Sinopsis: «Superioridad» es un cuento de Arthur C. Clarke, publicado en agosto de 1951 en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. La narración, en forma de declaración ante un tribunal, relata cómo una civilización tecnológicamente superior sufre una aplastante derrota en una guerra intergaláctica. A través del relato del comandante en jefe, se explica cómo la obsesión de un científico teórico por desarrollar armas cada vez más avanzadas les llevó a sucumbir ante una civilización más atrasada. Con un tono irónico, Clarke construye un relato sobre los riesgos de depender ciegamente de la innovación y muestra cómo la excesiva confianza en el progreso puede conducir al colapso.

Superioridad
Arthur C. Clarke
(Cuento completo)
Al hacer esta declaración —y la hago por voluntad propia—, deseo en primer lugar dejar perfectamente sentado que no trato de ganarme simpatías, ni espero mitigación alguna de cualquier sentencia que pueda pronunciar el Tribunal. Escribo esto para intentar refutar algunos de los mentirosos informes que han aparecido en la prensa que se me ha permitido ver, y que se han transmitido por la radio de la prisión, los cuales han proporcionado una idea absolutamente falsa de las verdaderas causas de nuestra derrota, y como jefe de las fuerzas armadas de mi raza al cesar las hostilidades, considero mi deber protestar contra tales calumnias sobre aquéllos que sirvieron bajo mi mando.
Espero también que esta declaración aclare las razones de la solicitud que por dos veces he dirigido al Tribunal, y que induzca a conceder un favor, para la denegación del cual no creo posible exista razón ninguna.
La causa fundamental de nuestro fracaso fue muy sencilla; a pesar de todas las afirmaciones en sentido contrario, no fue debida a falta de valor por parte de nuestros hombres, ni a falta ninguna de la Flota. Fuimos derrotados solamente por una cosa; por la inferior ciencia de nuestros enemigos. Lo repetiré; por la ciencia inferior de nuestros enemigos.
Cuando comenzó la guerra, no teníamos ninguna duda acerca de nuestra victoria final. Las flotas combinadas de nuestros aliados excedían considerablemente en número y armamentos las que el enemigo podía alinear contra nosotros, y en casi todas las ramas de la ciencia militar éramos superiores a ellos. Estábamos seguros de poder mantener tal superioridad. Nuestra creencia fue, por desgracia, confirmada con exceso en la práctica.
Al comenzar la guerra, nuestras principales armas eran el torpedo automático de largo alcance, el rayo esférico dirigible y diversas formas modificadas del haz de Klydon. Todas las unidades de la Flota estaban equipadas con esas armas, y si bien el enemigo poseía otras semejantes, sus instalaciones eran, en general, de potencia inferior. Además, estábamos respaldados por una Organización de Investigación militar mucho más importante, y con tal ventaja inicial no podíamos posiblemente perder.
La campaña procedió según lo planeado hasta la Batalla de los Cinco Soles. Naturalmente, la ganamos, pero la oposición fue más enérgica de lo que habíamos esperado. Se comprendió entonces que la victoria pudiera ser más difícil, y más lenta, de lo que se había creído en un principio. Por tal razón se convocó una conferencia de comandantes supremos para discutir nuestra futura estrategia.
Estaba presente por vez primera en nuestras conferencias de guerra, el profesor-general Norden, nuevo jefe del Personal de Investigación, quien acababa de ser nombrado para llenar el vacío que había dejado la muerte de Malvar, nuestro científico más ilustre. La jefatura de Malvar, más que ningún otro factor por sí solo, había sido lo que había determinado la eficiencia y el poder de nuestro armamento. Su pérdida había sido un rudo golpe, pero nadie dejaba de creer en la brillantez de su sucesor, si bien muchos de nosotros habíamos dudado si procedía nombrar a un científico teórico para ocupar un cargo de importancia tan vital. Pero no se nos había hecho ningún caso.
Recuerdo muy bien la impresión que Norden produjo en aquella conferencia. Los consejeros militares estaban preocupados, y, como de costumbre, se dirigieron a los científicos en busca de asistencia. ¿Sería posible, preguntaron, mejorar nuestras armas actuales, a fin de aumentar más aún nuestra presente ventaja?
La respuesta de Norden fue completamente inesperada. Con frecuencia se había dirigido tal pregunta a Malvar, y él siempre había hecho lo que le habíamos solicitado.
—Francamente, señores —dijo Norden—, lo dudo. Nuestras armas actuales han llegado ya prácticamente a su forma definitiva. No quisiera criticar a mi predecesor, o el excelente trabajo efectuado por el Personal de Investigación durante las últimas generaciones, pero ¿se dan ustedes cuenta que no ha habido cambio fundamental en los armamentos desde hace más de un siglo? Me temo que ello ha sido debido a una tradición que se ha hecho demasiado conservadora. El Personal de Investigación se ha dedicado demasiado tiempo a perfeccionar viejas armas en lugar de desarrollar otras nuevas. Es una suerte para nosotros que nuestros enemigos hayan hecho lo mismo, pero no debemos suponer que será siempre así.
Las palabras de Norden dejaron una impresión de malestar, como había sido sin duda su intención. Rápidamente lanzó su ataque a fondo.
—Lo que necesitamos son nuevas armas, armas totalmente diferentes de las que se han utilizado hasta hoy. Tales armas son posibles; se necesitará algún tiempo, naturalmente, pero desde que he tomado posesión he reemplazado algunos de los más viejos científicos por hombres jóvenes, y he dirigido la investigación hacia varios campos inexplorados que prometen mucho. Creo, en efecto, que muy pronto seremos testigos de una revolución en los armamentos.
Nos sentíamos escépticos. Había un tono pedante en la voz de Norden que nos hacía recelar de sus afirmaciones. Entonces no sabíamos que nunca prometía nada que no hubiese casi perfeccionado en el laboratorio. En el laboratorio, ésa era la frase clave.
Norden probó lo que había afirmado menos de un mes más tarde, cuando presentó la Esfera de Aniquilación, que producía la desintegración completa de la materia dentro de un radio de varios centenares de metros. Nos entusiasmamos con la potencia de la nueva arma, y estuvimos dispuestos a prescindir de considerar su defecto fundamental, el hecho que era precisamente una esfera, y que, por lo tanto, destruía su relativamente complicado mecanismo de generación en el instante de su formación. Eso naturalmente, significaba que no podía ser utilizada sobre naves de guerra, sino solamente sobre proyectiles dirigidos, por lo cual se comenzó un gran programa para cambiar todos los torpedos de dirección automática a fin de que éstos pudieran transportar la nueva arma. Desde aquel momento, se suspendieron todas las ofensivas.
Nos damos cuenta ahora que aquél fue nuestro primer error. Todavía creo que fue una equivocación lógica, pues entonces nos pareció que todos los armamentos existentes se habían quedado anticuados de la noche a la mañana, y casi los considerábamos supervivientes primitivos. De lo que no nos dimos cuenta entonces, fue de la magnitud de la tarea que intentábamos, y del tiempo que se tardaría en poner en acción la superarma revolucionaria.
No había ocurrido nada semejante durante cien años, y no teníamos experiencia previa que nos sirviese de guía.
El problema de la conversión resultó aún más difícil de lo que habíamos supuesto. Era necesario diseñar una nueva clase de torpedo, pues el modelo corriente era demasiado pequeño. Eso, a su vez, significaba que solamente las mayores naves podían lanzar el arma, pero estábamos dispuestos a aceptar esa penalización. Al cabo de seis meses, se estaba equipando las unidades pesadas de la Flota con la Esfera. Maniobras de entrenamiento y ensayos habían demostrado que funcionaba satisfactoriamente, y estábamos a punto de hacerla entrar en acción. Se estaba ya aclamando a Norden como el artífice de la victoria y, además, nos había prometido nuevas armas aún más espectaculares.
Entonces ocurrieron dos cosas. Una de nuestras naves de guerra desapareció por completo durante uno de los vuelos de entrenamiento, y una investigación demostró que en determinadas condiciones el radar de largo alcance de la nave podía hacer estallar la Esfera tan pronto como era lanzada. La modificación que se requería para superar tal defecto era insignificante, pero ocasionó la demora de otro mes y produjo mucho resentimiento entre el personal naval y los científicos. Estábamos nuevamente a punto de entrar en acción, cuando Norden anunció que el radio de eficacia de la Esfera había sido aumentado diez veces, multiplicando así por mil las probabilidades de destruir una nave enemiga.
De modo que volvieron a comenzar las modificaciones, si bien todo el mundo estaba de acuerdo en que bien valían la pena. Pero, entre tanto, el enemigo se había envalentonado ante la ausencia de nuevos ataques, y había realizado una ofensiva inesperada. Nuestras naves no tenían suficientes torpedos, pues no se producían ya en las fábricas, y se vieron obligadas a retirarse. Y así fue como perdimos los sistemas de Kyrane y Floranus, y la fortaleza planetaria de Rhamsandron.
Fue un contratiempo molesto, pero no grave, pues los sistemas recapturados habían sido poco amistosos y difíciles de administrar. No dudábamos de poder restablecer la situación tan pronto como la nueva arma entrase en acción.
Tales esperanzas se cumplieron solamente a medias. Cuando reanudamos la ofensiva, tuvimos que hacerlo con menos Esferas de Aniquilación de las que habíamos proyectado, lo cual fue una de las razones de lo limitado de nuestro éxito. La otra razón fue más seria.
Mientras nosotros habíamos estado equipando tantas naves como pudimos con nuestra arma irresistible, el enemigo había estado construyendo febrilmente. Sus naves eran del viejo modelo, con el antiguo armamento, pero excedían a las nuestras en número. Cuando entramos en acción, encontramos que los números que se alineaban frente a nosotros eran a veces cien por ciento mayores de lo esperado, ocasionando confusión de blancos entre las armas automáticas, y determinando mayores bajas que las esperadas. Las bajas del enemigo eran aún mayores, pues cuando una Esfera alcanzaba su objetivo, la destrucción era cierta, pero el equilibrio no se desplazó tanto en nuestro favor como habíamos confiado.
Además, mientras las flotas principales estaban combatiendo, el enemigo había lanzado un audaz ataque contra los sistemas de Eriston, Duranus, Carmanidor y Fharanidon, que sosteníamos con pocas fuerzas, reconquistándolos todos. De modo que nos tuvimos que enfrentar con una amenaza a solamente cincuenta años de luz de nuestros planetas patrios.
Durante la reunión de los comandantes supremos siguiente afloraron muchas recriminaciones. La mayor parte de las quejas fueron dirigidas a Norden; en especial, el gran almirante Taxaris mantuvo que, gracias a nuestra evidentemente irresistible arma, estábamos ahora mucho peor que antes. Afirmó que debíamos haber continuado construyendo naves del tipo convencional, evitando así la pérdida de nuestra superioridad numérica.
Norden se mostró igualmente enojado, y calificó al personal naval de chapuceros desagradecidos. Pero pude ver que estaba preocupado —como, a decir verdad, lo estábamos todos— por el giro inesperado de los acontecimientos. Insinuó que podría haber una forma rápida de remediar la situación. Sabemos ahora que la Investigación había estado trabajando en el Analizador de Combate durante muchos años, pero entonces nos apareció como una revelación, y quizá nos dejamos entusiasmar con demasiada facilidad. Por otra parte, el argumento de Norden era seductoramente convincente. ¿Qué importaba, dijo, que el enemigo tuviese el doble de naves que nosotros, si la eficiencia de las nuestras podía ser duplicada, o incluso triplicada? Durante décadas el factor límite en la guerra no había sido mecánico, sino biológico; se había ido haciendo más y más difícil para una sola mente, o grupo de mentes, tratar con la complejidad rápidamente cambiante de la batalla en el espacio tridimensional. Los matemáticos de Norden habían analizado algunos de los encuentros clásicos del pasado y habían demostrado que, incluso cuando habíamos salido victoriosos, nuestras unidades habían operado a mucho menos de la mitad de su eficiencia teórica.
El Analizador de Combate alteraría tal situación, sustituyendo el personal de operaciones por calculadores electrónicos.
La idea no era nueva en teoría, pero hasta entonces no había sido sino un sueño utópico. A muchos de nosotros les parecía aún difícil creer que pudiese ser algo más que un sueño; pero después de haber seguido varias batallas de maniobra, nos convencimos.
Se decidió instalar el Analizador en cuatro de nuestras naves más pesadas, de modo que cada una de las flotas principales pudiese disponer de uno de ellos. Y aquí comenzaron nuestras dificultades, si bien no lo supimos hasta más tarde.
El Analizador contenía poco menos de un millón de tubos de vacío, y requería un equipo de quinientos técnicos para mantenerlo y operarlo. Era completamente imposible acomodar el personal extra a bordo de la nave de guerra, de modo que fue preciso que cada una de las cuatro unidades fuese acompañada de una nave de pasajeros convertida, a fin de transportar a los técnicos que no estaban de servicio. La instalación también fue asunto largo y pesado, pero gracias a gigantescos esfuerzos pudo ser completada en seis meses.
Y entonces, para descorazonamiento nuestro, tuvimos que enfrentarnos con otra crisis. Se habían escogido casi cinco mil hombres de gran habilidad para el servicio de los Analizadores, y se les había sometido a un curso intensivo en las Escuelas de Educación Técnica. Al término de siete meses, un diez por ciento de ellos había sufrido colapsos nerviosos, y solamente se habían calificado un cuarenta por ciento.
De nuevo, todo el mundo empezó a echar la culpa a los demás. Como es natural, Norden dijo que no era posible hacer responsable al Personal de Investigación, con lo cual incurrió en la enemistad de los Mandos de Personal y Adiestramiento. Finalmente se decidió que lo único que podía hacerse era utilizar dos Analizadores en lugar de cuatro, y hacer entrar los otros en acción tan pronto como se hubiese adiestrado personal suficiente. No había mucho tiempo que perder, pues el enemigo estaba aún a la ofensiva, y su moral se elevaba.
Se ordenó a la primera flota con Analizador que recapturase el sistema de Eriston. En el camino, y por uno de los azares de la guerra, la nave de pasajeros que llevaba los técnicos fue alcanzada por una mina errante. Una nave de guerra hubiese sobrevivido, pero aquella nave, con su insustituible cargamento, fue totalmente destruida, de modo que se tuvo que abandonar la operación.
La otra expedición tuvo, al principio, más éxito. No había duda en que el Analizador cumplía la promesa de sus diseñadores, y el enemigo fue penosamente derrotado en el primer combate. Se retiró, dejándonos en posesión de Safhran, Leucon y Hexanerax. Pero su Personal de Información debía haber observado la alteración de nuestra táctica, así como la inexplicable presencia de una nave de pasajeros en el corazón de nuestra flota de guerra. Y también debió haber notado que nuestra primera flota había ido acompañada de una nave semejante, y se había retirado cuando aquélla había sido destruida.
Durante el siguiente encuentro el enemigo utilizó su superioridad numérica para desencadenar un ataque avasallador sobre la nave del Analizador y su inerme consorte. El ataque fue efectuado sin reparar en bajas —como es natural, ambas naves iban muy bien protegidas— y tuvo éxito. El resultado fue la decapitación virtual de la flota, pues resultó imposible volver de nuevo de modo eficaz a los antiguos métodos tácticos. Nos retiramos bajo enérgico fuego, y así perdimos todo lo que habíamos ganado, así como los sistemas de Lorymia, Ismarnus, Beronis, Alfanidon y Sideneus.
Al llegar a este punto, el gran almirante Taxaris expresó su desaprobación de Norden, suicidándose, y yo asumí el mando supremo.
La situación era ahora seria a la vez que enfurecedora. Con testarudo conservadurismo, y una falta completa de imaginación, el enemigo continuaba avanzando con sus naves anticuadas e ineficientes, pero ahora inmensamente superiores en número. Era irritante darse cuenta de que con sólo haber continuado construyendo, sin buscar nuevas armas, podríamos haber estado en una posición mucho más ventajosa. Se celebraron numerosas y acerbas conferencias, en el curso de las cuales Norden defendió a los científicos, mientras todos los demás les culpaban por lo que había ocurrido. Y ahora no podíamos retroceder; era preciso que continuase la búsqueda de un arma irresistible. Al principio hubiese sido un lujo para abreviar la guerra, pero ahora era una necesidad, si teníamos que terminarla victoriosos.
Lo mismo que Norden, estábamos a la defensiva. Él estaba más decidido que nunca a restablecer su prestigio y el del Personal de Investigación. Pero habíamos resultado decepcionados dos veces, y no volveríamos a cometer nuevamente el mismo error. Sin duda los veinte mil científicos de Norden producirían muchos armamentos nuevos, pero no nos íbamos a dejar impresionar.
Nos equivocábamos. El arma final era algo tan fantástico que ahora incluso parece difícil creer que llegó a existir. Su nombre inocente, que no comprometía a nada —el Campo Exponencial—, no daba idea de sus potencialidades reales. Algunos de los matemáticos de Norden lo habían descubierto durante un trabajo de investigación puramente teórico sobre las propiedades del espacio, y ante la inmensa sorpresa de todos se encontró que era físicamente realizable.
Parece muy difícil explicar al profano cómo funcionaba el Campo. Según la descripción técnica, «produce un estado exponencial del espacio, de modo que una distancia finita en el espacio normal lineal, puede llegar a ser infinita en el pseudo-espacio». Norden proporcionó una analogía que a algunos de nosotros nos resultó de utilidad. Es algo así como si se tomase un disco plano de goma —que representaba una región del espacio normal— y se extendiese entonces su centro hasta el infinito. La circunferencia del disco permanecía invariable, pero el «diámetro» sería infinito. Eso era más o menos lo que el Campo hacía con el espacio en derredor suyo.
Por ejemplo, supongamos que una nave provista de tal generador fuese rodeada por un cerco de máquinas hostiles. Si entonces se conectaba el Campo, cada una de las naves enemigas creería que ella, y las naves al otro lado del círculo sería la misma de antes; pero el viaje al centro sería de duración infinita, pues, a medida que se avanzase, las distancias parecerían hacerse más y más grandes, mientras se modificaba la «escala» del espacio.
Era un estado de pesadilla, pero muy útil. Nada podía alcanzar a una nave que llevase el Campo; aunque quedase englobado dentro de una flota enemiga, permanecería tan inaccesible como si estuviese al otro lado del Universo. Por otra parte, y como es natural, no podía combatir sin desconectar el Campo, pero, con todo, quedaba en posición muy ventajosa, no solamente para la defensa sino para la ofensiva, pues una nave equipada con el Campo podía acercarse a una flota enemiga sin ser advertida y aparecer repentinamente en medio de ella.
Esta vez no parecía haber fallos en la nueva arma. Es innecesario decir que tratamos de encontrar todas las objeciones posibles antes de comprometernos nuevamente. Afortunadamente, el equipo era relativamente sencillo y no requería un personal muy numeroso para hacerlo funcionar. Después de discutirlo mucho, decidimos ponerlo en producción acelerada, pues esta vez nos dimos cuenta que el tiempo pasaba rápidamente y que la guerra se iba desarrollando en contra nuestra. Habíamos ya perdido casi todas nuestras conquistas iniciales, y las fuerzas enemigas habían verificado varias incursiones en nuestro propio Sistema Solar.
Conseguimos contener al enemigo mientras volvíamos a equipar la Flota e ideábamos nuevas tácticas de combate. Para utilizar el Campo en la práctica, era necesario localizar una formación enemiga, trazar un rumbo que la interceptase, y conectar el generador por un tiempo previamente calculado. Al desconectar luego el Campo —y si los cálculos habían sido exactos— se hallaría uno en medio del enemigo y podría hacer grandes destrozos durante la confusión que seguiría, retirándose luego por el mismo camino cuando fuere necesario.
Las primeras maniobras de ensayo resultaron satisfactorias, y el equipo pareció ser seguro. Se llevaron a cabo numerosos simulacros de ataque, y las tripulaciones se acostumbraron a la nueva técnica. Yo estuve en uno de los vuelos de ensayo, y recuerdo vívidamente mi impresión cuando se conectó el Campo. Pareció como si las naves en derredor nuestra se empequeñeciesen, como si estuviesen sobre la superficie de una burbuja que se hinchase, y al cabo de un instante habían desaparecido por completo. También habían desaparecido las estrellas, pero pudimos percibir que la Galaxia era aún visible en forma de leve franja luminosa alrededor de la nave. El radio virtual de nuestro pseudo-espacio no era realmente infinito, sino unos cuantos centenares de miles de años de luz, de modo que la distancia a las estrellas más lejanas de nuestro sistema no había aumentado mucho, si bien las más cercanas habían desaparecido del todo, como es lógico.
Sin embargo, estas maniobras de adiestramiento tuvieron que ser suspendidas antes que fuese posible completarlas, debido a una serie de pequeñas dificultades técnicas en diversas piezas del equipo, especialmente en los circuitos de comunicaciones. Tales dificultades resultaban enojosas, pero no importantes, pero se pensó que lo mejor era regresar a la Base para resolverlas.
En aquel momento preciso el enemigo lanzó lo que a todas luces pretendía fuese un ataque decisivo contra el planeta fortaleza de Iton, en los límites de nuestro Sistema Solar. La Flota tuvo que lanzarse al combate antes que fuese posible efectuar reparaciones.
El enemigo debió creer que habíamos conseguido el secreto de la invisibilidad, y en cierto sentido así era. Nuestras naves aparecieron repentinamente de la nada, e infligieron un daño tremendo, por un tiempo. Y entonces ocurrió algo desconcertante e inexplicable.
Cuando comenzaron las dificultades yo estaba al mando de la nave insignia Hircania. Habíamos estado operando como unidades independientes, cada una contra objetivos previamente señalados. Nuestros detectores observaron una formación enemiga a una distancia media que los oficiales de navegación midieron con gran exactitud. Fijaron el rumbo y conectamos el generador. Desconectamos el Campo Exponencial en el momento en que deberíamos haber estado pasando por el centro del grupo enemigo. Pero, sin gran consternación por parte nuestra, emergimos en espacio normal a una distancia de muchos centenares de kilómetros, y cuando encontramos al enemigo, él también nos había encontrado a nosotros. Nos retiramos, y probamos nuevamente. Esta vez nos hallamos tan lejos del enemigo que fue él quien nos encontró primero.
Era evidente que había algún defecto importante. Rompimos el silencio de comunicaciones, e intentamos establecer contacto con otras naves de la Flota para ver si ellas sufrían también la misma dificultad. Fracasamos una vez más, y esta vez el fracaso se escapaba por completo a la razón, pues el equipo de comunicación parecía estar funcionando perfectamente. No pudimos sino suponer, por fantástico que pareciese, que todo el resto de la flota había sido destruido.
No quiero describir las escenas que se produjeron cuando las dispersas unidades de la Flota regresaron a la Base. En realidad nuestras bajas habían sido insignificantes, pero las naves estaban completamente desmoralizadas. Casi todas habían perdido contacto con las demás, y habían descubierto que sus equipos telemétricos mostraban errores inexplicables. Era evidente que el Campo Exponencial era la causa de las perturbaciones, a pesar del hecho que solamente se hacían aparentes cuando se le desconectaba.
La explicación vino demasiado tarde para que nos sirviese de algo, y la derrota final de Norden fue escaso consuelo de la pérdida virtual de la guerra. Como ya he explicado, los generadores del Campo producen una distorsión radial del espacio, y las distancias aparecen tanto mayores cuanto más se acerca uno al centro del pseudo-espacio artificial. Cuando se desconecta el Campo, las condiciones vuelven a lo normal.
Pero no del todo. No era nunca posible restablecer exactamente el estado inicial. Conectar y desconectar el Campo era equivalente a una elongación y contracción de la nave que llevaba el generador, pero había un efecto de histéresis, por decirlo así, y no se podía nunca reproducir del todo la condición inicial, debido a todos los miles de cambios eléctricos y de movimientos de masas a bordo de la nave mientras estaba conectado el Campo. Esas asimetrías y distorsiones eran acumulativas, y aunque rara vez representaban más de una fracción de uno por ciento, eso era ya suficiente. Significaba que los equipos telemétricos de precisión y los circuitos sintonizados en los aparatos de comunicación perdían por completo su ajuste. Una nave, por sí sola, nunca podía percibir la perturbación, solamente cuando la comparaba con el equipo de otra nave, o trataba de comunicarse con ella, podía saber lo que había ocurrido.
Es imposible describir el caos que se produjo. No había ni un solo componente de una nave del que se pudiese esperar con seguridad que podría utilizarse a bordo de otra. Incluso los mismos tornillos y las hembrillas no eran ya intercambiables, y la situación de los suministros se hizo imposible. Si hubiésemos tenido tiempo hubiésemos quizá podido superar incluso esas dificultades, pero las naves enemigas nos estaban atacando ya a millares, con armas que ahora parecían siglos más anticuadas que las que habíamos inventado. Nuestra magnífica flota, mutilada por nuestra propia ciencia, luchó lo mejor que pudo hasta que fue arrollada y forzada a rendirse. Las naves equipadas con el Campo eran aún invulnerables, pero como unidades de combate eran casi inútiles. Cada vez que conectaban sus generadores para escapar de un ataque enemigo, aumentaban la distorsión de sus instalaciones. Al cabo de un mes, todo había terminado.
* * *
Ésta es la historia verdadera de nuestra derrota, que doy sin prejuzgar mi defensa ante el Tribunal. La he expuesto, como ya he dicho, para contrarrestar las calumnias que han estado circulando contra los hombres que lucharon a mi mando, y para mostrar dónde se encuentra la verdadera culpa de nuestras desgracias.
Finalmente; mi solicitud, que, tal como el Tribunal habrá podido apreciar, no presento frívolamente, y que, por lo tanto, confío me será concedida.
El Tribunal se habrá dado cuenta que las condiciones en que estamos alojados y la vigilancia a que se nos somete día y noche son muy quebrantadoras. Pero no me quejo de eso; ni me quejo del hecho que la falta de acomodación haya hecho necesario alojarnos por parejas.
Pero no se podrá considerar responsable de mis futuros actos si se me sigue obligando a compartir mi celda con el Profesor Norden, ex Jefe del Personal de Investigación de mis fuerzas armadas.
FIN
