Arthur Conan Doyle: La aventura del vampiro de Sussex

En «La aventura del vampiro de Sussex», cuento de Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes y el Dr. Watson enfrentan un misterio inusual cuando reciben una carta sobre un presunto caso de vampirismo en Sussex. Un cliente preocupado, cuya familia está siendo desgarrada por extraños sucesos, busca desesperadamente la ayuda de Holmes. Con su aguda observación y gran capacidad de deducción, Holmes desentraña una trama que desafía las explicaciones convencionales, revelando las complejidades de las relaciones humanas y los prejuicios que pueden cegar a la verdad. Un relato que combina elementos góticos con el ingenio característico de Holmes para resolver enigmas.

Arthur Conan Doyle - La aventura del vampiro de Sussex

La aventura del vampiro de Sussex

Arthur Conan Doyle
(Cuento completo)

Holmes había leído con mucha atención una carta que acababa de llegarle a través del correo. A continuación, con el seco graznido que constituía en él lo más parecido a la risa, me la pasó.

—Creo que no se puede pedir más en cuestión de mezclar lo moderno con lo medieval, y lo práctico con la fantasía más delirante —dijo—. ¿Qué le parece a usted, Watson? Yo leí lo siguiente:

46 Old Jewry
19 de noviembre

Asunto: Vampiros.

Muy señor mío:

Nuestro cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, tratantes de té, de Mincing Lane, nos hace con esta fecha una consulta acerca de vampiros. Dado que nuestra firma se especializa exclusivamente en la tasación de maquinaria, el tema se sale claramente de nuestras atribuciones, por lo que hemos recomendado al señor Ferguson que acuda a visitarle y le exponga a usted el asunto. No hemos olvidado su brillante intervención en el caso Matilda Briggs.

Suyos afectísimos,

Morrison, Morrison & Dodd por E. J. C.

—Sepa, Watson, que Matilda Briggs no era el nombre de una mujer —dijo Holmes en tono nostálgico—. Era un barco, y el caso tenía que ver con la rata gigante de Sumatra. Pero es una historia para la que el mundo aún no está preparado. Ahora bien, ¿qué sabemos nosotros de vampiros? ¿Acaso entra eso en nuestras atribuciones? Cualquier cosa es preferible al estancamiento, pero esto es como si nos metiéramos en un cuento de hadas de los Grimm. Estire el brazo, Watson, y veamos qué tenemos en la «V».

Me eché hacia atrás y cogí el volumen de referencias que me pedía. Holmes lo apoyó en sus rodillas y sus ojos recorrieron lenta y amorosamente el archivo de antiguos casos, mezclados con la información acumulada durante toda una vida.

—«Viaje del Gloria Scott» —leyó—. Mal asunto aquél. Creo recordar que escribió usted un relato al respecto, aunque yo no le felicitaría por el resultado. «Victor Lynch, el falsificador». «Veneno de lagarto: el monstruo de Gila». ¡Aquél sí que fue un caso curioso! «Victoria, la bella del circo». «Venderbilt y el ladrón de cajas fuertes». «Víboras». «Vigor, la maravilla de Hammersmith». ¡Vaya, vaya! ¡Éste sí que es un buen índice! No lo encontrará mejor. Escuche esto, Watson: «Vampirismo en Hungría». Y más adelante, «Vampiros en Transilvania».

Pasó las páginas con ansiedad, pero tras una breve e intensa lectura dejó caer el grueso volumen con un gruñido de desilusión.

—¡Basura, Watson, basura! ¿Qué tenemos nosotros que ver con muertos vivientes, a los que sólo se puede mantener quietos en su tumba atravesándoles el corazón con una estaca? Es una pura chifladura.

—Pero el vampiro no es necesariamente un muerto —dije yo—. Una persona viva puede tener el hábito. Por ejemplo, yo he leído acerca de viejos que chupan la sangre de los jóvenes para recuperar la juventud.

—Tiene usted razón, Watson. En una de estas referencias se menciona esa leyenda. Pero ¿es que vamos a tomar en serio ese tipo de cosas? Esta agencia tiene los pies bien plantados en el suelo, y así debe continuar. Con el mundo real tenemos bastante. No necesitamos fantasmas para nada. Me temo que no podremos tomarnos muy en serio al señor Robert Ferguson. A lo mejor esta carta es suya, y puede que aclare algo más la cuestión que le preocupa.

Tomó una segunda carta que había permanecido inadvertida sobre la mesa mientras él estaba absorto en la primera y comenzó a leerla con una sonrisa divertida, que poco a poco se fue desvaneciendo para dejar lugar a una expresión de gran interés e intensa concentración. Cuando hubo terminado la lectura, se quedó sentado durante un buen rato, sumido en reflexiones, con la carta colgando de los dedos. Por fin, despertó de su ensoñación con un estremecimiento.

—Cheeseman’s, Lamberley. ¿Dónde se encuentra Lamberley, Watson?

—En Sussex, al sur de Horsham.

—Ah, pues no queda lejos. ¿Y Cheeseman’s?

—Conozco esa región, Holmes. Está llena de casas antiguas que llevan el nombre de los que las construyeron hace siglos. Se pueden encontrar Odley’s, Harvey’s, Carriton’s…, las personas han quedado olvidadas, pero sus nombres siguen vivos en sus casas.

—Ya, claro —dijo Holmes fríamente. Una de las peculiaridades de su carácter orgulloso y reservado era que, a pesar de la rapidez y exactitud con que archivaba en su cerebro cualquier información nueva, casi nunca mostraba ningún reconocimiento a quien se la proporcionaba—. Me da la impresión de que muy pronto vamos a saber mucho más acerca de Cheeseman’s y Lamberley. Como había sospechado, la carta es de Robert Ferguson. Y por cierto, afirma que le conoce a usted.

—¿Que me conoce?

—Será mejor que la lea.

Me pasó la carta, en cuyo encabezamiento figuraba la dirección citada.

Estimado señor Holmes:

Mis abogados me aconsejan que recurra a usted, aunque la verdad es que se trata de un asunto tan extraordinariamente delicado que resulta difícil discutirlo. Actúo en representación de un amigo. Dicho caballero contrajo matrimonio hace unos cinco años con una dama peruana, hija de un comerciante peruano al que había conocido en el curso de sus negocios de importación de nitratos. Se trataba de una mujer muy hermosa, pero el hecho de ser de origen extranjero y profesar una religión diferente ocasionó siempre una separación de intereses y sentimientos entre marido y mujer, y al cabo de algún tiempo el amor que él sentía por ella comenzó a enfriarse, hasta llegar a considerar que su matrimonio había sido un error. Mi amigo tenía la sensación de que en el carácter de su esposa había facetas que él jamás podría penetrar ni comprender. Y lo que hacía más doloroso todo esto es que ella era la esposa más cariñosa que un hombre podría tener. Todo parecía indicar que era absolutamente devota a su marido.

Pasemos ahora al asunto que le explicaré con más claridad cuando nos veamos. En realidad, esta carta es sólo para darle a usted una idea general de la situación y ver si existe posibilidad de que se interese en el asunto. La dama empezó a manifestar algunos rasgos de comportamiento sumamente raros, impropios de su carácter, generalmente dulce y amable. El caballero había estado casado con anterioridad y tenía un hijo de su primer matrimonio: un muchacho de quince años, simpático y cariñoso, aunque por desgracia estaba inválido a causa de un accidente sufrido en la infancia. En dos ocasiones, la dama fue sorprendida agrediendo al pobre muchacho sin provocación alguna, y una de las veces lo golpeó con un palo, causándole un gran cardenal en el brazo.

Sin embargo, esto es poca cosa, en comparación con cómo se portaba con su propio hijo, una criatura de menos de un año. En una ocasión, hace aproximadamente un mes, la niñera dejó solo al niño unos minutos. Un grito del bebé, que parecía de dolor, le hizo volver corriendo. Al entrar en la habitación, vio a su señora inclinada sobre el niño y, al parecer, mordiéndole el cuello, donde el niño presentaba una pequeña herida, de la que manaba un hilo de sangre. La niñera quedó horrorizada y quiso avisar al marido, pero la señora le rogó que no lo hiciera y llegó a darle cinco libras como pago por su silencio. No ofreció ninguna explicación y, por el momento, el asunto quedó silenciado.

Sin embargo, había causado una terrible impresión en la mente de la niñera, que desde aquel momento decidió vigilar de cerca a su señora y proteger a toda costa al niño, por el que sentía un gran cariño. Le daba la impresión de que la señora la vigilaba a ella tanto como ella vigilaba a la señora; y cada vez que se veía obligada a dejar al niño solo, la madre aprovechaba la ocasión para acercársele. Día y noche montaba guardia la niñera, y día y noche la madre parecía acechar como el lobo acecha al cordero. Todo esto le parecerá increíble, pero le ruego que se lo tome en serio, porque están en juego la vida de un niño y la cordura de un hombre.

Llegó por fin un día terrible, en el que ya no se pudo seguir ocultando la situación al marido. A la niñera le fallaron los nervios, no pudo aguantar más la tensión y se lo contó todo. Al marido le pareció tan increíble como debe parecérselo a usted. Le constaba que su mujer era una buena esposa y, exceptuando las agresiones a su hijastro, una buena madre. ¿Cómo iba a ser capaz de hacer daño a su querido hijito? Le dijo a la niñera que aquello eran figuraciones suyas, que sus sospechas eran propias de un loco y que no toleraría semejantes calumnias contra la señora de la casa. Pero mientras estaban hablando, oyeron un súbito grito de dolor. Padre y niñera acudieron corriendo al cuarto del niño. Imagínese, señor Holmes, lo que sintió mi amigo al ver que su mujer se levantaba después de haber estado agachada junto a la cuna, y ver sangre en el cuello de la criatura y en la sábana. Con un grito de horror, acercó a la luz el rostro de su mujer y vio sangre en torno a sus labios. No cabía ninguna duda: la madre había bebido la sangre del pobre niño.

Así está la situación. La madre se encuentra recluida en su habitación, y no ha dado explicación alguna. El marido está medio loco. Ni él ni yo sabemos nada de vampirismo, aparte del nombre. Siempre habíamos creído que era una leyenda fantástica de países extranjeros. Y sin embargo, aquí en Sussex, en pleno corazón de Inglaterra…; en fin, todo esto lo podremos discutir mañana por la mañana. ¿Querrá recibirme? ¿Pondrá en acción sus grandes facultades para ayudar a un hombre enloquecido? De ser así, tenga la amabilidad de telegrafiar a Ferguson, Cheeseman’s, Lamberley, y acudiré a su casa a las diez de la mañana.

Suyo afectísimo,

Robert Ferguson

P.S.— Creo que su amigo Watson jugaba al rugby en el equipo de Blackheath cuando yo era el tres cuartos del Richmond. Es la única presentación personal que puedo ofrecerle.

—¡Pues claro que me acuerdo de él! —dije, dejando a un lado la carta—. Big Bob Ferguson, el mejor tres cuartos que jamás tuvo el Richmond. Siempre fue un tipo simpático. Es muy propio de él preocuparse por los problemas de un amigo.

Holmes me miró pensativo y meneó la cabeza.

—Jamás conoceré sus límites, Watson —dijo—. Tiene usted posibilidades completamente inexploradas. Ande, sea buen chico y vaya a poner un telegrama:

Examinaré su caso con mucho gusto.

—¿Cómo que su caso?

—No podemos dejar que piense que esta agencia es un asilo para retrasados mentales. ¡Pues claro que es su caso! Mándele el telegrama y no volvamos a pensar en el asunto hasta mañana.

A las diez en punto de la mañana siguiente, Ferguson entraba en nuestra habitación. Yo lo recordaba como un hombre alto, de hombros cuadrados, miembros ágiles y movimientos rápidos, que le habían permitido superar a muchos defensas contrarios. No creo que exista en la vida nada tan triste como contemplar la decadencia de un magnífico atleta al que uno ha conocido en su mejor momento. Su corpachón se había derrumbado, sus cabellos rubios empezaban a escasear y su espalda se había encorvado. Mucho me temo que yo le debí de producir a él una impresión semejante.

—Hola, Watson —dijo con una voz que todavía era profunda y cordial—. No parece usted el mismo hombre al que tiré por encima de las cuerdas sobre el público del Old Deer Park. Supongo que yo también he cambiado un poco. Pero han sido estos dos últimos días los que más me han envejecido. En vista de su telegrama, señor Holmes, me doy cuenta de que es inútil seguir fingiendo que actúo en representación de otro.

—Es más fácil tratar directamente —respondió Holmes.

—Desde luego que sí. Pero ya se imaginará lo difícil que resulta cuando se tiene que hablar de la mujer a la que uno se ha comprometido a ayudar y proteger. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a acudir a la policía con semejante historia? Sin embargo, tengo que proteger a los niños. ¿Es un caso de locura, señor Holmes? ¿Es algo que lleva en la sangre? ¿Ha tenido usted algún caso similar en su carrera? Por amor de Dios, deme algún consejo, porque ya no sé qué hacer.

—Es muy natural, señor Ferguson. Vamos, siéntese, procure recuperarse y deme unas cuantas respuestas claras. Puedo asegurarle que yo sí sabré qué hacer, y confío en que encontraremos una solución. En primer lugar, dígame qué medidas ha tomado. ¿Está aún su mujer cerca de los niños?

—Tuvimos una escena espantosa. Ella es muy cariñosa, señor Holmes. Si ha habido una mujer que amara a un hombre con todo su corazón y toda su alma, ésa ha sido ella conmigo. Le destrozó el corazón que yo descubriera este horrendo e increíble secreto. No quiso ni hablar del asunto. No respondió a mis reproches más que con una mirada que parecía de locura y desesperación. Luego corrió a encerrarse en su habitación y desde entonces se ha negado a verme. Tiene una doncella que estaba con ella desde antes de casarnos. Se llama Dolores y, más que una criada, es una amiga. Ella es la que le lleva la comida.

—Entonces, el niño no corre peligro inmediato.

—La señora Masón, la niñera, ha jurado que no se apartará de él ni de día ni de noche. Tengo plena confianza en ella. El que más me preocupa es mi pobre Jack, que, como ya le decía en mi carta, ha sido agredido dos veces por mi mujer.

—¿Pero nunca resultó herido?

—No, pero le pegó con mucha saña. Y la cosa resulta aún más terrible, tratándose de un pobre inválido inofensivo —las demacradas facciones de Ferguson se suavizaron al hablar de su hijo—. Uno pensaría que el estado del pobre chico debería ablandar el corazón de cualquiera. Se cayó de pequeño y se torció la columna, señor Holmes. Pero por dentro tiene un corazón de oro puro.

Holmes había cogido la carta del día anterior y la estaba releyendo.

—¿Qué otras personas viven en su casa, señor Ferguson?

—Dos criadas que no llevan mucho tiempo con nosotros; Michael, el mozo de cuadras, que duerme en la casa; mi esposa y yo, mi hijo Jack, el bebé, Dolores y la señora Masón. Ésos son todos.

—Creo haber entendido que usted no conocía demasiado bien a su esposa antes de casarse con ella.

—La conocía sólo desde hacía unas semanas.

—¿Cuánto tiempo lleva con ella esa Dolores?

—Bastantes años.

—Entonces, Dolores debe conocer mejor que usted mismo el verdadero carácter de su esposa.

—Pues sí, podríamos decir que sí. Holmes tomó nota.

—Me parece —dijo a continuación— que voy a resultar más útil en Lamberley que aquí. El caso, evidentemente, exige una investigación personal. Si la señora no sale de su habitación, nuestra presencia no puede molestarla ni ofenderla. Como es natural, nos alojaremos en la posada.

Ferguson hizo un gesto de alivio.

—Tenía la esperanza de que dijera eso, señor Holmes. Si le es posible venir, hay un tren excelente que sale a las dos de la estación Victoria.

—Claro que nos es posible ir. Atravesamos un periodo de inactividad y puedo dedicarle a usted toda mi energía. Watson, por supuesto, viene con nosotros. Pero quedan uno o dos detalles de los que quisiera estar bien seguro antes de empezar. Tengo entendido que esta desdichada dama parece haber atacado a los dos niños, a su propio bebé y al hijo de usted, ¿no es así?

—Así es.

—Pero los ataques han adoptado diferentes formas, ¿no? Al hijo de usted le pegó.

—Una vez con un palo y otra con las manos, pero muy fuerte.

—¿No dio ninguna explicación de por qué le pegaba?

—Ninguna, excepto que le odiaba. Lo repitió una y otra vez.

—Bueno, eso ocurre a veces con las madrastras. Podría decirse que son celos póstumos. ¿Se trata de una mujer de carácter celoso?

—Sí, es muy celosa…, celosa con toda la fuerza de su tórrido amor tropical.

—Pero el chico… tiene quince años, según he podido entender, y probablemente su mente estará muy desarrollada para compensar las limitaciones de su cuerpo. ¿No le dio él ninguna explicación de estos ataques?

—No, aseguró que no había ningún motivo.

—¿Se habían llevado bien en otro tiempo?

—No, jamás se cayeron bien.

—¿Y sin embargo, dice usted que es un chico cariñoso?

—No existe en el mundo un hijo tan devoto. Mi vida es su vida. Está siempre pendiente de lo que yo digo y hago.

Holmes volvió a tomar notas y permaneció en silencio durante un buen rato.

—Sin duda, usted y el chico eran grandes camaradas antes de que usted se casara por segunda vez. ¿Verdad que vivían muy unidos?

—Muchísimo.

—Y el chico, teniendo un carácter tan cariñoso, seguro que guardaba devoción a la memoria de su madre, ¿o no?

—Devoción absoluta.

—Desde luego, parece un muchacho de lo más interesante. Otro detalle acerca de esas agresiones: ¿se produjeron en la misma época los extraños ataques contra el bebé y los golpes a su hijo?

—En el primer caso, sí. Fue como si se hubiera vuelto frenética y descargara su rabia sobre los dos. En el segundo caso, fue Jack la única víctima. La señora Masón no tuvo ninguna queja referente al bebé.

—Esto, la verdad, complica la cuestión.

—No acabo de entenderle, señor Holmes.

—Supongo que no. Uno se forma teorías provisionales, y aguarda a que el tiempo o los nuevos datos las echen abajo. Es una mala costumbre, señor Ferguson, pero la naturaleza humana es débil. Me temo que su viejo amigo Watson ha dado una imagen exagerada de mis métodos científicos. No obstante, por el momento me limitaré a decir que su problema no me parece insoluble, y que nos encontrará en la estación Victoria a las dos en punto.

Estaba ya avanzada la tarde de un día triste y nebuloso de noviembre cuando, después de dejar nuestro equipaje en la posada «Chequers» de Lamberley, recorrimos en coche un largo y ondulado sendero de arcilla de Sussex para llegar por fin a la antigua y aislada casa de campo en la que vivían los Ferguson. Se trataba de un edificio grande y estrafalario: muy antiguo en la parte central y muy nuevo en los laterales, con altas chimeneas Tudor y un tejado de pizarra de Horsham muy inclinado y manchado de liquen. Los escalones de la puerta estaban tan gastados que sus bordes eran curvos, y los antiguos azulejos que revestían el porche estaban decorados con el emblema de un queso y un hombre, en alusión al nombre del constructor. En el interior, los techos estaban recorridos por gruesas vigas de roble, y los suelos eran irregulares y formaban pronunciadas curvas. Un aroma de vejez y decadencia impregnaba todo el destartalado edificio.

Había un salón central muy amplio, al que nos condujo Ferguson. Allí, en una enorme y anticuada chimenea con una pantalla de hierro que tenía la fecha de 1670, ardía y chisporroteaba un espléndido fuego de troncos.

Miré a mi alrededor y comprobé que la habitación presentaba una curiosísima mezcla de épocas y países. Las paredes revestidas de madera hasta la mitad podían muy bien haber pertenecido al granjero que fue su primer propietario en el siglo XVII. Sin embargo, su parte inferior estaba decorada con una hilera de acuarelas modernas muy bien elegidas; y en la parte alta, donde el yeso amarillo sustituía a la madera de roble, colgaba una magnífica colección de utensilios y armas sudamericanos, traídos, sin duda, por la dama peruana que habitaba en el piso superior. Holmes se levantó, con aquella curiosidad imperiosa que surgía de su mente inquieta, y los examinó con mucha atención. Regresó a su asiento con ojos pensativos.

—¡Caramba, caramba! —exclamó de pronto.

En un cestillo situado en un rincón había estado tumbado un perro de aguas que avanzaba lentamente hacia su amo, caminando con dificultad. Sus patas traseras se movían de manera irregular y la cola se arrastraba por el suelo. Al llegar ante Ferguson le lamió la mano.

—¿Ocurre algo, señor Holmes?

—El perro. ¿Qué tiene?

—Eso mismo se preguntaba el veterinario. Una especie de parálisis. Supuso que sería meningitis espinal, pero ya se le está pasando. Pronto estará bien, ¿verdad, Carlo?

Un estremecimiento afirmativo recorrió la inerte cola. Los ojos melancólicos del perro nos miraban, primero a uno y luego a otro. Sabía que estábamos hablando de su caso.

—¿Le sobrevino de repente?

—En una sola noche.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Pues… unos cuatro meses.

—Muy curioso. Y muy sugerente.

—¿Qué ve usted en ello, señor Holmes?

—La confirmación de algo que ya se me había ocurrido.

—Por amor de Dios, ¿qué se le ha ocurrido, señor Holmes? Puede que para usted esto sea un simple pasatiempo intelectual, pero para mí es cuestión de vida o muerte. Mi mujer, una presunta asesina… mi hijo, en constante peligro. No juegue conmigo, señor Holmes; es un asunto demasiado grave.

El corpulento jugador de rugby estaba temblando de arriba abajo. Holmes apoyó la mano en su brazo para tranquilizarlo.

—Me temo que va usted a sufrir, señor Ferguson, sea cual sea la solución —dijo—. Procuraré evitarle todo el sufrimiento que pueda. Por el momento, no puedo decir más, pero tengo esperanzas de poder decirle algo concreto antes de marcharme de esta casa.

—¡Dios quiera que sea así! Si me perdonan, caballeros, voy a subir a la habitación de mi esposa para ver si ha habido algún cambio.

Estuvo ausente unos minutos, durante los cuales Holmes reanudó su inspección de las curiosidades colgadas en la pared. Cuando regresó nuestro anfitrión, su expresión abatida indicaba claramente que no había hecho ningún progreso. Venía acompañado por una muchacha alta y delgada, de piel morena.

—El té está preparado, Dolores —dijo Ferguson—. Asegúrese de que la señora tenga todo lo que desee.

—Ta mu enferma —gimió la muchacha, mirando con ojos indignados a su señor—. No quere comía. Mu enferma. Necesita doctor. Me da mieo estar sola con ella sin doctor.

Ferguson me dirigió una mirada interrogante.

—Si puedo ser útil, tendré mucho gusto —dije.

—¿Aceptaría la señora que la viera el doctor Watson?

—Mejor subir sin pedirle permiso. Necesita doctor.

—Entonces, subiré con usted ahora mismo.

Seguí a la muchacha, que temblaba a causa de la fuerza de sus emociones, escaleras arriba y hasta el final de un vetusto pasillo. Al extremo del mismo había una gruesa puerta con refuerzos de hierro. Al mirarla, pensé que, si Ferguson intentara abrirse paso por la fuerza hasta su esposa, no le resultaría tarea fácil. La muchacha sacó una llave del bolsillo y los pesados tablones de roble crujieron al girar sobre sus viejas bisagras.

Entré en la habitación y la doncella pasó rápidamente detrás de mí, cerrando a continuación la puerta.

En la cama estaba acostada una mujer que evidentemente padecía una fiebre muy alta. Estaba consciente sólo a medias, pero al entrar yo levantó un par de ojos asustados pero hermosos y me miró con aprensión. Al darse cuenta de que era un desconocido, pareció aliviada y volvió a desplomarse sobre la almohada con un suspiro. Me acerqué a ella pronunciando unas cuantas palabras tranquilizadoras, y ella permaneció inmóvil mientras yo le tomaba el pulso y la temperatura. Los dos eran muy altos, pero me dio la impresión de que su estado era consecuencia de la excitación mental y nerviosa más que de una enfermedad física.

—Así lleva un día, dos días. Tengo miedo de que se muera —dijo la muchacha.

La mujer volvió hacia mí su atractivo y congestionado rostro.

—¿Dónde está mi marido?

—Está abajo, y le gustaría verla.

—No quiero verlo. No quiero verlo —de pronto, pareció caer presa del delirio—. ¡Ese monstruo! ¡Ese monstruo! ¡Ay! ¿Qué puedo hacer con ese demonio?

—¿Puedo ayudarla de algún modo?

—No, nadie puede ayudarme. Se acabó. Todo se ha venido abajo. Haga lo que haga, todo se ha venido abajo.

La pobre mujer debía de ser víctima de alguna extraña fantasía. Me resultaba imposible imaginar al honrado Bob Ferguson en el papel de un monstruo o un demonio.

—Señora —dije—: Su marido la ama, y todo esto le tiene terriblemente afligido.

De nuevo volvió hacia mí aquellos ojos espléndidos.

—Me ama, sí. ¿Y acaso no le amo yo a él? ¿Acaso no le amo, hasta el punto de sacrificarme yo antes que romperle el corazón? Así es como le amo. Y sin embargo, que pensara eso de mí… que me hablara de aquella manera…

—Está muy preocupado, pero no entiende.

—No, no entiende. Pero debería confiar en mí.

—¿Por qué no lo recibe? —sugerí.

—No, no; no puedo olvidar aquellas terribles palabras, ni la cara que tenía. No quiero verlo. Váyase, no puede usted hacer nada por mí. Dígale solamente una cosa: quiero a mi hijo. Tengo derecho a mi hijo. Éste es el único mensaje que tengo para él.

Volvió el rostro hacia la pared y se negó a decir nada más.

Regresé al salón de la planta baja, donde Ferguson y Holmes continuaban sentados ante el fuego. Ferguson escuchó con tristeza mi informe sobre la entrevista.

—¿Cómo voy a enviarle al niño? —dijo—. ¿Cómo puedo saber qué extraño impulso puede acometerla? ¿Cómo voy a olvidar cuando se levantó de su lado con la boca manchada de sangre? —el recuerdo le hizo estremecerse—. El niño está seguro con la señora Masón y con ella se quedará.

Una atractiva doncella, lo único moderno que habíamos visto en la casa, había traído el té. Mientras lo estaba sirviendo, se abrió la puerta y entró en la habitación un muchacho. Era un joven distinguido, de rostro pálido y cabellos rubios, con ojos nerviosos de color azul claro, que brillaron con una repentina llama de emoción y alegría al fijarse en su padre. Se lanzó hacia él y le rodeó el cuello con los brazos, con el abandono de una muchacha enamorada.

—¡Oh, papá! —exclamó—. No sabía que ibas a venir tan pronto. Habría estado aquí para recibirte. ¡Cuánto me alegro de verte!

Ferguson se desprendió del abrazo con suavidad, dando ligeras muestras de embarazo.

—Hola, querido —dijo, palmeando con enorme cariño la rubia cabeza de su hijo—. He venido pronto porque he podido convencer a mis amigos, el señor Holmes y el doctor Watson, de que vengan a pasar la velada con nosotros.

—¿Este señor Holmes es el detective?

—Sí.

El joven nos dirigió una mirada muy penetrante y, a mi modo de entender, nada amistosa.

—¿Y su otro hijo, señor Ferguson? —preguntó Holmes—. ¿Podríamos conocer al bebé?

—Dile a la señora Masón que traiga al niño —dijo Ferguson a su hijo.

El muchacho salió del salón renqueando de un modo extraño, que mi mirada clínica interpretó como un síntoma de lesión espinal. Regresó al poco rato, y tras él venía una mujer alta y austera, que traía en brazos a un chiquillo precioso, de ojos oscuros y cabello dorado, maravillosa mezcla de lo sajón y lo latino. Era evidente que Ferguson estaba embobado con él, ya que lo tomó en sus brazos y lo acarició con infinita ternura.

—¡Pensar que puede existir alguien capaz de hacerle daño! —murmuró, mirando la pequeña y roja cicatriz que destacaba en el cuello del angelito.

En aquel instante, y por pura casualidad, miré a Holmes y vi en su cara una expresión extrañísima. Tenía el rostro como tallado en marfil viejo, y sus ojos, que por un momento habían estado mirando al padre y al niño, estaban ahora clavados con intensa curiosidad en algo que había al otro lado del salón. Seguí su mirada, pero lo único que pude deducir fue que debía de estar mirando a través de la ventana, hacia el jardín melancólico y empapado. La verdad es que una de las contraventanas exteriores estaba medio cerrada y tapaba la vista, pero no cabía la menor duda de que era la ventana lo que atraía la atención reconcentrada de Holmes. Al cabo de un momento, sonrió y sus ojos volvieron a posarse en el bebé, y en la pequeña marca de su cuello. Sin pronunciar palabra, Holmes la examinó atentamente. Por último, estrechó una de las rollizas manitas que se agitaban ante él.

—Adiós, hombrecito. Has tenido un extraño comienzo en la vida. Señora Masón, me gustaría cambiar unas palabras con usted en privado.

La llevó a un lado y estuvo hablando con ella durante unos minutos con gran interés. Sólo pude captar las últimas palabras, que fueron: «Confío en que sus preocupaciones habrán terminado muy pronto». La mujer, que parecía una persona severa y callada, salió del salón con la criatura.

—¿Cómo es esta señora Masón? —preguntó Holmes.

—No es muy agradable en su aspecto externo, como ha podido ver, pero tiene un corazón de oro y adora al niño.

—¿Te gusta a ti, Jack? —preguntó Holmes, volviéndose de pronto hacia el muchacho. El expresivo rostro de éste se ensombreció, mientras negaba con la cabeza.

—Jack tiene simpatías y antipatías muy intensas —dijo Ferguson, rodeando al muchacho con un brazo—. Por suerte, yo le caigo bien.

El muchacho soltó un arrullo y apoyó la cabeza en el pecho de su padre. Ferguson se desembarazó de él con suavidad.

—Anda, vete, Jacky —dijo.

Y siguió mirando con ojos tiernos a su hijo hasta que éste desapareció.

—Y ahora, señor Holmes —continuó, en cuanto el chico se hubo marchado— empiezo a creer que le he hecho venir para nada. Porque ¿qué puede usted hacer, excepto ofrecerme su simpatía? Desde su punto de vista, éste tiene que ser un asunto excesivamente delicado y complejo.

—Delicado, sí que lo es —dijo mi amigo, con una sonrisa divertida—. Pero hasta ahora no me ha llamado la atención por su complejidad. Ha sido un caso que se prestaba a la deducción intelectual, pero cuando esta deducción intelectual se ve confirmada punto por punto por tantísimos detalles independientes, lo subjetivo se convierte en objetivo y podemos decir con plena confianza que hemos alcanzado nuestro objetivo. De hecho, ya lo había alcanzado antes de salir de Baker Street, y el resto no ha sido más que mera observación y confirmación.

Ferguson se llevó su enorme mano a la arrugada frente.

—Por amor de Dios, señor Holmes —dijo en tono áspero—. Si es usted capaz de vislumbrar la verdad en este asunto, no me deje en ascuas. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué debo hacer? No me importa cómo ha logrado averiguar lo sucedido, con tal de que lo haya averiguado de verdad.

—Desde luego, le debo una explicación, y le aseguro que la tendrá. Pero permítame que lleve el asunto a mi manera. ¿Está la señora en condiciones de recibirnos, Watson?

—Está enferma, pero razona perfectamente.

—Muy bien. Sólo en su presencia podremos ponerlo todo en claro. Subamos a verla.

—No querrá verme —se lamentó Ferguson.

—Oh, sí que querrá —dijo Holmes, garabateando unos renglones en una hoja de papel—. Por lo menos usted, Watson, tiene derecho de entrada. ¿Será tan amable de entregarle a la señora esta nota?

Volví a subir la escalera y le entregué la nota a Dolores, que abrió la puerta con recelo. Un momento después, oí un grito en el interior de la habitación, un grito en el que parecían fundirse la alegría y la sorpresa. Dolores asomó la cabeza.

—Los recibirá. Ta dispuesta a escuchar.

Holmes y Ferguson subieron en respuesta a mi llamada. En cuanto entramos en la habitación, Ferguson dio uno o dos pasos hacia su esposa, que se había incorporado en el lecho, pero ella levantó la mano en señal de rechazo. El hombre se dejó caer en una butaca, y Holmes se sentó junto a él, después de hacer una reverencia a la señora, que lo miraba con ojos desorbitados por el asombro.

—Creo que podemos prescindir de Dolores —dijo Holmes—. Oh, muy bien, señora, si usted prefiere que se quede, no hay inconveniente. Y ahora, señor Ferguson, tenga en cuenta que soy un hombre muy ocupado, que recibo muchas llamadas, y mis métodos tienen que ser breves y directos. La cirugía más rápida es la menos dolorosa. En primer lugar, permítame decirle algo que le tranquilizará. Su esposa es una mujer excelente, muy enamorada, y que ha sido tratada muy injustamente.

Ferguson se incorporó con una exclamación de alegría.

—Demuéstremelo, señor Holmes, y estaré en deuda con usted para siempre.

—Voy a hacerlo, pero para ello tendré que herirle terriblemente por otro lado.

—No me importa nada, con tal de que mi esposa quede libre de sospechas. Cualquier otra cosa en el mundo es una insignificancia en comparación con eso.

—En tal caso, permítame explicarle la cadena de razonamientos que cruzó por mi mente allá en Baker Street. La idea de un vampiro me resultaba absurda. Ese tipo de cosas no se dan en la práctica criminal de Inglaterra. Y sin embargo, sus observaciones eran exactas. Usted había visto a la señora levantándose junto a la cuna del niño, con sangre en los labios.

—Sí que la vi.

—¿Y no se le ocurrió que se puede chupar una herida con otra intención que no sea la de beber la sangre? ¿No existe una reina en la historia de Inglaterra que también chupó una herida para extraer de ella el veneno?

—¡Veneno!

—Un artículo corriente en los hogares sudamericanos. Mi instinto supo de la existencia de esas armas de la pared antes de que las vieran mis ojos. Podría haberse tratado de otro veneno, pero ése fue el primero que se me ocurrió. Cuando vi esa pequeña aldaba vacía junto al pequeño arco para cazar pájaros, vi exactamente lo que había esperado encontrar. Si al niño le pincharan con uno de esos dardos impregnados de curare o algún otro veneno diabólico, moriría sin remedio, a menos que le chuparan el veneno.

»¡Y el perro! Si alguien se propusiera utilizar un veneno así, ¿no sería lógico probarlo antes, para cerciorarse de que no había perdido efectividad? No había previsto lo del perro, pero lo comprendí en cuanto lo vi, porque encajaba a la perfección en mi teoría.

»¿Va comprendiendo ya? Su esposa temía un ataque de este tipo. Ya había sido testigo de uno y había conseguido salvar la vida del niño, pero se abstuvo de contarle a usted la verdad, porque sabía lo mucho que usted quería al muchacho y temía que la noticia le destrozase el corazón.

—¡Jacky!

—Me estuve fijando en él hace un rato, mientras usted acariciaba al bebé. Su rostro se reflejaba perfectamente en el cristal de la ventana, gracias al fondo oscuro de la contraventana. Y vi en él unos celos, un odio y una crueldad como pocas veces he visto en un rostro humano.

—¡Mi Jacky!

—Tiene que afrontar la realidad, señor Ferguson. Resulta aún más doloroso porque la motivación de sus acciones ha sido un amor retorcido, un amor exagerado y maniático a usted y, seguramente, a su difunta madre. Su alma entera está consumida por el odio que siente hacia este precioso niño, cuya salud y belleza contrastan de tal manera con su propia debilidad.

—¡Dios mío! ¡Es increíble!

—¿Tengo razón en lo que digo, señora?

La mujer estaba sollozando, con la cara hundida en la almohada. Por fin, se volvió hacia su marido.

—¿Cómo iba a decírtelo, Bob? Sabía el daño que eso te haría. Era mejor esperar a que lo oyeras de otros labios que no fueran los míos. ¡Cómo me alegré cuando este caballero, que parece poseer poderes mágicos, me escribió diciéndome que lo sabía todo!

—Creo que un año a la orilla del mar será lo más conveniente para el señorito Jack —dijo Holmes, levantándose de su asiento—. Sólo queda una cosa por aclarar, señora. Podemos comprender perfectamente sus agresiones a Jack. La paciencia de una madre tiene sus límites. Pero ¿cómo se ha atrevido a dejar solo al niño estos dos últimos días?

—Se lo conté todo a la señora Masón. Ella estaba enterada.

—Perfecto. Era lo que había imaginado.

Ferguson estaba de pie junto a la cama, jadeando, temblando y con las manos extendidas.

—Creo que ha llegado el momento de marcharse, Watson —dijo Holmes en voz baja—. Si coge usted por un codo a la fiel Dolores, yo la agarraré por el otro. Vamos allá —salimos y Holmes cerró la puerta a nuestras espaldas—. Me parece que lo mejor es dejarlos que arreglen el resto entre ellos dos.

Sólo conservo una anotación más acerca de este caso. Se trata de la carta que Holmes escribió como respuesta final a aquella otra carta con la que comenzó la narración. Decía lo siguiente:

Baker Street
21 de noviembre

Asunto: Vampiros.

Muy señor mío:

En respuesta a su carta del 19 del corriente, me complace comunicarle que he atendido la consulta de su cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, tratantes de té de Mincing Lane, y que el asunto ha llegado a una conclusión satisfactoria.

Agradeciendo su recomendación quedo de usted,

Suyo afectísimo,

Sherlock Holmes

Arthur Conan Doyle - La aventura del vampiro de Sussex
  • Autor: Arthur Conan Doyle
  • Título: La aventura del vampiro de Sussex
  • Título Original: The Adventure of the Sussex Vampire
  • Publicado en: The Strand Magazine, enero de 1924
  • Traducción: Juan Manuel Ibeas
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