Arthur Conan Doyle: Jugando con fuego

Arthur Conan Doyle - Jugando con fuego

Sinopsis: «Jugando con fuego» (Playing with Fire) es un cuento de Arthur Conan Doyle, publicado en marzo de 1900 en The Strand Magazine. La historia sigue a un reducido grupo de intelectuales y aficionados al ocultismo que, impulsados por la curiosidad y el deseo de explorar más allá del mundo material, organizan sesiones de espiritismo en una casa londinense. La llegada de un enigmático visitante francés, experto en fenómenos psíquicos, introduce un giro inesperado en sus experimentos. A medida que la sesión avanza, los participantes cruzan límites cada vez más peligrosos, y lo que comienza como un juego se convierte en una experiencia inquietante y fuera de control.

Arthur Conan Doyle - Jugando con fuego

Jugando con fuego

Arthur Conan Doyle
(Cuento completo)

No puedo asegurar con certeza qué fue lo que ocurrió el día 14 del pasado mes de abril en el número 17 de Badderley Gardens. Puesto negro sobre blanco, mi conjetura podría parecer demasiado burda, demasiado grotesca para merecer consideración seria. Y sin embargo, algo ocurrió; y que ese algo fue de tal naturaleza que dejará su huella en cada uno de nosotros mientras vivamos, es tan seguro como puede serlo el testimonio unánime de cinco testigos. No entraré en disputas ni especulaciones. Me limitaré a exponer un relato sencillo, que someteré luego a John Moir, Harvey Deacon y la señora Delamere, y no lo publicaré a menos que ellos decidan corroborar cada detalle. No me es posible obtener el asentimiento de Paul Le Duc, pues, por lo que parece, ha abandonado el país.

Fue John Moir (el socio principal de Moir, Moir y Sanderson) quien primero atrajo nuestra atención hacia los temas del ocultismo. Como muchos hombres prácticos y de negocios, poseía un costado místico que lo llevó a estudiar, y finalmente aceptar, esos fenómenos esquivos que suelen agruparse —junto a tanto que es necio y no poco que es fraudulento— bajo la etiqueta común de espiritismo. Sus investigaciones, que comenzaron con una mente abierta, degeneraron lamentablemente en dogma, y terminó convirtiéndose en un fanático tan obstinado como cualquiera de los que merecen tal calificativo. Representaba, en nuestro reducido grupo, a aquellos que han hecho de estos singulares fenómenos una religión nueva.

La señora Delamere, nuestra médium, era su hermana, esposa del escultor que empezaba a ganar renombre. La experiencia nos había demostrado que intentar trabajar estos asuntos sin una médium era tan inútil como pretender que un astrónomo explorase el firmamento sin telescopio. Pero, por otro lado, a todos nos repugnaba recurrir a una médium profesional y asalariada. ¿No era evidente que semejante persona se vería obligada a producir resultados en proporción al dinero recibido, y que la tentación del fraude sería entonces irresistible? No podíamos confiar en fenómenos producidos a una guinea la hora. Por fortuna, Moir había descubierto que su hermana poseía facultades mediúmnicas —es decir, que era como una batería de esa fuerza magnética animal, la única lo bastante sutil como para ser influida tanto desde el plano espiritual como desde el material. Al decir esto, no pretendo resolver ninguna cuestión; tan solo expongo las teorías con las que nosotros mismos, con mayor o menor acierto, intentábamos explicar lo que veíamos.

La señora asistía, pese a la desaprobación de su esposo. Aunque jamás demostró poseer facultades psíquicas extraordinarias, logramos obtener, al menos, los fenómenos habituales de los mensajes por golpes: pueriles e inexplicables a un tiempo. Cada domingo por la noche, nos reuníamos en el estudio de Harvey Deacon, en Badderley Gardens, la casa contigua a la esquina de Merton Park Road.

El trabajo artístico de Harvey Deacon está lleno de imaginación, y no sorprendía a nadie que fuese un apasionado de lo sensacional y lo outre. Lo primero que lo atrajo al ocultismo fue su cualidad pintoresca; pero muy pronto lo cautivaron ciertos fenómenos de los que ya he hablado, y llegó rápidamente a la conclusión de que lo que en un principio había creído un entretenido pasatiempo de sobremesa era, en realidad, una formidable verdad. Deacon posee una mente extraordinariamente clara y lógica —verdadero descendiente del célebre profesor escocés de su apellido—, y representaba, dentro de nuestro pequeño círculo, el elemento crítico: el hombre sin prejuicios, dispuesto a seguir los hechos hasta donde alcanzaran, y reacio a teorizar más allá de los datos disponibles. Su cautela irritaba a Moir tanto como la fe vehemente de éste divertía a Deacon; mas ambos, a su modo, se interesaban con idéntica pasión por la cuestión.

¿Y yo? ¿Qué papel desempeñaba? No era un devoto. Tampoco un crítico científico. Si puedo reclamar algún título, sería el del diletante de ciudad: ansioso de estar al corriente de todo movimiento nuevo, agradecido por cualquier sensación que me apartara de mi rutina y me abriera posibilidades inéditas de existencia. No soy un entusiasta, pero disfruto de la compañía de quienes lo son. Las conversaciones de Moir, que me daban la impresión de que poseíamos una llave maestra para atravesar la puerta de la muerte, me infundían un difuso contento. El ambiente sosegado de las sesiones, bajo las luces amortiguadas, me resultaba encantador. En suma, me entretenía; y por eso asistía.

He dicho ya que el insólito acontecimiento que voy a relatar tuvo lugar el 14 del último mes de abril. Fui el primero en llegar al estudio; pero la señora Delamere se hallaba allí, pues había tomado el té esa tarde con la señora de Harvey Deacon. Ambas damas, junto con Deacon, permanecían de pie ante un cuadro inacabado en el caballete. No soy entendido en arte ni he pretendido jamás comprender del todo lo que Harvey Deacon intenta expresar en sus obras; pero pude advertir que aquella era especialmente ingeniosa y fantástica: hadas, animales y figuras alegóricas de toda índole. Las damas no escatimaban elogios y, ciertamente, la composición cromática era notable.

—¿Qué le parece, Markham? —preguntó Deacon.

—Pues… me supera —respondí—. Esos animales… ¿qué son?

—Monstruos míticos, criaturas imaginarias, emblemas heráldicos… una suerte de cortejo extraño y extravagante.

—¡Con un caballo blanco al frente!

—No es un caballo —repuso él con cierta brusquedad, algo insólito en un hombre habitualmente de excelente humor y muy poco dado a tomarse en serio.

—¿Entonces qué es?

—¿No ve el cuerno en la frente? Es un unicornio. Le he dicho que son animales heráldicos. ¿No sabe reconocerlos?

—Lo lamento, Deacon —dije, pues realmente parecía molesto.

Se rio de su propio enfado y añadió:

—Discúlpeme, Markham. La verdad es que ese animal me ha hecho perder la paciencia. He pasado todo el día pintándolo y borrándolo, tratando de imaginar cómo sería un unicornio vivo, erguido y en movimiento. Finalmente di con una figura que me satisfizo. Por eso me contrariaba que usted no lo reconociera.

—Por supuesto, es un unicornio —contesté con premura, dispuesto a reparar mi torpeza—. Ahora veo claramente el cuerno; pero jamás he visto uno fuera del escudo real, así que no se me ocurrió pensar en semejante criatura. ¿Y esos otros son grifos, basiliscos y dragones?

—Sí, con esos no tuve dificultad. Fue el unicornio el que me mortificó. Pero ya no quiero ocuparme de él hasta mañana.

Moir llegó con retraso y, para nuestra sorpresa, lo hizo acompañado de un francés bajo y corpulento, a quien presentó como monsieur Paul Le Duc. Digo sorpresa porque sabíamos que la presencia de un extraño solía perturbar nuestras sesiones e introducir desconfianza. Entre nosotros reinaba certeza absoluta, pero la mera presencia de un invitado desconocido bastaba para anular cualquier resultado. No obstante, Moir nos tranquilizó enseguida. Monsieur Le Duc era un reputado ocultista, vidente, médium y místico. Viajaba por Inglaterra con una carta de presentación dirigida a Moir, firmada por el presidente de los Hermanos Rosacruces de París. ¿Qué más natural que traerlo consigo? ¿Y cómo no sentirnos honrados?

Tal como dije, era un hombre pequeño, de complexión robusta y aspecto corriente: cara ancha, lisa, bien afeitada, cuyo único rasgo memorable eran unos grandes ojos oscuros, aterciopelados, de mirada vaga. Vestía con elegancia y sus curiosos giros en inglés hacían sonreír a las damas. La señora Deacon, quien siempre mostró reservas respecto a nuestras prácticas, abandonó el estudio. Entonces atenuamos las luces, como era nuestra costumbre, y acercamos las sillas a la mesa cuadrada de caoba situada en el centro del estudio. Había suficiente claridad para distinguirnos, aunque en suave penumbra. Recuerdo haber observado claramente las manos del francés, pequeñas, regordetas y de dedos cortos, apoyadas sobre la mesa.

—¡Qué divertido! —exclamó él—. Hace muchos años que no me siento así. Resulta gracioso. Madame es médium, ¿verdad? ¿Cae usted en trance, señora?

—No exactamente —respondió la señora Delamere—, pero siempre me invade un profundo sopor.

—Es la primera etapa. Si se estimula, llega el trance. Entonces, su pequeño espíritu salta afuera y otro pequeño espíritu entra, y así se obtiene la palabra directa, o la escritura. Usted deja que otro maneje su máquina. ¿Comprende? Pero dígame, ¿qué tienen que ver los unicornios?

Harvey Deacon se sobresaltó. El francés movía la cabeza lentamente, como oteando las sombras que cubrían las paredes.

—¡Qué divertido! —repitió él—. Todo son unicornios. ¿Quién ha pensado tan intensamente en algo tan raro?

—¡Increíble! —exclamó Deacon—. He estado pintando uno todo el día. ¿Cómo lo supo?

—Usted pensó en unicornios en esta habitación.

—Así es.

—Los pensamientos son cosas, mi amigo. Cuando imagina algo, lo crea. ¿No lo sabía? Yo veo sus unicornios porque no solo veo con los ojos de la cara.

—¿Insinúa que puedo crear algo real solo con pensarlo? —pregunté.

—Por supuesto. Esa es la base de toda realidad. Por eso un pensamiento maligno también es peligroso.

—Supongo que se trata de cosas reales en el plano astral —comentó Moir.

—Ah, palabras, palabras. Están aquí, en alguna parte, en todas partes. No sabría precisarlo. Las veo, podría tocarlas.

—¿Y podría hacer que nosotros las viéramos? —preguntó Deacon.

—Eso sería materializarlas. ¡Esperen! Podría ser un experimento… si tenemos energía suficiente. Veamos con cuánta energía contamos y luego decidiremos. ¿Me permiten ubicarlos como considere conveniente?

—Desde luego —dijo Deacon—. Usted comprende esto más que nosotros. Tome el control.

El francés examinó la sala, reflexionó un instante y dijo:

—Quizá las condiciones no sean perfectas, pero intentaremos. Madame seguirá donde está; yo me sentaré a su lado, y este caballero junto a mí. Monsieur Moir ocupará el lugar junto a madame, porque es bueno alternar morenos y rubios. ¡Así está bien! Y ahora, con su permiso, apagaré todas las luces.

—¿Qué ventaja tiene la oscuridad? —pregunté.

—La fuerza que manejamos es una vibración del éter, como lo es la luz. Si eliminamos la luz, dejamos libres todos los hilos para nosotros, ¿sí? ¿No temerá la oscuridad, madame? ¡Qué divertida sesión!

Al principio la oscuridad parecía absoluta e impenetrable, pero, al cabo de unos minutos, nuestros ojos se adaptaron lo suficiente como para distinguir unos a otros, aunque solo como siluetas inmóviles recortadas en la penumbra. Nada más se veía en la habitación: únicamente la masa negra de las figuras sentadas, quietas como estatuas. Aquella noche abordábamos la sesión con una solemnidad mayor que nunca.

—Coloquen sus manos delante de ustedes —indicó el francés—. Es imposible que entremos en contacto físico, siendo tan pocos y tan grande la mesa. Señora, mantenga la calma; si el sueño la invade, no luche contra él. Y ahora, permaneceremos sentados, en silencio, y esperaremos… ¿bien?

Nos acomodamos, pues, en silencio, la vista clavada en la oscuridad que teníamos enfrente. En el pasillo se oía el tictac de un reloj. Muy lejos ladraba un perro, a intervalos. Uno o dos coches pasaron ruidosamente por la calle, y el resplandor de sus faroles, filtrado a través de la rendija de las cortinas, fue como un breve consuelo luminoso en aquella espera sombría.

Experimenté los mismos síntomas corporales que ya conocía de sesiones previas: el frío súbito en los pies, el cosquilleo en las manos, el calor en las palmas, la sensación de una corriente gélida bajando por la espalda. Sentí pequeños pinchazos internos en los antebrazos —en especial, o así me pareció, en el izquierdo, el más cercano al visitante francés—, molestia que atribuí a alguna alteración del sistema vascular, si bien lo consideré digno de atención. Al mismo tiempo me embargaba una tensión creciente, una expectación tan intensa que dolía. El silencio rígido de mis compañeros me indicó que sus nervios estaban tan tensos como los míos.

Y entonces, súbitamente, surgió un sonido de la oscuridad: un ruido bajo, sibilante. Era la respiración rápida y fina de una mujer. Se aceleró aún más, agudizándose como si escapara entre dientes apretados, hasta transformarse en un jadeo áspero, acompañado de un ligero roce de telas.

—¿Qué fue eso? ¿Todo está bien? —susurró alguien.

—Todo está bien —respondió el francés—. Es madame. Ha entrado en trance. Ahora, caballeros… si guardan silencio, estoy seguro de que verán algo muy interesante.

El reloj seguía marcando el tiempo. La respiración de la médium, ahora profunda y vehemente, llenaba la estancia como un oleaje lento. De tanto en tanto, el destello de los coches que pasaban allá afuera iluminaba tenuemente la cortina y nos recordaba la existencia de la ciudad, casi una burla cálida contra lo que sucedía en nuestro interior: de un lado, Londres; del otro, el borde del misterio.

La mesa parecía palpitar bajo nuestros dedos. Se movía con un vaivén lento, rítmico, como si algo a través de ella respirara con nosotros. De su interior brotaban chasquidos y golpes nimios, rápidos, como el crujir de una fogata encendida en una noche de invierno.

—Tenemos mucha fuerza esta noche —murmuró el francés—. ¡Mírenla sobre la mesa!

Creí que era mi imaginación, pero pronto todos pudimos verla: una fosforescencia verdosa y amarillenta extendida sobre la superficie, no tanto luz como un vapor luminoso. Ondulaba y giraba en cortinas temblorosas, remolinos que parecían humo iluminado desde dentro. Bajo aquella luminosidad malsana, distinguí claramente las manos pequeñas y cuadradas del francés.

—¡Qué maravilla! —exclamó él—. ¡Magnífico!

—¿Usaremos el alfabeto? —preguntó Moir.

—No —repuso el visitante—. Podemos hacer algo mucho mejor. Golpear la mesa letra a letra es un método burdo, y con una médium como la señora debemos aspirar a más.

—Sí —respondió entonces una voz—, harán cosas mejores.

Nos quedamos rígidos.

—¿Quién ha dicho eso? ¿Markham?

—No —respondí—. No fui yo.

—Ha sido la señora —susurró alguien.

—Pero no era su voz —dijo otro.

—¿Es usted, señora Delamere? —preguntó Deacon.

Respondió una voz extraña, grave, inmensamente profunda:

—No es la médium quien habla, sino el poder que usa sus órganos.

—¿Y la señora Delamere? ¿Está bien? —inquirí, sobresaltado.

—La médium reposa feliz en otro plano —replicó la voz—. Ella ha tomado mi lugar, como yo he tomado el suyo.

—¿Quién es usted? —preguntó Moir.

—No tiene importancia quién soy. Soy uno que vivió como ustedes viven, y que murió como ustedes morirán.

En ese instante crujieron ruedas en la calle contigua, el coche se detuvo, hubo una breve disputa por la tarifa y el cochero se alejó refunfuñando. La nube luminosa seguía flotando sobre la mesa, más densa frente a la médium, como si se concentrara hacia ella. Un escalofrío me cruzó la espalda. Sentí, con una claridad casi religiosa, que habíamos profanado algo sagrado y real, algo que la antigüedad habría llamado un sacramento.

—¿No creen que vamos demasiado lejos? ¿No deberíamos detenernos? —murmuré.

Pero los demás, lejos de contenerse, parecían ansiosos por ver hasta dónde llegaría aquello. Se rieron de mis escrúpulos.

—Todas las fuerzas han sido creadas para usarse —dijo Harvey Deacon—. Si podemos hacer esto, debemos hacerlo. Cada nueva senda del conocimiento fue, al principio, considerada ilícita. Es justo y natural que tratemos de indagar en la naturaleza de la muerte.

—Es justo y natural —repitió la voz.

—¿Qué más puede pedir, Markham? —exclamó Moir, visiblemente excitado—. Probemos. ¿Puede usted darnos una señal inequívoca de que realmente está aquí?

—¿Qué prueba desean?

—Tengo algunas monedas en el bolsillo —dijo Moir—. Dígame cuántas hay.

—Nosotros regresamos para enseñar y elevar —respondió la voz—, no para resolver acertijos infantiles.

—¡Touché, Mr. Moir! —rio suavemente el francés—. Lo que dice el Control es muy sensato.

—Esto no es un juego, sino una religión —añadió la voz, fría, dura, solemne.

—Exactamente lo que pienso —dijo Moir—. Le ruego disculpe mi pregunta trivial. ¿No podría decirnos quién es usted?

—¿Importa eso?

—¿Hace mucho que es espíritu?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo?

—No podemos medir el tiempo como ustedes. Nuestras condiciones son distintas.

—¿Es usted feliz?

—Sí.

—¿No desearía volver a la vida?

—No. De ningún modo.

—¿Tiene ocupaciones allí?

—No podríamos ser felices sin ellas.

—¿Qué clase de ocupaciones?

—He dicho que las condiciones son diferentes.

—¿No puede darnos una idea, aunque sea vaga?

—Trabajamos en nuestro propio perfeccionamiento y en el progreso de otros.

—¿Disfruta viniendo esta noche?

—Me alegra venir si mi presencia puede hacer bien.

—Entonces, ¿la finalidad de su existencia es hacer el bien?

—Es la finalidad de toda vida, en todos los planos.

Moir me lanzó una mirada triunfante.

—¿Lo ve, Markham? Eso debería disipar todas sus dudas.

Y las disipó. Me sentí más fascinado que temeroso.

—¿Existen dolores en su plano? —pregunté.

—No; el dolor pertenece al cuerpo.

—¿Y sufrimiento mental?

—Sí. Siempre puede haber tristeza o ansiedad.

—¿Encuentran allí a los amigos que tuvieron en la Tierra?

—A algunos.

—¿Por qué solo a algunos?

—Solo a aquellos con quienes existe afinidad.

—¿Se reúnen los esposos?

—Aquellos que se amaron verdaderamente.

—¿Y los demás?

—No son nada el uno para el otro.

—Entonces debe existir una relación espiritual auténtica.

—Desde luego.

—¿Está bien lo que hacemos esta noche?

—Lo está, si se hace con rectitud.

—¿Y si no hay rectitud?

—Si se actúa con curiosidad y ligereza, puede sobrevenir un daño grave.

—¿Qué tipo de daño?

—Se pueden despertar fuerzas sobre las que ustedes no tienen control.

—¿Fuerzas malignas?

—Fuerzas no desarrolladas.

—¿Peligrosas para el cuerpo o para la mente?

—A veces para ambos.

Hubo una pausa. La oscuridad pareció volverse más densa, mientras la neblina fosforescente ondulaba como un aliento sobrenatural. Harvey Deacon fue el primero en romper el silencio:

—¿Desea preguntar algo más, Moir?

—Solo una cosa. ¿Se reza en su mundo?

—Debe rezarse en todos los mundos.

—¿Por qué?

—Porque es reconocer poderes fuera de nosotros.

—¿Y qué religión profesan allí?

—Diferimos exactamente como ustedes.

—¿No hay certezas?

—Solo fe.

El francés resopló, divertido y algo impaciente.

—Estos ingleses son muy serios —murmuró—. Preguntas, preguntas… Pero con esta fuerza podríamos intentar algo más grande, ¿eh? Algo digno de contarse.

—¿Qué podría ser más interesante que esto? —dijo Moir.

—Muy bien, si así lo creen —respondió el francés, con un deje desdeñoso—. Pero yo diría que ya he escuchado todos estos asuntos antes, y esta noche desearía probar un experimento con toda esta energía que tenemos. Si ustedes aún quieren preguntar, háganlo; cuando terminen, intentaremos algo más.

Sin embargo, el hechizo se había roto. Preguntamos y preguntamos, pero la médium guardó silencio absoluto. Solo respiraba de forma profunda y constante. La neblina seguía arremolinándose sobre la mesa.

—Han perturbado la armonía —dijo el francés—. Ya no responderá.

—Pero hemos aprendido todo lo que podía decirnos, ¿no es así? —dijo Moir—. Por mi parte, deseo ver algo que jamás haya visto.

—¿Y qué sería eso? —pregunté.

—Permítanme intentarlo —dijo el francés con voz tensa.

—¿Qué pretende?

—He dicho que los pensamientos son cosas. Ahora voy a demostrarlo, mostrándoles algo que solo es un pensamiento. Sí, puedo hacerlo, y ustedes lo verán. Les pido únicamente que permanezcan inmóviles, sin hablar, con sus manos sobre la mesa.

Volvió el silencio. La habitación parecía ahora más negra y opresiva que nunca. Sentí nuevamente aquella inquietud primordial, como si los cabellos se me erizaran desde la raíz.

—¡Ya está funcionando! ¡Está funcionando! —susurró el francés, con la voz quebrada por la tensión.

La fosforescencia comenzó a deslizarse lentamente fuera de la mesa, flotando como una bruma viva. Se suspendió unos instantes en el aire y luego, oscilando y serpenteando, avanzó hacia el rincón más oscuro del estudio. Allí se arremolinó, condensándose en una mancha luminosa —un núcleo palpitante, rojo oscuro, profundo, encendido desde dentro—, una luz que brillaba sin emitir claridad a su alrededor, como si existiera únicamente para sí misma.

Aquel resplandor rojizo, siniestro y denso, vibraba como un corazón sobrenatural. Tras él, comenzó a formarse una envoltura oscura, una especie de humo espeso que se enroscaba, capa sobre capa, apretándose, endureciéndose, volviéndose cada vez más sólido, más negro, más pesado. De pronto, la luz se apagó, ahogada por aquella negrura compacta que había crecido en torno suyo.

—Se ha ido —susurró alguien.

—Silencio —respondió el francés—. Hay algo en la habitación.

Y entonces lo oímos. Allí, en el rincón donde la luz había brillado, algo respiraba. Una respiración profunda, rápida, inquieta. Se movía, rascaba el suelo, resoplaba con ansiedad contenida.

—¿Qué es eso? —murmuré—. ¿Qué ha hecho, Le Duc?

—Todo está bien —dijo el francés, aunque su voz temblaba—. Nada malo ocurrirá.

—¡Dios mío, Moir! —gritó Harvey Deacon, con la voz rota—. ¡Hay un animal enorme en la habitación! ¡Aquí, junto a mi silla! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!

Y acto seguido oímos un golpe seco, como si Deacon hubiese repelido a la criatura a ciegas. Lo que ocurrió después desafía cualquier intento pleno de descripción. Sé que mi memoria jamás podrá reproducirlo sin estremecerse.

Algo gigantesco se lanzó contra nosotros en la oscuridad, bufando, pateando, sacudiéndose como una bestia enloquecida. La mesa estalló en pedazos. Fuimos arrojados en todas direcciones. La criatura —lo que fuera— se precipitaba de un extremo al otro del estudio, chocando con furia salvaje contra cuanto encontraba, levantándose sobre sus patas, golpeando el suelo con cascos invisibles, llenando el aire con un terror bruto, físico, primario.

Rodamos y gateamos por el suelo, tratando de escapar de su alcance. Sentí un golpe seco en mi mano izquierda, un peso brutal que la aplastó, y oí —y sentí— crujir los huesos. Un chillido salió de mi garganta.

—¡Una luz! ¡Por el amor de Dios, una luz! —gritó alguien.

—¡Moir, usted tiene cerillas! —exclamé.

—¡No tengo! ¡Deacon, las cerillas! ¡Rápido!

—¡No las encuentro! ¡Eh, usted, francés, deténgalo!

—¡No puedo! ¡Oh, mon Dieu, está fuera de mi control! ¡La puerta! ¿Dónde está la puerta?

A tientas, mi mano tropezó con la manilla. En ese instante, la criatura pasó junto a mí como un vendaval vivo, resoplando con violencia, y se estrelló con estrépito contra el tabique de roble. Al sentir el momento libre, giré la manilla y abrí. Salimos de un salto, tambaleándonos hacia el pasillo, y cerré la puerta tras nosotros. Dentro, el estruendo continuaba: crujidos, golpes, un frenesí de cascos y roces y roturas.

Alguien jadeó:

—¿Pero qué es eso? ¡Por Dios, qué es!

—Un caballo —logró decir Deacon—. Lo vi cuando se abrió la puerta. ¡Y la señora Delamere!

—¡Tenemos que sacarla! —gritó Moir—. ¡Vamos, Markham, vamos ahora! ¡Si esperamos, será peor!

Volvimos a abrir la puerta del estudio y nos precipitamos dentro. La señora Delamere yacía en el suelo, entre los restos astillados de su silla. La tomamos por los brazos y la arrastramos con urgencia hacia la salida. Justo al alcanzar el umbral, me atreví a lanzar una mirada hacia la negrura que seguía detrás.

Dos ojos —dos ojos desmesuradamente brillantes, feroces, encendidos como carbones blancos— me devolvieron la mirada desde la oscuridad. En ese mismo instante sonó un estampido de cascos, un bufido poderoso, y apenas tuve tiempo de cerrar la puerta de golpe antes de que algo —algo tremendo— embistiera contra ella con tal violencia que la madera se resquebrajó de arriba abajo.

—¡Va a salir! —gritó alguien.

—¡Corran! ¡Corran si quieren salvar la vida! —vociferó el francés, casi histérico.

Otro embate sacudió la puerta, y de la grieta rota emergió de pronto una punta larga, afilada, blanca como el marfil, que resplandeció bajo el gas del pasillo. Un cuerno. Un cuerno perfecto, reluciente, surgido como una flecha mortal hacia nosotros, para luego retirarse con la misma rapidez, como si la criatura al otro lado hubiese girado bruscamente.

—¡Rápido! ¡Por aquí! ¡Métanla en esta habitación! —gritó Harvey Deacon, señalando la puerta del comedor.

Nos precipitamos hacia dentro, cargando el cuerpo inerte de la médium, y cerramos tras nosotros la pesada puerta de roble. La tendimos sobre un sofá, blanca como la cera. Moir, siempre tan práctico y frío, cayó entonces desplomado sobre la alfombra, totalmente inconsciente. Harvey Deacon, con el rostro lívido como un muerto, temblaba y daba espasmos convulsos, como si todo su cuerpo sostuviera aún el impacto del horror.

Un estruendo ensordecedor anunció que la puerta del estudio había cedido finalmente. La criatura estaba en el pasillo. Se oían sus bufidos, su jadeo violento, el golpe rítmico y brutal de los cascos contra el suelo. El corredor resonaba, vibraba, y toda la casa parecía estremecerse bajo ese frenesí salvaje.

El francés se había hundido en una silla, con el rostro escondido entre las manos, sollozando como un niño atemorizado.

—¿Qué vamos a hacer? —le grité, sacudiéndolo por el hombro—. ¡¿Podemos acabar con eso a tiros?!

—¡No! —balbuceó él—. La fuerza se disipará… y todo terminará. Hay que esperar. Solo esperar…

Lo agarré con furia.

—¡Pudo matarnos a todos, insensato! ¡Con sus malditos experimentos!

—Yo… yo no sabía… —gimió—. ¿Cómo iba a saber que esa cosa se asustaría? Está enloquecida de terror… Fue culpa suya —señaló a Deacon con un dedo trémulo—. Usted la golpeó.

Harvey Deacon se incorporó de un salto, poseído aún por el pánico.

—¡Dios santo! —exclamó.

Un chillido desgarrador resonó en toda la casa.

—¡Es mi esposa! —rugió Deacon—. ¡Salgo ahora mismo! ¡Sea quien sea —demonio o no— saldré!

Abrió la puerta de un empellón y corrió al pasillo. Al fondo, al pie de las escaleras, estaba la señora Deacon, desmayada, caída de bruces. Pero nada más. Ninguna bestia. Ningún movimiento. Nada.

Nos miramos unos a otros con un espanto gélido. El pasillo estaba en silencio. Un silencio absoluto, antinatural, como si la casa entera contuviera la respiración.

Me acerqué, paso a paso, hacia el vano oscuro del estudio, esperando a cada compás que una forma monstruosa se arrojara sobre mí. Pero no salió nada. Dentro, la quietud era densa y rotunda.

Nos reunimos todos junto al umbral, temblando, y miramos hacia la negrura. Por un instante no vimos nada. Luego, en un rincón, algo brilló.

Una nube luminosa flotaba allí, moviéndose lentamente de un lado a otro, con un centro ardiente que pulsaba como una brasa viva. La luz comenzó a apagarse —despacio, muy despacio—, deshaciéndose en filamentos, hasta que la habitación volvió a quedar sumida en la oscuridad total.

En cuanto la última chispa se extinguió, monsieur Le Duc lanzó una exclamación jubilosa, casi delirante:

—¡Magnífico! ¡Magnífico! ¡Nadie ha muerto, solo una puerta rota y unas damas asustadas! ¡Pero, amigos míos, hemos hecho lo que jamás se había hecho!

—Y, en lo que a mí respecta —dijo Harvey Deacon, con un temblor que no era ya miedo, sino furia seca—, que nunca vuelva a hacerse. Nunca.


Eso fue lo que ocurrió el 14 de abril del año pasado en el número 17 de Badderley Gardens. Dije al comienzo que resultaría demasiado grotesco afirmar dogmáticamente qué fue, en realidad, lo que sucedió; y sostengo esa advertencia. Me he limitado a ofrecer mis impresiones —nuestras impresiones— ya que han sido corroboradas tanto por Harvey Deacon como por John Moir. Que cada lector les conceda el valor que estime.

Puede usted imaginar, si así lo prefiere, que fuimos víctimas de una superchería extraordinariamente elaborada. Puede también pensar, como pensamos nosotros, que atravesamos una experiencia real y profundamente aterradora. Y quizá haya quien conozca más que nosotros sobre estas materias ocultas y pueda indicarnos algún caso similar. Si así fuera, una carta dirigida a William Markham, 146 M, The Albany, serviría para arrojar luz sobre un misterio que, para nosotros, permanece oscuro como la noche en que se manifestó.

FIN

Arthur Conan Doyle - Jugando con fuego
  • Autor: Arthur Conan Doyle
  • Título: Jugando con fuego
  • Título Original: Playing with Fire
  • Publicado en: The Strand Magazine, marzo de 1900
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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