Arthur Machen: Los niños felices

Arthur Machen - Los niños felices

Los niños felices (The Happy Children) es un inquietante relato de Arthur Machen, publicado en 1920. Tras la Navidad de 1915, un periodista se detiene en Banwick, una ciudad impregnada de un ambiente medieval. Fascinado por la belleza del lugar, el hombre recorre las estrechas y serpenteantes calles, donde se sorprende al encontrar a numerosos niños que ríen, cantan y bailan alegremente. Su desconcierto aumenta al ver que, incluso cuando la noche cae y la oscuridad envuelve el pueblo, los niños siguen en las calles. Mientras explora este escenario enigmático, el periodista presencia una extraña procesión que se dirige a una antigua iglesia en lo alto de la colina, una experiencia que será mucho más perturbadora de lo que jamás imaginó.

Arthur Machen - Los niños felices

Los niños felices

Arthur Machen
(Cuento completo)

El día después de Navidad de 1915, mis deberes profesionales me llevaron al norte, o, para ser tan preciso como lo permiten nuestras convenciones actuales, al «distrito noreste». Corrían disparatados rumores de que los alemanes tenían un «refugio» en algún lugar cerca de Malton Head. Nadie parecía tener muy claro lo que estaban haciendo o lo que esperaban hacer allí, pero el rumor se propagó de boca en boca como un reguero de pólvora y se pensó que era conveniente rastrear la absurda historia hasta su origen y desenmascararla o desmentirla de una vez por todas.

Así que me dirigí a ese distrito noreste el domingo 26 de diciembre de 1915 y comencé mis investigaciones en Helmsdale Bay, que es un pequeño balneario a un par de millas de Malton Head. La gente de los valles y las tierras altas acababa de enterarse de la fábula, según descubrí, y la veían con supremo y amargo desprecio. Hasta donde pude entender, el rumor había surgido de los juegos de unos niños que habían estado en Helmsdale Bay durante el verano. Habían representado una rudimentaria obra de teatro sobre espías alemanes y su captura, y usaron la cueva Helby, entre Helmsdale y Malton Head, como escenario de su juego. Eso era todo; los tontos aparentemente hicieron el resto, los tontos que creían de todo corazón en «los rusos» y que se enfadaban con cualquiera que pusiera en duda «a los ángeles de Mons».

«Vaya usted a contarles semejante historia a las bestias y no se la creerán», me dijo un habitante de los valles. Tengo la sospecha de que él pensaba que yo, que había recorrido tantos cientos de millas para investigar el asunto, no era mucho más sensato que aquellos que lo daban por cierto. No se le podía pedir que entendiera que un periodista tiene dos oficios: proclamar la verdad y denunciar la mentira.

Había terminado con «los alemanes» y su refugio a primera hora de la tarde del lunes, y decidí interrumpir el viaje de regreso en Banwick, del que había oído hablar a menudo como un lugar curioso y con belleza singular. Así que tomé el tren de la una y media y me dirigí hacia el interior, parando en muchas estaciones desconocidas en medio de grandes llanuras. Cambié de tren en Marishes Ambo y continué mi viaje a través de una tierra extraña en la penumbra de la tarde invernal. De alguna manera, el tren dejó la llanura y se deslizó hacia un profundo y estrecho valle oscurecido por los bosques invernales, dorado por los helechos marchitos, solemne en su soledad. Lo único que se movía era el rápido y caudaloso riachuelo, que espumeaba sobre las rocas y luego se quedaba quieto en charcos marrones junto a la orilla.

Los oscuros bosques se dispersaron y aclararon, y se fueron transformando en grupos de espinos raquíticos y antiguos; grandes rocas grises, de formas extrañas, emergían del suelo; y rocas almenadas se alzaban a ambos lados en las alturas. El arroyuelo creció y se convirtió en un río, y siguiendo su cauce llegamos a Banwick poco después de la puesta de sol.

Vi el prodigio de la ciudad a la luz del crepúsculo, que enrojecía el horizonte occidental. Las nubes florecían como jardines de rosas, había mares de un verde feérico que rodeaban islas de luz carmesí y nubes que parecían lanzas de fuego, dragones de llamas. Y bajo esa mezcla de luces y colores en el cielo, Banwick descendía hacia los estanques de su puerto —cerrado por tierra— y volvía a alzarse, cruzando el puente en dirección a la abadía en ruinas y la gran iglesia sobre la colina.

Llegué desde la estación por una antigua calle, sinuosa y estrecha, con oscuras callejuelas y patios que se abrían a ambos lados, y escalinatas irregulares que subían hacia altas casas en terrazas o bajaban hacia el puerto y la marea entrante. Vi allí muchas casas con tejados a dos aguas, hundidas por la edad muy por debajo del nivel de la acera, con vigas inclinadas y portales arqueados, y vestigios de tallas grotescas en sus muros. Cuando me detuve en el muelle, al otro lado del puerto, vi la más asombrosa confusión de techumbres de tejas rojas que jamás había visto, y encima de ellas, la gran iglesia normanda, gris y majestuosa, sobre la colina desnuda; y por debajo, los barcos balanceándose con la marea oscilante y el agua ardiendo en los fuegos del atardecer. Era la ciudad de un sueño mágico. Me quedé en el muelle hasta que el resplandor desapareció del cielo y de los estanques de agua, y la oscura noche invernal cayó sobre Banwick. 

Encontré una vieja y acogedora posada justo al lado del puerto. Las paredes de las habitaciones formaban ángulos extraños e inesperados, y había proyecciones y salientes de mampostería, como si una habitación intentara abrirse paso hacia otra. En las esquinas de los techos había huellas de escaleras inimaginables. Pero también había un bar en el que a Tom Smart le habría encantado sentarse, con un fuego crepitante y cómodos sillones antiguos, y agradables indicios de que, si se necesitaba «algo caliente» después de la cena, se lo suministrarían con generosidad.

Me senté en este agradable lugar durante una o dos horas y hablé con la gente del pueblo que entraba y salía. Me contaron las viejas aventuras e industrias de la ciudad. Alguna vez, dijeron, había sido un gran puerto ballenero, que luego hubo mucha construcción naval, y más tarde Banwick fue famosa por su tallado de ámbar.

—Y ahora no hay nada —dijo uno de los hombres en el bar, —pero no nos va tan mal.

Salí a dar un paseo antes de cenar. Banwick estaba sumida en una espesa oscuridad. Por algún motivo, no había ni una sola lámpara encendida en las calles y apenas se asomaba un resplandor por las cortinas cerradas de las ventanas. Era como caminar por una ciudad de la Edad Media. Las antiguas y prominentes siluetas de las casas apenas se veían, y me recordaban a esas extrañas y fascinantes imágenes del París y Tours medievales que dibujó Doré.

Apenas había gente en las calles, pero todos los patios y callejones parecían estar llenos de niños. Solo pude distinguir pequeñas formas blancas que revoloteaban de un lado a otro mientras corrían y jugaban. Nunca había escuchado voces de niños tan alegres. Algunos cantaban, otros reían; y al asomarme a una oscura cueva, pude distinguir un círculo de niños bailando en ronda, entonando con voces claras una melodía maravillosa. Supuse que sería alguna vieja tonada de la tradición local, pues sus modulaciones eran únicas.

Regresé a la taberna y le comenté al posadero sobre la cantidad de niños que jugaban en las oscuras calles y patios, y lo increíblemente felices que parecían estar todos.

Me miró fijamente por un momento y luego dijo:

—Bueno, verá, señor, los niños se han descontrolado un poco últimamente; sus padres están en el frente y sus madres no pueden mantenerlos en orden. Así que se han vuelto un poco salvajes.

Su forma de comportarse era extraña. No lograba descifrar exactamente qué era lo raro ni qué significaba. Pude notar que mi comentario lo había incomodado, pero no tenía idea de cuál era el motivo. Cené y luego me senté un par de horas para terminar el asunto de «los alemanes» en Malton Head.

Terminé mi relato sobre el mito alemán y, en lugar de irme a la cama, decidí dar una última vuelta por Banwick en su maravillosa oscuridad. Así que salí, crucé el puente y comencé a subir por la calle del otro lado, donde estaba ese extraño montón de techos rojos que se elevaban unos sobre otros, que había visto a la luz del crepúsculo. Para mi asombro, descubrí que esos extraordinarios niños de Banwick seguían fuera, aún jugando, cantando y bailando. Los vi de pie en lo alto de las escalinatas que ascendían desde los patios hacia la ladera de la colina, lo que les daba la apariencia de flotar en el aire. Y sus alegres risas resonaban como campanas en la noche.

Eran las once y cuarto cuando salí de la posada y estaba pensando que las madres de Banwick se habían excedido en su indulgencia, cuando los niños empezaron a cantar de nuevo la vieja melodía que había oído por la tarde. Ahora las dulces y claras voces se elevaban en la noche y pensé que debían contarse por cientos. Yo estaba de pie en un oscuro callejón y vi con asombro que los niños pasaban a mi lado en una larga procesión que serpenteaba colina arriba hacia la abadía. No sé si fue por la tenue luz de la luna o porque las nubes se apartaron de las estrellas, pero el aire se volvió diáfano y pude ver con claridad a los niños mientras pasaban cantando, con el éxtasis y la exaltación de quienes cantan en los bosques en primavera.

Todos iban vestidos de blanco, pero algunos llevaban extrañas marcas, que supuse tendrían algún significado en el contexto de la representación tradicional que estaba presenciando. Muchos llevaban coronas de algas goteando sobre sus frentes; uno mostraba una cicatriz pintada en su garganta; un niño pequeño sostenía abierta su túnica y señalaba una espantosa herida en su corazón, de la que parecía manar sangre; otro extendía sus manos, y las palmas separadas parecían desgarradas y sangrantes, como si hubieran sido perforadas. Uno de los niños sostenía a un bebé en brazos y, hasta el infante, mostraba una aparente herida en el rostro.

La procesión pasó junto a mí y seguí escuchando sus cánticos como si vinieran del cielo mientras continuaban su empinada marcha hacia la antigua iglesia de la cima de la colina. Volví a la posada y, al cruzar el puente, de repente me di cuenta de que era la víspera del Día de los Santos Inocentes. Sin duda, había presenciado una extraña reminiscencia de alguna tradición medieval y, cuando regresé a la posada, le pregunté al posadero por ella.

Entonces comprendí el significado de la extraña expresión que había visto en el rostro del hombre. Estaba angustiado y estremecido de terror; se apartó de mí como si yo fuera un mensajero de los muertos.

Unas semanas después, me encontré leyendo un libro titulado Los antiguos ritos de Banwick. Lo escribió una persona anónima en el reinado de la reina Isabel, y en él narraba su experiencia como testigo de la gloria de la antigua abadía y de su posterior decadencia. Encontré este pasaje:

«Y en el Día de los Santos Inocentes, a medianoche, se realizó allí un servicio de gran solemnidad. Cuando los monjes terminaron de cantar el Te Deum en sus maitines, el señor abad llegó gloriosamente ataviado con un manto de tela de oro, lo que fue todo un placer para la vista. También llegaron a la iglesia todos los niños pequeños de Banwick, y todos iban vestidos con túnicas blancas. Entonces, el señor abad comenzó a cantar la misa de los Santos Inocentes. Y cuando se terminó la consagración de la misa, el niño más pequeño que estaba allí, que podía sostenerse por sí mismo, subió desde la iglesia hasta el coro. Este niño fue llevado hasta el altar mayor, donde el señor abad colocó al pequeño en un trono dorado y resplandeciente frente al altar. Se inclinó y lo adoró, cantando: “Talium Regnum Coelorum, Alleluya. De ellos es el Reino de los Cielos. Alleluya”, y todo el coro respondió cantando: “Amicti sunt stolis albis, Alleluya, Alleluya; están vestidos con túnicas blancas, Alleluya, Alleluya”. Y entonces el prior y todos los monjes de su orden hicieron la misma adoración y reverencia al niño que estaba sobre el trono.

Lo que había visto era la Orden Blanca de los Inocentes. Había visto a aquellos que vinieron cantando desde las aguas profundas que rodean el Lusitania; había visto a los mártires inocentes de los campos de Flandes y Francia, regocijándose mientras subían para escuchar su misa en aquel lugar espiritual.

FIN

Arthur Machen - Los niños felices
  • Autor: Arthur Machen
  • Título: Los niños felices
  • Título Original: The Happy Children
  • Publicado en: The Masterpiece Library of Short Stories (1920)
  • Traducción: Juan Pablo Guevara

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