1
Se llevó a Therese con él porque era lo que ella esperaba; porque sabía que le hacía ilusión; porque, con su alegría, constituía una compañía agradable y porque no había ningún motivo para no llevarla.
Era el estreno de su primera obra. Tenía que estar en el palco y, al acabar la representación, subir al escenario y dejarse aplaudir o abuchear junto a los actores y el director. Si bien es cierto que no consideraba que mereciese un abucheo por una representación cuya puesta en escena no era suya. Pero le apetecía muchísimo estar en el escenario y que lo aplaudieran.
Había reservado una habitación doble en el hotel Brenner’s Park, en el que todavía no había estado nunca. Y estaba disfrutando de antemano al pensar en el lujo de la habitación y del cuarto de baño y con la idea de dar un paseo tranquilo por el parque, antes del estreno, y sentarse en el mirador a tomar un té Earl Grey y un sándwich doble. Salieron a primera hora de la tarde, llegaron a la autopista con bastante rapidez, a pesar del tráfico de los viernes, y a las cuatro ya estaban en Baden-Baden. Primero se bañó ella en la bañera de grifería dorada, y después él. Luego pasearon despacio por el parque y, después del Earl Grey y el sándwich doble en el mirador, bebieron champán. Estar juntos resultaba agradable y relajado.
Pero al mismo tiempo ella quería más de lo que él quería y podía darle. Por eso, durante un año, no había querido verlo, aunque luego había echado en falta las tardes juntos, con sus idas al cine o al teatro y las cenas, y se había conformado con que sus citas acabaran con un beso fugaz ante la puerta de su casa. A veces se acurrucaba contra él en el cine y a veces él le rodeaba los hombros con un brazo. A veces ella le cogía de la mano cuando iban andando y a veces él le apretaba la mano con la suya. ¿Veía ella en esas cosas una promesa de que era posible que hubiera algo más entre ellos? Él no quería saberlo exactamente.
Fueron al teatro y allí les saludó el director, les presentó a los actores y les condujeron al palco. Luego, se levantó el telón. Él no reconocía su obra. La noche en la que un terrorista fugitivo se aloja en casa de sus padres, su hermana y su hermano resultaba en el escenario una obra grotesca, en la que todos parecían ridículos: el terrorista con sus frases, los padres con su medrosa integridad, el hermano con su habilidad para los negocios y la hermana siempre moralizante. Pero la cosa funcionó y, tras un breve momento de titubeo, subió al escenario a recibir los aplausos junto al director y los actores.
Therese no había leído la obra y, al no estar condicionada, se alegraba de su éxito. Eso le hizo bien. Durante la cena, tras el estreno, le sonrió una y otra vez con tanta alegría que él, a quien siempre le costaba participar en acontecimientos sociales, perdió la timidez. Comprendió que el director no había convertido su obra en una obra grotesca, sino que la había interpretado como tal. ¿Debería aceptar que, sin saberlo ni pretenderlo, había escrito una obra de esas características?
Volvieron contentos al hotel. La habitación estaba preparada para la noche con las cortinas corridas y la cama abierta. Él pidió media botella de champán, se sentaron ya en pijama en el sofá y él hizo saltar el corcho. No tenían nada más que decir, pero no importaba. Sobre la cómoda había un lector de discos compactos y algunos cedés, entre los cuales uno era de música francesa de acordeón. Ella se acurrucó contra él y él le pasó un brazo por los hombros. Cuando acabaron de escuchar los cedés y de beber el champán, se fueron a la cama y, tras darse un beso fugaz, se dieron la espalda.
Al día siguiente se tomaron el regreso con calma. Visitaron el Museo Estatal de Baden-Baden, se detuvieron en una bodega y subieron al castillo de Heidelberg. De nuevo, estar juntos les resultaba fácil. Aunque, cuando él notaba el móvil en el bolsillo del pantalón, sentía como un vahído. Lo tenía apagado, pero… ¿qué habría almacenado en su interior?
2
Nada, como pudo comprobar por la noche en su casa. Anne, su novia, no le había dejado ningún mensaje. Y entre las llamadas recibidas tampoco pudo ver ninguna de ella; quizá el número oculto fuese una llamada suya, o quizá no.
La llamó y le dijo que sentía no haber podido llamar la noche anterior desde el hotel, porque se había hecho demasiado tarde; que por la mañana había salido temprano y no había querido molestarla, y le contestó que sí, que el móvil se lo había dejado en casa.
—¿Intentaste localizarme?
—Ha sido la primera noche desde hace semanas que no hemos hablado. Te he echado de menos.
—Yo a ti también.
Y era cierto. La noche anterior le había resultado extraña. La cercanía de otra persona en la cama le había parecido excesiva. No respondía a ninguna cercanía interior, basada en el amor o en el deseo, ni siquiera a la añoranza de calor humano o al temor a la soledad. Compartir la cama con Anne, pasar la noche con ella, le habría parecido normal.
—¿Cuándo vas a venir? —preguntó ella, con tono cariñoso y exigente.
—Creí que ibas a venir tú.
¿Acaso no le había prometido que, tras impartir el curso en Oxford, pasaría con él dos semanas, lo cual le producía al mismo tiempo miedo y alegría?
—Sí, pero para eso aún falta un mes.
—Intentaré ir dentro de dos fines de semana.
Ella se quedó callada. Cuando iba a preguntarle si en esa fecha había algún problema, ella le dijo:
—Tu voz suena distinta.
—¿Distinta?
—Distinta a la de antes. ¿Te ocurre algo?
—No me ocurre nada. Puede que me pasara celebrando el estreno. Me fui tarde a la cama y me he levantado temprano.
—¿Y qué has hecho todo el día de hoy?
—He estado investigando por Heidelberg. Quiero situar una escena allí. —Con la premura por contestar no se le ocurrió nada mejor. Ahora tendría que situar en Heidelberg una escena de su siguiente obra.
Ella volvió a quedarse unos instantes en silencio y luego dijo:
—Esta situación no es buena. Tú allí y yo aquí. ¿Por qué no vienes a escribir aquí, mientras yo doy el curso?
—No puedo, Anne, no puedo. Tengo que ir a ver al director artístico del Teatro de Constanza y al lector de la editorial, y le he prometido a Steffen que le ayudaría en la campaña electoral. Tú crees que yo, a diferencia de ti, puedo organizarlo todo como me guste, pero no puedo dejarlo todo empantanado —le dijo, molesto con ella.
—La campaña electoral…
—Nadie te ha obligado… —iba a decirle que nadie la había obligado a dar aquel curso en Oxford. Pero lo cierto es que su especialidad abarcaba un campo muy reducido, el de la teoría jurídica feminista, y con ello no podía conseguir un puesto fijo sino sólo cursos aislados. Podría haber ampliado el campo de su especialidad, pero no quería hacer otra cosa, y la demanda de sus cursos dejaba bien a las claras que hacía bien su trabajo. No, él no quería ofenderla—. Tenemos que planificarnos mejor. Tenemos que consultarnos para ver qué vamos a aceptar y qué vamos a rechazar.
—¿No podrías venir el miércoles?
—Lo intentaré.
—Te quiero.
—Yo a ti también.
3
Tenía mala conciencia. Había mentido a Anne, se había sentido molesto con ella y había estado a punto de ofenderla, de modo que se alegró de terminar la conversación. Al salir al balcón y notar lo tranquila y cálida que estaba la ciudad, se sentó. De vez en cuando pasaba un coche por la calle, bajo el balcón, y de vez en cuando se oía ruido de pasos. También tenía mala conciencia por no haber llamado a Therese para preguntar si todo marchaba bien y si había encontrado todo bien a su regreso.
Luego se hartó de su mala conciencia. Con Therese no tenía ningún compromiso y lo que le ocultaba a Anne tenía que ocultárselo porque, si no, tendría un ataque de celos tremebundo. A otras novias anteriores no les molestaba saber que, durante un viaje o una estancia en casa de alguien, había compartido la cama con otra mujer, siempre que sólo fuera eso, pero Anne se pondría como loca. ¿Por qué tenía que montar semejante jaleo por otra mujer? Y eso de que creyera que él dictaba las leyes de su propia vida y que podía estar disponible a cualquier hora, mientras que ella había de obedecer las leyes de su carrera profesional… ¿Cómo no iba a enfadarse? Ella había elegido su camino, igual que él había elegido el suyo.
Estaba contento de haber acabado la conversación telefónica con ella, y sin embargo vivía ya a la espera de la siguiente. Se conocían y estaban enamorados desde hacía siete años, pero no habían conseguido organizar una sólida vida en común. Anne tenía un apartamento y un puesto de profesora en Ámsterdam que no le daba para vivir pero que podía interrumpir en cualquier momento para dar un curso en Inglaterra, Estados Unidos, Canadá o Nueva Zelanda. Y entonces él iba a visitarla al país que fuera y se quedaba con ella unas veces más tiempo y otras menos. En los periodos en que no estaba en otro país, ella iba a pasar unos días o unas semanas con él a Frankfurt, y él iba a Ámsterdam unos días o unos meses. En Frankfurt él la encontraba demasiado exigente, y ella a él demasiado mezquino. En Ámsterdam había menos tensiones, bien porque ella era más generosa que él, bien porque él era más comedido que ella. Pasaban juntos algo más de un tercio del año. El resto del tiempo Anne llevaba una vida errante, una vida de maletas y hoteles, mientras que la de él transcurría por cauces sosegados, con reuniones y citas, con la asociación de escritores y el partido, con amigos y, sí, también con Therese.
No es que todo aquello significara mucho para él. Se alegraba cada vez que se suspendía una reunión, cada vez que le anulaban una cita y cada vez que una invitación o una convocatoria política no llegaban a su buzón de correo o a la bandeja de entrada de su correo electrónico. Pero dejarlo todo, irse a Ámsterdam con Anne y recorrer con ella el mundo, no, eso no podía ser.
Eso no podía ser, a pesar de que a menudo le dolía físicamente su ausencia: cuando se sentía feliz y quería compartir su felicidad con ella; cuando estaba triste y hubiera necesitado que lo consolara; cuando no podía hablar con ella sobre lo que pensaba o sobre los proyectos que tenía; cuando estaba tumbado en la cama solo. Y eso que, cuando estaban juntos, apenas hablaban de lo que pensaba o de sus proyectos, y que, en lo relativo a consolarlo, ella no era tan comprensiva como a él le hubiera gustado, ni tampoco era tan entusiasta en los momentos de felicidad. Era una mujer dispuesta y decidida, y la primera vez que la vio, ya percibió esa decidida disposición en su bello rostro de campesina, cubierto de pecas, con el pelo rubio rojizo, y le gustó de inmediato. También le gustaba su cuerpo fuerte, macizo y seguro. Dormirse con aquel cuerpo y despertarse con él o encontrárselo en la cama por la noche era tan bonito cuando estaban juntos como fantasear con él cuando estaban separados.
A pesar de lo mucho que se añoraban y de lo bien que estaban juntos, tenían unas broncas tremendas: porque él se había adaptado mucho mejor que ella a aquella vida, más separados que juntos; porque él no estaba tan dispuesto a trasladarse ni estaba tan disponible como, según ella, podría estar; porque ella no estaba dispuesta a hacer concesiones que, según él, podría hacer con respecto a su carrera profesional; porque ella registraba sus cosas; porque él mentía, cuando las pequeñas mentiras prometían evitar grandes conflictos; porque él no era capaz de contentarla; porque ella se sentía tratada sin respeto y sin cariño. Cuando ella se ponía furiosa, le gritaba, y entonces él se encerraba en sí mismo. A veces, al oírla gritar, en su gesto de impotencia se dibujaba una sonrisa irónica que a ella la enfurecía aún más.
Pero las heridas que causaban las broncas curaban más deprisa que los dolores de la añoranza. Al cabo de un rato, de las disputas sólo quedaba el recuerdo de que había habido algo, un manantial de agua caliente que burbujeaba, borbotaba y humeaba una y otra vez, y que incluso podría abrasarlos y matarlos si llegaban a caer dentro. Pero podían evitarlo. Y quizá un buen día se llegase a comprobar que aquel manantial de agua caliente era sólo un fantasma inexistente. ¿Un buen día? Quizá la próxima vez que se viesen, ocasión que ansiaban y de la que se alegraban de antemano.
4
No tomó el vuelo del miércoles, sino el del viernes. El lunes, cuando estaba cenando en el restaurante italiano que había a la vuelta de la esquina, un señor que había pedido una pizza para llevar se sentó a su mesa. Empezaron a hablar. El hombre le dijo que era productor de cine y charlaron sobre argumentos, obras y películas. Antes de marcharse, aquel hombre le invitó a tomar un café el jueves en su despacho. Era la primera vez que tenía contacto con un productor. Hacía tiempo que soñaba con hacer películas, pero no conocía a nadie a quien exponer sus sueños. Así que cambió la reserva del miércoles al viernes.
No voló a Inglaterra con el encargo de un guión literario o un guión técnico en la maleta, como esperaba que sucediera, aunque, eso sí, el productor le invitó a escribir un primer borrador sobre alguno de los temas de los que habían hablado. ¿Podía considerarlo un logro? No lo sabía. No estaba al corriente de cómo funcionaba el mundo del cine. Pero eso le mantuvo de buen humor durante el vuelo y llegó de buen humor a su destino.
Al no ver a Anne, la llamó por teléfono. Es que una hora desde Oxford a Heathrow, otra hora en el aeropuerto y otra para volver… Tenía que escribir un artículo y se había quedado haciéndolo. No querría que tuviera que quedarse trabajando toda la noche, ¿verdad? No, él no quería, pero pensó que podría haberlo empezado antes, aunque no dijo nada.
El college había proporcionado a Anne una vivienda pequeña de dos plantas. Él tenía llave, así que abrió y entró.
—¡Anne!
Subió la escalera y se la encontró ante la mesa de trabajo. Ella permaneció sentada, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho.
—Dame media hora más y luego nos vamos a dar un paseo. Hace dos días que no salgo de casa.
Sabía que no sería sólo media hora, así que deshizo la maleta, se instaló y preparó unas notas sobre la conversación con el productor cinematográfico. Cuando por fin salieron a pasear por el parque, junto al Támesis, el sol estaba ya muy bajo, el cielo había adquirido un tono azul oscuro, los árboles arrojaban largas sombras sobre el césped recortado y los pájaros habían dejado de cantar. Un silencio misterioso se cernía sobre el parque, como si estuviera apartado de la agitación del mundo.
Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Luego Anne preguntó:
—¿Con quién fuiste a Baden-Baden?
Pero ¿qué le estaba preguntando? La noche en Baden-Baden, la conversación telefónica la noche siguiente, la mentirijilla, la mala conciencia… Creía que todo aquello había quedado atrás.
—¿Con quién?
—Pero ¿cómo se te ha ocurrido que…?
—Llamé al Brenner’s Park. Llamé a muchos otros hoteles, pero en el Brenner’s me preguntaron si quería que despertasen a los señores.
¿A qué lado de la cama estaba el teléfono? Sólo de pensar que hubieran pasado la llamada, le entró pánico. Pero ella había dicho que no la pasaran. ¿Qué fórmula empleaban en el Brenner’s Park? ¿Quiere usted que despertemos a los señores?
—«Los señores» es algo que dicen tanto si hay una persona como si hay varias. Es una fórmula anticuada que los buenos hoteles consideran distinguida. ¿Y por qué no pediste que pasaran la llamada?
—Su contestación me pareció suficiente.
Él la rodeó con el brazo.
—¡Ay, nuestros malentendidos idiomáticos! ¿Te acuerdas de cuando te escribí que tenía ganas de «achucharte» y tú entendiste que te iba a llevar chuches? ¿O cuando yo entendí que, en principio, vendrías a la reunión familiar, cuando lo que querías decir era que lo ibas a pensar?
—¿Por qué no me dijiste que ibas al Brenner’s Park? Pregunté y me dijeron que estaban completos, o sea que habías hecho una reserva de antemano. Y siempre que sabes dónde vas a quedarte me lo dices.
—Olvidé comentártelo. Había hecho la reserva hacía tiempo, el viernes me subí al coche y hasta llegar a Baden-Baden no miré los papeles con la dirección y el horario de la representación y la reserva del hotel. Como se me hacía tarde, sólo pude registrarme y cambiarme de ropa, y ya no me dio tiempo a llamarte. Y después de la representación y de la fiesta no quise despertarte y sacarte de la cama.
—No sueles alojarte en una habitación de cuatrocientos euros.
—El Brenner’s es un hotel muy especial y pasar una noche en él era un viejo sueño mío.
—Ya, y olvidaste comentarme que habías hecho una reserva para cumplir ese viejo sueño… ¿Por qué me mientes?
—No te miento —le aseguró, y le habló del estrés de las últimas semanas, de que había olvidado varias cosas que eran importantes para él y que le gustaría haber hecho.
Ella seguía recelosa.
—Así que pasar una noche en el Brenner’s era un viejo sueño tuyo, y llegas tan tarde y te vas tan temprano que no disfrutas para nada de tu estancia en él. No tiene sentido.
—No tendrá sentido, pero es que en las últimas semanas no he tenido la cabeza en su sitio —le dijo, y siguió hablando del estrés y la tensión, de los contratos y los plazos de entrega, de las reuniones y las llamadas telefónicas. Le expuso su vida en las últimas semanas de un modo exagerado, aunque no del todo falso, para demostrarle que no tenía ningún motivo ni razón para no creerle. Cuanto más hablaba, más seguridad iba adquiriendo. ¿No era indignante que, sin motivo ni razón, Anne recelara y desconfiara de él? ¿Y no era ridículo que, a causa de una noche pasada con una mujer con la que no se había acostado y con la que ni siquiera sentía una auténtica intimidad, Anne quisiera machacarlo? Y eso en medio de un parque que parecía encantado, con el calor del verano y la calma del crepúsculo, bajo el resplandor de las primeras estrellas.
5
Por fin, la pelea fue perdiendo fuelle como un coche va consumiendo gasolina. Igual que un coche, se paró, arrancó bruscamente, volvió a pararse y así se quedó. Se fueron a cenar e hicieron planes. ¿Tenían que quedarse en Frankfurt las semanas que Anne iba a pasar con él? ¿No podían viajar a Sicilia, a Provenza o a Bretaña y alquilar allí una casita o un apartamento y ponerse a escribir los dos con una mesa junto a la otra?
Al volver a casa quitaron el colchón del somier metálico, dado de sí y combado, lo pusieron en el suelo e hicieron el amor. A medianoche a él le despertó el llanto de Anne. La abrazó.
—¡Anne! —le dijo—. ¡Anne!
—Tienes que decirme siempre la verdad. No puedo vivir con mentiras. Mi padre mentía a mi madre y la engañaba, y a mi hermano y a mí nos hacía promesas y más promesas que no cumplía. Y cuando yo le preguntaba el porqué, se ponía furioso y me gritaba. Me he pasado la infancia sintiendo que no pisaba suelo firme. Tú tienes que decirme la verdad para que sienta que tengo un suelo firme bajo los pies. ¿Entiendes? ¿Me lo prometes?
Durante unos instantes él pensó en decirle la verdad sobre la noche en el Brenner’s Park. Pero ¡la que se podía armar! ¿Y no pesaría la verdad en el ánimo de Anne menos que el haberle estado mintiendo durante una hora, bueno, dos horas? El reconocimiento tardío de haber pasado una noche con Therese, ¿no le daría al hecho más importancia de la que había tenido? En el futuro sí. En el futuro le diría a Anne siempre la verdad. Respecto al futuro podía y quería prometérselo.
—Sí, Anne, lo entiendo. Deja de llorar. Te prometo decirte la verdad.
6
Tres semanas después se fueron a Provenza. En Cucuron encontraron un viejo hotel, bastante barato, en la plaza del Mercado, donde les alquilaron encantados por cuatro semanas la habitación grande que daba a la galería del piso superior. No servían desayunos ni cenas, no había conexión a Internet, y las camas sólo las hacían de vez en cuando, pero les proporcionaron otra mesa y otra silla más, con lo que podían trabajar en la habitación o en la galería uno al lado del otro, como se habían imaginado.
Empezaron con mucho entusiasmo, pero cada día que pasaba les parecía que el trabajo era menos apremiante y de menor importancia. Y no es que hiciera mucho calor: los muros gruesos y los techos altos del viejo edificio mantenían frescas habitación y galería. El trabajo —un libro sobre la diferencia de sexos y la equivalencia de derechos, en el caso de ella, y un artículo sobre la crisis financiera, en el caso de él— no avanzaba. Sentarse junto al estanque rectangular, rodeado por un muro, delante del Bar de l’Étang, beberse un espresso, y contemplar el agua y los plátanos, sí. O ir en coche a las montañas, o conocer nuevas cepas en una explotación vitivinícola, o poner unas flores sobre la tumba de Camus en el cementerio de Lourmarin, o callejear por la ciudad de Aix y entrar en la biblioteca para mirar el correo electrónico. No tener que preocuparse por el correo habría convertido el callejear en algo aún más agradable, pero Anne estaba esperando la confirmación para un trabajo y él el encargo de una obra.
—Es la luz —dijo él—. Con esta luz se puede trabajar en el campo, en los viñedos o en el olivar, y quizá también se pueda escribir, si es sobre el amor o sobre nacer y morir, pero no sobre los bancos y la bolsa.
—Es la luz y los olores. ¡Cómo huele todo aquí! La lavanda y los pinos y el pescado y el queso y la fruta del mercado. ¿Qué importancia pueden tener los pensamientos que les meto en la cabeza a mis lectores frente a este olor?
—Sí —contestó él, riéndose—, pero con esos olores en la nariz ya nadie quiere cambiar el mundo, y tus lectores han de cambiar el mundo.
—¿Ah, sí?
Estaban sentados en la galería con sus ordenadores portátiles delante. Él la miró asombrado. ¿Acaso no quería ella cambiar el mundo y no daba conferencias y escribía artículos para que sus alumnos y sus lectores también quisieran cambiarlo? ¿No se había negado a hacer concesiones, adaptando su carrera profesional a las exigencias universitarias por ese motivo? Ella estaba mirando más allá de los tejados, con los ojos llenos de lágrimas.
—Quiero tener un hijo.
Él se levantó, fue hasta ella, se agachó junto a su silla y le sonrió.
—Eso puede hacerse.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo voy a tener un hijo con la vida que llevo?
—Te vienes a vivir conmigo. Los primeros años dejas las clases y te dedicas sólo a escribir. Y luego ya veremos.
—Sí, y luego las universidades ya no me invitarán. Me invitan ahora porque están seguros de que estoy disponible. Y escribiendo no soy tan buena como dando clases. Ya ves, llevo trabajando en mi libro desde hace años.
—Las universidades te invitan porque eres una profesora magnífica. Y, para que no se olviden de ti, durante los primeros años quizá fuese buena idea que escribieras algunos artículos en vez del libro. Mira, dentro de unos años el mundo será distinto, y habrá nuevos perfiles profesionales y nuevas carreras, y para ti habrá nuevos puestos de trabajo. Hay tantas cosas que cambian tan deprisa…
Ella se encogió de hombros.
—También se olvida deprisa.
Él la rodeó con sus brazos.
—Sí y no. ¿No me contaste que la decana de Williams te invitó porque las dos asististeis a un seminario hace veinte años y la dejaste impresionada? A ti nadie puede olvidarte tan deprisa.
Por la noche encontraron un restaurante con terraza y una amplia vista en Bonnieux. El nutrido grupo de ruidosos y alegres turistas australianos que ocupaban la mayor parte de las mesas se marchó pronto y ellos se quedaron solos en medio de la oscuridad. Ante la asombrada e interrogante mirada de ella, él pidió champán.
—¿Por qué vamos a brindar? —preguntó ella, haciendo girar la copa entre el índice y el pulgar.
—¡Por nuestra boda!
Ella siguió haciendo girar la copa. Luego le miró con una sonrisa triste en el rostro.
—Siempre he sabido lo que quería. También sé que te quiero, igual que sé que tú me quieres. Quiero tener hijos y quiero tenerlos contigo. Y tener hijos y casarse son cosas que van juntas. Pero hoy es la primera vez que hablamos de ello. Dame un poco de tiempo. —Su sonrisa se tornó alegre—. ¿Quieres brindar conmigo por tu propuesta de matrimonio?
7
Un par de días más tarde se metieron en la cama después de comer, hicieron el amor y se quedaron dormidos. Cuando él se despertó, Anne se había ido. Había dejado una nota en la que decía que iba a la biblioteca de Aix a ver su correo.
Eso fue a las cuatro de la tarde. A las siete a él le extrañó que aún no hubiera regresado y a las ocho empezó a preocuparse. Se habían llevado los teléfonos móviles, pero los tenían apagados sobre la cómoda. Fue a ver: allí estaban. A las nueve ya no aguantaba en casa y se fue hasta el estanque del pueblo, junto al que solían aparcar.
El coche estaba donde siempre. Miró alrededor y vio a Anne. Estaba sentada, fumando, en una mesa de la terraza del Bar de l’Étang, oscuro y cerrado en aquellos momentos. Hacía años que había dejado de fumar.
Fue hasta allí y se quedó de pie junto a la mesa.
—¿Qué pasa? Me has tenido preocupado.
Ella no levantó la mirada.
—Estuviste con Therese en Baden-Baden.
—Pero ¿cómo se te ocurre…?
Entonces ella levantó la mirada.
—He leído tus correos. El de la reserva de una habitación doble, el de la cita con Therese, el que le escribiste al volver: «Lo he pasado muy bien contigo. Espero que hayas llegado bien del viaje y que en casa todo estuviera en orden.» ¡Lo he pasado muy bien contigo! —le dijo, llorando.
—¿Has fisgado en mi correo? ¿También fisgas en mi escritorio y mi armario? ¿Crees que tienes derecho a…?
—Eres un mentiroso y un falso. Haces lo que te da la gana. Sí, tengo todo el derecho a protegerme de ti. Tengo que protegerme de ti. Tú no me dices la verdad, así que tengo que buscarla yo. —Volvió a llorar—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué te has acostado con ella?
—No me he acostado con ella.
Entonces Anne empezó a gritarle.
—Deja de mentirme de una vez, déjalo ya. Te vas con esa mujer a un hotel romántico, compartes la habitación y la cama con ella, y me tomas por tonta. Primero piensas que soy demasiado tonta para descubrir tus mentiras y ahora crees que soy tan tonta que me voy a dejar convencer con tu palabrería. Eres un charlatán, un salido y un asqueroso —le dijo, temblando de indignación.
Se sentó frente a ella. Sabía que debería darle igual si se abrían algunas ventanas, si algunas personas salían a mirar y si se ponían en ridículo. Pero no le daba igual. Ya era bastante humillante que le gritaran, pero que le gritaran delante de otras personas lo era doblemente.
—¿Puedo decir algo?
—¿Puedo decir algo? —dijo ella, imitándolo—. El niñito le pregunta a su mamá si puede decir algo. ¿Será que su mamá lo tiene reprimido y no le permite decir nada? ¡Deja de hacerte la víctima! Asume de una vez la responsabilidad de lo que dices y de lo que haces. Eres un mentiroso y un falso. Admítelo, al menos.
—No soy ningún…
Entonces ella le pegó con la mano en la boca y, al advertir en sus ojos una expresión de repugnancia que la asustó, siguió gritando. Se inclinó hacia delante y le escupió en plena cara. Él retrocedió a modo de respuesta y eso la enfureció aún más y gritó más fuerte.
—Eres un asqueroso, un imbécil, y no vales nada. Tú no tienes nada que decir. Cada vez que hablas, mientes, y como estoy harta de tus mentiras, también estoy harta de oírte hablar. ¿Me has entendido?
—Yo…
—¿Me has entendido?
—Lo siento.
—¿Qué es lo que sientes? ¿Ser un mentiroso y un falso? ¿Haberte acostado con otras mujeres?
—No me he acostado con otras mujeres. Lo que siento es que…
—¡Que te jodan con tus mentiras! —dijo ella, se levantó y se fue.
En un primer momento quiso seguirla, pero luego se quedó allí sentado. Recordó aquella ocasión en la que, mientras iba conduciendo, su novia de entonces le soltó que, aparte de con él, tenía relaciones con otros hombres. Iban cruzando Alsacia por una carretera llena de curvas y, tras oír su revelación, siguió recto, se salió de la carretera por un camino forestal, continuó entre matorrales y acabó chocando contra un árbol. No pasó nada, sólo que no podía continuar. Colocó las manos sobre el volante, la cabeza sobre las manos y se sintió triste. No sentía la necesidad de atacar a su novia. Simplemente esperaba que ella le aclarara lo que había hecho de modo que lograra entenderlo y poder así recuperar la tranquilidad. ¿Por qué Anne no permitía que se le aclarara nada?
8
Se levantó y fue hasta el estanque. Empezaba a llover. Oyó cómo las primeras gotas golpeaban la superficie del agua y vio las ondas que se formaban antes de sentirlas. Poco después también él estaba mojado. La lluvia caía sobre los plátanos y la gravilla. Llovía a cántaros como si quisiera arrastrar todo lo que no valía la pena.
Le hubiera gustado estar bajo la lluvia con Anne; rodearla por la espalda con sus brazos y sentir su cuerpo bajo la ropa mojada. ¿Dónde podría estar? ¿Estaría también en la calle? ¿Estaría disfrutando de la lluvia, como él, y entendería que su estúpida pelea no valía la pena o estaría recogiendo sus cosas en el hotel, tras haber pedido un taxi?
No, cuando llegó al hotel, sus cosas seguían allí. La que no estaba era ella. Se quitó la ropa mojada y se metió en la cama. Quería permanecer despierto, esperar a que Anne volviera y hablar con ella. Pero fuera la lluvia seguía cayendo, él estaba cansado de la jornada y agotado por la pelea, y se quedó dormido. A mitad de la noche se despertó. La luna iluminaba la habitación. Junto a él estaba Anne, tumbada boca arriba, con los brazos cruzados bajo la cabeza y los ojos abiertos. Se incorporó y la miró a la cara. Ella no le miró. Entonces también él se tumbó boca arriba.
—Esa sensación de que no puedo contradecir a una mujer, de que no puedo refutarle nada, de que he de ser atento y solícito y he de coquetear con ella, supongo que es algo que está relacionado con mi madre. Es una sensación constante y me comporto así de manera automática, tanto si es una mujer que me gusta como si no y tanto si espero algo de ella como si no. Sé que con eso despierto expectativas que no puedo colmar. A pesar de ello, me sale hacerlo durante un tiempo y luego me resulta demasiado pesado y huyo de la situación, o la mujer se cansa y se va. Es un juego tonto y debería aprender a no hacerlo. ¿Debería hablar con un psicólogo sobre la relación con mi madre? Sea como fuere, los límites de ese juego no habría que ponerlos en el dormir juntos, sino antes, en el trato afectuoso. A veces le echo un brazo por los hombros o la cojo de la mano, pero eso es todo. ¿Tendrá también algo que ver con los límites en mi relación con mi madre? No quiero deber nada a esa mujer, y si me acostara con ella, le debería algo. A lo largo de toda mi vida sólo me he acostado con mujeres a las que he querido o de las que me he enamorado. A Therese no la quiero y tampoco estoy enamorado de ella. La relación con ella podría ser bonita, cómoda, relajada de un modo que, entre tú y yo, casi nunca lo es. Pero yo jamás me he planteado si me gustaría dejar mi relación contigo y vivir con ella.
»Ésa es una de las cosas que quería decirte y la otra…
Ella le interrumpió.
—¿Qué hicisteis al día siguiente?
—Estuvimos en el Museo Estatal de Baden-Baden, en una bodega y en el castillo de Heidelberg.
—¿Y por qué la has llamado desde aquí?
—¿Cómo se te ocurre…?
«Cómo se te ocurre…» Recordó que así había empezado, cuando Anne le preguntó por el viaje con Therese e, igual que entonces, ella le interrumpió.
—Lo he visto en tu móvil. La llamaste hace tres días.
—Iban a hacerle una biopsia porque sospechaban que podía tener cáncer de mama, así que llamé para preguntarle qué tal.
—Sus pechos… —empezó a decir, como si sacudiera la cabeza—. ¿Sabe que estás aquí conmigo? ¿Sabe que tú y yo estamos juntos y que llevamos siete años? ¿Qué es lo que sabe de mí?
Él no había ocultado a Therese la existencia de Anne, pero había sido impreciso en lo relativo a los detalles. Cuando iba a estar con ella, decía que iba a Ámsterdam, a Londres, a Toronto o a Wellington a escribir. Mencionaba de pasada que había estado con Anne, y aunque no negaba que allí había vivido con ella, tampoco lo ponía de manifiesto a las claras. Y, a pesar de que no le comentaba las dificultades que tenía en su relación con Anne, pues se decía a sí mismo que eso hubiera sido una traición, tampoco le hablaba de lo feliz que era con ella. Es cierto que le decía que, a pesar de lo mucho que la apreciaba, no estaba enamorado de ella, pero no le decía que estaba enamorado de Anne. Y, a la inversa, a Anne no le había ocultado la existencia de Therese, aunque tampoco le había dicho con qué frecuencia la veía.
Aquello no estaba bien, lo sabía, y a veces se sentía como si fuera un bígamo de esos que tiene una familia en Hamburgo y otra en Múnich. ¿Como un bígamo? Bueno, eso era un poco exagerado. No ofrecía a ninguna una pintura falsa. Ofrecía esbozos en vez de cuadros, pero el hecho de que fueran sólo esbozos no suponía que fueran falsos. Por suerte, le había dicho a Therese que en Provenza estaría con Anne.
—Sabe que llevamos años juntos y sabe que estamos aquí los dos. Y en cuanto a qué más sabe, no hablo mucho de ti con mis amigos o conocidos.
Anne no objetó nada. Él no estaba seguro de si eso era una buena o una mala señal, pero, pasado un rato, se relajó. Notó lo cansado que estaba. Luchó consigo mismo para seguir despierto y escuchar lo que Anne pudiera decir, pero se le cerraban los ojos. Al principio pensó que podría quedarse despierto con los ojos cerrados, pero luego notó que se estaba durmiendo; no, ya se había dormido y se había vuelto a despertar. ¿Qué le había despertado? ¿Había dicho algo Anne? Volvió a incorporarse. Ella seguía con los ojos abiertos a su lado, pero sin mirarle. La luna había dejado de iluminar la habitación.
Luego Anne habló. Estaba amaneciendo. Evidentemente se había quedado dormido.
—No sé si podré olvidar lo que ha sucedido. Lo que sí sé es que no podré hacerlo si sigues pretendiendo que crea que no pasó nada. Parece un pato, hace cuac, cuac como un pato y tú pretendes que me crea que es un cisne. Estoy harta de tus mentiras, harta, harta… Si queremos seguir juntos, tendrá que ser con la verdad. —Retiró la colcha y se levantó—. Creo que lo mejor será que no nos veamos hasta la noche. Me gustaría poder estar en la habitación y en Cucuron yo sola. Coge el coche y vete por ahí.
9
Mientras ella estaba en el cuarto de baño, se vistió y salió. El aire aún era fresco, las calles estaban vacías, y la panadería y el café ni siquiera habían abierto. Se subió al coche y se puso en marcha.
Se dirigió a los montes de Luberon, tomando las bifurcaciones y los cruces de la carretera que parecían ascender a las montañas. Cuando no pudo continuar el ascenso, aparcó el coche y fue siguiendo hasta lo alto y a lo largo de la pendiente las marcas de ruedas, ya medio cubiertas de vegetación.
¿Por qué no decía simplemente que sí, que se había acostado con Therese? ¿Qué era lo que le hacía resistirse a decirlo? ¿El hecho de que no era verdad? Hasta entonces mentir no le había creado grandes problemas si servía para evitar un conflicto. ¿Por qué ahora le resultaba tan difícil? ¿Sería porque en aquellos casos sólo servía para hacerle las cosas algo más cómodas y ahora empeoraría aún más su situación?
Se acordó de que, cuando era niño y había hecho algo que no debía, su madre no le dejaba en paz hasta que reconocía cuáles eran los malos deseos que le habían llevado a cometer la mala acción. Y más tarde había leído cosas sobre el ritual de crítica y autocrítica habitual dentro del partido comunista con quienes se apartaban de la línea marcada, hasta que se arrepentían de sus inclinaciones burguesas; eso era lo que su madre hacía con él y eso era también lo que le hacía Anne. ¿No sería que estaba buscando a su madre y la había encontrado en Anne?
Nada de confesiones falsas. Fin de la historia con Anne. ¿No se pasaban demasiado tiempo peleando? ¿No estaba harto de que le gritara? ¿No estaba harto, también, de que fisgara en su portátil, en su móvil, en su mesa de trabajo y en su armario? ¿No estaba harto de que esperara que fuese a estar con ella siempre que lo necesitaba? ¿No le resultaba excesiva su efusividad? Es verdad que era muy agradable dormir con ella, pero ¿por qué tenía que ser algo tan cargado de significado y emociones? ¿No podrían ser las cosas con otra mujer más livianas, más lúdicas, más físicas? Y en cuanto a los viajes… Al principio, eso de pasar tres o cuatro semanas en primavera en un college norteamericano de la zona oeste y otro tanto en otoño, en una universidad de la costa australiana, y entre una cosa y otra vivir algunos meses en Ámsterdam tenía su aliciente, pero a esas alturas ya se le hacía un poco pesado. Los bocadillos de arenques que se podían comprar en los puestos callejeros de Ámsterdam eran muy ricos, pero bueno…
Pasó junto a los restos del muro de un establo o pajar y se sentó. ¡Cuánto había subido! Ante él había una pendiente cubierta de olivos que descendía hasta un valle llano; detrás había montañas más bajas, y más allá se extendía la llanura con algunos pueblos, de los cuales uno podía ser Cucuron. ¿Se vería desde allí el mar en los días claros? Oyó el canto de las cigarras y los balidos de unas ovejas que en vano buscó con la vista. El sol estaba alto, le calentaba el cuerpo y hacía que el romero exhalara su perfume.
Anne… A pesar de todo lo que no funcionaba en su relación con ella, cuando hacían el amor por la tarde, a la luz del día, y de nuevo después, al anochecer, no se cansaban de mirarse y sentirse, y cuando estaban tumbados uno junto al otro, agotados y satisfechos, la conversación surgía sola. Y con qué placer la veía nadar en un lago o en el mar: maciza, fuerte y elástica como una nutria marina. Con qué gusto la veía jugar con los niños o con los perros, ensimismada, olvidada de todo, entregada a aquel momento. Qué feliz se sentía cuando ella intervenía en alguna reflexión suya y, con ligereza y aplomo, daba en el quid de la cuestión. Cómo se enorgullecía cuando estaban con amigos, suyos o de ella, y resultaba deslumbrante con su agudeza y su ingenio. Qué protegido se sentía cuando se apoyaban mutuamente.
Recordó haber leído un informe sobre unos soldados alemanes, japoneses e italianos hechos prisioneros por los rusos. Éstos intentaban adoctrinarlos utilizando el método de la crítica y la autocrítica. Los alemanes, habituados a obedecer a su jefe pero privados de éste, participaban en el ritual. Los japoneses preferían que los mataran a colaborar con el enemigo. Los italianos les seguían el juego, pero sin tomárselo en serio, vitoreando y aplaudiendo como si estuvieran en la ópera. ¿Debía también él participar en el juego de la crítica y la autocrítica de Anne sin tomárselo en serio? ¿Debía admitir de buen grado todo aquello que Anne quería que admitiera?
Pero sólo con admitirlo no sería suficiente. Ella querría saber cómo había podido pasar y no descansaría hasta averiguar dónde estaba el problema y hasta que él también lo reconociese. Y la conclusión a la que se llegase serviría en adelante como explicación y para formular acusaciones en el futuro.
10
De pronto se percató de lo lejos que había ido y del largo rato que llevaba sentado en aquel muro. En el camino de vuelta, tras cada recodo del camino esperaba ver ya la carretera y su coche, pero las vueltas y revueltas no cesaban. Cuando por fin lo encontró, miró la hora: ya eran las doce y tenía hambre.
Fue siguiendo la carretera que iba por las montañas y en el siguiente pueblo encontró un restaurante con terraza desde la que se veía la iglesia y el ayuntamiento. Había bocadillos. Pidió uno de jamón y otro de queso, vino, agua y un café con leche. La camarera era joven y guapa, y no tenía prisa; disfrutó tranquilamente de la admiración que despertaba en él y le explicó qué clase de jamón podía ir a buscar a la carnicería que estaba a la vuelta de la esquina y qué quesos tenía. Le sirvió enseguida el vino y el agua, y cuando volvió con los bocadillos, él ya estaba entonado.
Seguía siendo el único parroquiano. Cuando acabó de beberse la jarra de vino, preguntó a la camarera si no habría en la bodega alguna botella de champán. Ella se rió, le dirigió una mirada entre divertida y conspiratoria, y al inclinarse a recoger los platos y vasos de la mesa, por el escote de su blusa dejó ver el nacimiento de sus pechos. Él la miró mientras se iba alejando y gritó:
—Traiga dos copas.
Ella se rió complacida cuando él se puso de pie y retiró la silla para que se sentase, cuando hizo saltar el corcho y cuando chocó su copa con la de ella y le preguntó, tratando de no ser demasiado directo, qué hacía una chica tan atractiva en un pueblo dejado de la mano de Dios, en mitad de las montañas. Ella le contestó que durante el verano ayudaba a sus abuelos en el restaurante, pero que estudiaba fotografía en Marsella, viajaba mucho, había vivido en los Estados Unidos y en Japón y ya le habían editado algunas cosas. Se llamaba Renée.
—Cierro de tres a cinco.
—¿Duermes la siesta?
—Sería la primera vez.
—¿Qué hay mejor, después de comer…?
—A mí se me ocurre una cosa —dijo ella riéndose.
Él se rió con ella.
—Tienes razón. A mí también.
Ella miró el reloj.
—Pues hoy el restaurante va a cerrar a las dos y media.
—Muy bien.
Se levantaron y cogieron la botella de champán. Él la siguió. Atravesaron el comedor y la cocina. El champán y la perspectiva de hacer el amor le habían embriagado, y mientras Renée iba subiendo por la oscura escalera delante de él, sintió ganas de arrancarle allí mismo la ropa. Pero llevaba la botella y las copas en la mano. Al mismo tiempo, recordó a Anne y la pelea… ¿No existía un principio según el cual uno no puede ser juzgado por algo que no ha hecho, pero por lo que ya ha sido condenado, cuando por fin comete el delito? Uno no puede ser juzgado dos veces por el mismo delito. Y como Anne ya le había castigado por algo que no había hecho, ahora podía hacerlo.
También en la cama se reía mucho Renée. Entre risas se quitó el tampón sanguinolento y lo dejó en el suelo, junto a la cama. Hacía el amor con la misma precisión y la misma destreza con la que se hace deporte. Sólo cuando acabaron extenuados, se puso cariñosa y quiso besarlo y que él la besara. La segunda vez lo agarró más fuerte que la primera, pero, una vez acabado el asunto, miró el reloj y le dijo que tenía que irse. Eran las cuatro y media y sus abuelos estaban a punto de regresar. Le dijo que no volviera por allí: tres días después se acabaría su estancia en el pueblo dejado de la mano de Dios, en mitad de las montañas, como él lo había llamado.
Lo acompañó hasta la escalera. Desde abajo, él se volvió a mirarla: estaba apoyada en la barandilla y, en medio de la oscuridad, no podía ver la expresión de su rostro.
—Ha sido muy bonito.
—Sí.
—Me gusta tu risa.
—Venga, vete ya.
11
Le habría gustado que se desatara una tormenta de verano, pero el cielo estaba azul y en la calle estrecha hacía mucho calor. Cuando ya se había subido al coche, vio que un Mercedes se detenía frente al restaurante y de él se bajaba una pareja de personas mayores. Renée salió por la puerta, los saludó y les ayudó a meter la compra.
Arrancó despacio para seguir viéndola por el espejo retrovisor. Y de pronto sintió una intensa nostalgia de una vida totalmente distinta, una vida de inviernos en una ciudad costera y veranos en la montaña, una vida con un ritmo constante y seguro, haciendo siempre los mismos trayectos, durmiendo en la misma cama y encontrándose con la misma gente.
Quiso caminar por donde lo había hecho por la mañana, pero no encontró el sitio. Se paró en otro punto, se bajó del coche, pero no se decidió a andar sino que se sentó en un talud, cortó un tallo de hierba, se lo puso entre los dientes y apoyó los codos sobre las rodillas. Volvió a mirar la llanura más allá de algunas pendientes y montañas más bajas. Su añoranza no giraba en torno a Renée ni a Anne. No la sentía por una mujer en concreto, sino por el ritmo constante y seguro de la vida en general.
Soñaba con mandarlas a paseo a todas: a Renée, que de todos modos no quería nada con él; a Therese, que sólo quería de él lo fácil, y a Anne, que quería ser conquistada pero no conquistar. Pero entonces ya no tendría a nadie.
Por la noche le diría a Anne lo que quería oír. ¿Por qué no? Sí, claro, luego ella sacaría a relucir una y otra vez lo que le dijera, pero ¿qué más daba? ¿En qué le iba a afectar eso? ¿En qué le iba a afectar ninguna de aquellas cosas? Se sentía invulnerable, imperturbable, y se echó a reír. Debía de ser el champán.
Aún era pronto para ir a Cucuron y reunirse con Anne. Se quedó allí sentado mirando la llanura. De vez en cuando pasaba un coche, de vez en cuando oía una bocina, de vez en cuando veía brillar algo en la llanura: el sol que daba en la ventana de alguna casa o en el cristal de un coche.
Se puso a fantasear con el verano en aquel pueblo en mitad de las montañas. Renée o Chantal o Marie, o comoquiera que se llamase, y él subirían en mayo y abrirían el restaurante, pero no a mediodía, sólo por las noches, con dos o tres platos nada más en la carta, comida sencilla de pueblo y vinos de la región. Irían algunos turistas, algunos artistas extranjeros que hubiesen comprado y restaurado casas viejas, y algunos residentes en la zona. Por la mañana temprano él iría al mercado a hacer la compra; por la tarde, a primera hora, harían el amor, y más tarde se irían juntos a la cocina a preparar la cena. Los lunes y los martes serían días de descanso. En octubre cerrarían, atrancarían puertas y ventanas y se irían a la ciudad. Y en la ciudad… No se le ocurría qué hacer en la ciudad. ¿Tener una librería o una tienda de objetos artísticos? ¿Una papelería o una tienda de objetos de fumador? ¿Una tienda sólo en invierno? ¿Cómo funcionaría eso? Pero ¿le apetecía tener una tienda? ¿Y llevar un restaurante? Todo aquello no eran más que quimeras. Hacer el amor a primera hora de la tarde, eso sí, y daba igual si lo hacía en una ciudad junto al mar o junto a un río o en un pueblo en las montañas o en la llanura.
Miró la llanura y mordisqueó el tallo de hierba.
12
Eran las siete cuando llegó a Cucuron. Aparcó el coche, no vio a Anne en el Bar de l’Étang y se dirigió al hotel. Estaba sentada en la galería con una botella de vino tinto sobre la mesa y dos vasos, uno lleno y otro vacío. ¿Cómo le estaría mirando? No quiso saberlo y miró al suelo.
—No voy a decirte mucho. Sí, me acosté con Therese, lo siento y espero que me perdones y que lo olvidemos, no hoy ni mañana, pero pronto, y que podamos entendernos. Yo te quiero, Anne, y…
—¿No quieres sentarte?
Se sentó y siguió hablando y mirando el suelo.
—Te quiero y no quiero perderte. Espero no haberte perdido ya por un asunto de tan poca importancia. Puedo entender que para ti la tenga, y como es así y yo debería haberlo sabido, debería haber tenido importancia también para mí y no debería haber hecho lo que hice. Lo admito, pero realmente para mí no tiene demasiada importancia. Ya sé que…
—Venga, ¿no quieres…?
—No, Anne, déjame terminar. Ya sé que los hombres, y muchas mujeres, siempre dicen que poner los cuernos no tiene importancia, que es algo que pasa y que se debe a la oportunidad o a la soledad o al alcohol y que, después, no queda nada, ni amor ni nostalgia ni deseo. Es algo que se dice tan a menudo que se ha convertido en un tópico. Pero los tópicos lo son porque responden a una realidad, y aunque poner los cuernos pueda significar otra cosa en alguna ocasión, la mayoría de las veces es sólo eso y en mi caso así ha sido. Lo de Therese en Baden-Baden no tuvo ninguna importancia. Puede que tú…
—¿Me dejas…?
—Enseguida podrás decir todo lo que quieras. Yo sólo quiero añadir que comprendería que no quieras a alguien que piensa que poner los cuernos no tiene importancia. Pero la parte de mí que piensa eso es sólo una pequeña parte. La mayor parte de mí es aquella a la que tú le importas más que cualquier otra persona en el mundo, la que te quiere, la que has tenido contigo estos años. Antes de lo de Baden-Baden yo nunca…
—¡Mírame!
Él levantó la vista y la miró.
—Bueno, pues he hablado por teléfono con Therese y me ha confirmado que no hubo nada entre vosotros. Quizá quieras saber por qué no te creí a ti y la creo a ella, pero es que en la voz de una mujer percibo mejor que en la de un hombre si me está diciendo la verdad o si me miente. A ella le parece que no has sido sincero ni con ella ni conmigo y dice que, si hubiese sabido cuánto tiempo llevamos juntos y qué estrecha es nuestra relación, no habría querido verte tan a menudo. Pero eso es otro asunto. La cuestión es que no os habéis acostado juntos.
—¡Ah! —dijo él sin saber qué contestar. En el rostro de Anne se reflejaba que estaba herida, pero también traslucía alivio y amor. Debería haberse levantado, haber ido hacia ella y abrazarla, pero se quedó sentado y sólo dijo: «¡Ven!» Ella se levantó, se sentó en sus rodillas y apoyó la cabeza en su hombro. Él la rodeó con sus brazos y se quedó mirando por encima de su cabeza los tejados en dirección a la iglesia. ¿Debía contarle lo de aquella tarde con Renée?
—¿Por qué sacudes la cabeza?
«Porque acabo de decidir que no voy a contarte nada de los cuernos que te he puesto esta tarde», pensó, pero dijo:
—Estaba pensando lo poco que ha faltado para que…
—Lo sé.
13
No volvieron a hablar de Baden-Baden, ni de Therese, ni de verdades y mentiras. No era como si no hubiese pasado nada. Si no hubiera pasado nada, se habrían peleado con naturalidad, pero los dos ponían mucho cuidado en no chocar. Se movían con cautela. Trabajaron más que al principio y, al final, ella había acabado su artículo sobre la diferencia de sexos y la equivalencia de derechos, y él, una obra sobre dos empleados de banca que un fin de semana se quedan atrapados en un ascensor. Y cuando hacían el amor, lo hacían con cierta reserva.
La última noche volvieron al restaurante de Bonnieux. Desde la terraza vieron la puesta de sol y la caída de la noche. El azul oscuro del cielo se iba volviendo negro intenso, las estrellas brillaban y el canto de las cigarras era ensordecedor. Pero la inminente partida los puso melancólicos. Y a él, además, el cielo estrellado le llevó a pensar en los preceptos morales y en las horas pasadas con Renée.
—¿Me guardas rencor por no haberte hablado más de Therese y no haberle hablado a ella más de ti?
Anne sacudió la cabeza.
—Me produjo tristeza, pero no te guardo rencor. ¿Y tú me lo guardas a mí por haber sospechado de ti y por haberte chantajeado? Porque eso es lo que hice: chantajearte, y tú te dejaste, porque me quieres.
—No, no te guardo rencor. Me da miedo pensar en la rapidez con que se ha descontrolado todo, pero eso es otro asunto.
Ella colocó una mano sobre la de él, pero no fijó en él la mirada, sino que la dirigió hacia el campo.
—¿Por qué somos tan…? No sé cómo denominarlo. ¿Sabes a qué me refiero? Hemos cambiado.
—¿Para mejor o para peor?
Ella retiró la mano, se recostó contra el respaldo de la silla y lo observó con mirada escrutadora.
—Tampoco lo sé. Algo hemos ganado y algo hemos perdido, ¿no crees?
—¿Hemos perdido la inocencia y hemos ganado sensatez?
—¿Y si la sensatez fuese buena, pero al mismo tiempo fuese el fin del amor, y al perderse la confianza ingenua en el otro las cosas no funcionasen?
—¿Acaso esa verdad que dices que necesitas como un suelo firme bajo tus pies no es siempre sensata?
—No, la verdad a la que me refiero y que necesito no es sensata. Es apasionada. A veces es bonita y a veces es fea, puede hacerte feliz o torturarte, pero siempre te hace libre. Y si no lo notas de inmediato, lo notas pasado un tiempo —afirmó con un movimiento de cabeza—. Sí, puede torturarte realmente, y entonces reniegas y desearías no haberte enfrentado a ella. Pero más adelante comprendes que no es la verdad lo que te tortura, sino el trasfondo que esa verdad encierra.
—No te entiendo.
La verdad y el trasfondo que esa verdad encierra… ¿A qué se refería Anne? Al mismo tiempo volvió a preguntarse si no debería hablarle de Renée en ese momento, pues más adelante ya sería demasiado tarde. Pero ¿por qué iba a ser demasiado tarde más adelante? Y si se presentaba la ocasión más adelante, ¿por qué decírselo ahora?
—Olvídalo.
—Pero es que me gustaría entender lo que…
—Olvídalo. Prefiero que me digas cómo va a seguir esto.
—Tú querías un poco de tiempo para pensar en lo de la boda.
—Sí, creo que debería tomarme un tiempo para pensar. ¿Tú no lo necesitas también?
—¿Tomarnos un tiempo?
—Sí, tomarnos un tiempo.
14
No tenía ganas de discutir. Él no había hecho nada equivocado. Nada digno de mención. Nada que quisiera tratar con un especialista en problemas de pareja.
Llegó la cena. Ella comió con apetito. Él se notaba decaído y revolvió la dorada en el plato con el tenedor. Cuando ya estaban tumbados en la cama, ella no lo rechazó, pero tampoco lo deseaba, y él tuvo la impresión de que en realidad ella no necesitaba tiempo porque ya había tomado una decisión. La había perdido.
A la mañana siguiente, ella le preguntó si no le importaba llevarla al aeropuerto de Marsella. Le importaba, pero la llevó e intentó despedirse de ella de forma que comprendiera su dolor, pero también que estaba dispuesto a respetar su decisión, de manera que guardara un buen recuerdo de él y que quisiera volver a verlo y a estar con él.
Luego atravesó Marsella con la esperanza de ver de pronto a Renée en una acera, pero sabiendo que no se detendría aunque la viera. En la autopista se puso a pensar cómo sería su vida en Frankfurt sin Therese y en qué iba a trabajar. El encargo de la nueva obra no había llegado. Podía ponerse con el primer borrador para el productor cinematográfico. Pero eso podía hacerlo en cualquier parte. En realidad nada le obligaba a volver a Frankfurt.
¿Cómo había dicho Anne? Si te enfrentas a la verdad y te parece una tortura, no es la verdad lo que te tortura sino el trasfondo que esa verdad encierra. Y siempre te hace libre. Se rió. La verdad y el trasfondo de la verdad. Seguía sin entenderlo. Y eso de que te hace libre… Quizá fuera al revés y hubiera que ser libre para poder vivir con la verdad. Pero nada se oponía a intentarlo. En algún momento se saldría de la autopista, pediría una habitación en un hotel en la zona de Cevennes, o en Borgoña, o en los Vosgos, y le escribiría todo a Anne.
© Bernhard Schlink: Sommerlügen, 2010. Traducción de Txaro Santoro.