y no de mis piernas, y secretamente iba al palacio, a la habitación que daba a un jardín, y allí le contaba a la Gran Emperatriz las vidas de los Señores del Imperio. Ella escuchaba, atenta, seria, absorbiendo todo lo que yo decía, en silencio, salvo cuando se le ocurría alguna pregunta. No eran preguntas tontas dichas con voces agudas como las que hacen las mujeres ociosas, sino preguntas sensatas y concretas como las que hacen las mujeres humildes en voz baja y tímida, y la Gran Emperatriz las hacía con una curiosidad exigente, como si fueran muy importantes y no solamente para ella, que lo eran. Y a veces era ella la que hablaba. No porque sí ni por soberbia, que no la tenía: algo en lo que yo iba contando le recordaba otra cosa, un personaje o un acontecimiento de su vida, y entonces se ponía a hablar. O quizá necesitaba a alguien que la escuchara así, cuando la soledad le dictaba las palabras. Fue así como me enteré de la historia del tricobezoar. Corren muchos cuentos banales y estúpidos acerca del asunto; quiero decir acerca de cómo fue que la esposa del señor Ereddam’Ghcen, que al fin y al cabo no era más que un hombre rico, muy rico, es cierto, pero no un noble sino el dueño de vastas extensiones sembradas de arroz y de muchos molinos que producían harina, pudo llegar hasta el Emperador. La verdad es que fue el Emperador quien llegó hasta ella, quien la llamó a su lado, quien inauguró con un simple mensaje de cortesía uno de los períodos más pacíficos que vivió y por suerte vive aún el Imperio.
¿Ustedes saben qué es un tricobezoar? Hay animales de pelos cortos y animales de pelos largos. Todas las hembras lamen a sus crías y casi todos los animales se lamen a sí mismos o lamen a sus congéneres en la manada. Y hay épocas del año en las que a todos se les desprende el pelo con mayor facilidad. Algunos tragan mucho pelo a lo largo de sus cortas o largas vidas, y ese pelo no se digiere y es difícil de eliminar: se va depositando en algún rincón del estómago y con alimentos o con el jugo de la digestión va formando una bola que se agranda y se hace más dura a medida que pasa el tiempo. Ninguno se muere de eso, pero cuando los hombres abren un animal muerto, a veces, muy raras veces, encuentran un tricobezoar. Pueden ustedes apostar a que se pelean salvajemente por la posesión de esa joya crecida en las entrañas, porque se dice que tiene propiedades mágicas y curativas. Puede ser, puede ser que así sea, aunque yo no lo sé. El médico del Emperador, sin embargo, afirmaba que él sí lo sabía, y el Emperador le creía.
Reinaba Idraüsse IV y muchos de ustedes vivieron los años de su gobierno y saben qué clase de emperador fue, un hombre bueno, desdichado, demasiado blando y sujeto a cualquier influencia que se ejerciera sobre él. Podría haber sido una época feliz para el pueblo, pero fueron años caóticos y contradictorios. Idraüsse confiaba en todo y en todos, creía que los que se le acercaban tenían buenas intenciones y querían lo mismo que él, el bienestar de sus súbditos. Pero no siempre son trigo limpio los que se acercan a los emperadores; si lo fueran estarían ocupados en trabajos honestos y no tendrían tiempo para maquinar y conspirar con tal de llegar a cobijarse junto al poder ni cometerían las iniquidades que cometen con tal de hacerse oír desde el trono. Además era un hombre enfermo, el Emperador. Sangraba por cualquier cosa, hasta por el roce de un ropaje demasiado pesado; enormes tumores de sangre se le formaban en las rodillas, en los tobillos y en los codos, y había que punzarlos para que no lo hicieran aullar de dolor y no lo convirtieran en un inválido, y después había que luchar contra la sangre que manaba sin parar; las piernas y los brazos se le torcían en posiciones grotescas y aunque tenía una cara muy bella, su cuerpo podía inspirar rechazo y espanto. Los médicos le enderezaban los miembros con ejercicios suaves y le curaban las heridas, pero entonces sobrevenía un nuevo ataque y había que empezar todo desde el principio. Se había casado con una bella joven noble, fuerte y sana, la Emperatriz Kremmennah, para dar al Imperio un sucesor saludable y no un surtidor de sangre como era él. Ya sabemos que el destino de los hombres y de los estados suele portarse de una manera desconsiderada y cruel: sólo dos veces le permitió su enfermedad acostarse con la Emperatriz y ninguna de las dos dio fruto. Y entonces, una noche, la Emperatriz fuerte, sana y joven, enredó su pie en la orla de un vestido, rodó por una escalera de mármol y se desnucó. Idraüsse la lloró, por cierto, e interpretó su muerte como una señal: la dinastía de los Elkérides moriría con él. Estaba equivocado, por suerte.
—Sí —dijo la Emperatriz—, yo estaba casada con Ereddam’Ghcen, el hombre muy rico que tenía una gran casa con un jardín cuyos fondos daban a los fondos del mío, el hombre que me había visto muy de pasada un par de veces en mi balcón y que había insistido en que una de sus hijas debía hacerle una visita de buena vecindad a la joven viuda triste. Él era viudo. Todos sus hijos se habían casado y estaba muy solo. Era un buen hombre, un poco tonto. Tampoco pensaba, pero entre los pensamientos ajenos había elegido, si no los mejores, los más inofensivos. No creía, por ejemplo, que había que arrasar el sur a sangre y fuego, o que todos los que lo rodeaban lo querían estafar, o que el dinero lo iba a salvar de la muerte o la desdicha, o que debía maltratar a los que trabajaban para él, o que lo que él no conocía era peligroso. El nuestro fue un matrimonio tranquilo. Y un buen negocio para todos: los hijos no se atormentaron pensando que iban a tener que cargar con su padre hasta la muerte, él tuvo quien lo cuidara y le hiciera compañía, yo tuve más dinero del que había creído nunca que era posible tener, y su fortuna era tan grande que sus hijos y sus nueras y sus yernos no sentían que yo les hubiera robado nada. El palacio imperial estaba muy lejos: yo no pensaba en llegar hasta allí, por qué habría de pensarlo. Me parecía que ya estaba bien, que más era imposible, que podía darme por satisfecha y que cuando llegara el momento enterraría a mi marido y viviría sin sobresaltos una bella vida, engordando, yendo al teatro, haciendo caridad, abriendo alguna vez los salones de la gran casa, paseando por los jardines y las avenidas con alguna amiga agradable y plácida como yo. Cómo pude haber pensado en mí misma como en una persona agradable y plácida, eso me intriga. Tal vez porque había vivido mis primeros años pobre y violentamente, y entonces asociaba el dinero con la tranquilidad, cosa que es mentira y que aunque fuera verdad, no se contagia a las personas. Debí haberme dado cuenta, sin embargo, porque a veces me sentía muy inquieta, casi rabiosa: no me bastaba con cuidar a mi marido, gobernar la casa, recibir a unos pocos amigos y hacer visitas, y bordar junto a la ventana. Entonces emprendía reformas, cambiaba los muebles de una habitación, pensaba nuevas disposiciones para los canteros del jardín, hacía construir una glorieta o un estanque y supervisaba yo misma los trabajos, y hasta me interesé por los negocios del señor Ereddam’Ghcen y le sugerí algunas innovaciones que para su gran satisfacción, y la mía, dieron espléndidos resultados. Traté de pensar con pensamientos míos acerca de mi inquietud y mis repetidos episodios de actividad, y vi que me sobraba energía y me faltaba en qué emplearla. ¿Qué podía hacer yo, qué más podía hacer? Todo lo que estaba a mi alcance lo hice. Pero llegaba la noche y sentados en el salón hablábamos de las pequeñas cosas cotidianas, y yo no sentía cansancio, sentía ira. La disimulaba y eso provocaba más ira. También hablábamos sobre lo que se decía en las calles, en la Cámara de Comercio, en las plazas, en los clubes y en los cafés: rumores sobre el nuevo puente o sobre alguna ordenanza municipal o sobre la organización de algún festejo público, y yo decía qué era lo que yo hubiera hecho en lugar de los ingenieros o de los ediles. Mi marido se asombraba, sus hijas meneaban la cabeza y decían que ésas no eran cosas de mujeres, y alguno de sus hijos me miraba con curiosidad o decía que a él le parecía que yo tenía razón. Y hablábamos del Emperador, de su mal, de sus médicos. Fue así como supimos que le estaban aplicando un nuevo tratamiento, y fue así como supe que en nombre del Emperador Idraüsse IV, los médicos pedían a todos los que tuvieran un tricobezoar que lo mandaran o lo llevaran al palacio porque detenía las hemorragias del enfermo. Qué es un tricobezoar, pregunté yo. Y cuando me lo explicaron recordé que el viejo Dudu había tenido lo que él decía que eran tres piedras mágicas y que yo las conservaba todavía, junto con una varilla de plata labrada para revolver té. Piedra de tripa, piedra secreta, piedra de bilis, las llamaba él. Me acordé, y me pareció verlo al viejo, los ojos hundidos recorridos por venitas rojas, la boca movediza, el cuello de tortuga, la panza llena de vino, los dedos manchados, la palma de la mano mugrienta en la que había tres piedras:
—Nunca vas a ver nada igual, mocosa, nunca. Ésta es una piedra de tripa, ésta es una piedra secreta, ésta es una piedra de bilis y las tres son mágicas. La de tripa hace crecer el pelo, ayuda a fortalecer los riñones y pone blancos los dientes; la piedra secreta enriquece la sangre, protege contra el mal de ojo, borra las marcas de viruela y pega los huesos quebrados; la piedra de bilis cura la ictericia, para los vómitos, y borra los malos sueños y la locura —y se reía y cerraba la mano—. Y las tres juntas dan la fuerza que necesita un hombre para contentar a todas las mujeres que encuentra en el camino y para pelear contra la muerte.
La piedra de tripa era marrón grisácea, opaca, rugosa; la secreta era más oscura, casi negra y más lisa, suave al tacto; y la de bilis era verdosa, con vetas más claras casi amarillas. La piedra secreta era el tricobezoar.
No las volví a ver hasta el día en que lo enterramos, cuando revolví lo que tenía en la bolsa de cuero de la que nunca se separaba y las encontré entre un montón de porquerías que tiré, y la varilla para revolver el té, que guardé. Yo no creo en la magia pero también guardé las tres piedras porque quién puede no creer en la magia. Yo no digo que no exista, digo que no le voy a confiar a ella ni un minuto de mi vida.
Así que fui al palacio. Hubiera podido mandar las piedras con un sirviente, pero tenía curiosidad por ver la casa del poder. No me impresionó, quizá porque estaba preparada para que la magnificencia y la fastuosidad me asombraran y me empequeñecieran. Había magnificencia y riqueza y lujo y poder allí, pero no había belleza ni interés, ni pasión ni inteligencia. Era nada más que una gran oficina donde todos hacían muy bien su trabajo. Mostré mis tres piedras a un funcionario que las examinó y me devolvió las dos que no le servirían al Emperador. Después me dio las gracias y me dijo que yo era muy generosa y me preguntó muy amablemente cómo me llamaba y dónde vivía. Y me volví a mi casa que sí era bella, bastante lujosa, muy pequeña comparada con el palacio, y cada vez menos interesante.
Un mes después llegó el mensajero imperial.
Mi marido y sus hijos y nueras y yernos se alborotaron y me hicieron mil preguntas. Les conté lo del tricobezoar diciendo que cuando yo era muy chica me lo había regalado un sirviente de la casa de campo de mis padres, porque a ellos no les había contado nunca la verdad sobre mi vida, para qué. Y le dije al mensajero que sí, que estaría lista al día siguiente para ir al palacio a ver al Emperador.
Yo no era la única: veintitrés personas habían regalado sus piedras secretas para detener las hemorragias del Emperador, y él las llamaba una a una y les agradecía porque hacía ya muchos días que no sangraba y que no se le formaban tumores en las coyunturas. Las hijas y las nueras de mi marido querían que yo me pusiera todas mis joyas; querían que su padre me comprara vestido y abrigo y zapatos y guantes y abanico y tocado nuevos; querían que me ennegreciera las pestañas y me depilara las cejas y me pintara la boca y las mejillas. Les dije que no. Con una sonrisa porque eran buenas muchachas y estaban muy emocionadas pero les dije que no. Al día siguiente, pobrecitas, casi lloraron cuando vieron que me ponía un vestido sencillo de color azul, unos zapatos de buena calidad pero no nuevos ni particularmente llamativos, guantes azules lisos y ninguna, ninguna joya. No puede ser, no puede ser, decían, aunque sea esta cadena de oro al cuello, o un hilo de perlas, o tu anillo de brillantes, algo, un cinturón con piedras, unos aros. Llegó el coche, besé a mi marido y a las chicas, y me fui al palacio.
El Emperador tampoco me impresionó, porque yo ya había visto hombres enfermos, desahuciados, moribundos, sin remedio y sin esperanza. Me recibió muy sencillamente, me miró con atención y me hizo una sonrisa y me dijo que me estaba muy agradecido. Y los médicos y los consejeros que lo rodeaban me miraron con curiosidad. Y yo levanté la cabeza y les devolví la mirada, uno por uno, sin apurarme en lo más mínimo, y no con curiosidad sino con un desinterés tan helado que uno de ellos estuvo a punto de hablar y no lo hizo y otro retrocedió como si lo hubieran amenazado. Lo hice a propósito, por supuesto. Después ya no los miré más, como si no hubieran estado ahí; tanto que más tarde ni alcé los ojos cuando salieron de la habitación a una señal del Emperador. Él me pidió que me sentara a su lado y me preguntó cómo me llamaba, aunque ya lo sabía, claro, y de qué se ocupaba mi marido y si tenía hijos y cómo había conseguido la piedra secreta.
En la magia no se puede confiar, te lo aseguro yo; lo que sí sirve es la rapidez y la seguridad para decidir. Y eso no es magia pero lo parece porque sólo se puede hacer cuando uno ha aprendido a pensar pensamientos propios. En esos pocos minutos yo me había dado cuenta de que el Emperador se moría, de que ésos que lo rodeaban eran unos farsantes y quizá unos delincuentes, y de que ahí, en el trono, estaba el lugar en el que yo podía emplear las energías que no se agotaban en mi casa cambiando muebles ni en mi jardín construyendo glorietas ni en las oficinas de mi marido estudiando presupuestos y mercados. Una vez que supe eso y que supe que lo sabía y discutí conmigo misma y lo acepté, cuando llegó la pregunta acerca de cómo había conseguido la piedra, le conté al Emperador la verdad y le dije, lo que era cierto, que sólo él y yo la sabíamos. Entonces me preguntó, ¿qué podía preguntarme? Vamos, es muy fácil, un hombre que gobernaba el mundo, enfermo, aletargado, rodeado de adulación y halagos, engañado, desilusionado, ¿qué podía preguntarme? Que por qué se lo había contado. Y esta vez no le dije la verdad, de ninguna manera. Le dije que mi secreto me pesaba, no siempre pero a veces, lo que no era cierto. Le dije que cuando me sentía muy feliz o muy desdichada era cuando el peso de mi secreto se hacía más grande y más difícil de soportar. Y, claro, él me preguntó si en ese momento era feliz o desdichada y yo le contesté que las dos cosas. En suma, que lo obligué a acentuar el aspecto no protocolar que él había señalado para esos encuentros con las gentes que se habían desprendido de sus piedras mágicas para dárselas a él, y que dándole un tono personal a todo lo que se decía lo desorienté para inmediatamente tranquilizarlo como si él me hubiera estado haciendo un favor a mí. Todo eso le resultó tan inesperado que yo fui la única de las veintitrés personas que se quedó toda la tarde con el Emperador. Y la única que volvió, una y otra vez.
—Sí —dijo el narrador—, su influencia en el gobierno del Imperio comenzó mucho antes de que ella se convirtiera en la Gran Emperatriz, mucho antes de que subiera al trono. Era aún la mujer del rico propietario y comerciante en granos y harinas, no tenía ningún cargo, ningún nombramiento oficial, pero el Emperador la escuchaba. Al principio no seguía sus consejos, no siempre por lo menos, no tomaba resoluciones a partir de lo que ella decía, pero esa mujer lo desconcertaba porque le mostraba las cosas con otras luces, desde otros ángulos, las convertía en realidad en algo distinto de lo que parecían ser, y a la vez le explicaba cómo hacer para sentir lo que sienten un ministro, un empleado, un hombre rico, un labrador pobre, un pescador, un noble, un funcionario y un militar, cómo hacer en una palabra para que gobernar no fuera un duro legado sino una vocación y una aventura. Por primera vez en muchos años, quizá por primera vez en la vida, el Emperador estuvo contento; no por eso menos enfermo, pero contento y tranquilo. Y el pueblo también. Fue gracias a ella, para no dar más que un ejemplo, que se solucionó la huelga de los cargadores, que amenazó alguna vez con convertirse en un asunto sangriento. Cuando, por consejo de dos o tres hombrecitos rapaces, el Emperador estaba a punto de ordenar la intervención de los soldados, y ya sabemos lo que eso significa, Abderjhalda se interpuso. Mientras el Emperador leía el decreto, para firmarlo, ella tomaba té, mirando por la ventana, muy interesada en lo que se veía allá lejos, fuera de los muros del palacio. Y como si no le hablara a él, y como si no le importara en absoluto lo que él estaba haciendo y lo que iba a hacer, dijo:
—Había un médico que atendía a un paciente muy rico de una enfermedad crónica. Un día el enfermo tuvo un ataque súbito, muy doloroso, muy cruel, muy grave, y los hijos le pidieron al médico que no tratara de prolongarle la vida, ya que sería la muerte la que lo libraría de todo sufrimiento. Sí, evidentemente, pensó el médico, tienen razón: el enfermo descansará por fin, yo cobraré muy bien mis servicios, como médico y como liberador de tantos tormentos, y no tendré que seguir año a año, día a día, noche a noche, corriendo inútilmente a prestarle a este pobre hombre un auxilio que para nada le sirve; y los hijos heredarán, ya no padecerán por el padre, y lo recordarán con emoción. Pero antes de resolverse a suspender los tratamientos miró a los ojos a los hijos de su paciente, miró a los ojos al enfermo y se miró él mismo en un espejo que había del otro lado de la habitación. Los ojos de los hijos eran brillantes, los del enfermo eran opacos, y el día no muy lejano en el que sobreviniera la muerte, las mujeres taparían el espejo con paños negros. Entonces encontró otra solución, tan conveniente como la otra para el enfermo y para él mismo, y no tanto para los hijos, pero mucho más justa para todos.
El Emperador Idraüsse IV miró los espejos de su salón y dijo:
—Comprendo.
Los soldados siguieron encerrados en el cuartel esperando una orden que no llegó. Tres días después los cargadores desfilaron frente al palacio dando vivas al Emperador, y al cuarto día volvieron al trabajo.
Los consejeros y los ministros y los secretarios la odiaron, por supuesto, pero ella ni se les opuso ni se les rindió ni trató de ganárselos: los ignoró. No existían, no los veía, no los oía, no sabía que estaban ahí. Uno de ellos trató de terminar con sus visitas al palacio, pero montó una intriga tan burda que lo que consiguió fue que lo desterraran a Lemnarabad. Otro quiso pactar con ella, otro atentó contra su vida, y así, hasta que, vencidos aunque no quisieran reconocerlo, se dijeron que era mejor esperar y dejar que su influencia sobre el Emperador se desgastara y cesara, como había sucedido antes. Era una esperanza vana, y ellos en el fondo lo sabían, pero qué podían hacer.
Murió el señor Ereddam’Ghcen, rápidamente, de una pulmonía, y ella lo enterró con lujo y pompa, lo lloró y guardó luto por él. Cuando volvió a salir de su casa, fue al palacio, se sentó junto al Emperador, y le mostró, claramente, con suavidad pero con firmeza, lo que sería del Imperio cuando él muriera viudo y sin hijos; y después, lo que sería del Imperio mientras él viviera y cuando él muriera, si se casaba con ella. Un año más tarde el Emperador Idraüsse IV, noveno gobernante de la dinastía de los Elkérides, se casó con Abderjhalda y la coronó Emperatriz.
El Imperio entero miró con recelo a esa mujer de la que poco se sabía y mucho se hablaba, joven, no bella, no noble, viuda de un comerciante rico, dura, no exquisitamente educada ni maravillosamente elegante, y se preguntó qué desastres haría, qué parientes nombraría ministros y generales, en qué lujos o en qué vicios gastaría el dinero, cuánto más viviría ahora el Emperador enfermo. El Imperio entero se equivocó. No hubo nuevos ministros ni nuevos generales, ni fiestas excéntricas, ni amantes, ni veneno en la sopa del Emperador. Todo siguió igual, o por lo menos eso parecía. La Emperatriz no fue al principio más de lo que había sido como confidente o consejera: se sentaba en el trono al lado del Emperador, se acostaba a veces en su cama aunque el mal en su sangre le impedía a él hacer otra cosa que no fuera hablarle o dormir a su lado y por eso parecía que efectivamente moriría sin hijos y su dinastía terminaría con él, aparecía en los actos oficiales, y eso era todo. Ella empezó empleando sus energías en ella misma: aprendió a leer y a escribir, a hablar todos los dialectos del Imperio, aprendió leyes y economía, aprendió matemáticas, pero no quiso ni oír hablar de química o de astronomía; aprendió geografía y estrategia, y llamó a un contador de cuentos, un joven que recién empezaba a ejercer el oficio en las calles y en las plazas, para que le hablara de los que antes que ella se habían sentado en el trono de oro.
Al cabo de dos o tres años, Abderjhalda sabía muchas cosas, el pueblo la llamaba ya la Gran Emperatriz, y el Emperador había dejado el gobierno en sus manos y empeoraba lentamente. Llegó un momento en el que ya casi no pudo levantarse, ni vestirse, ni caminar, ni comer sin ayuda. Y sin embargo vivió varios años más. La Gran Emperatriz se ocupó de él personalmente: seleccionaba los médicos y el personal que lo atendía, controlaba que se le aplicaran los medicamentos, que se le diera de comer lo que le convenía, que se lo punzara y se lo cauterizara y se le hicieran tratamientos para corregir los miembros torcidos cada vez que era necesario. Fue por eso que tuvo períodos buenos, en los que casi se sentía como un hombre sano que puede firmar un documento o asomarse a una ventana o detenerse en medio de un paseo, hacer una pregunta, inclinarse, mirar hacia el oeste, volver a caminar; fue por eso que por dos veces pudo, finalmente, penosamente, peligrosamente, tener relaciones con la Emperatriz; y aunque él lo consideró un milagro o mejor dicho dos milagros porque no creía haber cumplido eficaz y totalmente su parte ninguna de las dos tristes noches, fue por eso que la Emperatriz tuvo dos hijos, Eggrizen y Fenabber. El mayor, Eggrizen, es nuestro actual Emperador, Idraüsse V.
—Sí —dijo la Emperatriz—, fue ésa una de las razones, claro que sí. No te llamé solamente porque fueras un buen contador de cuentos, aunque eso también pesó. Pero había otros buenos contadores de cuentos, más hábiles, más sabios, más prestigiosos, y yo podría haber elegido a cualquiera de ellos, sólo que eran más hábiles y más sabios porque eran más viejos, a veces muy viejos. Quizá seas algún día como ellos, y más grande aún que ellos. Creo que sí que lo serás. Era necesario que yo pudiera creerlo, porque mis hijos, los que se van a sentar en el trono del Imperio, no tienen que ser solamente fuertes y sanos y bellos, también tienen que tener esa veta de locura y de pasión que hace que un hombre o una mujer pueda ver el otro mundo que es la sombra de éste y en el cual éste es la sombra. Y ahora hasta mañana.
—Sí —dijo el narrador—, el Emperador murió poco tiempo después, cuando el Príncipe Eggrizen jugaba en los jardines del palacio y los preceptores se preparaban para enseñarle a leer, a montar y a mandar; cuando el Príncipe Fenabber empezaba a caminar y a balbucear. Claro está, no hubo más príncipes Elkérides, pero la sucesión estaba asegurada y eso tranquilizó a mucha gente que había temido nuevas luchas por el poder. Aunque podían haberse ahorrado los temores porque ya era evidente que la Gran Emperatriz era lo suficientemente fuerte como para ahogar cualquier intentona de impedir que sus hijos llegaran al trono. Y el pueblo la amaba: ni ella ni sus hijos necesitaban custodia ni guardias porque solamente un loco o un idiota se hubiera quedado sentado al sol en el umbral y no hubiera salido a defenderla con su vida si la hubiera visto en peligro. Ella dispuso para el difunto Emperador el entierro más singular que se recuerda: fastuoso, como lo fueron casi siempre los entierros de los emperadores, pero había un edicto que prohibía los presentes fúnebres y pedía que hubiera música y flores. Y todo el que quiso, hombre, mujer o niño, noble o humilde, militar o mendigo, pudo entrar al salón mortuorio en el palacio, en el momento en que llegara, sin precedencias ni protocolos, y despedirse de su Emperador. Los embalsamadores más hábiles habían llegado rápidamente desde Irbandil y habían trabajado también rápidamente, poniendo todo su empeño, toda su habilidad, todos sus conocimientos en lo que hacían: el Emperador yacía, tranquilo y bello, su sangre finalmente en paz, con una sonrisa en los labios pálidos, entre sedas bordadas y almohadones de plumas, y sus súbditos pasaban junto a él y algunos se detenían y lo miraban y alzaban una mano y le tocaban la frente o las mejillas o el encaje de las vestiduras. Y todos sentían, poco o mucho, según cada uno fuera capaz de sentir, la tristeza del final, de saber que ése era el final, que ya nunca Idraüsse se iba a sentar en el sillón de oro de los Señores del Imperio, que no volvería a abrir los ojos por las mañanas, que ni siquiera iba a sentir dolor, que no iba a hablar con sus hijos y no iba a calzar las zapatillas suaves que no le lastimaban los pies, que sus anillos y sus sueños y su ropa y sus pensamientos y su dolor eran inútiles y vacíos y que algún otro los usaría pero ya no sería lo mismo. Treinta días duró el desfile y después se lo enterró. Durante esos treinta días no fui al palacio y no vi a la Gran Emperatriz y tampoco vi a sus hijos. Después sí, seguí yendo a contarle a ella la historia de los emperadores. Y mientras yo contaba, en palacio secretamente y afuera en pabellones cada vez más grandes, más importantes, más ricos, el Imperio prosperaba, se enriquecía, conocía la paz y la tranquilidad. A veces había una conmoción, es cierto, y la gente se inquietaba. Pero después se descubría que esa inquietud no tenía razón de ser, y con el paso de los años los habitantes del Imperio aprendieron a reemplazarla por una expectativa que a veces llegaba al entusiasmo, supieran o no de qué se trataba. Por ejemplo, cuando un año después de la muerte de Idraüsse IV la Gran Emperatriz nombró Ministro de Finanzas a un hombre del sur, un autodidacta que no tenía pomposos títulos de las Academias Imperiales, y concedió el Premio Imperial de las Artes a un pintor del sur, un hombre desaliñado e insolente que en una miserable vivienda de cañas a orillas de un pantano había pintado telas crueles y geniales satirizando al gobierno y culpando al poder de la pobreza y el atraso de su país, el Imperio temió lo peor. Pero Clabb-lar-Klabbe fue el mejor Ministro de Finanzas que tuvo el Imperio en miles de años y ustedes saben que no exagero, ustedes saben que hubo y hay hasta ahora y habrá por muchos años dinero para universidades y hospitales, para socorrer a los inválidos y a los pobres y a los enfermos, para mantener a quienes no se podían valer por sí mismos, para restaurar y conservar y embellecer, para mejorar caminos y puertos, para levantar museos y escuelas, para que a nadie le faltara luz ni pan ni calor. Y ustedes saben que ella no enfrentó al sur con armas o con decretos o con desprecio como habían hecho tantos emperadores, sino que trató de comprender y comprendió. Quizá descubrió nuevos pensamientos, eso no lo sé. Comprendió que la transformación del sur vendría, si venía alguna vez, de los pantanos, de las tribus cerradas, de las aldeas arbóreas, de las ciudades lacustres, y no desde el trono. Comprendió que quizá no era deseable ni conveniente que esa transformación llegara, y que lo único que ella podía hacer era mantener al sur tranquilo, sin violencia. Entonces, no luchó: le reconoció existencia, quitó las guarniciones militares de las fronteras, hizo levantar las cercas y las barreras y las alambradas, alentó y hasta aduló a los rebeldes, cedió en pequeñas cosas de las que exageraba la importancia y se mantuvo firme en grandes cosas a las que les quitó toda importancia. Y los rebeldes del sur traficaron con los países del norte, recorrieron las ciudades, visitaron el palacio, sonrieron y se adormecieron.
Cuando la Gran Emperatriz prohibió el transporte privado sobre ruedas, muchos dijeron que estaba loca. Yo mismo, que ya la conocía tan bien, la miré asombrado y le pregunté qué utilidad podía tener una medida tan absurda.
—Ha aumentado la delincuencia —me contestó—, han aumentado los divorcios y las internaciones en las casas de salud mental.
—Señora, confieso que no te entiendo —le dije—. Qué tiene que ver eso con el transporte privado sobre ruedas. Lo que tendrías que hacer, en todo caso, es tomar medidas contra la delincuencia, contra los divorcios y contra la locura.
—¿Y aumentar los efectivos de la policía y darle más atribuciones? —preguntó ella—. ¿Poner más trabas a los que se quieren divorciar? ¿Alentar a los médicos a que estudien y traten la locura? Qué estupidez. No serías un buen gobernante, mi buen amigo, pero espero que mis hijos sí lo sean. Con eso sólo conseguiríamos más policías llenos de orgullo y crueldad, más abogados llenos de codicia, más médicos llenos de fatuidad, y por lo tanto más asaltantes, más divorcios y más locos.
—Y con prohibir el transporte, ¿qué?
—Ya vas a ver —me dijo.
Ella tenía razón, por supuesto. Desaparecieron los coches y las volantas y los carros. Sólo los que tenían imprescindiblemente que trasladarse a una distancia de más de veinte kilómetros podían subir a un transporte público sobre ruedas. Los demás caminaban, o montaban un burro, o, si eran ricos, se hacían llevar en sillas de manos. La vida se hizo más lenta. La gente no tuvo apuro, porque apurarse era inútil. Desaparecieron los grandes centros comerciales, de banca y de industria, en los que todo el mundo se apiñaba y se empujaba y se irritaba y se insultaba, y se abrieron pequeñas tiendas y servicios en cada barrio, donde cada comerciante, cada banquero, cada empresario conocía a sus clientes y a las familias de sus clientes. Desaparecieron los grandes hospitales que servían a toda una ciudad y a veces a varias ciudades porque ya un herido o una parturienta no podían atravesar rápidamente grandes distancias, y se abrieron pequeños centros sanitarios a los que la gente acudía despaciosamente y en los que cada médico sabía quiénes eran sus pacientes y tenía tiempo para charlar con ellos del tiempo, de la crecida del río, de los progresos de los chicos, y hasta de las enfermedades. Desaparecieron las grandes escuelas en las que los alumnos eran un número en una planilla, y cada maestro supo por qué sus alumnos eran como eran, y los chicos se levantaban sin prisa y caminaban de la mano unas pocas cuadras sin necesidad de que nadie los acompañara y llegaban a tiempo a las clases. La gente dejó de tomar tranquilizantes, los maridos ya no les gritaron a sus mujeres ni las mujeres a sus maridos, y nadie les pegó a los chicos. Y se fueron aplacando los rencores, y en vez de tomar un arma para apoderarse del dinero ajeno, las gentes emplearon su tiempo en otras cosas que no fueran el odio y empezaron a trabajar en tanto como había para reformar ahora que no existían vehículos veloces y que las distancias se habían alargado. Hasta las ciudades cambiaron. Las ciudades monstruosas en las que un hombre se sentía solo y desdichado se desmembraron y cada barrio se separó del otro y hubo pequeños centros, casi una ciudad cada uno de ellos, autosuficientes, con sus escuelas y sus hospitales y sus museos y sus mercados y no más de dos o tres policías aburridos y soñolientos sentados al sol, tomando una limonada con un viejo vecino retirado de los negocios. Las ciudades chicas no crecieron y no sintieron la necesidad de extenderse y engrandecerse, pero a lo largo del largo camino que separaba a una de otra se fundaron nuevas poblaciones, pequeñas también, tranquilas también, llenas de jardines y de huertas y de casas bajas y de gente que se conocía entre sí y de maestros y médicos y contadores de cuentos y policías bonachones. Los caminos se ensancharon y se mejoraron y por ellos rodaron los únicos transportes permitidos, que eran gratuitos, pero que nadie podía usar si no era para ir a visitar a una vieja tía que viviera a más de veinte kilómetros de distancia, o para transportar víveres de una ciudad a otra, o para ir a una fiesta que daba un amigo lejano. No digo que no hubiera más delincuentes, ni matrimonios desavenidos ni locos. Los hubo y los sigue habiendo, pero tan pocos, tan pocos que cada uno de ellos tiene a muchas personas para que le presten atención y se preocupen por él y traten de ayudarlo, de modo que la delincuencia o el divorcio o la locura ya no son una desgracia salvo para el que las sufre. Y la Gran Emperatriz se sonrió satisfecha y yo le dije que ella había tenido razón y le conté la historia de Sderemir el Borénide.
—Sí —dijo la Emperatriz—, yo sé que muchas gentes dicen que el mundo es complicado. Los que lo dicen son los que se sienten perpetuamente alarmados, por el trabajo o por la familia, por una mudanza o una enfermedad, por una tormenta, por un imprevisto, por todo; y entonces toman decisiones equivocadas y cuando los resultados son nefastos les echan la culpa a las complicaciones del mundo y no a su poco y defectuoso criterio. ¿Por qué no van más allá? ¿Por qué dicen «el mundo es complicado» y se detienen ahí? Yo digo: el mundo es complicado, pero no es incomprensible. Sólo hay que mirarlo detenidamente. ¿No le duele a veces a una persona la espalda porque tiene una enfermedad en el vientre? ¿Y qué hace el médico torpe? Le da masajes en la espalda. ¿Y qué hace el médico sabio? Se toma su tiempo para pensar, mira con tranquilidad al enfermo, le da un remedio para el vientre, y el dolor de la espalda desaparece. Mejor todavía, les explica a sus pacientes cómo tienen que hacer para evitar las enfermedades del vientre. Algún día su enfermo envejecerá y morirá, como él, como nosotros; y un día, sí, aunque parezca increíble, un día también el Imperio morirá, y estúpidos serán los que lo lamenten llorando y llorando piensen en lo complicado que es el mundo. La habitación de una costurera también es complicada, pero aún si es de noche y se le han apagado las lámparas, ella tenderá una mano en la oscuridad y encontrará el hilo amarillo y las agujas y los alfileres. Nosotros no podríamos, porque no conocemos el orden de la habitación de una costurera, ni conocemos el orden del mundo, que sin embargo está ahí, delante de nuestros ojos.
—Sí —dijo el narrador—, el Imperio morirá, como ella, pero morirá recordándola. Idraüsse V es un buen Emperador, tan bueno como otros buenos emperadores que el Imperio amó y respetó. Habrá otros, no digo que no, y jóvenes contadores de cuentos contarán sus hechos y sus palabras. Y habrá emperatrices amables y sabias que se asomarán a los balcones del palacio y harán llorar de amor a las gentes. Pero es difícil que haya otra Gran Emperatriz capaz de pacificar y enriquecer el más grande Imperio que ha conocido el hombre, capaz de despreciar el poder, de caminar por las calles sin custodia, de llamar secretamente a su salón a un joven contador de cuentos para que le enseñe todo lo que no sabe, de inaugurar una dinastía sana y fuerte y sabia.
—Sí —dijo la Emperatriz—, ya no conozco la ira y cuando llega la noche estoy muy cansada. Basta de decir tonterías. Buenas noches.
Ficha bibliográfica
Autor: Angélica Gorodischer
Título: Retrato de la Emperatriz
Publicado en: Kalpa imperial, 1983
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