Baldomero Lillo: Tienda y trastienda

Casi al final de la avenida encontré el número indicado en la hoja impresa que llevaba en el bolsillo. Pasé a la acera de enfrente y examiné la fachada del edificio en la cual se ostentaba en grandes caracteres un letrero que decía: “El Anzuelo de Plata. — Gran tienda y paquetería. Ventas por mayor y menor”.

No cabía duda, era lo que buscaba. Atravesé la calle, crucé la ancha puerta y avancé tímidamente hacia el mostrador y pregunté al dependiente que, tomándome sin duda por un parroquiano, salía a mi encuentro con la sonrisa en los labios.

—¿Puedo hablar con el jefe de la casa?

El empleado se volvió para mirar a través de una vidriera que había a su espalda y, en seguida, reanudando la tarea de despachar al único cliente que había en el almacén, me dijo:

—El señor Pirayan está en este momento ocupado, pero no tardará en venir.

Me apoyé en el mostrador y esperé.

A pesar de aquel pomposo “por mayor y menor” y de la hábil y estudiada colocación de las mercaderías en los armazones para llenar los huecos, aparentando una gran existencia, su adquisición no habría arruinado seguramente a ningún Rothschil. El Anzuelo de Plata no pasaba de ser un modesto tenducho con un giro insignificante.

Hacía ya algunos minutos que oía distraído la charla del dependiente y del comprador, cuando un rumor de pasos me hizo volverme con presteza. Un hombrecillo rechoncho, calvo, de rostro abotagado y patillas a la española, lanzándome una escrutadora mirada me interrogó secamente:

—¿Qué se le ofrece?

Comprendí que me hallaba delante del jefe de la casa y, sacándome cortésmente el sombrero le dije al mismo tiempo que desplegaba el diario que tenía en la diestra:

—Señor, vengo por este aviso…

Sus ojos se clavaron en los míos y durante algunos segundos me sentí escudriñado y analizado por aquella mirada penetrante. Con voz reposada me contestó:

—Efectivamente, necesito un empleado. Pero impongo algunas condiciones. En el aviso usted habrá leído…

—Sí, señor —le interrumpí—, aquí tiene certificados y recomendaciones que acreditan mi honorabilidad y competencia.

Los hojeó un instante y luego devolviéndomelos masculló con tono displicente:

—Sí, pero veo que usted ha estado solo en mercerías y eso por muy poco tiempo.

—Es verdad, señor, pero si mi práctica de mostrador es poca tengo en cambio buena letra, sé algo de contabilidad y, más que todo eso, poseo una gran dosis de entusiasmo para el trabajo. Ninguna tarea me asusta.

Pareció que mis respuestas le hacían reflexionar. Después de breve silencio me dijo:

—Amigo, esta casa por su antigüedad y la extensión de su giro en nada cede a las más importantes de esta plaza. Ser empleado de Pirayan y Compañía es un honor difícil de conseguir. El aviso que a usted le trae apareció solo ayer y ya han venido más de cuarenta pretendientes, de los cuales la mayor parte, son gente ya fogueada en el mostrador, veteranos hábiles y no aprendices como usted.

Sentí que la angustia me oprimía el alma. ¡Una decepción más que añadir a las innumerables ya sufridas! Sin embargo, me sobrepuse y traté de luchar, resuelto a obtener la plaza a toda costa. Con la vehemencia de que era capaz le hice ver lo apremiante de mi caso. Forastero, sin relaciones, falto de recursos, hallábame en una situación desesperada. Le propuse que me sometiese a prueba hasta conocer mis aptitudes; que trabajaría sin sueldo; que haría de mozo de cordel si era necesario. Rogué, insistí, importuné.

El señor Pirayan me oía en silencio sin quitar de mi rostro su aguda mirada. Por fin, como quien hace una concesión enorme, irguiéndose majestuosamente me dijo con tono solemne:

—Pues bien, contrariando nuestras prácticas voy a hacer en favor de usted una excepción. Lo tomo con estas condiciones: estará en la tienda todos los días, incluso los domingos, a las siete de la mañana. Hará todos los trabajos que se le encomienden. En la noche se cierra a las nueve, pero no podrá retirarse sino después de haber barrido, puesto en su sitio las mercaderías desarregladas por la venta y renovado el muestrario de las vitrinas.

El domingo cerramos a las 12 M., pero la tarde se aprovecha en sacudir y dar una nueva colocación a las existencias para variar el aspecto del almacén.

No le fijo por ahora sueldo hasta no conocer sus dotes y capacidad para el trabajo. ¿Le convienen estas condiciones?

Con el corazón henchido de gratitud le respondí:

—¡Cómo no, señor! Las acepto con el mayor gusto. ¿Cuándo debo empezar?

—Ahora mismo, si no tiene inconvenientes.

—Ninguno, señor. Estoy listo.

La primera faena que se me encomendó, a pesar del entusiasmo de que estaba poseído, me produjo cierto estremecimiento que recorrió mi epidermis desagradablemente. Se trataba de lavar algunos centenares de botellas vacías, sin más elementos que una tina, el agua de la llave y una libra de perdigones. Mas, deseoso de demostrar que ningún trabajo me arredraba, me quité el vestón y los puños de la camisa y me puse denodadamente a la tarea. Con los brazos arremangados, las manos ennegrecidas y los pies en el agua, permanecí en aquella execrable faena hasta la hora de comer. Después de la comida que, por su frugalidad, era digna de un anacoreta, pasé al almacén. Las luces estaban ya encendidas. Mientras el otro empleado despachaba a algunos parroquianos, el señor Pirayan me hizo una seña para reunirme con él en un extremo del mostrador y ahí, sin preámbulo de ninguna especie, me espetó el siguiente discurso-programa en el que estaban señalados todos los deberes de mi nuevo cargo.

—Ante todo —empezó— exijo de mis empleados en su trato con los clientes una honradez y delicadeza irreprochables. La espléndida prosperidad de nuestra casa es el fruto de la seriedad y rectitud de sus procedimientos. Sin olvidar esta regla invariable, usted debe velar por nuestros intereses más que por los suyos propios. Cuide, muy escrupulosamente, de no excederse ya sea en la cantidad, peso o medida de lo que se expenda. Cualquiera negligencia en este sentido la consideraré como robo directo, sin circunstancias atenuantes. El exceso en la entrega o el menoscabo del valor son crímenes de lesa comerciabilidad y, por lo tanto, imperdonables.

Antes de dar un precio examine al comprador para ver qué lugar le corresponde en la clasificación que ha hecho la casa de todos sus clientes y, según dicho examen, recargará usted el precio sobre el mínimum marcado en el artículo. Esta clasificación hecha por grupos es un poco difícil para los principiantes, pero ya la dominará usted con la práctica.

Cuando le pidan alguna mercadería, jamás muestre usted la de mejor clase. Se debe siempre empezar por la de calidad inferior. No se debe dejar ir ningún comprador con las manos vacías. El lema de la casa es: “vender por la persuasión o la astucia”. Si apurados todos los recursos el cliente se muestra intransigente, se apela, entonces, a los grandes medios. En esto, la casa, es una especialidad. Tenemos procedimientos infalibles para obligar a los recalcitrantes. Todo ello lo aprenderá usted a su debido tiempo. Lo que ahora urge es conocer la manera como se maneja el metro, cosa que de seguro usted ni siquiera sospecha.

Me pareció tan absoluta esta afirmación que no pude menos que sonreír disimuladamente.

Notolo, sin duda, porque frunciendo el entrecejo ordenó poniéndome en las manos un retazo de lienzo:

—Mida usted.

Efectué la operación con escrupulosa exactitud y dije convencido:

—Cinco varas y media.

Tomó la tela y midió a su vez.

—Seis varas y media —proclamó con énfasis, clavándome sus ojillos chispeantes de ironía.

Lo miré embobado y dije aturdido:

—¿Cómo puede ser eso? ¡Imposible! ¡Yo medí exactamente!

—Pues ha medido usted mal y veo, muy oportunamente por cierto, que no sirve para el oficio. ¡Dar una vara de más en un pedazo tan pequeño es un colmo! Con un empleado como usted íbamos a la quiebra por la posta.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Aterrorizado por la perspectiva de una nueva campaña a caza de empleo, balbucié con lágrimas en los ojos:

—Señor, confieso mi torpeza. Indíqueme usted dónde está el error y le aseguro que no caeré en él otra vez.

Pareció que mi sumisión le ablandaba, porque con tono conciliador me dijo:

—Su error consiste en que al medir no toma usted en cuenta el grueso de los dedos. Para evitarlo hay que correr, cada vez que se mide una vara o un metro, el pulgar y el índice derechos, con que se sujeta la tela, hacia lo ya medido.

—¿Cuánto? —pregunté anhelante.

—Veinte centímetros más o menos —me respondió, fijando en mi rostro aquella mirada escrutadora que me producía cierto vago malestar.

Lo miré a los ojos fijamente. Empezaba a comprender el honradísimo arte de Mercurio, pero mi principal sostuvo la mirada y añadió negligentemente:

—Cuide, sí, de que el comprador no se aperciba de la maniobra, porque es un egoísta que quiere obtener siempre todas las ventajas… La equidad le es desconocida.

Sin duda, pensé. Pero ¡veinte centímetros en cada vara! ¡Qué dedos, Dios mío!

Y aterrado miré los míos para ver si, en realidad, tenían aquel diámetro descomunal.

Aquella noche, mientras rendido por la fatiga, me desnudaba para tenderme en el lecho, pensaba con temor en el día siguiente, en el cual tras el mostrador, debía poner en práctica todas las instrucciones de mi respetabilísimo principal. Pero trataré de esto en un próximo artículo.


II

Cuando al día siguiente me presenté al almacén, vi con cierta zozobra que me había retrasado. Apenas puse el pie en el dintel de la puerta, percibí detrás del mostrador dos ojos investigadores que me contemplaban severamente. Balbucié una excusa, recibiendo en respuesta un mandato breve y seco:

—Pase a la trastienda y haga lo que le indiqué ayer.

Obedecí, deseoso de borrar con mi diligencia la mala impresión que mi tardanza había producido.

El trabajo que tenía que hacer era pesado y laborioso. Consistía en vaciar el contenido de los estantes para sacudir el polvo y, en seguida, volver a colocar en ellos las mercaderías clasificándolas por artículos.

Subido en una escalerilla ejecutaba concienzudamente la tarea, cuando de pronto un tragaluz situado a la altura de mi cabeza, me hizo testigo de una escena curiosísima.

Desde mi observatorio vi cómo el señor Pirayan —abandonando precipitadamente el umbral de la puerta, desde el cual en zapatillas y calado el gorro, observaba el movimiento de la calle— se entraba en la tienda, desierta a esa hora y se metía debajo del mostrador, agazapándose como un gato puesto en acecho. Antes de que volviera de mi sorpresa, oí el grito de un vendedor que pregonaba:

—¡Huevos, huevos fresquitos!

Cuando estuvo frente al dintel, se detuvo y, a una seña del empleado, avanzó hasta el mostrador, donde colocó la cesta con la mercancía, entablándose inmediatamente el siguiente diálogo:

—¿A cómo la docena?

—A peso, patrón.

—Y por todo, ¿cuánto pides?

—No sé, patrón… tendría que contarlos.

—Los compro todos a cincuenta centavos la docena.

Al mismo tiempo que hacía esta oferta, apoderábase sorpresivamente del canasto y lo ponía en el suelo al lado de adentro del mostrador.

El dueño protestó escandalizado:

—¿Está loco, patrón? ¡Cincuenta centavos! ¡Ni robados que fueran!

El dependiente insistía repitiendo:

—¡Cincuenta centavos, con canasto y todo! ¡Los pago en el acto!

Entretanto, mi principal desde su escondite, tomaba delicadamente del cesto de huevos puesto a su alcance los más hermosos y los metía en su faltriquera.

Mientras yo contemplaba esta escena inverosímil, el dependiente había vuelto a poner encima del mostrador la cesta aligerada de peso, y exclamaba iracundo:

—Bueno, hombre, llévatelos: ¡que te paguen el peso los tontos!

El propietario del canasto recuperó su mercancía y salió diciendo socarronamente:

—Será usted muy lince, patronato; le robará los huevos al águila, pero a mí no me mete naide el dedo en la boca.

No volvía de mi asombro. Si no fuera por las carcajadas que resonaban en la tienda como escopetazos, me hubiera parecido un sueño lo visto. Mis ideas se embrollaban. Sentía que algo, que yo creía inconmovible, perdía su base. Hallábame desorientado.

Y por algunos días aquel procedimiento originalísimo de la casa Pirayan y Compañía para avituallarse, me pareció que no armonizaba del todo con su seriedad, honradez, etc., pero no pude menos de convenir que, ante su economía, él resultaba insuperable.

Hacía algunas horas que trabajaba con empeño, cuando oí la voz tonante del jefe que me llamaba. Acudí presuroso. La tienda estaba llena de compradores y jefe y dependiente iban de un lado a otro atareadísimos. Como principiante, mi ayuda se limitó por de pronto a despejar el mostrador de la avalancha de especies en él desparramadas. La actividad del señor Pirayan me maravilló.

Su rostro estaba carmesí y sus vivaces ojillos relucían como ascuas. Para todo tenía frases oportunas y dichos agudos que hacían reír. Su labia era inagotable, y su voz meliflua tomaba las más variadas inflexiones, pasando de la cortesía estudiada y pegajosa a la familiaridad más encantadora. Su “mimbre” dorsal parecía próximo a romperse a cada instante. Detenía al comprador descontento, en su retirada hacia la puerta, con un chiste, con una oferta nueva, con una rebaja ventajosa. Pero, sobre todo, lo que causaba mi asombro dejándome a veces estupefacto, eran su aplomo y serenidad para pedir veinte por lo que valía cinco, para jurar con unción arrebatadora que tejidos de algodón o de cáñamo eran de lana, de purísima lana, sin mezcla alguna.

Todas esas mercaderías, de la mejor calidad, de la última moda y que casi no costaban nada, eran fabricadas especialmente para la casa. A creer lo que aseguraba, el mundo industrial del planeta tenía el pensamiento fijo en el “Anzuelo de Plata” cuyas instrucciones respecto a dibujo y colorido de las telas eran aguardadas con ansia, dando la pauta del buen gusto en el orbe entero. Los fabricantes se disputaban los pedidos de Pirayan y Compañía a cablegrama limpio: lo menos una docena recibíanse diariamente.

Cuando alguna cliente encontraba que el lienzo era ordinario y pedía otro de clase superior, profería, dándose una palmada en la frente:

—¡Cabalmente! Acabamos de recibir uno fabricado especialmente para la casa y que, además de ser un cuero no tiene pizca de goma.

Y, tomando la tela desechada, doblábala cuidando de ocultar la marca. Agachábase, en seguida, detrás del mostrador y reaparecía después de un instante con el mismo género y, poniéndolo delante de la compradora, decíale con el convencimiento que da una fe profunda:

—Aquí tiene usted algo muy especial, lo mejor que hay en plaza. Vea usted el ancho, la suavidad y firmeza de este tejido.

Y después de ponderar en todos los tonos las excelencias de la tela, concluía por pedirle el doble de su precio.

Cuando la cliente iba a retirarse, llevando por treinta la que no había querido por veinte, frotábase las manos y le decía bonachonamente:

—Da gusto tratar con gente lista, que conoce la mercadería. Señorita, a usted de seguro no le pasarán nunca gato por liebre.

La compradora sonreía satisfecha y se retiraba pavoneándose.

En la fiebre de la venta turullábame aquella mañana con mandatos y órdenes contradictorias. Aturdido por esa tempestad de gritos perdí la cabeza completamente. Los “¡esto no, imbécil!, ¡aquello de allá, borrico!, ¡te digo que lo otro, animal!” llovíanme como granizada.

Por fin, la hora de mediodía puso término a aquella vorágine y pude volver a la trastienda con el cuerpo dolorido y el alma más adolorida aún. Pero mi voluntad era inquebrantable. Soportaría todo antes que recorrer otra vez las calles diario en mano repitiendo el consabido: señor, vengo por el avisito, éste…

Después de almuerzo hubo una novedad. El señor Pirayan tuvo precisión de salir y nos lo comunicó con estas breves palabras:

—Tengo que ir al Banco a depositar el producto de la venta. Les recomiendo la mayor vigilancia y circunspección. Mas, de súbito, encarándose con el dependiente, le dijo señalándome con el dedo:

—Vigíleme usted a este. Es un torpe que todo lo hace al revés.

Aunque recomendación y calificativo no me supieron a mieles, tuve un minuto de alegría ante la perspectiva de un momento de descanso, que la ausencia del principal me iba, sin duda, a proporcionar, pero mi esperanza se desvaneció bien pronto a la vista de la señora de Pirayan que, después de acompañar a su marido hasta la puerta, colocó detrás del mostrador una silla y, sentándose en ella con majestuoso continente, paseó una mirada de soberana por el almacén, diciéndome después de un momento de expectación:

—Venga acá, coja la escoba y barra estos papeles. Es una indecencia como tienen la tienda. ¡Hombres habían de ser!

Enrojecí hasta la raíz de los cabellos; pero doblando la cerviz, tomé el mango del infamante utensilio y empecé a repartir escobazos con verdadera furia.

La voz enérgica de la principal me detuvo:

—¡Hombre, qué modo de barrer es ése! ¿Dónde lo ha aprendido usted?


III

No contesté, y mi silencio pareció exacerbar a la imponente matrona quien, desde el centro de la densa nube de polvo que los escobazos levantaran continuó apostrofándome con voz digna y severa:

—Cuando se es tan caballero no se debe tener otra profesión que la de rentista. ¡Enojarse! ¡Vaya con el señor! Sepa usted que aquí, cuando es necesario, no solo se barre la tienda, sino también la acera y el medio de la calle. ¡Jesús, y qué humos gasta el señorito!

Y la ilustre dama hubiera proseguido su filípica si el regreso de su marido no hubiera puesto fin a la escena.

El aspecto del principal llamó mi atención. Parecía hondamente preocupado. Cruzó en silencio el almacén y desapareció en las habitaciones interiores. Su mujer le siguió. Por vez primera desde mi ingreso en la casa, yo y mi camarada el dependiente, quedábamos solos. Era un muchacho de estatura mediana, bien conformado, de recias espaldas. Tenía el aire de un campesino, simple y astuto a la vez.

Me aproximé deseoso de entablar conversación:

—¿Se fijó usted en el señor Pirayan? Parece que le hubiera ocurrido algo desagradable. Malos negocios, sin duda.

Sin mirarme y sin interrumpir la tarea de empaquetar docenas de pañuelos de bolsillo, poniendo entre ocho de una clase cuatro de calidad inferior; pero que por su tamaño y dibujos ofrecían el mismo aspecto que los otros, me contestó:

—¡Quién sabe, no he visto nada!

Y luego, echando una mirada furtiva al interior, me dijo precipitadamente:

—Váyase a trabajar. Me han prohibido hablar con usted.

Lo medí de alto abajo con desprecio y me alejé pensativo. Esas palabras, las primeras que cruzábamos sin testigos, me dejaron una penosa impresión. ¿Quién era aquel compañero, de dónde venía? Lo único que sabía de él era que se llamaba José, don Pepito para los parroquianos. A pesar de mi falta de experiencia algo se me alcanzaba de que aquella prohibición era una táctica hábil para que, desconfiando el uno del otro, no fuésemos a caer en la tentación de organizar, tal vez, una alianza ofensiva y defensiva contra el enemigo común, es decir, el patrón.

Después de una corta ausencia reapareció tras el mostrador el señor Pirayan, atendiendo a la clientela con su ordinario despejo y verbosidad. Sin embargo, una sombra parecía velar a veces su rostro rubicundo. Como si efectuase mentalmente el balance de su activo y pasivo, caía a ratos en una profunda abstracción. ¡Vencimiento! ¡Crédito dudoso! Imposible me hubiera sido adivinar el motivo de su actitud.

Dos días más transcurrieron y mi aprendizaje horteril no avanzaba gran cosa. Ocupando la mayor parte del día en las más penosas careas, no disponía de suficiente tiempo para profundizar el difícil arte de vendedor. Con frecuencia había oído decir que para comerciante me hacía falta algo muy indispensable: la vocación. Y, acaso, era la verdad. Porque si la poseía, ¿a qué atribuir, entonces, ese rubor intempestivo y pueril que me encendía el rostro cuando, bajo la mirada de Argos de mi principal, veíame obligado a decir que lo blanco era negro o lo negro blanco y que, lo que valía diez, importaba veinte o costaba treinta? ¡Y luego, ese tartamudeo vergonzoso al proclamar el resultado de la medida de un pedazo de tela, bajando la vista sin afrontar la mirada del comprador!

Y esos ímpetus irresistibles que me asaltaban a veces de salvar de un brinco el mostrador y echar a correr detrás de un pobre diablo de parroquiano, y decirle poniéndole en la mano algunas monedas:

—¡Tome usted, esto es suyo, me he equivocado de precio!

¡Y mis pesadillas de las noches! Soñé una vez que veía la tienda en sus días de gran movimiento. Mi principal con su gorro y sus zapatillas gesticulaba como un energúmeno. De pronto y sin transición, el almacén con sus existencias transformóse en una enorme tela; en el centro de la cual una araña monstruosa atraía, fascinando con el brillo de sus ojos a enjambres de mosquitos que acudían de todos los puntos del horizonte. Todos quedaban aprisionados en la terrible trampa. Y yo mismo, para no enredarme en ella, daba un salto gigantesco, pero faltándome impulso caía en medio de la siniestra malla en la que, cual otro Gulliver, quedaba sujeto por millares de viscosos hilos. Presa de pavorosa angustia, debatíame para romper la formidable red hasta que, de súbito, me encontraba fuera del lecho envuelto en las ropas y tiritando de miedo.

Esto y los nuevos descubrimientos que hacía en el oficio tendían a probarme que era indigno de él. Mas otra visión, más sombría aun, y la esperanza de conquistar una posición, paralizaban mis ímpetus de independencia. Mosca o araña, me decía, el dilema es inexorable.

Al sexto día de mi permanencia en la casa pensé de que ya era tiempo de saber si el jefe de ella había ya fijado su criterio respecto de mis aptitudes, y si podía abrigar esperanzas de obtener la plaza con sus emolumentos respectivos. Firme en esta resolución, decidí aprovechar la primera oportunidad para tener una explicación sobre este punto con el señor Pirayan. Pero, cada vez que me acercaba a él con este objeto, me miraba de un modo tan desconcertante para mi natural timidez que, acobardado, retrocedía diciéndome: más tarde será. Y transcurrió el día sin que diera ese paso que se me hacía cada vez más difícil.

En la noche, después de cerrado el almacén, mientras renovaba el muestrario de las vitrinas, tuve una idea salvadora. Ahora, pensé, está solo, despachando su correspondencia; iré a preguntarle si quito las corbatas rojas y pongo en su lugar las azules y, con este pretexto, llevaré la conversación aunque sea por los cabellos al terreno conveniente. Muy imbécil he de ser si no le arranco una contestación definitiva.

Lleno de resolución entré en la trastienda, al fin de la cual había una puerta que comunicaba con un pasadizo que conducía al gabinete de trabajo del principal. Apenas había dado algunos pasos en el corredor cuando el ruido de una animada charla hirió mis oídos. Quise volverme por el mismo camino, pero algunas frases tomadas al vuelo claváronme en el piso como si hubiera echado raíces. Reconocí en los que hablaban la voz del señor Pirayan y la de un íntimo de la casa. La conversación, amenizada con alegres risas, no tenía trazas de concluir.

Hela aquí tal como la escuché:

Íntimo.— ¿De modo que no gastas en sueldos, gratificaciones y otras zarandajas?

Principal.— ¡Psh! ni un centavo. Cuando tengo necesidad de un empleado, pongo un aviso en el diario. Llegan en legiones. El trabajo está en escoger.

Íntimo.— ¿Pero exigirán algunas seguridades, un compromiso de que sus servicios serán retribuidos?

Principal.— ¡Nada de eso! Yo te diré cómo se procede: se elige siempre a los novatos, a los que hacen sus primeras armas. Si son forasteros, mejor.

Íntimo.— Pero, entonces, habrá que perder tiempo en enseñarles y lo que se gana por un lado se va por el otro. Puede resultar más cara la vaina que el sable.

Principal.— No, no; aguárdate un poco. Elegido el candidato se empieza por rechazar su petición. Él insiste, suplica, y, por gradaciones hábiles se le obliga a entregarse maniatado como un cordero. Cerrado el trato, se le destina por primera providencia a las tareas más humillantes. Hay que matarles los escrúpulos.

Íntimo.— Y la dignidad también. ¡Ja! ¡Ja!

Principal.— Conseguido esto se puede hacer de él lo que se quiere.

Íntimo.— ¡Ya, ya! Pero de todos modos, hay que vigilarle, trabajar, en fin, mientras que tomando uno competente y pagándole sueldo, se ahorran molestias y…

Principal.— Sí, para que luego nos ponga la soga al cuello extremando sus exigencias.

Íntimo.— Pero también los otros las extremarán. Supongo que no querrán siempre trabajar de balde.

Principal.— Sin duda, pero, siguiendo cierta táctica, los resultados de este sistema son espléndidos. Tú sabes que el empleado que llega a dominar el oficio, que conoce todos nuestros secretos, se nos sube a las barbas muy pronto. Tórnase descontentadizo, no trabaja con la decisión que al principio, porque sabe que fuera de la casa encontrará otro puesto, si no mejor, igual al menos al que deja. Y esta convicción lo hace poco paciente para sufrir ciertas cosas. En cambio, el principiante, el candidato al empleo se esmera para conquistarlo en hacer nuestro gusto en todo y por todo. Trabaja sin interrupción de la mañana a la noche. No pone jamás objeciones a tarea determinada. Escoba nueva, en fin, y… no gana sueldo. ¡El ideal, hombre, el ideal!

Íntimo.— Pero al fin se ha de cansar y entonces…

Principal.— Sí, sí, pero el caso está previsto. Se tiene siempre dos. Uno, más antiguo, que posee ya alguna práctica y otro que empieza. Cuando el primero principia a fastidiarnos, se le hace nuevas promesas y se le detiene por algunos días, los suficientes para que el segundo pueda ya desempeñarse. Conseguido esto, hay mil medios para deshacerse del intruso. Por ejemplo, se le ofrece una paga ridícula o se le dice: amigo, su trabajo no me gusta, tiene usted un físico desagradable para los clientes, o cualquiera otra cosa por el estilo para que tome el portante.

Despejado el campo, un avisito en el diario (treinta centavos) y hete aquí una nube de postulantes para reemplazar al salido. Y las escobas nuevas sustituyen a las viejas con un éxito y una economía que son una delicia. ¡Convéncete: escobas nuevas, siempre escobas nuevas, ese es el gran desiderátum!

Íntimo.— ¡Sí, pero no darles una gratificación siquiera…!

Principal.— ¿Y los conocimientos y la experiencia adquiridos, no valen nada? Si hay algún deudor seguramente no seré yo. Les he descorrido un poquito la cortina que cubre el escenario y ¡cáspita! ¡me parece que la cosa tiene algún valor! ¡Caramba si lo tiene! Si se aprovechan del noviciado ya tienen hecha su fortuna.

No quise oír más y me alejé de puntillas, cogí el sombrero y salí a la calle.

¡Qué torbellino de ideas y de sensaciones aquella revelación inesperada desató en mi alma! Los más descabellados proyectos de venganza fulguraron en mi cerebro excitado. ¡Pegaría fuego a la casa, publicaría la iniquidad a los cuatro vientos: llevaría una queja a los tribunales! Lamentaba no tener el alma de un Ravachol, para hacer saltar a los Pirayan y Compañía más allá del sistema planetario.

Mas, el frío de la noche calmó esa fiebre de exterminio. A la ira y el despecho sucedió la calma. El desaliento concluyó por serenarme. Y luego la frase aquella: “les he descorrido un poquito la cortina…” me hizo ver que la aventura, aunque desastrosa, era fecunda en enseñanzas. Eso sí que se había alzado el telón un poco bruscamente.

Fijé una última mirada al Anzuelo de Plata, que seguirían mordiendo quién sabe cuántos incautos y eché andar por las calles desiertas obsesionado por esta idea:

—¡Dios mío, cuándo llegaré a ser escoba vieja!

Ficha bibliográfica

Autor: Baldomero Lillo
Título: Tienda y trastienda
Publicado en: El Mercurio, 14, 22 y 23 de diciembre de 1906.

[Relato completo]

Baldomero Lillo
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