Nicomedes Guzmán: Una moneda al río

Hacia donde se mire—todos lo sabemos— siempre hay algo que atraviesa tormentosamente el aire. El aire es como la vida misma: existe en la razón conmovida de sus más profundos átomos. En algún instante cualquiera del otoño, hay una hoja seca que cae. Haya sol o neblina, haya garúa o lluvia, un leve impulso de viento, un suspiro de la brisa, un sollozo del tiempo fugitivo, son de tal consecuencia que no falta el árbol añoso que abandone al acaso un poco de su alma en la ajada lámina de alguna de sus hojas predilectas. Y allí estará ella —la hoja— dulce y solitaria, ejecutando en la angustia del adiós, la vieja, repetida pero siempre grácil y tierna parábola, que es útil enseñanza, que es tenue sublimación de la muerte insubsanable.

 

SEBASTIÁN no pensaba en nada. Era un hombre de alma reposada, tímida tal vez en su enérgico reposo. Pero, aquella hoja que le pasó rozando la sien y que, semejante a una lenta ilusión, buscó la superficie de las aguas para encauzarse en las nuevas fórmulas de su destino, le conmovió duramente en su raudo paso. La siguió con la vista, en el curso de los ondulantes accidentes que soportara, hasta que la distancia —no mucha— la hizo inalcanzable a su visión. Y sonrió. Sonrió sin motivo posible de explicar. La sonrisa le llegó al rostro, desde muy adentro, desde el propio reposo a cuyo fondo no faltaba el cieno pegajoso y elástico de la amargura.

Alzó los codos de la baranda de concreto sin estuco en que se afirmaba; y recién sintió como si los brazos se le estuvieran durmiendo.

—¡Bah… ! —se dijo encogiéndose de hombros.

Y echó a andar.

No era aquélla una mañana esplendorosa. Se estremecía la piel del sol como la de un caballo que quisiera sacudirse los restos de agua de un reciente baño. Y es que temprano, a la hora del desayuno de los obreros, había garuado con suma insistencia, y orvallos invisibles rielaban todavía, con húmedos aleteos, por el aire.

Es fácil para los tímidos, los arribistas y los hombres solitarios decir: Bah… Es la interjección con que la vida les permite respirar mejor. Sebastián sintió las influencias húmedas del ambiente echárseles bronquios adentro. Y caminó con fuerza, con vigor de atleta, con satisfacción de perro que recién ha masticado golosamente un hueso. Seguía las rutas mismas de las aguas del río, y, a pesar de su firmeza, podía ser ahora en realidad otra hoja a la deriva, buscando algo indescifrable, sin sentido.

Mas no.

La búsqueda de Sebastián era bien definida. Llegado la noche anterior a la gran ciudad, después de una larga y tortuosa ausencia asistida por las lluvias y los vientos del sur necesitaba él de un asidero para sus ansias.

La casa que se deja no es la misma cuando se regresa a ella. Un cuadro menos, una simple decoración resquebrajada, una silla que ahora tiene un parche que antes no tuvo, un espejo al cual el tiempo garrapateó el azogue, una llave de agua que en las noches no gotea tan melodiosamente como antaño, una voz que perdió sus modulaciones de ternura, he aquí algunos de los detalles precarios que abren las brechas de la desolación en el alma de los huidos regresados. Dan ganas de reír y de llorar. Entonces, se dice: “Bah”, séase tímido, arribista o solitario.

Las grandes ciudades o los pequeños villorrios son como las casas. Después de las fugas, el regreso tiene que ser muy cauteloso. Con todo el choque es inevitable. Peligran, antes de reasimilarse al ambiente, todos los reposos del alma, todas las esperanzas; la amargura remueve sus cienos, eriza los sentidos, brega por tónicos externos que la fortalezcan.

El instinto de Sebastián le hacía intuir, olisquear todo esto y él buscaba defensa. Y allí estaban los pasos del hombre, bien plantados y elásticos, jocundos y virtuosos, acusadores de una salud más jocunda y virtuosa aún. No eran pasos de vagabundo que éstos arrastran el cansancio seco y el polvo pesado de los viejos caminos. Eran pasos de buen sedentario atraído, de súbito, por el hechizo de los horizontes.

Y he aquí la gran ciudad, vale decir vieja pero siempre renovada casa. Con objetos derrengados o de menos, pero con inmensas e insospechadas sorpresas, tal como la hoja que antes nunca se vió caer.

Sebastián se adentró, insensiblemente, golpeando la mañana con su presencia, en el corazón bullanguero de la ciudad. El alma colectiva bajo el sol estremecido, lo saturó de humanidad disímil, acaso angustiosa y turbia, pero alegre y gozosa en su euforia cotidiana, tras la compra simplísima o el mínimo negocio matutino. Caminó así en medio de remansos y de charcas formados por hombres, niños y mujeres, estridencia de motores, traqueteos de vehículos, gritos de vendedores, pregones de vida. Y todo esto le fué como el asidero existencial que él precisaba.

Compró un racimo de uvas al atravesar un puente, y se dió a morderlo con cierta avidez, con delectación, mientras seguía caminando. Sus dientes atrapaban los granos jugosos, en tumulto, con fruición jocunda. Lo abordó un mendigo y él no tuvo otra ocurrencia como no fuera aquélla de dispensarle el resto del racimo.

Después de abandonar la acera del puente, se acercó a un baratillo, y, mediante unas monedas, se hizo dueño de un libro de segunda mano, es claro, o quizás de tercera, o cuarta, que ya no poseía tapas ni portadillas. Cosa esta muy propia de un hombre que se siente alegre y fuerte en una mañana de otoño.

En otro lugar, en uno de aquellos sórdidos reductos donde los compraventeros exhiben su universo de mercancías logradas a trueque de llenar el hambre de los más trágicos y extraños necesitados, se dió el lujo de adquirir un cortaplumas falto de una de las enchapaduras de conchaperla.

Luego de muchas vueltas y revueltas, de idas y venidas Sebastián se dispuso a tentar el fin de sus mejores intenciones. Había visto varios anuncios:

La medida al pelo.
La confección mágica.
La ocasión del pobre.
La tijera encantada.

Todos eran la consecuencia, un poco grotesca, del choque violento del hombre con la vida.

Se decidió por la tienda que ostentaba el último letrero, por ser más subjetivo, quizá… Entró frotándose las manos, aunque ni hacía ni sentía frío. Negros escrúpulos le comenzaban a asediar. Le golpeó el alma un olor a sebo, a bajo comercio, a galletas o a sudores corroídos por un tiempo largo y maligno.

—¿Señor?… ¿En qué le puedo servir, señor?

Ahora sintió asco, y este asco era despertado por aquella voz viscosa, extendida, obscuramente persuasiva. La cabellera cenicienta del vendedor era como un ala de lechuza pegada a la cabeza. Los lentes, equilibrándose en la punta de la nariz merced a los trozos mugrientos de cáñamo que los sujetaban a las orejas, hacían más vivaces los ojillos de simio que amparaban.

—Este…

—Diga, no más, señor. Acaso desee un traje… —ofreció el vejete con obsequiosidad de metálica hondura.

—Precisamente… —respondió él, como un terrible menesteroso—. Precisamente, un traje…

—¡Oh!… ¡Pero sí, oh, pero sí tengo un traje a su medida!

Le miró continuadas veces el vendedor, acomodándose sin motivo los anteojos sobre la nariz, midiéndole con el metro turbio y miope de las pupilas. Corrió con dificultad, arrastrando las babuchas, hacia el interior; se volvió, repitió las miradas una y otra vez. Cogió seguidamente una vara provista de un gancho, en el extremo, y descolgó prontamente, con satisfecha sabiduría, con deleite, un terno de una de las altas perchas.

—¡Señor!… ¡Señor, véalo!… —dijo a Sebastián; escobillando ligeramente el traje, acariciándolo casi como los avaros entregan su enfermiza terneza a las monedas de las que necesariamente se deshacen. ¡Véalo, señor, está casi nuevo; mire los pantalones, las forros, las mangas del paleto!… ¡Vaya, vaya, mi señor; sí parece que no lo usaron!… ¡Quién lo creyera!…

—¡Este!…

—Pero vea, mi señor… ¡El casimir es rico, legítimo!… Ni una mancha… Preciosa la tela, ¿no?… Flamante… Vea las bastillas… ¡Si no lo han usado, este traje, señor!… ¡Caramba, que gente botarate la que se desprende de estas lindezas!

Sebastián sentía algo así como un olor a difunto, olor a aposento con flores secas, con ramas de pinos desprendiéndose de sus más espesas resinas, con pétalos pisoteados, con lágrimas aplastadas contra pisos desprovistos de cera a fuerza de violentas pisadas. Olor a risa traspasada de llanto, a palabras hedientes a sacristía, a plegaria mentida que no quiere ir a herir los tímpanos de Dios. Sebastián estaba desconcertado. Tras las barbas un poco crecidas, su rostro enrojecía y palidecía a un mismo tiempo.

Intentó decir, en un ímpetu de ruego y de cólera: “No.” Pero, ya tenía entre las manos el pantalón que le alargaba el viejo, y el paleto, y el chaleco. ¡Caramba! Era el más perfecto de los líos el haberse metido en “La Tijera Encantada”. Era un encanto de lío. “Situación de mil demonios.” Y exactamente, los demonios de la pobreza danzaban a su alrededor la más dulce de sus danzas.

—¡Pruébeselo, señor!… ¡Pruébeselo!… Es una ganga, una oportunidad que no se repite dos veces… ¡A ver, veamos el paleto!

El hombrecillo era el más perfecto de los comerciantes. Lo tomó de un brazo casi tiernamente, como haría una madre con su hijo mayor. Lo encaminó a la trastienda. Encendió la luz. Lo detuvo delante de un espejo antiquísimo, grande, de marco dorado, macizo, con ornamentaciones roídas cruelmente por los años, de luna que en vano quería ocultar el alma arrugada de viejas y atormentadas imágenes.

—¡A ver! —canturreó el vejete—. ¡A ver, a ver!…

Aquel espejo, entretanto, recordaba a Sebastián alguna velada pasada en casa de unas amigas alegres. “Vino, ponche, galletas añejas. Rostros pintarrajeados de payasos, después de la función circense. Medias arrolladas a media pantorrilla.”

—¡Señor! —rogó.

El ruego le nació tal si fuese al mismo Dios a quien rogase. Se disculpaba ante sí mismo, además, de estar allí, entregado a las manos de un comerciante ridículo, tembloroso, espantado. El vejete ya lo había despojado de su deshilachado paletó.

—¡A ver, a ver! —seguía cantando anhelante—. Estire los brazos, así, así… ¿Ve usted? ¡Cómo se pide!

Pero no. El endiablado paleto parecía haber pertenecido a un fenómeno: el cuerpo de Sebastián nadaba dentro de él, las mangas le llegaban poco más abajo de los codos.

—¡Caramba, caramba! —se dolió el vendedor— ¡Qué broma! ¡Fallamos, fallamos!…

Se apartó de la trastienda precipitadamente, nervioso, azorado. Volvió con un traje oscuro, estriado de franquillas blancas y cuyo paleto lucía grandes medallones de aceite seco en las solapas.

—¡Veamos éste, señor! Este sí… ¡A ver! La calidad es la misma… ¡Una limpiada y bastará!… Veamos, veamos…

“¡Qué broma! ¡Hasta cuando!”, mascullaba en el pensamiento Sebastián.

Los cálculos del anciano no se conciliaban, sin embargo, con la contextura del cliente. Entonces, salió nuevamente. Regresó esta vez con dos trajes. Pero era inútil. Ambos hombres se impacientaban. El uno por terminar el espectáculo grotesco. El otro por no disponer de la prenda necesaria.

—¡Paciencia, paciencia, señor! Los hombres debemos tener paciencia, —insistía el vejete filosóficamente. —¡Ya encontraremos uno! ¡Tengo cientos!… ¡Estoy para atenderlo, señor! —seguía, exclamando con vehemencia.

Sometió a Sebastián a nuevas pruebas. El tiempo se crispaba en las venas del hombre. Los minutos ejecutaban en su corazón innúmeros saltos de demonios recién paridos por el fuego.

—¡Será para otra ocasión! —gritó, de súbito, Sebastián, deseando monstruosamente y de una vez por todas desasirse de las garras metalizadas del vejete.

Mas éste no cejaba y estaba definitivamente dispuesto a no perder su cliente. Era como si fuese la única oportunidad que se le presentaba en la vida para negociar un traje.

—¡Pero señor, si tengo muchos! ¡Ya habrá alguno que le calce! ¿No le digo que tengo cientos?… ¡Paciencia! ¡La paciencia es un don divino! —filosofaba— ¡Ya habrá alguno que le calce!… ¡A ver, a ver, probemos éste!

—¡Será para otra vez, señor! —rogaba, ahora, Sebastián, viendo, no sabía por cuantas veces, su grotesca figura reflejaba en el maldito espejo. Recordaba su persona, abrazada en baile al cuerpo de una hembra abundosa, pintarrajeada, nefasta y cínica, con alma de serpiente. —¡Para otra vez será!… ¿Quiere? —continuaba suplicando como un niño dolido por la presencia de un fantasma.

El viejo transpiraba copiosamente. Ansiaba poseer el traje preciso, como quien aspira a conquistar la luz más clara del mundo. Comprendía que no era humano abusar de la buena voluntad de su cliente. Mas no se resignaba a perderlo. Era una lucha sorda, dolorosa, de transpirar lento y heroico. Su desesperación podía ser la misma de una moneda que están convirtiendo en medalla religiosa. Iba y venía, buscando, probando; rebuscando vehemente en los preámbulos de un triunfo que no quería llegar.

—¡Mire éste! ¡Pero, vaya, no recordaba que lo tenía! ¡Pruébelo! ¡Qué tela! ¡Qué dibujo!

Tampoco acertaba. El vejete se mordía. Después del último intento, recrudeció el sudor en la frente arrugada del hombrecillo. Se le hinchaban las aletas de la nariz. Bufaba lo mismo que un buey. Decididamente, había de perder a este comprador.

—¡Lo lamento, señor!— se dispuso a decir, al fin, desolado.

Sebastián temblaba. El comerciante tenía enormes ganas de llorar. Se sorbía la nariz, como alguien que tiene mucha pena. ¡Caramba!

Sebastián se endosó su vieja, deshilachada, pero noble chaqueta. También, no sabía por qué, sentía que las lágrimas le saltaban a los ojos.

Al alcanzar la acera, vió que entraba al negocio una mujer. Él no atendió a su figura. Su azoramiento era espantoso.

Daban vueltas en su cabeza diversas imágenes, grotescas, gesticulantes, risibles, despertando piedad, piedad, sin embargo, envuelta en multitud de chaquetas, negras, plomizas, listadas, cafés, ineludiblemente traídas a menos, merced a las condecoraciones del aceite.

De súbito, mientras sentía que subía y bajaba por la acera, Sebastián recordó su libro. Volvió sus pasos. Tembló una vez más ante el anuncio maldito:

“La Tijera Encantada.”

El vejete ya le estaba llamando:

—¡Psch!… ¡Psch, señor, caballero!…

No lo hacía para devolverle el libro, por cierto. Estaba radiante. Estrujaba entre sus manos una flamante chaqueta. Había en sus ojos, tras los lentes, un brillo de milagro.

—¡Este sí, éste sí! —le gritó. ¡Me acaba de llegar el traje que usted necesita! ¡Es cosa admirable!… ¡Admirable! —siguió diciendo, con ímpetus triunfales.

—¡Mi libro, señor! ¡Pero si sólo vuelvo por mi libro!… ¡Es mi libro lo que yo quiero, señor!…

—¡Qué libro, ni cosa que se le parezca, señor!… ¡Bendita su vuelta!… ¡Aquí está su traje!… ¡Probémoslo! —dijo, chilló, cantó con un júbilo espumoso, vibrante, desorbitado.

No había más remedio. Era necesario corresponder, una vez más, al apasionamiento comercial del vejete. Sebastián entró, desganado, sin alma, guiado por los dedos ferrosos del ropavejero que se hundían en uno de sus brazos.

La mujer recién entrada, una mano sobre el mostrador, observaba con ojos humildes, anonadada quizá. Sebastián la miró de frente, hundiendo sus pupilas en las tan humildes de ella. La mujer tenía una condición simplísima, primitiva y tierna de perra. Su bella cabellera, concentrada en un moño grandote apegado a la nuca daba apostura a su cabeza semirreclinada. Se imponía en su actitud, la nobleza que en sí poseen la humildad y la ternura. Ella era una aristócrata del subsuelo humano, una poseedora de la aristocracia más valedera.

Sebastián pasó a la trastienda, asediado por el perro de presa que era ahora el vejete. Y de nuevo, ante el terrible y tenebroso espejo, Sebastián asistió al milagro que, sobre su cuerpo, hacía el paletó que el anciano le acababa de ofrecer.

—¡Caramba! ¿No le decía yo, señor? —dijo el vendedor golpeándose las sienes—. ¿No le decía yo, señor? … ¡Si era éste! ¡Como caído del cielo! ¡Ya ve, ya ve… probemos los pantalones!… ¡Aquí los tiene… son suyos… qué bello traje! Pruebe también el chaleco… Lo dejo solo.

“Lo dejo solo.” ¡Qué golpe de palabras! Demonio de espejo. Ahora Sebastián se reconciliaba con su miseria. Se sacó los pantalones, con tino, temeroso de romperlos, o de que el anciano le sorprendiera en sus miserias más íntimas. Temblando se abrochaba la bragueta del pantalón postulante a su pertenencia, cuando se reintegró a la estrecha trastienda el vejete.

—¡No ve, no ve!… Acaso un poquito largos —le dijo encuclillándose y tirando la prenda de las bastillas.

El espíritu de Sebastián recobraba ahora su alegre reposo. Era cosa de magia. No lo hubiera creído. Estaba un poco emocionado. El espejo le devolvía una figura que parecía no ser la suya. ¡Cómo cambia el hombre a veces!

El viejo le miraba, entusiasta y jocundo como un infante. Había hasta ternura en el brillo de sus ojos. Manoseaba sus lentes con insistencia, como queriendo comprobar y recomprobar el milagro. Podía ser en este instante algo así como el padre de Sebastián, alucinado ante la presencia del vástago que se puso recién pantalón largo.

—¡Pero, y esos zapatos!… —chilló súbitamente. ¡Esos zapatos!… ¡Se ven horribles, no se avienen con traje tan bonito!…

Y era verdad. Había tristeza y angustia en esos zapatos descosidos, ajados, saturados de resecas tierras sureñas. Antes de que Sebastián reflexionara sobre su reemplazo, el vejete, desbordante de entusiasmo, estuvo junto a él, instándole a cambiarlos por unos que portaba en las manos.

La actitud del comerciante era de honda imposición, por su alborozo. Sebastián no meditó. Estaba dispuesto a someterse. Echó sus asentaderas sobre un taburete. Se despojó, desconcertado otra vez, de sus viejos zapatos, y calzó los que el viejo le ofrecía.

Estaban bastante usados, rotas, quemadas, negras las badanas de los forros, pero el lustre y el ostensible arreglo que habían soportado externamente, los hacían codiciables. No le ajustaron muy bien. Acaso estaban un poquitillo largos. Mas no era cosa de regodearse. Sebastián sentía cierta desazón. Se mostraba tranquilo, no obstante.

—Su otro traje puede quedar en parte de pago… —le propuso el vejete volviendo a la realidad sórdida de sus monedas.

Sebastián lo observó sorprendido. El viejo no era de aquellos seres que descuidan su negocio. Era inconcebible que alguien se interesara por aquel pingajo de ropa. Pero, por algo el viejo le formulaba la proposición.

—Queda lo más grave… —dijo humildemente Sebastián.

El viejo comprendió, y:

—Será poca cosa… —dijo, persuasivo.

—¿Cuánto?—indagó Sebastián, angustiado, ansioso.

—Trescientos pesos todo… —habló el comerciante, fijos los ojos en su cliente—. ¡Todo, traje y zapatos!

Sebastián se recluyó a los remansos, ahora turbios, de su alma. Se mordió.

—Es mucho para mí —dijo al fin, hurgando en el interior de la chaqueta abandonada.

—¿Cómo mucho, señor? —chilló el anciano, gesticulando, molesto acaso, después de tanta alegría— ¿Cómo mucho?… ¡Caramba!…

—¡Sí mucho! —dijo Sebastián con expresión seca, un poco dura—. ¡Que quede por doscientos cincuenta el traje solo!…

Hubo muchos segundos de silencio. En el sentimiento del viejo algo se encontraba en pugna. Se acomodó los anteojos.

—Un momento… ¡Espere!… —exclamó—. ¡Espere, por favor!… Salió.

Pasó algún tiempo que Sebastián sintió como un derrumbe sobre las espesas aguas de su alma. Perdió decididamente la serenidad. No todo en la vida es como la hoja seca que cae, como la garúa que se desparrama gozosa, sin suponer a quien daña. Se sentía niño. Los ojos se le humedecían. El desencanto lo devoraba. Se alzó. Abandonó la trastienda. El viejo finiquitaba el negocio con la mujer. Ella amarraba en su pañuelo algunos arrugados billetes.

—¡Está bien, señor —prorrumpió el vejete — Le dejo el traje sin los zapatos… Pero me deja su otra ropa —agregó con voz turbia, de piedra sin decantar y en la que la tacañería erguía agudas aristas.

Sebastián no quiso discutir. Se sentía cansado después de tan agitada experiencia. Luchaba por calmarse. Volvió al interior. Terminó de arreglarse los pantalones. Se despojó del paleto a fin de endosarse el chaleco. Volvió a ajustarse aquél sobre el cuerpo, con lentitud acongojada. Descalzóse para calzarse luego sus tristes y propios zapatos. Hurgó, por última vez, los bolsillos de las ropas que dejaba. Guardó algunas monedas mudas a diversos papeles gastados. Y le alargó al viejo los billetes necesarios.

Cogiendo, de pasada, el libro, salió como dejando un poco de su vida en aquel recinto olor a muerte, saturado de naftalina.

—Hasta luego…

El viejo parecía sufrir, pero se mostraba inconmovible.

—Hasta luego… Buena suerte… —le dijo ingratamente—. Gracias.

Y salió a dejarlo a la puerta.

La mujer estaba al lado afuera. Sus pupilas tenían humedad de amistad, de comprensión, de extraño afecto.

—Le sienta harto el traje… —le habló con piedad y ternura.

Él no dijo nada. Cavilaba, sufría. Se sentía humillado, terriblemente herido en esa zona humana en que el orgullo forja sus hierros.

—Me recuerda a mi viejo… —continuó la mujer.

Había en ella un deseo profundo de hacer amistad con el hombre, de agradarlo, de limpiarle la vida de esa congoja padecida y que ella adivinaba con sutileza maternal.

Sebastián recién la miró. No era bonita. Tenía el rostro de sufrimiento, avejentado. Sebastián caía recién en la cuenta de que se había adueñado del traje del que ella llamaba “mi viejo.” Le asaltó un temor repentino. No era supersticioso, pero se sintió de súbito cadáver.

Hubiera vuelto a tirarle el traje por las barbas al vejete comerciante y asqueroso.

Se ajustó el pantalón que se le caía un poco. Y miró nuevamente a la mujer. Pensó despedirse de ella. Sobre su pensamiento mismo se arrepintió. Algo comenzaba a unirlos. Ella era una mujer hondamente triste y, sin embargo, de una bondad que se revelaba a flor húmeda de pupilas. Sus labios delgaduchos y pálidos eran una nota como de melancolía en su rostro; mas tal nota la agraciaba dulcemente.

Sorteando los grupos de vendedores de frutas, llegaron al puente. En mitad de éste, la mujer sacó del bolsillo del delantal una moneda y la arrojó al río en plena precaria corriente.

Sebastián la miró sorprendido. Ella sonrió.

—¡Es para la suerte!… —habló. Y volvió a sonreír.

Sebastián rió también. Sentía que las aguas de su alma se agitaban una vez más antes de extenderse en cálidos remansos. Le agradaba la presencia de la mujer. Ella le insuflaba una sensación de calma honda y sugestionante.

—¡Le gusta la uva?—le dijo, queriendo expresar de algún modo su contento.

Ella rió mostrando unos dientes parejos y robustos. Nació entonces en su rostro la belleza que escondía dentro de sí.

Sebastián se detuvo a comprar unos racimos. Ella le esperó, inquieta como una mujer a la cual se le dice por primera vez: “¡Te amo!”

El racimo era dorado, bien maduro, ligeramente áspero, lo mismo que la piel de las adolescentes campesinas criadas a pleno sol. La mujer tomó a plenas manos las uvas que le ofreció Sebastián.

—¡Gracias!…

Y mientras se echaba unos granos a la boca:

—¿No compró los zapatos al fin?—indagó, temerosa de herir al hombre.

Este enrojeció.

—¡No!… ¡No los compré! —exclamó, escupiendo unas pepas y unos hollejos.

—Le ofrezco unos… —dijo la mujer, siempre temerosa, sin mirarlo.

Un nuevo bochornoso mundo le volteó en la cabeza al hombre. No respondió. Pensaba en multitud de cosas a la vez.

—¡De veras!… —insistió la mujer con voz musical, melodiosa, voz de mujer recién casada, o de madre, o de hermana. —¡Están flamantes!… ¡Acéptelos… me hará un favor!

Caminaban por un costado de la estación ferroviaria. Las palomas revoloteaban por sobre los vehículos en movimiento; otras se arrullaban en las cornisas. Un tren se despedía de la capital con ese dolor inhumano del acero que quiere liberación; melodía sin modulaciones, directa, acongojada, que busca eternidad en el alma de los hombres.

La voz de la mujer aún sabía a música en el corazón de Sebastián. Había algo de celeste en su ofrecimiento. Sin mirarla, reconstruía en sus pupilas las líneas de los labios graciosos, en los que algún ángel detuvo sin duda su melancólico vuelo.

Se oyeron mutuamente masticar las uvas unos instantes.

—Entienda… —rogó ella, luego—. ¡Acéptelos, hombre! ¡No tiene nada de particular!… ¡Entienda, hombre!…

—¡Bueno!—dijo él ahora, simplemente, sin sonrojarse ya, tirando al desgaire un trozo de escobajo.

Ambos se hubieran mirado quizá con mucho amor. Pero se abstuvieron lo mismo que dos niños temerosos de sorprenderse los ojos un poco más brillosos que momentos antes. Y sonrieron para sí mismos, tenuemente. El tren, saliendo de la estación, insistió una vez más en su música de despedida. Las palomas se arrullaban en las comisas.

© Nicomedes Guzmán: Una moneda al río y otros cuentos, 1954.

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