Baldomero Lillo: Los inválidos

Baldomero Lillo - Los inválidos

«Los Inválidos», cuento de Baldomero Lillo, narra la conmovedora historia de Diamante, un caballo que, tras años de labor y maltrato al interior de una mina de carbón, es extraído a la superficie debido a su deterioro físico. Los mineros, también desgastados por el trabajo, se identifican con el animal, reflexionando sobre las similitudes entre sus vidas y la del caballo, marcadas por la explotación y el abandono en un ambiente de desolación. La narrativa destaca la empatía y solidaridad entre los trabajadores y Diamante, enfatizando una crítica a las condiciones laborales inhumanas.

Baldomero Lillo - Los inválidos

Los inválidos

Baldomero Lillo
(Cuentos completos)

La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornarlas vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que se han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando, en la estrecha cantera, con brazo entonces vigoroso, hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana, paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo, que pasaba blanco de espuma, les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con el tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos esperaban silenciosos la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina, y cuya última etapa sería el estéril llano donde solo se percibían, a trechos, escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba ni un árbol interrumpieran el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad. En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabria, las chimeneas y los ahumados galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él, una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.

Un calor sofocante subía de la tierra calcinada, y el polvo del carbón, sutil e impalpable, adheríase a los rostros sudorosos de los obreros que, apoyados en sus carretillas, saboreaban en silencio el breve descanso que aquella maniobra les deparaba.

Tras los tres golpes reglamentarios, las grandes poleas, en lo alto de la cabria, empezaron a girar con lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que iba enrollando en el gran tambor, carrete gigantesco, la potente máquina. Pasaron algunos instantes y, de pronto, una masa obscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas, sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo, con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro. Mirado desde abajo, en aquella grotesca postura, asemejábase a una monstruosa araña recogida en el centro de su tela. Después de columpiarse un instante en el aire, descendió suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique y, Diamante, libre en un momento de sus ligaduras, se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.

Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel, que antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache, había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos de tiro, y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el látigo, cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.

Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en el brioso bruto que ellos habían conocido! Aquello era solo un pingajo de carne nauseabunda, buena para pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo, cegado por la luz del mediodía, permanecía con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo, paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse refugiado la vida, iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades.

Su mirada, su gesto, su actitud meditabunda y reflexiva parecían decir:

¡Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! ¡Lo mismo nos pasa a todos! ¡Allí abajo no se hace distinción entre el hombre y la bestia! ¡Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento! ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida! Como él, nuestro destino será, siempre, trabajar, padecer y morir”.

En la mente de los obreros debían brotar idénticas reflexiones, pues la expresión de sus rostros era grave y taciturna; y, cuando el grupo se dispersó, algunos volvieron la cara para ver por última vez el caballo que permanecía en el mismo sitio, inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado y lánguido vaivén de sus orejas, y el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de lacras y protuberancias asquerosas. Deslumbrado y ciego por la vívida claridad que la trasparencia del aire hacía más radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras un refugio contra las luminosas saetas que herían sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil y mortecina de las lámparas de seguridad.

Pero aquel resplandor estaba en todas partes y penetraba victorioso a través de sus caídos párpados, cegándolo cada vez más; atontado, dio algunos pasos hacia adelante y su cabeza chocó contra la valla de tablas que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo y, enderezando las orejas, olfateó el muro, lanzando breves resoplidos de inquietud; retrocedió buscando una salida y nuevos obstáculos se interpusieron a su paso; iba y venía entre las pilas de madera, las vagonetas y las vigas de la cabria como un ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aún entre las traviesas de la vía de un túnel de arrastre; y un enjambre de moscas que zumbaba a su alrededor sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel y el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques.

Por su cerebro de bestia debía cruzar la vaga idea de que estaba en un rincón de la mina que aún no conocía, y donde un impenetrable velo rojo ocultaba los objetos que le eran familiares.

Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo y yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello y, tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera cuya negra cinta iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hasta el límite del horizonte.

Diamante cojeaba atrozmente, y por su vieja y obscura piel corría un estremecimiento doloroso producido por el contacto de los rayos del sol, el cual, desde la comba azulada de los cielos, parecía complacerse en alumbrar aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran, sin duda, distinguirlo los voraces buitres que, como puntos casi imperceptibles perdidos en el vacío, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena estrella.

El conductor se detuvo al borde de una depresión del terreno. Deshizo el nudo que oprimía el flácido cuello del prisionero y, dándole una fuerte palmada en el anca para obligarlo a continuar adelante, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.

Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las lluvias, pero los calores del estío la evaporaban rápidamente. En las partes bajas conservábase algún resto de humedad donde crecían pequeños arbustos espinosos y uno que otro manojo de yerba reseca y polvorienta. En sitios ocultos había diminutas charcas de agua cenagosa, pero inaccesibles para cualquier animal por ágil y vigoroso que fuese.

Diamante, acosado por el hambre y la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De vez en cuando ponía los belfos en contacto con la arena y resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo blanquecino a través de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecían estar en ebullición.

Su ceguera no disminuía y sus pupilas, contraídas bajo sus párpados, solo percibían aquella intensa llama roja que había sustituido en su cerebro a la visión ya lejana de las sombras de la mina.

De súbito rasgó el aire un penetrante zumbido al que siguió inmediatamente un relincho de dolor, y el mísero rocín, dando bruscos saltos, se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas y débiles fuerzas le permitían a través de los matorrales y depresiones del terreno. Encima de él revoloteaba una decena de grandes tábanos de las arenas.

Aquellos feroces enemigos no le daban tregua y muy pronto tropezó en una ancha grieta y su cuerpo quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse y, convencido de su impotencia, estiró el cuello y se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de su carne atormentada.

Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques y, lanzando de sus alas y coseletes destellos de pedrería, hendieron la cálida atmósfera y desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo, cuya nítida trasparencia no empañaba el más tenue jirón de bruma.

Algunas sombras, deslizándose a raíz del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor del caído. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras, destacándose del pesado aletear de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que, con las alas abiertas e inmóviles, describían inmensas espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo.

Por todos los puntos del horizonte aparecían manchas obscuras: eran rezagados que acudían a todo batir de alas al festín que les esperaba.

Entretanto el sol marchaba rápidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes más opacos y sombríos. En la mina habían cesado las faenas y los mineros, como los esclavos de la ergástula, abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonaban en el ascensor formando una masa compacta, un nudo de cabezas, de piernas y de brazos entrelazados que, fuera del pique, se deshacía trabajosamente, convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en dirección a las lejanas habitaciones.

El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros, cuyos torsos encorvados parecían sentir aún el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerías. De pronto se levantó y, mientras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba claro y vibrante en la serena atmosfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado y lento andar, fue a engrosar las filas de aquellos galeotes cuyas vidas tienen menos valor para sus explotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que, como un negro río, fluye inagotable del corazón del venero.

En la mina todo era paz y silencio, no se sentía otro rumor que el sordo y acompasado de los pasos de los obreros que se alejaban. La obscuridad crecía y, allá arriba, en la inmensa cúpula, brotaban millares de estrellas cuyos blancos, opalinos y purpúreos resplandores lucían con creciente intensidad en el crepúsculo que envolvía la tierra, sumergida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche.

Baldomero Lillo - Los inválidos
  • Autor: Baldomero Lillo
  • Título: Los inválidos
  • Publicado en: Sub terra (1904)

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