«Informe sobre el planeta tres» (Report on Planet Three) es un relato de ciencia ficción escrito por Arthur C. Clarke y publicado en 1959. El cuento presenta un informe científico de una civilización marciana extinta que analiza las posibilidades de vida en el enigmático planeta Tierra. Los marcianos describen las condiciones terrestres como extremadamente hostiles para la vida: una atmósfera tóxica, vastos océanos de agua y una gravedad excesiva. Aunque consideran la posibilidad de formas de vida en los océanos, descartan la existencia de criaturas inteligentes. Clarke utiliza la ironía para ofrecer una crítica sutil a la tendencia humana de negar la posibilidad de vida extraterrestre en planetas con condiciones diferentes a las de la Tierra, cuestionando así nuestra perspectiva antropocéntrica.
Informe sobre el planeta tres
Arthur C. Clarke
(Cuento completo)
El siguiente documento, que la Comisión Arqueológica Interplanetaria acaba de descifrar, es uno de los más importantes descubiertos en Marte, y arroja mucha luz sobre el conocimiento científico y los procesos mentales de nuestros vecinos desaparecidos. Data de la última Era de Uranio (la Era final), de la civilización marciana, habiendo sido escrito poco más de mil años antes de Cristo.
La traducción puede considerarse bastante exacta, aunque se señalan fragmentos como simples conjeturas. Donde ha sido necesario, los términos y las unidades marcianas se han sustituido por sus equivalentes terrestres para facilitar la comprensión. — El traductor.
El reciente acercamiento del planeta Tierra ha hecho revivir las especulaciones acerca de la posibilidad de que exista vida sobre el astro que es nuestro vecino más próximo en el espacio. Esta cuestión ha sido debatida durante siglos sin resultados concluyentes. En los últimos años, no obstante, el desarrollo de nuevos instrumentos astrológicos nos ha proporcionado una información mucho más precisa acerca de los otros planetas. Aunque todavía no podemos confirmar o negar la existencia de vida terrestre, hoy día poseemos un conocimiento mucho más exacto de las condiciones existentes en la Tierra, y podemos apoyar nuestra discusión sobre firmes fundamentos científicos.
Una de las cosas que más nos atormentan de la Tierra, es que no podemos verla cuando más cerca la tenemos, porque entonces se encuentra entre nosotros y el Sol y nos presenta su cara oscura. Hasta que no abandona esa posición y se encuentra a millones de kilómetros de nosotros, nos resulta totalmente imposible ver algo de su superficie iluminada. Entonces aparece sobre el telescopio en su luminoso cuarto creciente, con su singular luna gigante colgando juntó a ella. El contraste entre el color de los dos astros es sorprendente: la Luna es de un color plateado puro y la Tierra es de un verde azulado enfermizo. (La fuerza exacta del adjetivo es incierta; en realidad ese adjetivo es insatisfactorio. Como alternativa se han sugerido los términos «horrible» y «virulento». —El traductor).
Cuando la Tierra gira alrededor de su eje —su día es media hora más corto que el nuestro— surgen de la oscuridad distintas áreas del planeta y aparecen en la zona iluminada. Mediante observaciones sucesivas durante algunas semanas, pueden construirse mapas de toda la superficie. Tales mapas han revelado el hecho asombroso de que más de dos tercios de la superficie del planeta Tierra están cubiertos de líquido.
A pesar de la violenta controversia, que se produjo durante varios siglos, relativa a este asunto, ya no existe duda alguna de que ese líquido es agua. Aunque hoy día resulta raro encontrar agua en Marte, tenemos evidencias de que, en un pasado remoto, gran parte de nuestro planeta estaba sumergido bajo vastas cantidades de ese peculiar compuesto; asimismo, resulta claro que la Tierra se halla en un estado de su evolución que corresponde al nuestro de hace varios billones de años. No podemos decir con exactitud qué profundidad tienen los océanos terrestres —para darles un nombre científico—, pero algunos astrónomos estiman que supera los trescientos metros.
El planeta tiene también una atmósfera mucho más abundante que la nuestra; los cálculos indican que al menos es diez veces más densa. Hasta hace muy poco, no teníamos medios para determinar la composición de la atmósfera, pero el espectroscopio ha resuelto el problema permitiendo descubrir datos sorprendentes. La espesa capa gaseosa que envuelve la Tierra contiene grandes cantidades del elemento llamado oxígeno, tóxico y muy reactivo, del cual apenas existen restos en nuestro aire. En la atmósfera de la Tierra hay cantidades considerables de nitrógeno y vapor de agua que forman espesas nubes, que a menudo permanecen durante muchos días oscureciendo amplias áreas del planeta.
La Tierra tiene una temperatura considerablemente más elevada que nuestro mundo, y ello se debe a que está un 25% más cerca del Sol que Marte. Las lecturas tomadas por termopares acoplados a nuestros telescopios de mayor alcance revelan temperaturas intolerables en su ecuador; no obstante, en latitudes alejadas de esa zona, las condiciones climáticas son mucho menos extremas, y la presencia de extensos casquetes de hielo en ambos polos indica que allí las temperaturas son bastante confortables. Esos casquetes de hielo polares nunca se funden por completo, al contrario de los nuestros, que funden en verano. Ello indica que deben tener un grosor enorme. Puesto que la Tierra es un planeta mayor que Marte (tiene el doble de diámetro), su gravedad es notablemente más fuerte… De hecho, no es menos de tres veces mayor; por consiguiente, un hombre de 85 kilos pesaría un cuarto de tonelada en la Tierra. Un índice tan alto de gravedad debe tener muchas e importantes consecuencias, aunque no podamos preverlas todas. No es posible que existan formas de vida voluminosas, pues serían aplastadas por su propio peso. No obstante, resulta un tanto paradójico que la Tierra tenga montañas mucho más altas de cuantas existen en Marte; probablemente sea ésta una nueva prueba de que se trata de un planeta joven y primitivo, cuya orografía original todavía no ha sido erosionada.
Considerando esos hechos probados, podemos pasar a sopesar las posibilidades de vida en la Tierra. En principio hay que decir que parecen escasas; sin embargo, dejémonos de prejuicios y preparémonos a aceptar incluso las posibilidades más inauditas, siempre y cuando no contradigan las leyes científicas.
La primera gran objeción a la vida terrestre —que muchos expertos consideran concluyente— es la atmósfera intensamente tóxica. La presencia de esas inmensas cantidades de oxígeno gaseoso plantea un grave problema científico, que estamos lejos de resolver. El oxígeno es tan reactivo que no puede existir normalmente en estado libre; en nuestro propio planeta, por ejemplo, está combinado con hierro para formar los hermosos desiertos rojos que cubren tanta superficie de nuestro mundo. La ausencia de esas áreas es lo que da a la Tierra su desagradable color verdoso.
En la Tierra se debe de estar produciendo algún proceso desconocido, pues que se liberan cantidades inmensas de ese gas. Algunos escritores especulativos han sugerido que las formas de vida terrestres pueden, en la actualidad, liberar oxígeno durante el curso de su metabolismo. Antes de desechar esta idea como demasiado fantástica, debemos considerar que varias formas primitivas, ya extinguidas, de la vegetación marciana hacían exactamente lo mismo. De todos modos, es muy difícil creer que en la Tierra existan plantas de este tipo en la enorme e inconcebible cantidad que sería necesaria para producir tanto oxígeno puro. (Nosotros sabemos más cosas; naturalmente. Todo el oxígeno de la Tierra es un producto de la vegetación; la atmósfera original de nuestro planeta; como la de Marte en la actualidad, era de oxígeno puro. —El traductor).
Incluso suponiendo que existen criaturas en la Tierra, y que esas criaturas pueden sobrevivir en una atmósfera tan tóxica y tan químicamente reactiva, la presencia de esas enormes cantidades de oxígeno comporta dos efectos más. El primero es bastante sutil, y ha sido recientemente descubierto en un trabajo de investigación teórica, que las observaciones han confirmado en su totalidad.
Sucede que, a gran altura de la atmósfera de la Tierra —de treinta a cuarenta y cinco kilómetros—, el oxígeno forma un gas conocido con el nombre de ozono, que contiene tres átomos de oxígeno, mientras que su molécula normal es de dos. Este gas, aunque existe en muy pequeñas cantidades bastante lejos del suelo terrestre, tiene un efecto de importancia capital sobre las condiciones del planeta. Bloquea casi por completo los rayos ultravioletas del Sol, impidiéndoles alcanzar la superficie de la Tierra.
Este solo hecho impediría la existencia sobre la Tierra de las formas de vida que nosotros conocemos. Los rayos ultravioletas que emite el Sol y que alcanzan la superficie de Marte prácticamente intactos, son esenciales para nuestro bienestar y transmiten a nuestros cuerpos gran parte de su energía. Aunque pudiéramos resistir la corrosiva atmósfera de la Tierra, pronto pereceríamos debido a esa carencia de radiación vital.
El otro resultado de la alta concentración de oxígeno es todavía más catastrófico. Acarrea un fenómeno terrible, que afortunadamente sólo se conoce en el laboratorio, y que los científicos han bautizado como «fuego».
Muchas sustancias normales, cuando se sumergen en una atmósfera como la de la Tierra y se calientan a temperaturas muy modestas, inician una violenta y continuada reacción química que no cesa hasta que se han consumido totalmente. Durante el proceso se generan cantidades intolerables de luz y de calor, junto con nubes de gases nocivos. Quienes han presenciado este fenómeno bajo condiciones de control de laboratorio lo describen como algo que inspira pavor; es realmente una suerte que nunca pueda ocurrir en Marte.
Y eso debe ser bastante común en la Tierra, por lo que no es posible que exista ninguna forma de vida. La observación de la cara oscura de la Tierra ha revelado en repetidas ocasiones la presencia de áreas brillantes en las que el fuego avanza furioso; aunque algunos estudiosos optimistas del planeta han intentado explicar esos destellos como luces de ciudades, su teoría hay que desecharla. Las regiones incandescentes son demasiado variables; salvo raras excepciones tienen una vida corta y no están fijas en un lugar preciso. (Estas observaciones se debían sin duda a los incendios forestales y a los volcanes, estos últimos desconocidos en Marte. Es una trágica ironía de la fatalidad el que los astrónomos marcianos no hayan sobrevivido unos pocos miles de años más: hubieran visto las luces de las ciudades humanas. No hemos coincidido en el tiempo por menos de una millonésima parte de la edad de nuestros planetas. —El traductor).
Su atmósfera densa y húmeda, su alta gravedad y su proximidad al Sol hacen de la Tierra un mundo de violentos extremos climáticos. Se han venido observando tormentas de increíble intensidad que azotaban vastas áreas del planeta, algunas de ellas acompañadas de espectaculares descargas eléctricas, fácilmente detectables mediante los sensibles radioreceptores instalados aquí en Marte. Es difícil creer que ninguna forma de vida pueda resistir esas convulsiones naturales, de las que rara vez se ve completamente libre el planeta.
Aunque la diferencia de temperaturas entre el invierno y el verano terrestres no es tan grande como en nuestro mundo, ello sólo representa una mínima compensación de otras desventajas. En Marte todas las formas de vida móviles pueden escapar fácilmente del invierno mediante la migración. No hay mares ni montañas que les corten el camino; —las pequeñas dimensiones de nuestro mundo comparado con la Tierra— y la mayor duración del año convierten esos cambios de estación en algo sencillo, que sólo exige una velocidad media de quince kilómetros al día. No tenemos ninguna necesidad de soportar el invierno, y pocas son las criaturas marcianas que se hallen dispuestas a hacerlo.
En la Tierra tiene que ser muy distinto. El gran tamaño del planeta, sumado a la brevedad del año (que sólo dura seis de nuestros meses), indican que cualquier ser terrestre debería emigrar a una velocidad de cerca de setenta y cinco kilómetros al día para escapar de los rigores del invierno. E incluso pudiendo alcanzar esa velocidad (y la enorme fuerza de gravedad hace que ello sea inverosímil), las montañas y los océanos representarían barreras insuperables.
Algunos escritores de ciencia ficción han intentado superar esta dificultad sugiriendo que en la Tierra deben de haber evolucionado formas de vida capaces de desplazarse por el aire. Para apoyar tan descabellada idea, argumentan que la densa atmósfera haría relativamente fácil el volar; no obstante, olvidan el hecho de que la alta gravedad produciría exactamente el efecto contrario. La idea de animales voladores, aunque resulta muy atractiva, ningún biólogo competente puede tomarla en serio.
Más firme base tiene la teoría de que, si existe algún animal terrestre, debe de encontrarse en los extensos océanos que cubren tan gran parte del planeta. Se cree que la vida en nuestro propio planeta evolucionó originariamente en los antiguos mares marcianos; por tanto no hay nada de fantástico en esa idea. En los océanos, además, los animales de la Tierra no tendrían ya que luchar contra la gravedad de su planeta. Aunque nos resulta difícil imaginar criaturas que vivan en el agua, parece que los mares terráqueos pueden proporcionar un medio menos hostil que la tierra firme.
Muy recientemente esta interesante idea se ha visto reforzada por los trabajos de físicos y matemáticos. La Tierra, como es sabido por todos, sólo tiene una enorme luna, que constituye uno de los objetos más conspicuos del cielo. Es alrededor de doscientas veces mayor que nuestros dos satélites, y, aunque se encuentra a mucha mayor distancia, su atracción debe producir poderosos efectos sobre su planeta. En particular, lo que se conoce como «mareas» debe causar grandes movimientos en las aguas de los océanos terrestres, haciéndolos ascender y descender a muchos metros. El resultado es que todas las áreas de la Tierra lindantes con las aguas deben estar sujetas a dos inundaciones diarias; en tales condiciones es difícil creer que pueda existir criatura alguna ni en la tierra ni en el mar, puesto que ambos están en constante intercambio.
En resumen, nuestro vecino planeta Tierra es un mundo terrible de dureza y energías violentas, ciertamente no apto para ninguna de las formas de vida existentes hoy en Marte. Que pueda florecer algún tipo de vegetación bajo esa atmósfera lluviosa y ardiente, tormentosa y agitada, es bastante posible; de hecho, muchos de nuestros astrónomos dicen haber detectado cambios de color en ciertas áreas y lo atribuyen a variaciones de la vegetación debidas a cambios estacionales.
En lo referente a los animales, esto es pura especulación, pues todas las pruebas están contra su existencia. Si realmente existieran, habrían de ser extremadamente fuertes y macizos para resistir la alta gravedad, y probablemente deberían poseer varios pares de patas siendo sólo capaces de desplazarse lentamente. Sus pesados cuerpos deberían estar cubiertos por gruesos caparazones protectores para defenderlos de los múltiples peligros que les acecharían, como las tormentas, el fuego y la atmósfera corrosiva. En vista de estos hechos, la cuestión de vida inteligente en la Tierra hay que descartarla. Hemos de resignarnos a pensar que somos los únicos seres racionales del sistema solar.
Aquellos románticos que todavía esperan una respuesta más optimista, sepan que el Planeta Tres pronto nos habrá revelado todos sus secretos. Los trabajos rutinarios sobre cohetes a propulsión han mostrado que es harto posible construir un aparato espacial capaz de salir de Marte y cruzar el golfo cósmico hacia nuestro misterioso vecino. Aunque su potente gravedad imposibilitaría un aterrizaje (excepto con vehículos robot controlados por radio), podríamos girar alrededor de la Tierra a poca altura y entonces observar cada detalle de su superficie desde poco más de una millonésima de nuestra distancia actual.
Ahora que, por fin, hemos conseguido liberar la ilimitada energía del núcleo atómico, pronto podremos emplear esa tremenda y nueva fuerza para salir de los límites de nuestro mundo familiar. La Tierra y su gigantesco satélite van a ser los primeros cuerpos celestes que nuestros exploradores inspeccionarán. Tras ellos…
(Desgraciadamente, el manuscrito termina aquí. El resto quedó carbonizado, según parece debido a la explosión termonuclear que destruyó la Biblioteca Imperial, junto con el resto de la Ciudad Oasis. Resulta una curiosa coincidencia que los misiles que acabaron con la civilización Marciana fueran lanzados en un momento clásico de la historia de la humanidad. Sesenta y cinco millones de kilómetros más allá, con armas mucho menos avanzadas, los griegos asaltaban Troya. — El traductor).
FIN